-¿Y bien? -dijo Babsy.
Habíamos llegado a la explanada del Pompidou. El sol poniente iluminaba los edificios parisinos por detrás, creando una lejana corona de fuego por encima de ellos.
-¿Y bien qué? -pregunté en mi mejor alemán.
-¿Ahora qué historia me vas a inventar?
Levanté las manos.
Solo deseaba despedirme y escapar. Había practicado alemán un buen rato y eso me bastaba. Además, había tenido suerte, pues el suyo era bastante neutral: el Hochdeutsch -el alemán estándar- que yo había aprendido en el Goethe y que en muchas regiones de Alemania no se habla.
(Si los alemanes reclamaran su independencia en función del idioma o dialecto que hablan, habría, por lo menos, 20 Cataluñas.)
-No te voy a inventar ninguna historia -dije con una sonrisa boba-, no te preocupes.
-No me preocupo.
*
-Mejor para ti entonces -repliqué-. ¿Y sabes qué? -decidí sincerarme-. Cuando te vi la primera vez me deseé hablar contigo, simplemente conversar en alemán. Ahora mi deseo se ha cumplido, así que ya puedo despedirme en paz.
-¿En paz? -pareció burlarse.
Me llevé la mano a la boca para imitar por unos segundos el japapeo intermitente de guerra de los indios norteamericanos, en las películas.
-Si deseas, en guerra -dije-. Pero esa ya sería tu elección. Yo me voy en paz.
-Detesto las guerras -respondió ella. Luego añadió, como quien no quiere la cosa-: En la esquina hay un café al que me encanta ir.
Levantó un brazo y empezó a avanzar en esa dirección.
*
En el asiento trasero del bolbaguen de Carloncho iba Catrin.
Nos dirigíamos al Jorge Chávez, el aeropuerto de Lima.
Yo iba en el asiento del copiloto, apenas consciente de estar habitando mi último día en mi país y de que corría el riesgo de llegar tarde y perder mi vuelo a París.
(De haberlo perdido, habría perdido también esta vida, desde la que transcribo estas líneas; y otro, muy diferente, habría sido mi mapa vital.)
Pero ahora no es el bolbaguen de Carloncho el automóvil que me lleva a Alemania, y estoy abandonando París, no llegando.
Voy en un Opel. El conductor es un alemán que suele viajar a Francia y llevar Mitfahrer (compañeros de viaje) para compartir la gasolina.
Nos aprestamos a traspasar la frontera y nuestro próximo destino será Múnich.
Michael -el conductor del Opel- se ha detenido en la última estación de servicio francesa para repostar, pues en Alemania todo es más caro.
*
Ya estamos en octubre. El frío otoñal empieza a hacerse notar y los días son más cortos. (En Lima duran más o menos lo mismo todo el año.)
Desde una cabina telefónica marco el número de Babsy.
-Tenía ganas de hablar contigo -susurro al auricular.
-Qué bueno… Pienso con ganas en ti, ¿sabes?
-¿Aún te gustaría volver a verme?
-Por supuesto. Ojalá que podamos cumplir ese sueño alguna vez.
Me contengo e invento:
-Sueño cumplido, sueño pulido. Por eso mejor es no soñar.
*
Babsy es de Wuppertal, pero estudia en la Sociedad Europea de Danzaterapia en Monheim am Rhein, un pueblucho de cuarenta mil habitantes a 600 kilómetros al norte de Múnich y muy cerca de Colonia.
Mi plan es establecerme en la capital de Baviera y desde allí visitarla cada par de semanas. (Que París está más cerca lo compruebo solo años después.)
En la explanada del Beaubourg acabo de conocer a Darío Herrera, un músico peruano que vive en Múnich y quien me ha hablado maravillas de esa ciudad, animándome, de paso, a establecerme allí.
Babsy, por su parte, me ha prometido amor eterno al despedirnos en la Gare du Nord: Ich werde Dich immer lieben! -me ha dicho al oído.
Ha sido una despedida más que triste.
Un bello rostro deformándose por la pena.
*
Así que ahora me dirijo a Alemania, un país que ya conozco y cuyo idioma domino.
Llevo en el bolsillo el poco dinero que he podido ahorrar en los últimos tres meses con el grupo.
Me siento libre, confiado y optimista, y eso, a pesar de que dejo París del todo: mi precaria vivienda, mis planes de estudio, el grupo, algunos amigos, mi afán de poder dedicarme a escribir.
(No he podido despedirme por última vez como había querido de R., mi anfitriona, pues Michael, el del Opel que me lleva a Múnich, ha dado las diez como hora de encuentro y R. estaba en ese momento en su taberna favorita, contenta y ya achispada, y no he querido entrar a malograrle la noche. Por suerte, ya nos habíamos despedido antes.)
Mi confianza se debe al hecho de que ya conozco Alemania y hablo el idioma ( he pasado dos años atrás un par de meses en Mannheim gracias a una beca), y a que Darío me ha prometido alojarme en su casa de Múnich.
Que una de las mujeres más bellas del planeta me haya jurado amor eterno, también es uno de mis combustibles, debo suponer.
*
Me voy tranquilo de París, con el equipaje mínimo que he aprendido a portar y que incluye el haber aprendido que toda libertad implica siempre una responsabilidad; aunque solo sea la de defenderla.
No he podido comprarle los boletos de vuelo a Carloncho, pero, por lo menos, he podido enviarle de vuelta el dinero que me había dado para ese fin.
(Muchos años después él mismo me contará que había llegado a creer que mi plan era quedarme con su dinero, maldiciéndome por ello.)
Mis últimos días en la Ciudad Luz han sido una especie de vuelo galáctico, sin orientación en medio de tantas estrellas dispersas e inconclusas.
He vuelto a visitar el Beaubourg, el puente de Notre Dame; recorrido la Rue de Rivoli, Les-Halles y sus inmediaciones; Saint-Denis, Saint-Germain-de-Prés, el Barrio Latino, todo Le Marais.
Mi estado es, ha sido, el de flotación absoluta en mis últimas noches en París. Sé que se (me) acaba una vida y empieza otra. Ignoro que todo saldrá muy diferente de lo planeado o pensado.
Por ignorar, ignoro mucho, también lo que las puertas que se me van presentando me ofrecerán al abrirlas. Con humilde curiosidad procuraré ir abriéndolas.
La vida es una gran avenida diversa, intrincada y misteriosa.
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HjorgeV 25-11-2018