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Le gustaba poseerte en su
automóvil,
al crepúsculo,
cuando el morado berenjena
del cielo parecía parir rebanadas de zapallos
y de mangos rojos
a punto de madurar
y a ti te gustaba contemplar el horizonte
detrás de la ventanilla
tras el amor.
. . .
Entonces
sobre su perfecta estampa de
sole-
dad
bebías de las nubes del deseo
como otros arañan
un instante infinito.
. . .
(Detrás de las estrellas
merodeaba como siempre
el rastreador de universos:
con miedo
de tus posibilidades,
con temor de la fuerza de tu deseo.
“El ser humano es el único animal
que al determinar sus sueños”, te asustaba,
“programa irremediablemente su infelicidad”.)
. . .
Entonces te asaltaba a ti misma la
duda del momento
y empezabas a temer la espera,
la vuelta del minutero.
La sola mención de una palabra capaz
de invertir el sentido del tiempo
te hacía temblar.
. . .
Ahora has aprendido las distancias
del pensamiento.
Dominas
la vergüenza fiel,
la rabia del cangrejo cuando no consigue
retroceder con su caparazón rumbo
al cielo.
. . .
Él ha acabado convirtiéndote en una imagen
(que es la mejor forma de no perderte a
diario
aunque la peor de no saber quién
realmente eres).
Tú sabes ahora que en
cuestiones de amor
manda
el dolor
no los gatos.
. . .
Entregada (abrazada)
a su espalda bajo los últimos rayos
del sol,
contemplas en lo alto del cielo
el morado berenjena,
y,
al fondo del crepúsculo,
el fuego de zapallos
y de mangos rojos,
y eres feliz.
. . .
El miedo ha quedado por fin en la guantera.
. . .
Ah, amor sobre cuatro ruedas.
Tan cercano del mar,
tan lejano del cielo.
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. . . HjorgeV 12-03-2010