Me preparo para salir a la realidad.
Es lo que suelo decirme cuando el clima al otro lado de la puerta no invita a salir afuera.
Bueno, tampoco es que el clima de este lado de la puerta invite siempre a quedarse, como le debe suceder a todos.
Abriendo la puerta, sé que me esperan -7°C.
Siete grados bajo cero. 28 grados de diferencia en total.
El agua se congela a cero grados. De solo pensar en siete grados menos, siento que se me empiezan a congelar las mucosas nasales y la saliva de mi boca.
Felizmente no corre viento, pero sí está nublado.
Y las casas de este pueblo parecen haberse vestido de blanco para convertirse en casitas navideñas vistas desde lejos.
Estoy llevando a nuestro perro conmigo y cumplo también un encargo inusual, pero que me gusta especialmente.
Empujo el cochecito de un bebé de medio año.
Es el hijo de una amiga de la familia y va blindado -salvo el rostro- como para acceder a profundidades submarinas.
Nos espera una travesía de más de una hora por la nieve.
El cochecito es un todoterreno de tres ruedas que usábamos para nuestros chicos hasta hace poco y tiene una cubierta panorámica para impedir el paso de la lluvia, la nieve y el viento.
M., el bebé (en el Perú decimos bebe, palabra llana), se quedará dormido plácidamente en los primeros minutos del recorrido -ya lo sé por experiencia- y me permitirá una peripecia concentrada, un paseo para el cuerpo y la mente. Ahora que no se puede jugar fútbol al aire libre, lo agradezco como ejercicio físico.
Salgo a la calle y la pintoresca vista de tejados, copas de árboles, jardines, pistas, veredas, bicicletas y automóviles cubiertos de nieve, me vuelve a impresionar como la primera vez.
¿Cuál es la magia?
Soy limeño. En mi ciudad, la del Cielo Color Panza de Burro ®, no hay tormentas, nunca ha habido nieve, el viento no azota y cuando llueve (si a las patitas húmedas que caen se les puede llamar lluvia) es noticia de primera plana en los periódicos.
¿Es esa la magia?
¿O tendría que buscarla en esas películas usamericanas que veía de niño, especialmente en la época de navidad, en las que las casas y las calles se veían tan blancas e irreales como las veo aquí ahora?
¿O es el efecto de ver lo conocido con un ropaje extraordinario?
La capa de nieve que se extiende por Europa no solo es decorativa.
Sé que en Polonia han muerto la noche pasada 11 personas, en la República Checa 3 y en Lituania 2.
Todas, indigentes sin hogar.
Esto también es Europa, me digo, mientras empiezo a empujar el cochecito en dirección de los campos que rodean este pueblucho renano de las afueras de Colonia.
Y empiezo a resbalar porque el camino empieza con una ligera inclinación.
Pongo un pie y patino. Pongo el otro y debo esforzarme para no despatarrar.
Para evitar algún accidente mayor, libero al perro de su cuerda y empiezo a moverme como si tuviera patines, preparándome mental y físicamente para una caída.
¿Para qué oponer mis fuerzas al enemigo infinitamente más poderoso?
No sé si lo dijo un chino, pero esos filósofos arroceros decían cosas así:
«Si no puedes con tu enemigo, golpéalo hasta que entienda que tiene que ser tu amigo.»
O algo así.
No soy chino, no lo puedo saber.
Aunque sí me gusta el arroz.
No enfrentarse a lo indomable es lo mejor que se puede hacer a veces.
O como cuando juego al fútbol en plena lluvia y me embarro sobre el suelo desde el comienzo para librarme de toda posible inhibición posterior.
Familiarizándome con el barro- es la idea-, dejo de verlo como enemigo.
Sigo caminando.
Conforme me interno en los campos vecinos, que ahora parecen inmensos y ahítos algodonales congelados, la marcha se va haciendo menos pesada porque la nieve es más profunda y uno ya no resbala tanto.
Levanto la cabeza.
Es la hora a la que la gente suele sacar a sus perros a pasear en las mañanas, la hora de las amas de casa y los jubilados antes del desayuno (el paseo se encarga también de despertar el apetito).
Pero no veo a nadie.
Al fondo, en dirección de las caballerizas vecinas, distingo un par de caballos con sus mantas colocadas a modo de chalecos contra el frío.
Estos caballos, pienso, tendrán mejor suerte que los 16 indigentes de arriba.
Y eso que la ola de nieve y frío recién acaba de empezar.
Alzo aún más la mirada.
Delante de mí, el cielo es un techo inclinado: un pavimento gris sucio e irregular que, por desconocer las leyes gravitacionales, ha ido a parar allá arriba al escaparate superior.
Y, el sol, una bola de helado barato de vainilla perdiéndose en las profundidades del tambor de una lavadora con sábanas despercudidas y sucias, abombándose mutuamente por la presión entre ellas.
Continúo avanzando sobre el manto blanco de la superficie terrestre.
Melville decía que «agua y meditación siempre han estado unidas».
«Pocos lo saben, pero casi todos los hombres, sea cual fuere su condición, alimentan en un momento dado esos sentimientos que me inspira el océano», escribió al comienzo de Moby Dick, refiriéndose a su compulsión por darse «al mar y ver la parte líquida del mundo».
No lo puedo corroborar en mi caso.
Son las grandes distancias, las lejanías, las montañas, lontananza, lo que me hace pensar, a pesar de haber nacido en una ciudad al pie del Pacífico como Lima.
De niño me subía a un cerro del puerto donde pasaba las vacaciones de verano y me ponía contemplar las estribaciones vecinas de los Andes soñando con grandes civilizaciones perdidas. (Allí donde entonces dirigía mi mirada, muchos años después, se descubriría Caral, la ciudad más antigua de América y cuna de la civilización. Pero eso no lo podía saber entonces. Gran casualidad.)
A mis espaldas, apenas a unos cien metros más allá, se balanceaba el Pacífico.
Extraño, echo hoy de menos el mar, pero nunca lo contemplé como quien busca su destino en sus profundidades y lejanías.
Pensando en Melville, se me viene a la mente una entrevista hecha al escritor español Juan José Millás.
Apenas conozco lo que ha escrito Millás, pero recuerdo sus palabras respecto a los paseos que suele dar a diario. Son interesantes, especialmente para todos aquellos que les gusta escribir. Las transcribo:
«Un paseo, en cierto modo, es un relato en el que se mezclan los dos asuntos que se deben entrelazar en todo relato: peripecia y reflexión sobre la peripecia. La proporción entre lo que te ocurre y lo que piensas sobre lo que te ocurre depende de que el paseo haya salido bien o mal. Y de eso depende también que una novela salga bien o mal. Que la proporción entre el argumento y la reflexión sea la adecuada.»
Trato de reflexionar.
Nada.
Lo vuelvo a intentar, mientras arrastro el cochecito sobre la nieve y lucho porque nuestro perro no me arrastre en dirección de sus propios intereses. (Son siempre olores.)
Imposible.
¿Cómo voy a reflexionar con este frío del carajo que se mete como alimañas heladas por cualquier resquicio de mis ropas y de mi cuerpo y me azota el rostro?
¡Qué reflexión ni qué ocho cuartos!
Todo lo que ahora quiero es llegar a casa, tomar algo caliente, desentumecerme.
Finalmente, me cruzo con alguien.
Es el señor mayor que sale a trotar a diario y suele darle ‘bocaditos’ a nuestro perro.
Hoy apenas tiene ganas de detenerse para jugar con él.
El movimiento es su calefacción. Nos saludamos escuetamente y hacemos los comentarios de cajón sobre el mal tiempo. Le digo que si no fuera por el frío, me gustaría el frío.
-Ah -me dice, y sigue corriendo.
Paso por una zona en la que la nieve me llega casi hasta las rodillas y apenas puedo avanzar con el cochecito.
El bebe dentro debe estar soñando con una aventura en la que él es Indiana Jones de bebé o con el hundimiento del Titanic.
Empiezo a correr.
Mejor dicho, lo intento: levantando las rodillas y los pies para impulsarme. Y noto que me gusta. Que el movimiento ya se ha convertido en alimento de tanto insistir en los últimos tiempos y que mi cuerpo ahora lo exige como nutriente.
Consigo salir de esta especie de pantano seco de nieve.
En el último tramo del paseo distingo desde lejos más gente, la que empieza a abandonar el calor de sus casas para cumplir con el paseo diario de sus perros y la charla incidental en el camino.
Reconozco a una amiga o conocida recién al pasar por su lado. Con toda la ropa que lleva encima me ha sido imposible reconocerla antes de lejos.
Sé que pensará que no he querido saludarla, pero qué voy a hacer.
Regreso a esta otra realidad.
Aquí están las calles, los automóviles, los barriles amarillos para la basura de plásticos y envoltorios adornando las puertas de las casas porque hoy es el día que el servicio municipal pasa a recogerlos.
Un muchacho que sale apurado de su casa, calcula mal la curva al llegar a la vereda, resbala y pierde por un momento el control de sus movimientos.
Sus piernas desaparecen por un instante. Es como si hubiera perdido por completo la parte inferior de su cuerpo y se hubiera quedado de la cintura para arriba flotando por un momento en el aire.
Luego sus piernas vuelven a aparecer y el joven aterriza sobre sus caderas. ¡Paff!
Ineludible.
Se recupera, se levanta y sigue su camino como si nada hubiera ocurrido.
Detrás de él, una muchacha de su edad, ha observado la escena y su rostro se mantiene congelado. No se ha reído.
Me alegro de ver el primer signo de civilización del día.
El bebé dentro del cochecito se despierta, demostrando su cálculo perfecto para el final del periplo.
Antes de entrar a casa, me doy cuenta de que he sudado.
Pienso en las peripecias de los hombres de las cavernas un par de miles de años atrás, en estos mismos lares, a estas mismas temperaturas.
Arrastrando un animal recién cazado o ramas para tratar de hacer fuego y combatir el frío.
He sudado a pesar de los siete grados bajo cero, vuelvo a constatar, mientras empiezo a desperdigar y chorrear los restos de nieve de mis ropas y zapatos por el vestíbulo de la casa.
Arriba, frente a mi escritorio, me espera el cálculo de proporciones.
…
…HjorgeV 02-12-2010