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Mi madre me dijo que pasara urgentemente por la
clínica y me pareció a la vez escabroso y desesperante
regresar a verlo sobre su lecho de enfermo: como
confrontarse con una parte del propio cuerpo que se
ha independizado por culpa de un malentendido.
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Ya me contarás -me dijo ella-, porque no suelo
perderme las historias con padre: o sea, con
fantasma -añadió con su leve carcajada senil.
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Finalmente él murió y no pude quitarme durante
meses esa sensación no ya de venir de la
vida hacia la muerte, sino de la muerte a otra muerte:
la propia, que es, después de todo y antes que nada,
la única condición inalienable que poseemos.
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(Es siempre el caos lo que nos salva
de la ley de la selva aplicada al tiempo:
solo sobreviven los momentos más
feroces, los capaces de grabar cicatrices
en la memoria, surcos en el pasado.
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Tal vez por eso también escribimos:
para esculpir la voz que, sin saber si
es realmente la propia, rezuma desde
las placas tectónicas más profundas.)
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Cuando se muere papá o mamá,
muere uno mismo: el padre o madre
que ya somos o alguna vez podríamos ser.
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Tener un hijo es como haber creado un
planeta en el que poner un pie de apoyo: un
mundo al que ahora papá o mamá han renunciado
para siempre, dejando a un huérfano sobre él.
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Los padres nunca mueren. Mueren las
rosas, el café, los letreros de la avenida,
las constelaciones lejanas donde ahora
intercambian experiencias y boletos para
sus nuevos viajes a través de la nada.
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Los padres nunca mueren. Nos dejan sus ojos
para que podamos ver todo desde el principio.
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HjorgeV 18.03.2018