ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (Fin)

-¿Y bien? -dijo Babsy.

Habíamos llegado a la explanada del Pompidou. El sol poniente iluminaba los edificios parisinos por detrás, creando una lejana corona de fuego por encima de ellos.

-¿Y bien qué? -pregunté en mi mejor alemán.

-¿Ahora qué historia me vas a inventar?

Levanté las manos.

Solo deseaba despedirme y escapar. Había practicado alemán un buen rato y eso me bastaba. Además, había tenido suerte, pues el suyo era bastante neutral: el Hochdeutsch -el alemán estándar- que yo había aprendido en el Goethe y que en muchas regiones de Alemania no se habla.

(Si los alemanes reclamaran su independencia en función del idioma o dialecto que hablan, habría, por lo menos, 20 Cataluñas.)

-No te voy a inventar ninguna historia -dije con una sonrisa boba-, no te preocupes.

-No me preocupo.

*

-Mejor para ti entonces -repliqué-. ¿Y sabes qué? -decidí sincerarme-. Cuando te vi la primera vez me deseé hablar contigo, simplemente conversar en alemán. Ahora mi deseo se ha cumplido, así que ya puedo despedirme en paz.

-¿En paz? -pareció burlarse.

Me llevé la mano a la boca para imitar por unos segundos el japapeo intermitente de guerra de los indios norteamericanos, en las películas.

-Si deseas, en guerra -dije-. Pero esa ya sería tu elección. Yo me voy en paz.

-Detesto las guerras -respondió ella. Luego añadió, como quien no quiere la cosa-: En la esquina hay un café al que me encanta ir.

Levantó un brazo y empezó a avanzar en esa dirección.

*

En el asiento trasero del bolbaguen de Carloncho iba Catrin.

Nos dirigíamos al Jorge Chávez, el aeropuerto de Lima.

Yo iba en el asiento del copiloto, apenas consciente de estar habitando mi último día en mi país y de que corría el riesgo de llegar tarde y perder mi vuelo a París.

(De haberlo perdido, habría perdido también esta vida, desde la que transcribo estas líneas; y otro, muy diferente, habría sido mi mapa vital.)

Pero ahora no es el bolbaguen de Carloncho el automóvil que me lleva a Alemania, y estoy abandonando París, no llegando.

Voy en un Opel. El conductor es un alemán que suele viajar a Francia y llevar Mitfahrer (compañeros de viaje) para compartir la gasolina.

Nos aprestamos a traspasar la frontera y nuestro próximo destino será Múnich.

Michael -el conductor del Opel- se ha detenido en la última estación de servicio francesa para repostar, pues en Alemania todo es más caro.

*

Ya estamos en octubre. El frío otoñal empieza a hacerse notar y los días son más cortos. (En Lima duran más o menos lo mismo todo el año.)

Desde una cabina telefónica marco el número de Babsy.

-Tenía ganas de hablar contigo -susurro al auricular.

-Qué bueno… Pienso con ganas en ti, ¿sabes?

-¿Aún te gustaría volver a verme?

-Por supuesto. Ojalá que podamos cumplir ese sueño alguna vez.

Me contengo e invento:

-Sueño cumplido, sueño pulido. Por eso mejor es no soñar.

*

Babsy es de Wuppertal, pero estudia en la Sociedad Europea de Danzaterapia en Monheim am Rhein, un pueblucho de cuarenta mil habitantes a 600 kilómetros al norte de Múnich y muy cerca de Colonia.

Mi plan es establecerme en la capital de Baviera y desde allí visitarla cada par de semanas. (Que París está más cerca lo compruebo solo años después.)

En la explanada del Beaubourg acabo de conocer a Darío Herrera, un músico peruano que vive en Múnich y quien me ha hablado maravillas de esa ciudad, animándome, de paso, a establecerme allí.

Babsy, por su parte, me ha prometido amor eterno al despedirnos en la Gare du Nord: Ich werde Dich immer lieben! -me ha dicho al oído.

Ha sido una despedida más que triste.

Un bello rostro deformándose por la pena.

*

Así que ahora me dirijo a Alemania, un país que ya conozco y cuyo idioma domino.

Llevo en el bolsillo el poco dinero que he podido ahorrar en los últimos tres meses con el grupo.

Me siento libre, confiado y optimista, y eso, a pesar de que dejo París del todo: mi precaria vivienda, mis planes de estudio, el grupo, algunos amigos, mi afán de poder dedicarme a escribir.

(No he podido despedirme por última vez como había querido de R., mi anfitriona, pues Michael, el del Opel que me lleva a Múnich, ha dado las diez como hora de encuentro y R. estaba en ese momento en su taberna favorita, contenta y ya achispada, y no he querido entrar a malograrle la noche. Por suerte, ya nos habíamos despedido antes.)

Mi confianza se debe al hecho de que ya conozco Alemania y hablo el idioma ( he pasado dos años atrás un par de meses en Mannheim gracias a una beca), y a que Darío me ha prometido alojarme en su casa de Múnich.

Que una de las mujeres más bellas del planeta me haya jurado amor eterno, también es uno de mis combustibles, debo suponer.

*

Me voy tranquilo de París, con el equipaje mínimo que he aprendido a portar y que incluye el haber aprendido que toda libertad implica siempre una responsabilidad; aunque solo sea la de defenderla.

No he podido comprarle los boletos de vuelo a Carloncho, pero, por lo menos, he podido enviarle de vuelta el dinero que me había dado para ese fin.

(Muchos años después él mismo me contará que había llegado a creer que mi plan era quedarme con su dinero, maldiciéndome por ello.)

Mis últimos días en la Ciudad Luz han sido una especie de vuelo galáctico, sin orientación en medio de tantas estrellas dispersas e inconclusas.

He vuelto a visitar el Beaubourg, el puente de Notre Dame; recorrido la Rue de Rivoli, Les-Halles y sus inmediaciones; Saint-Denis, Saint-Germain-de-Prés, el Barrio Latino, todo Le Marais.

Mi estado es, ha sido, el de flotación absoluta en mis últimas noches en París. Sé que se (me) acaba una vida y empieza otra. Ignoro que todo saldrá muy diferente de lo planeado o pensado.

Por ignorar, ignoro mucho, también lo que las puertas que se me van presentando me ofrecerán al abrirlas. Con humilde curiosidad procuraré ir abriéndolas.

La vida es una gran avenida diversa, intrincada y misteriosa.

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HjorgeV 25-11-2018

ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (XII)

El sexo como forma de entender la vida.

El sexo como una atalaya desde la que observar el mundo.

El sexo como combustible y huida hacia atrás y al interior.

El sexo como hilo conductor, rescatador de la memoria.

El sexo como elemento narrativo aglutinante, desde el que se teje y afianza el resto.

El sexo como fuente de sorpresa y conocimiento.

El sexo, simplemente el sexo.

Lo que para otros podría ser el dinero, la ambición, maldad, éxito, mero miedo, el simple paso del tiempo, una gran pena.

*

Era médica.

Vivía sola y decía que había «olvidado hacía muy poco» su edad.

Le calculé cincuenta, pero ahora creo que acababa de entrar a los cuarenta, esa edad y fase más que especial para muchas mujeres, sobre todo cuando no han formado familia ni pareja estable.

Una de sus últimas cartas me llegó cuando yo ya vivía en Colonia y acababa de conseguir, por fin, una vivienda que podía llamar mía, aunque la compartía con otro estudiante.

Abrí su misiva como si hubiera sido remitida desde otro planeta o dimensión, más que sorprendido.

Acompañaba la carta un mapa de la costa atlántica francesa, sobre la que había dibujado el posible itinerario de «notre voyage l’été prochain»: los lugares y hoteles que visitaríamos, los restaurantes, museos y otros sitios de interés.

Si la idea de un recorrido por la costa francesa en verano no me atraía, concluía, podríamos recorrer las Antillas o el Caribe.

*

Había sido la primera persona en acercarse a felicitarnos tras nuestro concierto en Royan.

Lo hizo con un ramo de rosas en las manos, mientras a su lado una anciana parecía observar todo desde una cabina de mandos, en la que disponía de instrumentos y enciclopedias capaces de verificar sus impresiones del mundo exterior: su madre.

Cuando se detuvo y levantó en nuestra dirección las flores, alguien me empujó para que recibiera el ramo en nombre del grupo.

Tras los saludos y agradecimientos, nos preguntó si le aceptaríamos una cena en su casa, ofreciéndose a transportarnos en su Mercedes hasta allí.

*

Fue una velada entretenida, salpicada de anécdotas y situaciones rarísimas que recién, al final, cuando el responsable del grupo se dirigió a mí en tono confidencial en un rincón, pude entender:

-Existe la posibilidad de que nos quedemos a dormir aquí -se relamió.

-¿Cómo así?

-Ella misma nos lo ha ofrecido.

Sabiendo que eso nos permitiría ahorrarnos los gastos del hotel de turno, manifesté mi aprobación.

-Sigues sin entenderlo -añadió él-. Tendrías que dormir en su cuarto.

-¿Y ustedes?

-Nos las arreglaríamos. Hay dos habitaciones más.

Me costó entenderlo, por lo que no respondí enseguida.

-No -dije cuando por fin entendí que me estaba pidiendo que me prostituyera por ellos-. Ni hablar. Que lo haga otro.

-Te quiere a ti, carajo.

No cumplí mi palabra. Me vencieron el alcohol, la curiosidad, además de su indudable atractivo, sus exquisitas maneras, erudición, su desbordante simpatía.

*

Regresé a París más animado.

Volvía a sentirme dueño de mi presente y futuro, de mis propios pasos.

El fantasma que llevaba a cuestas empezaba a ausentarse más frecuentemente, permitiéndome cierta independencia.

Añoraba tener una novia, enamorarme, hacer planes; cumplir mi sueño de llegar a tener mi propia buhardilla y dedicarme a escribir en ella.

Empezaba a entender cómo funcionaban las cosas y ya no me dejaba llevar simplemente.

No sabía que esas serían mis últimas noches en París y que el destino es un ser con mucho humor y mayor miopía.

*

Un día vi un cartel en el que se anunciaba una «fiesta de salsa» en un antiguo mercado cerca de la estación de Saint-Germain-des-Prés.

La fiesta resultó ser de puros vallenatos, un género que yo desconocía y nunca había bailado.

Me quedé pasmado al ver la cantidad de gente que disfrutaba de la música, preguntándome si todas las extranjeras ahí presentes, sabrían que no era salsa lo que bailaban.

Estaba por retirarme cuando conocí a Rita, una estudiante alemana que había decidido alargar su estadía en París después de haber trabajado de au pair.

Lo primero que me dijo fue que se alegraba de poder, por fin, hablar su idioma con alguien.

*

Ahora vivía en uno de los mejores barrios de París, pero en una chambre de bonne: la habitación antiguamente destinada a los empleados domésticos de la familia que ocupaba el resto de la vivienda.

La ‘habitación de la criada’.

A la que se accedía por una escalera secundaria y aún se mantenía como hacía un siglo, con un simple lavamanos por toda comodidad, mientras que el baño -compartido con los demás ocupantes del piso- seguía en el rellano.

Creo que esa noche se rompió la magia que me ataba a la Ciudad Luz, entre los tiernos abrazos de Rita, repasando con mis dedos su cortísimo cabello castaño, gozando sus manos cariñosísimas.

Lloramos cuando me anunció que esa sería su última noche en París y que no volveríamos a vernos.

*

El grupo tenía sus grupis, francesitas de mirada melancólica y esperanzada, dotadas de una gran y ardiente paciencia.

Aunque Jeanette no era una de ellas, solía visitarnos y pasar largas horas con nosotros.

La llamaban Confecciones Jeanette, pues vendía ropa a muy buen precio, sobre todo bluyines.

Bastaba decirle el modelo y la talla, y ella te los conseguía al día siguiente.

Después entendí que los robaba en los grandes almacenes.

París volvió a descender otro escalón en mi particular escala interna.

*

La tarde que volví a ver a Babsy a la salida de la biblioteca del Pompidou, ya había contado con que no volvería a verla y que tal vez ya había abandonado París.

Volvió a noquearme su belleza: las simétricas proporciones de su rostro, sus abultados labios, su larga y fuerte cabellera. (Poco después se haría famosa su Doppelgängerin: Claudia Schiffer.)

Alguien me había dicho alguna vez que la belleza era pasajera y que, por eso mismo, había que gozarla; y esa frase se quedó rebotando en mi cavidad craneal como una bala incapaz de encontrar la salida.

Babsy acababa de despedirse en alemán de una amiga y yo volteé, preparado para toparme con su novio, el Chino Misterioso. Como no vi a nadie, se me escapó un:

-Yo también hablo alemán.

*

Me miró como dispuesta a soltarme una bofetada y luego dijo, con clara mofa y desprecio:

-Interesante…

-No tengo ningún otro interés -levanté las manos-. Sé que tienes novio.

-¿A quién te refieres?

-Al Chino Misterioso. ¿O tienes otro más?

Eso le provocó una corta, pero auténtica carcajada.

-¿Qué pretendes? -me soltó con cólera no fingida-: Was hast Du vor?

-Nada. Escuché que hablabas en alemán y quería practicarlo. Eso era todo.

*

La volví a ver pocos días después, en una de las salas del Pompidou.

Pensé en esconderme o cambiar de rumbo, pero ya era demasiado tarde, así que me esforcé por morderme los labios cuando nos cruzamos.

-¿Y? -me lanzó con tono burlón y gesto altivo-. ¿Ya conseguiste a alguien con quien prac-ti-car tu alemán?

La rabia me atacó tan inesperadamente, que no pude contenerla:

-¿Siempre eres así?

-¿Cómo?

-¿Estúpidamente creída? Debe ser extenuante.

Preparado para una justa queja, continué mi camino.

-Has acertado -dijo ella.

*

-Suelo ser así con la gente que me miente -añadió, consiguiendo que me detuviera.

-Si te refieres a mí, no mentí cuando dije que solo me interesaba practicar mi alemán.

-Imposible de creer.

Me encogí de hombros.

-Suele suceder -dije.

-¿Lo ves? Acabas de reconocer que lo usas como táctica para cazar alemanas distraídas. Pero yo no lo soy.

Esta vez la carcajada fue mía.

*

-Para tu tranquilidad -le dije-, te conozco, por así decir, desde hace mucho y, ya ves, nunca intenté hablar contigo.

-Lo sé.

-¿Qué sabes?

-Que me conoces.

-Desde que te vi con tu novio y me imaginé intercambiando un par de palabras contigo. Pero no lo puedes saber, así que no digas que lo sabes.

-Estoy acostumbrado a la mirada de los hombres. Y la tuya fue diferente.

Traté de reír, sin conseguirlo y solo dije:

-Pasaba por un mal momento. Seguro que miraba como un perro apaleado.

-¿Y? ¿Ya lo has superado?

-¿Qué crees?

-Has osado hablarme.

-Sí -me resigné-. Lo siento.

-No digas tonterías.

En ese momento el conserje nos indicó con señas que la biblioteca se aprestaba a cerrar y teníamos que abandonar el recinto.

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HjorgeV 20-11-2018

ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (XI)

De París en tren hasta las playas del Atlántico y de allí a caer entrelazado con S. sobre un campo de centeno.

Ahí es donde yazgo ahora, con los brazos y piernas extendidos, observando un fantástico azul celeste.

Los viñedos que caracterizan la zona semejan superficies geométricas infinitas deslizándose sobre ondulantes colinas de caprichosas formas.

S. está de pie y, mientras se acomoda y sacude su vestido, me observa con una mezcla de orgullo, deseo y vergüenza, y una gota de melancolía futura.

Antes de regresar a la fiesta del pueblo, de la que nos hemos escapado media hora atrás, me lanza un beso volado como dedicando una plegaria a alguien con quien ha compartido años de pasión.

Pero solo han sido minutos.

*

Sonrío a pesar de que acaba de interrumpir nuestra extraña e inesperada aventura sexual, impidiendo que llegue a su culmen.

Todo ha empezado con profundas miradas mutuas, como si nos conociéramos de otro mundo y estuviéramos intentando recordar en cuál.

Así hemos ido avanzando hacia los vecinos campos de maduro centeno, alejándonos de la masa que baila, bebe, come, canta.

Justo antes de engarzarnos me ha quedado mirando para decirme que preferiría quedarse con un buen recuerdo.

-¿Que sería…? -intenté controlar mi zozobra al ver que se apartaba de mí.

-Con dos, en realidad. El de haber llegado tan lejos sin conocerte.

-¿Y el segundo?

-El de haber vencido a tiempo la tentación.

No supe qué decir ni pensar y lo tomé como lo que era: un extraño e incompleto regalo del universo; o sea, del azar.

Y le devolví el beso volado.

*

En París habíamos abordado el tren en la Gare de l’Est, después de una serie de contratiempos; entre ellos el de tener que despertar y acarrear hasta la estación a uno de los integrantes del grupo, conspicuo por sus extravagantes borracheras.

Días atrás, yo había comprado varios álbumes de las aventuras de Asterix y Obelix (en francés son palabras agudas), y, con la ayuda de un gastadísimo mini Langenscheidt Alemán-Francés, tenía pensado aprovechar el viaje para continuar mi aprendizaje de la lengua de Marguerite Duras y Simone de Beauvoir.

Dejamos atrás París con sus innumerables plazas, monumentos y parques, bares y cafés, muchos de ellos, por esa época, aún con solo un agujero en el suelo por retrete.

Nos dirigíamos a La Rochelle y luego seguiríamos a Royan para participar en un festival de música.

En este último conocí a S., bailarina y cantante de un grupo sueco.

*

Antes habíamos llegado a La Rochelle, el puerto donde la marina nazi construyó una de las mayores bases de submarinos del Atlántico, con estructuras de 7 metros de grosor, invulnerables a los bombardeos aéreos de los aliados.

Lo que contribuyó a que fuera la última ciudad francesa en ser liberada al final de la guerra.

Varias torres medioevales flanquean su histórico puerto, delatando una larga y antigua historia de ataques y defensas: el precio por su excelente localización geográfica para el comercio marítimo internacional.

Permanecen las estrechas callejuelas de la ciudad amurallada que fue; las mansiones y los palacetes renacentistas financiados por el comercio del vino, de la sal, del bacalao y de esclavos africanos.

En sus playas me sumergí por primera vez en el Atlántico.

Paseando por sus callejuelas y paseos marítimos entendí, por fin, que yo era como Fabricio del Dongo en el genial arranque de La cartuja de Parma, quien, buscando la batalla de Waterloo, no sabía que estaba en plena batalla de Waterloo.

*

Una tarde, nos habíamos emplazado en uno de los paseos marítimos más concurridos para actuar y vender nuestros casetes, cuando, en una pausa, una pasante me preguntó a qué hora terminaríamos de tocar.

Pregunté a los demás y me dijeron una hora, que transmití a la mujer: una francesa a finales de la veintena, con el afectado modo de hablar de alguien especialmente orgullosa de sus logros. Una académica, se me ocurrió.

Quise saber a qué se debía la pregunta y me dijo que le gustaría cenar conmigo.

Como me quedé pasmado, la extraña añadió:

-Pasaré a las ocho y ya me dirás.

*

No sé si volvió o no, porque terminamos mucho antes y, hambrientos como estábamos, nos dirigimos a un negocio vecino de comida al paso.

Allí nos atendió muy rápidamente -porque se aprestaba a cerrar- una chica que enseguida me hizo añorar los abrazos de Francine, especialmente cuando se hacía de noche y, habiendo hecho una reserva en un restaurante, habríamos preferido quedarnos entrelazados hasta el día siguiente.

Inmerso en mi nostalgia, acababa de terminar mi sánguche (el bocadillo de los españoles, el emparedado de los puristas), cuando vi que la chica terminaba de cerrar el negocio y se dirigía a su automóvil.

Sabiendo que cometía una estupidez supina e inútil, pero sin poder controlarme, corrí hasta la ventanilla del copiloto y, tratando de inventarme una buena frase en francés, solo fui capaz de sonreír como el ser más estulto del planeta.

Ella me devolvió la sonrisa y me indicó con la mano que subiera.

*

Días después, acababa de terminar un largo y solitario paseo nocturno por las callejuelas y terrazas de La Rochelle y me dirigía a nuestro hotel, cuando vi a una hermosísima muchacha sentada sobre unas escalinatas.

Parecía meditar con la mirada perdida y era tan bella, que se podía pensar que en cualquier momento se harían notar los fotógrafos y cámaras y alguien gritaría desde la oscuridad: «¡Grabando!» 

¿Qué vi en sus ojos?

Tristeza. Nostalgia. Vacío. Oquedad. Confusión. Esperanza. Temor. Angustia. Vértigo. Saudade.

Una mezcla insólita, teniendo en cuenta su belleza casi hiriente, dolorosa.

*

Me atreví a acercarme y preguntarle si todo estaba bien con ella, sintiéndome como en una de esas escenas cinematográficas en las que alguien acaba de precipitarse de un quinto piso y un pasante le espeta: «¿Todo bien?»

Pero ella negó con la cabeza.

Intuyendo que había algo más, le pregunté si hacía mal preguntándole por su estado.

Sonrió de una manera muy extraña y me respondió algo más extraño aún:

-Duele. Pero si no lo hubieras preguntado, habría dolido más.

*

Dudé un eterno instante, mientras pensaba en todas las alternativas posibles: que su enamorado la había abandonado por otra y ella había decidido suicidarse.

Que había escapado de un peligro mortal minutos atrás. Que había perdido la memoria debido a alguna droga. Que no estaba bien de la cabeza.

A pesar de su aspecto de mujer adulta (tenía una hermosa figura), se notaba también que era bastante joven aún -¿al borde de los 17?-, así que sus padres debían estar esperándola en algún lugar de La Rochelle.

-Vamos -le dije finalmente-, dime dónde están tus padres. Deben estar preocupados.

Me contestó que no había salido de viaje con ellos.

-Bueno, dime dónde te esperan tus amigos. Te acompañaré. 

-He salido de viaje sola.

Aturdido, le pregunté si podía hacer algo por ella antes de retirarme.

-No tengo donde pasar la noche -fue su respuesta.

*

La llamaré Geraldine.

Durante varios meses llevé en mi billetera su carné de identidad, que dejó olvidado en nuestro hotel y que recién descubrí cuando nos aprestábamos a dejar La Rochelle.

*

Esa noche le ofrecí mi cama, dispuesto a dormir sobre la alfombra.

Se negó tan rotundamente, que tuve que aceptar compartir el escaso espacio disponible.

Ya a su lado, traté de evitar cualquier contacto, pero en un momento dado se aferró a mi cuello con una determinación tal, que sigo sin saber si me ha vuelto a suceder algo parecido en mi vida.

Lo hizo con una aleación de resignación y esperanza, gratitud y deseo, confusión y claridad, desesperación, absorción. Todo mezclado y revuelto. Y vuelto a remover hasta la turbiedad irreconocible.

*

Terminamos amándonos en silencio absoluto, como en una inmersión conjunta acuática, nocturna.

Mientras, afuera, el universo clamaba por sus poderes perdidos momentáneamente, como quien llama a la ventanilla de un automóvil sin ser atendido.

*

Geraldine desapareció al día siguiente de mi vida como había llegado: inesperadamente y sin aspavientos.

En su carné de identidad figuraba que acababa de cumplir los 16.

*

La llamaré Marie.

Era estudiante de medicina en Lyon y esa era la primera vez, me contó, que visitaba una discoteca en La Rochelle.

-Es mi primera discoteca -le respondí.

-¿Nunca has salido a bailar?

-Por supuesto, pero solo a fiestas. O en otro tipo de eventos.

Conversamos luego largo y tendido, sin bailar apenas, a pesar de que a eso había ido yo; mejor dicho, la dejé hablar largo y tendido, que era la mejor forma de seguir aprendiendo francés para mí.

*

A eso de las cuatro de la madrugada anunció que se retiraba a su departamento, un regalo de sus padres por sus buenas notas, o algo así.

Como solíamos hacer al final de las fiestas con nuestras amigas en Lima, le ofrecí acompañarla para disminuir los posibles riesgos.

Lanzó una carcajada notable.

-Tú lo que quieres es acostarte conmigo -replicó.

Debí hacer un gesto de extrañeza poco convincente, porque enseguida añadió:

-Vamos, no creas que te tengo miedo.

Me habían pasado ya cosas más absurdas, así que solo asentí en silencio y salí detrás de ella.

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HjorgeV 13-11-2018

ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (X)

De niño creía que los cementerios se habían hecho para los muertos. Pero a estos no les importa -ya no les puede importar- nada.

Son los vivos a quienes remuerde la conciencia o la nostalgia.

Y es en las necrópolis donde ensayan sus rescates imaginarios y a destiempo, reescriben escenas, corrigen palabras y pasos fallidos.

*

En cierta forma, me había convertido en una especie de fantasma en París.

Me imaginaba ya muerto con una claridad y sosiego que a mí mismo me asombraban, sin haber conseguido poner un pie firme en la Ciudad Luz.

Quien iba en mi cuerpo no era yo. Solo era mi doble sobreviviente.

Alguien con la certeza de que, cuando la suerte se torcía, no había fuerza humana que pudiera enderezarla, y que por ello era mejor hacer las paces con los dados del destino. Llamémoslo azar.

*

Por eso no me asombró demasiado que una tarde lánguida de verano (los días empezaban a ser cada vez más cortos en su ruta hacia el otoño), después del amor, Francine me anunciara que ese sería nuestro último encuentro.

Se aprestaba a dejar Francia.

-Cuídate -me dijo.

-Gracias, tú también. ¿Adónde viajas?

-A África. Hay mucho por hacer en ese continente.

No pregunté nada más; tampoco cuando cenamos ese atardecer en una terraza muy concurrida, entre la Rue de Rivoli y el Pont Neuf, con el sol declinando al fondo, despidiéndose también.

*

El hecho de haberme sabido a un paso de la calle, a pocos pelos de convertirme en un sin techo, y eso a miles de kilómetros de mi ciudad de origen, me prodigaron el sosiego y la claridad mencionados, ahora que por lo menos tenía donde dormir y unos mínimos ingresos diarios.

Más bajo no podía caer.

Además, R. me había dicho algo impagable:

-Puedes quedarte aquí hasta cuando quieras.

*

A veces, cuando ella volvía del trabajo, bajábamos a beber una buena ronda de cervezas en algún bar de Saint-Denis o de la Rue Rambuteau.

Me dolía el brillo azul gris de sus ojos cuando regresábamos juntos, sabiendo que nunca nos perteneceríamos.

Yo había empezado a disfrutar de los paseos solitarios de mi fantasma, acompañándolo en esta nueva etapa, aún sin derrotero conocido o imaginable.

Me dejaba llevar, mientras soñaba con diversos escenarios.

Uno de ellos era estudiar cinematografía en La Sorbona, la forma más concebible que se me ocurría de poder dedicarme a escribir sin tener que confesar mi vano sueño de hacerlo en una buhardilla parisina.

*

Ya acostumbrado a mi condición fantasmal, un atardecer, en un rincón de la explanada del Beaubourg (los demás integrantes del grupo ya habían guardado sus instrumentos y se despedían), se me acercó un hombre con una rosa en la mano.

Debió notar mi azoramiento, porque enseguida me dijo, señalando a una rubia sentada sobre la explanada:

-Te la envía mi amiga.

Asentí con una ligera venia en su dirección, tratando de disimular mi rubor.

Le agradecí al hombre por la rosa y me preparé para huir enseguida; tal era el pánico que sentía. Pero L. ya se había acercado y me ofrecía un trago de su botella de vino.

Lo hizo con una sonrisa tan bella y cálida, que fui incapaz de negarme, diciéndome que aprovecharía la siguiente oportunidad para escabullirme de allí.

*

Pocos minutos después, se despidió el acompañante de L., no sin antes repetirme al oído que no me preocupara por él, que solo era un admirador.

Terminamos la botella y me dejé llevar por L. a través de un extraño circuito de bares, salpicado de contorsiones eróticas conjuntas en los rincones más impensados del barrio Le Marais y los alrededores.

Hasta que entendí que L. buscaba una llave y que el ‘admirador’ era la razón por la que tenía que hacerlo (no llegué a entender si eran novios o solo amantes, acaso casados a punto de separarse).

L. era norteamericana y ya llevaba varios meses en París, por lo que tenía numerosos conocidos y amigos.

Entendiendo que yo vivía de prestado, ahora ella trataba de conseguir que alguno de ellos le prestara su departamento (en París son muy raras las casas) y poder, así, calmar nuestras respectivas llamas.

*

Finalmente no lo consiguió y, puesto que ya éramos dos náufragos solo a la espera de una playa, propuse que nos dirigiéramos al departamento de R.

Tuvimos suerte, porque regresó a casa cuando L. ya se había ido.

Nunca he vuelto a encontrarme con una mujer tan atractiva como ardorosamente necesitada de calor sexual, capaz de hacerlo detrás de un arbusto, sobre el capó de un automóvil en una oscura callejuela o en el zaguán de un edificio.

L. sigue siendo todo un misterio para mí.

*

Ese encuentro me sirvió como una especie de golpe vitamínico.

Y así empecé a dejar de ver con envidia y nostalgia del futuro a las innumerables parejas que circulaban por las callejuelas de Marais, por la Rue de Rivoli, el Quai de l’Hôtel de Ville (el Ayuntamiento de París), la explanada del Beaubourg o el interior del Centro Pompidou.

También me dio seguridad el hecho de que todo había sucedido cuando yo no buscaba nada, ni siquiera un poco de fuego sexual.

*

Así conocí a M., quien había comprado un casete del grupo ese mediodía y acababa de reconocerme mientras yo paseaba flotando a pocos milímetros del suelo por Les Halles.

La acompañaba una amiga, también norteamericana como M. y L.

Nos invitamos a tomar un café y me contaron que llevaban una semana en la ciudad, que pernoctaban en el loft de una amiga y que esa sería su última noche en París.

*

El loft resultó ser uno modernísimo y con el piso revestido de madera, aunque relativamente pequeño como loft.

Sobre el brillante piso de madera pernoctaban las dos amigas, en sus respectivas bolsas de dormir.

M. me propuso compartir la suya conmigo esa noche.

Recién pasadas las doce o la una, cuando su amiga ya debía dormir, nuestros cuerpos empezaron a invadirse y fundirse en uno.

Fue un acoplamiento lento, con la intensidad de una misión imposible, especialmente sentido y silencioso, esforzándonos lo indecible para no despertar a nuestra vecina, quien dormía a solo un metro (aunque creo que lo percibió todo).

Dos caníbales inocuos en medio de la noche, despidiéndose en su primer encuentro. M. volvería al día siguiente a su país, yo me aprestaba a viajar a la costa atlántica con el grupo.

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HjorgeV 04-11-2018