UN CASO PARA JORGE DIGAH: «LA NOVIA PRESTADA» (Novelita) (III)

*

-He olvidado tu nombre -le digo a nuestra choferesa.

-Andrea.

Acompaña su respuesta con una sonrisa misteriosa sin girar la cabeza para no dejar de prestar atención al tráfico. Estamos saliendo de Colonia.

Hago trabajar a mi memoria, tal vez porque me siento ‘moralmente’ obligado a entretener a quien me conduce a mi meta, por más que no sea gratis.

Como en los intrépidos viajes a dedo de mi adolescencia.

-En italiano, Andrea es nombre de hombre -le digo, recordando que prefiere a las mujeres para todo, como me lo acaba de explicar. ¿Estoy intentando también halagarla?

-Pero no en alemán ni en muchos otros idiomas como el inglés, el holandés y las lenguas escandinavas -replica ella-. ¿Y en tu idioma? -me pregunta.

-¿Tan mal hablo el alemán? -me quejo, con cierto pesar cínico porque ha reconocido mi acento y mi otredad. Todos los alemanes suelen reconocerlo por ciertos detalles de mi habla pero, después de tantos años en este país, me sigo asombrando de que sea así.

*

-Lo hablas perfectamente -exagera ella-, pero tu nombre y tu aspecto te delatan. Si uno escucha bien, encuentra divergencias en la entonación de tus oraciones, más que en la pronunciación de ciertas palabras.

-¿Eres filóloga? -le pregunto.

-Música.

-Ah, mira -le digo-, por eso tienes tan buen oído. A mí me gusta cantar. Por cierto, ¿tienes algo en contra de los extranjeros?

-No te habría dejado subir a mi auto -ríe ella-. Y tú, ¿tienes algo contra las lesbianas?

Suelto una corta risa, interrumpida por la voz de la muchacha que va en el asiento trasero.

-De los inmigrantes -dice la bella joven, muy seria-, lo único que no soporto es que un tercio de los turcos musulmanes que viven en Alemania abusen de la ayuda social.

Andrea y yo nos quedamos congelados por un largo momento.

Como estamos justo en una gran rotonda que reparte el flujo de automóviles hacia las autopistas, hacia el sur de la ciudad y hacia el Militär-Ring, una de las vías más importantes de Colonia, noto que Andrea se ha pasado la salida hacia las autopistas.

Veo que hace un gesto raro, tratando de no perder la concentración en el tráfico de esta hora, sorprendida por lo que acaba de escuchar. Va a dar la vuelta a la rotonda para intentar salir hacia las autopistas.

*

La derecha sigue ganando votos y conciencias por toda Europa, es algo que cada vez resulta más agobiante.

Para ganar votos, el populismo apela a recursos como la xenofobia y otros tipos de miedos: resortes baratos y de fácil aplicación.

A pesar de ser uno de los países más adelantados del mundo, pocos saben en Alemania que las migraciones forman parte de la conducta e historia humanas, es decir, que siempre existieron. De otra forma la especie humana no se hubiera podido expandir por todo el planeta.

Pocos saben, también, que nuestros primeros antepasados salieron de África, con lo cual todos descendemos de africanos.

¿Qué hubiera dicho Hitler de haberlo sabido en su momento?

Esta muchacha, vestida como para un desfile de modas, es un ejemplo de que las ideas populistas más descabelladas también empiezan a ganar adeptos en las capas más acomodadas de la sociedad alemana.

Si la chica viene de una familia ‘bien’, ¿qué diablos hace usando este medio de transporte tan barato?, me pregunto.

*

-¿De dónde has sacado ese dato? -le pregunta Andrea a la joven.

Para ser varonil como su nombre, es bastante guapa como mujer, se me ocurre.

Luego dudo de lo que acabo de pensar y lo encuentro confuso; para empezar a dudar luego de mi propia duda.

-Está en el libro de Sarrazin -responde la muchacha-. Todo el mundo lo sabe. Indirectamente, o sea, eso significa que entre todos financiamos el terrorismo islámico.

Volvemos a quedarnos congelados.

*

Thilo Sarrazin es un político de la SPD, la Social Democracia alemana, famoso por su libro sobre la inmigración en el que afirma -palabras más, palabras menos- que los turcos no son inteligentes y que Alemania necesita inmigrantes que no solo se dediquen a vender verduras y fruta (refiriéndose a esos mismos turcos).

Tesis escandalosas e ignorantes, claro, pero así están los nuevos tiempos en este país.

El mismo Sarrazin parece desconocer que su propio apellido (en castellano sarraceno significa habitante del desierto y se usa también como sinónimo de mahometano) es una demostración de que las migraciones no son nada nuevo en Alemania ni se detendrán en el mundo. Al contrario.

Pocos saben también que su hijo, Richard, vive de la ayuda social.

Pero estas dos cosas las debe ignorar la muchacha y no se las pienso decir.

*

-¿Pagas impuestos? -le pregunto a la bella.

-No, pero mis padres sí.

-No, pero tus tíos también -la remedo.

-¿Qué tíos? ¿Los hermanos de mi madre o de mi padre? -replica ella, confundida.

-¿Cuál era tu nombre? -le pregunto, como si lo hubiera olvidado, pero nunca lo he escuchado o leído. Giro mi cuerpo para mirarla directamente y mis ojos se asombran de encontrar más belleza todavía.

-Michaela -responde, sosteniéndome la mirada. En alemán se pronuncia la che como una jota aspirada.

-Micha -empiezo a decirle, evitando perderme en el abismo de sus ojos glaucos-. Ese 30% de turcos que viven de la ayuda social, ¿lo hace ilegalmente?

-No lo creo -responde ella-. Todo es legal. Por eso es escandaloso. Se aprovechan del Estado alemán, del dinero de todos los contribuyentes…

-¿También de tu dinero?

-…de nuestra buena voluntad como anfitriones.

-Si lo hacen legalmente, ¿por qué quejarse de que utilicen normas y medios permitidos? ¿Por qué no quejarse de los que hicieron esas normas y siguen sin cambiarlas? ¿Fueron turcos o alemanes los que crearon esas normas tan fácilmente explotables por lo visto?

-No entiendo -me dice ella.

Giro mi cuerpo para regresar a mi posición inicial. Enmudezco. Siento que estoy perdiendo el tiempo.

*

-¿Tienes algo contra los inmigrantes, Micha? -le pregunta Andrea.

-En absoluto -dice la muchacha-. Pero la gente ya está harta y empieza a hiper-reaccionar, como el loco de Oslo.

-¿Loco? Si hubiera sido musulmán lo hubieran llamado terrorista -me entrometo-. Además, en Noruega el desempleo es solo del 3,6 4%. Allí no vale eso de que el inmigrante le quita trabajo al ‘nacional’.

-Todos tenemos miedos irracionales -dice Andrea.

-Exactamente -dice Micha.

-Qué hacemos con esos miedos -digo yo-, esa es la pregunta. Opino que una derecha consecuente debería exigir la prohibición del turismo. Turistas ricos luciendo su bienestar en países pobres es lo que atrae a los inmigrantes. Una derecha consecuente debería exigir que la gente no salga del país. Así no existirían tampoco matrimonios multirraciales. -He empezado con mi provocación y no puedo detenerme. Agrego -: De hecho ahora hay más alemanes emigrando que inmigrantes llegando a este país.

Vuelve el silencio.

*

Ya estamos en la A1, la primera autopista de la historia de Alemania y que se empezó a construir en la época de los nazis.

Andrea ha encendido la radio para disimular la densidad transparente del habitáculo de su Audi y va por el carril central a unos 130 por hora. De seguir así, llegaremos en menos de cuatro horas a Hamburgo.

Durante la próxima hora no volvemos a tener ningún tema de conversación, apenas un par de comentarios triviales sobre otros conductores, el paisaje y el clima.

Cuando menos lo pienso, me ataca una modorra incontrolable (la hora y media en el gimnasio) y recién despierto cuando estamos por dejar la A1 para pasar a la parte final del trayecto.

Me avergüenzo por mi larga siesta, pero, por otra parte, sé que ha sido mejor así.

No necesito mirar hacia atrás para saber que Micha está escuchando música con los audífonos puestos. El zumbido estridente que se cuela por estos se escucha a pesar de que la radio del automóvil continúa encendida.

Andrea está en otro mundo. La emisora empieza a propalar un programa católico y a ella no parece molestarle. Me imagino que debe hacer la ruta varias veces al mes o incluso semanalmente y debe estar metida en su rutina.

Me sorprende, con todo, que no reaccione.

Son demasiadas necedades de golpe las que se escuchan por la radio.

-¿Religiosa? -le pregunto.

-Atea, convicta y confesa -me responde ella-. Estaba pensando en otra cosa -añade.

*

El programa católico de la radio me hace recordar que hay 5 millones de inmigrantes en Alemania, muchos de ellos turcos musulmanes.

Todos pagan sus GEZ-Gebühren, las tasas obligatorias que debe pagar todo ciudadano que posee un aparato de radio o televisión en este país: lo use o no, vea y escuche o no los canales estatales.

Toda una dictadura la de las instituciones públicas alemanas de radio y televisión. (En la que los oyentes y televidentes no escogen ni deciden, por cierto, los contenidos: o sea, pagan a ciegas y sordas, por así decir.)

Pero, ¿aceptarían los alemanes escuchar prédicas islámicas (no islamistas) en la radio, tal como nosotros -ateos- tenemos que escuchar estas católicas?

No me preocupa que pudiera haber prédicas islámicas en la radio estatal alemana.

En turco o en árabe o en el idioma que fuera: me resultarían tan incomprensibles como las prédicas cristianas que estoy escuchando.

*

Llegamos a Hamburgo y Andrea me pregunta dónde deseo apearme.

Disminuye la velocidad de su auto y se tiene la sensación de ir a 20, cuando en realidad vamos a 50 por hora, debido a que hemos viajado a 130 durante cuatro horas.

-No lo sé -le respondo.

Acabo de escuchar en la radio que las bolsas se desploman por el temor a una recaída de la economía y me he quedado pasmado. He tenido que pensar inmediatamente en el título de un libro –Confusión de confusiones-, el primer libro sobre la bolsa. De Ámsterdam, concretamente.

Y del año 1688, nada menos.

Nada es casual, como diría mi madre.

-¿Cuántos días te quedas en Hamburgo? -me pregunta Andrea.

-¿Dos? ¿Tres? -respondo con preguntas, porque ignoró cuántos días me quedaré en esta ciudad.

-Si tú mismo no lo sabes, menos yo -ríe ella.

El viaje ha transcurrido tan rápido, también por mi larga siesta, que no he atinado a llamar a David Meneses. Saco mi celular y marco el número, mientras empiezo a reconocer ciertas calles del centro de Hamburgo.

Michaela ya ha pedido que la dejen lo más cerca posible a la estación central.

*

Una grabación me contesta que el número que he marcado no existe.

Me quedo de una pieza por varios minutos. Había contado incluso con que David Meneses no pudiera o no quisiera alojarme, pero esta nueva situación ha conseguido romperme todos los esquemas.

Paciencia y buen humor, es el consejo eterno de mi madre.

-Yo también me quedo en la estación central -le digo a Andrea.

Como es verano, son más de las nueve (¿de la noche? ¿de la tarde?) y todavía está claro.

*

En la zona para subida y bajada rápida de pasajeros de la estación central, Andrea nos despacha rápidamente con rutina. Le pagamos cada uno los 23 euros que nos pide y luego se despide.

-Regreso el domingo, por si a alguien le interesa -dice, mientras vuelve a subir a su Audi.

Cuando hace sonar la bocina (el claxon decíamos en mi país) a modo de despedida dos veces (costumbre muy extendida en Alemania), me doy cuenta de que no le he pedido su número de teléfono.

Bajo los hombros, automáticamente, cuando ya se ha alejado.

Luego los vuelvo a subir, recordando el consejo de mi madre: paciencia y buen humor.

-¿Qué pasa? -me pregunta Micha, quien sigue a mi lado sin que me haya dado cuenta.

El cansancio por el viaje ha mermado un poco su belleza. Pero es muy joven y se recuperará rápidamente.

Para mi sorpresa, ahora lleva una chaqueta de cuero negra bastante rota y desgastada que debe haber sacado de su maletín. Haciendo como si no notara el cambio, trato de ignorar también los agujeros de sus medias negras.

Tienen que ser recientes.

O sea, tiene que haberlos hecho durante el viaje, porque Andrea no ha hecho ninguna parada (¿o la hizo mientras yo dormía?) y dudo de que Micha se haya cambiado las pantis en el auto.

*

-No sé dónde voy a pasar la noche -le digo, dándome cuenta demasiado tarde de que no he debido mencionárselo.

Micha levanta y baja los hombros.

-Mi amigo vive en un barco y su camarote es demasiado pequeño.

Me la quedo mirando, porque no entiendo.

-No me mires así. No soy una prostituta. He venido a Hamburgo a cantar.

-¿A cantar?

-Sí, en un bar. A cambio de las bebidas. Mañana salgo a cantar con mi amigo. A cantar en la calle. Él es músico callejero. Y de los buenos. Tendrías que escucharnos.

La información que me ha dado me apabulla y me despido sin poder hablar, solo moviendo una mano.

Avanzo como un zombi y me alegro de solo tener un pequeño maletín que puedo colgar de un hombro. Detesto los equipajes.

Una mochila o maleta es lo más parecido a una aguda dependencia que puede haber para mí.

O a una cárcel móvil.

*

Cuando he recorrido unos cien metros, siento un tirón en el hombro.

Volteo y veo que es Micha.

Ahora ha cambiado un poco más su aspecto. Y jadea por el esfuerzo. Se ha puesto una gorra de cuero menos raída que su chaqueta, también pulseras y aretes inesperados y se ha pintado los labios de un concho de vino intenso.

La maleta de avión que va halando la delata, porque no casa con sus nuevos accesorios. Pero a ella no parece importarle.

-Aquí está mi número, para cualquier cosa -me dice, como si viera en mí a un niño perdido en la calle.

Acepto el papelito como he aceptado peores y mejores cosas en mi vida.

Luego sonrío porque me conmueve su solidaridad. Soy mucho mayor que ella y llevo dinero suficiente para pasar un par de noches en un hotel baratieri, pero no se lo digo.

No quiero echar a perder su particular formación en la universidad de la vida.

Tampoco quiero echar a perder la patética imagen que se debe haber formado de mí.

*

Mientras me dirijo hacia el casco antiguo de Hamburgo, tengo una idea.

De mi libreta de apuntes, memorizo la dirección que me ha dado mi madre y pregunto por ella a la primera persona que reconozco como lugareña.

-¿En tren o en automóvil? -me pregunta un hombre de unos cuarenta y cinco años. A pesar de la prisa que parecía llevar al abordarlo, parece dispuesto a tomarse el tiempo necesario para indicarme la ruta.

-¿Y a pie no se puede? -le pregunto, neciamente.

-Buxtehude está a casi 40 kilómetros de aquí. Llegaría a las seis de la mañana si va a pie, en el supuesto de que exista una vía peatonal directa. Algo que dudo.

Me quedo mudo.

Porque acabo de darme cuenta de que he confundido Winterhude, un barrio de Hamburgo que ya conozco, con Buxtehude, un pueblo de la periferia. El Hude postrero (la hache se pronuncia en alemán como una jota aspirada) me ha jodido.

Ahora es demasiado tarde.

Le agradezco al hamburgués la ayuda y me quedo pensando un buen rato, apoyado en un bolardo de la vía pública.

*

Mientras espero que mi Yo Viajero tome la decisión por mí, dejo vagar mi mente. Una cerveza me caería ahora  bien, pienso, pero no veo ningún quiosco o tienda cercana. Un bar no me atrae en este momento.

Las personas que pasan por mi lado deben ser lugareños, deduzco, por la velocidad con la que se desplazan.

¿Debo empezar a buscar un hotel y pulverizar mis pocos ahorros restantes?

Decido hacer primero lo que hago cada vez que visito esta ciudad.

La última vez, un año atrás más o menos.

*

El número me lo sé de memoria, a pesar de que lo he marcado contadas veces en mi vida.

Es sencillo porque mi fecha de nacimiento está contenida en él, aunque en otro orden.

Sé lo que va a ocurrir.

Pero no puedo contenerme y marco el número en mi celular.

De paso veo que tengo una llamada perdida de Fernando, mi jefe de la agencia de traducciones.

-Berner -dice una voz al otro lado de la línea.

Cada vez se me hace más desconocida esta voz. Debe ser por el paso de los años.

-¿Eckstein? -pregunto.

*

Sieglinde Eckstein es una periodista hamburguesa que conocí en un viaje al Cusco hace casi veinte años.

Era y sigue siendo mucho mayor que yo. Entonces me dijo que me llevaba diez años, pero yo sabía (y no me importaba) que eran y siguen siendo casi veinte.

Estoy llamando, por lo tanto, a una mujer de por lo menos sesenta años; de la tercera edad, por así decir.

-Eh, disculpe -añado, como siempre-, pero buscaba a una señora de apellido Eckstein.

-Sí, también me llamo Eckstein -responde ella.

-¿La periodista, no?

-No, se ha equivocado -concluye ella y corta sin darme la oportunidad de decir nada más.

Como siempre.

*

Con Sieglinde (solo por el nombre -muy antiguo-, tenía que haberme dado cuenta de lo mayor que era, pero eso no lo podía saber entonces en el Perú) pasé un par de días y noches memorables en el Cuzco.

En ese entonces yo empezaba a aprender alemán y ella apenas sabía un inglés muy rudimentario. Pero nos sirvió para pasar bonitas horas juntos.

Fue la primera mujer con la que pasé una noche entera. En la cama, también durmiendo, se entiende.

Al despedirnos entre lágrimas en el aeropuerto del Cuzco (yo regresaba a Lima por tierra, ella seguía a La Paz en avión), le dejé mi teléfono de Lima.

Dos semanas después me llamó.

Viajaba al día siguiente y me preguntaba si tenía ganas de verla antes de partir de regreso a Alemania.

Ya llevaba varios días en un hotel del Centro y me dijo que no me había llamado antes, porque pensaba que tenía esposa e hijos y no quería importunarme.

(Yo estaba en la universidad, no había cumplido siquiera los veinte y vivía con mi madre. Mi padre acababa de morir y había descubierto que tenía más pasaportes aparte del alemán.)

La que resultó teniendo esposo e hijos fue ella.

*

¿Por qué la vuelvo a llamar una y otra vez cada vez que visito Hamburgo?

No lo sé.

Desde Colonia la he llamado solo una vez. Una noche de vino y asaz nostalgia.

La «conversación» se desarrolló tal como ahora.

Solo la primera vez fue diferente:

Le dije que ahora vivía en Alemania y que me gustaría verla. Añadí que me encontraba en Hamburgo.

Habían pasado más de dos años desde nuestra lacrimógena despedida en el Jorge Chávez de Lima.

Me respondió con pánico, como quien atiende a alguien que se ha equivocado de número y puede tratarse de algo peligroso.

Antes de cortar mencionó -como sin querer- algo sobre su esposo e hijos y entonces comprendí que la estaban escuchando y que mi llamada la había puesto nerviosa.

Mi deseo solo era recordar viejos tiempos.

Su pensamiento debió ser que yo seguía persiguiéndola obsesionadamente más dos años después de nuestra despedida.

*

En ese momento quise volver a llamarla para explicarle la confusión, pero decidí esperar unos días para que tuviera tiempo de calmarse.

La volví a llamar desde Mannheim, a casi 600 km de Hamburgo, pensando que la distancia la tranquilizaría.

Pero fue peor.

Me cortó más rápidamente.

Apenas ha vuelto a alterar el guión desde esa ocasión.

*

Desde entonces, por una especie de malvada costumbre, la llamo cada vez que visito Hamburgo.

No sé:

Tal vez deseo que siga pensando que soy un amante obsesionado.

Un loco que no puede dejar de pensar en ella y que sigue persiguiéndola veinte años después.

Me fascina la idea, como hombre divorciado, de encarnar a alguien así.

Quiero pensar que lo hago tiene mucho de trabajo social.

A veces también pienso que ella teme hablarme en serio para evitar vernos, puesto que ya no es la -todavía- joven y atractiva mujer que conocí entonces y probablemente ahora ya sea una abuela.

*

El hotel tiene un nombre muy especial –Hotel- y el encargado me dice que dentro de los cuarenta euros va incluido el desayuno tipo bufé.

-Puede comer para todo el día si desea -me dice con una sonrisa cómplice, aunque no compartimos la panza cervecera.

Me acuesto sin cenar, de solo seguir pensando en Sieglinde y en las cosas que deben pasar por su cabeza.

A la mañana siguiente tomaré un buen desayuno y empezaré a buscar a Dorita, la hija de una de las hermanas Tállez.

No puedo creer que haya sido secuestrada como afirma mi madre.

*

    Continúa a fines de agosto…

    HjorgeV 04-08-2011

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.Continúa a fines de agosto…

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