-2° C grados ambientales.
Los campos circundantes vecinos presentan un marrón avasallador casi total.
Estoy corriendo.
Si no fuera porque a algún agricultor se le ocurrió probar con un sembrío a comienzos de diciembre por si tenía suerte, podría pensar que estoy en otro país.
Pero él no la ha tenido.
Y allí, delante de mí, hacia la izquierda, salvando el paisaje con su color de esperanza: unas cinco hectáreas de terreno cubiertas con unas matas verdes que de lejos logran crear la impresión de crecimiento.
Al acercarme, empero, veo que todas las plantas están congeladas, sus hojas y ramas cuelgan rígidamente a los costados a pesar de su vívido color.
Parecen haber sido plantadas sobre la nieve, porque ésta se acumula alrededor del tallo que emerge desde la tierra.
Hace un frío terrible.
Dos grados bajo cero.
Me he propuesto salir a correr dos veces al día en estas fechas, pero hice mi promesa en una habitación caliente y acogedora, y siento que podría empezar a arrepentirme.
Esto es una tortura.
Para combatir la sensación de moverme sobre la superficie de otro planeta (está un poco nublado y el panorama acostumbrado parece difuminarse en la lejanía), pienso en el bisabuelo de mi esposa.
Como me parece demasiado abstruso el tema, me pongo a pensar en que en unas horas más se terminará este año.
Mis dos hijas mayores, de 14 y 12, por ejemplo (por primera vez en su vida) no pasarán la Nochevieja en casa.
E, instintivamente, quiero que el año no se vaya.
Quiero detenerlo.
Que se diviertan, les he dicho, sin embargo, sobreponiéndome, con un dolor que me ha parecido materno al abrazarlas, por el desprendimiento casi físico que conllevaba.
Qué rápido se pasó el tiempo.
De tener unas niñas retozando encima de mi cuerpo y jalándome las sábanas para despertarme jugando, abriéndome los ojos con sus dedos y riendo, a tener dos señoritas que pronto no querrán salir conmigo para que nadie vaya a pensar que tienen un novio demasiado viejo.
Pero es así.
La vida es así.
Un torrente contínuo de vida y muerte a nuestro alrededor. Kilómetros más, o menos.
De sensaciones y realidades que pasan –todas- demasiado rápido como para poder entender su verdadero significado. O, a veces, su simple presencia.
Cuando el niño se da cuenta de que ya es un joven, su padre percibe muy tarde que ya no tiene un niño, que éste ya partió como tal.
Cuando quiere recuperar el tiempo perdido, el joven ya empezó su propio ciclo independiente.
Y empieza la cuenta al revés.
Inexorable, ella.
Siempre está empezando la cuenta al revés para todos, en realidad.
La vida es una cuenta al revés permanente e implacable, constato.
Ya hubo quien dijo que podía verse como una enfermedad que empieza con el nacimiento de una persona y acaba en su deceso.
Correr me hace bien.
En estoy días estoy por acabar mi segunda novela y muchas ideas -y hasta algún capítulo completo- las he obtenido durante este ejercicio físico. En el transcurso de esta actividad que consiste en ir pasando de una pierna a otra, saltando, el apoyo de nuestro cuerpo para avanzar.
Estoy en cierta medida contento, porque ayer, al terminar de corregir y darle forma y fin definitivo a la primera parte de mi manuscrito, me sorprendí sujetándome la cabeza para evitar que se moviera convulsivamente, sin poder evitar finalmente el sollozo.
La emoción de haber resarcido a uno de los protagonistas (una heroína, se puede decir) por los males que le había hecho pasar antes, en ambos casos sin querer (así es, a veces, la ficción), me había llevado a ese estado convulsivo sin que me diera cuenta.
Que me emocione con mis propios textos no es raro y no tiene que parecer una presunción. (Muchas veces, al leerlos después de un buen tiempo -especialmente los que publico en esta bitácora-, me provocan, por lo demás, simplemente risa.)
Que lo haga por un personaje cuasi ficticio y por situaciones totalmente inventadas, eso sí es una nueva experiencia para mí.
Continúo mi periplo.
Mientras sigo corriendo, vuelvo a pensar en el bisabuelo de mi esposa, para evitar ponerme trágico en pleno último día del año.
Para tragedias, para verdaderas tragedias, me digo, la de los palestinos en estas noches crueles.
Y no olvido que en la base y el origen de este y otros sufrimientos está alguna religión: mi dios es el verdadero, por lo tanto, yo tengo la razón.
Si encima eres cruel y tienes todos los recursos y al más poderoso de tu lado, ¿qué le queda al débil e invadido?
Si además tienes (por miedo, desidia, desmemoria o llana ignorancia) a la comunidad internacional de tu parte o cerrando los dos ojos, ya puedes celebrar la Nochevieja lanzando verdaderos cohetes asesinos.
Si tu dios lo perdona y justifica, y tu pueblo te aplaude, ¿qué te importa la ley terrena?
El bisabuelo de mi esposa, por su parte, cayó en manos de los soviéticos en la Segunda Guerra Mundial.
Tuvo suerte porque había llegado la primavera cuando pudo escapar.
¿Qué habría hecho con un frío así?
Recorrió a pie la distancia que separa Rusia de Alemania, hasta llegar sano y salvo a su pueblo.
¿Cómo lo haría?
Para recorrer 1.800 kilómetros a pie (y sin ser descubierto) debió necesitar un par de semanas, o acaso meses.
¿Qué comería? ¿Cómo pasaría las noches?
Mil ochocientos kilómetros es también la distancia que separa Colonia de Barcelona.
¿Cómo lo haría?
Entre mis proyectos –más sueños que proyectos- podría estar ese: recorrer a pie ese mismo trayecto y comparar mi experiencia con la del bisabuelo de mi esposa, y recogerlo todo en un libro.
Cuando él todavía vivía, me gustaba escuchar sus historias.
A los otros familiares no les agradaba mucho que me pusiera a conversar con un anciano medio tronado, que llegó a tomarme bastante cariño, entre otras cosas porque los tres bisnietos que llegó a tener (falleció antes de que naciera el último, en una demostración más de que la vida y la muerte no se detienen), fueron, son, mis hijos.
Sigo corriendo.
¿Temerían que me contara más historias de la guerra?
Continúo corriendo.
Luego llegaré a casa y almorzaré con mi familia.
Más tarde las chicas se irán a sus respectivas fiestas y sus dos hermanos menores (4 y 7) no comprenderán por qué las dos mayores se tienen que ir de la casa justo en un día como hoy.
Cuando termino de correr y toco a la puerta, me asombro de haber querido -apenas unos minutos atrás- detener el año. Sí: de-te-ner-lo.
Qué año.
Está bien que se vaya, me digo, mientras ingreso jadeando a mi hogar, al calor, y cierro la puerta.
Entonces me volteo y me doy cuenta de que he estado corriendo con el año que se va y que acabo de cerrar la puerta con ganas, y escucho el barullo de un hogar numeroso que casi me distrae de mis pensamientos.
Has cerrado la puerta para dejar este año atrás, me digo.
No suele suceder, reconozco.
Y subo las escaleras corriendo por un buen duchazo.
Casi como quien escapa de un torbellino.
….
HjorgeV 31-12-2008
…
Por usted y su compañía -por ti- lectora o lector improbable, gracias.
Salud.
Es mi deseo. Que tengas salud.
Y por la paz en este mundo.
Saludos para Ciudad de México, para mi queridísima Lima, la del Cielo Color Panza de Burro (marca registrada); para el resto de México; para Kiel, Braunschweig, Colonia y el resto de Alemania; para Canadá y Honduras; para España; para Buenos Aires, Santiago de Chile y Colombia; para Texas y el resto de EEUU; para Australia. Ustedes sigan.
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HjV
NOTA: Este video está pensado como brindis y para todos aquellos que se proponen cada noche dejar de beber y también para aquellos que quieran perfeccionar su estilo al cantar tangos. A ver si los argentinos saben sacar especial provecho de él. (A continuación, Dinner for one, una pieza teatral televisada y en inglés, que se transmite tradicionalmente varias veces el último día del año en Alemania y otros países, y eso desde 1963.)
LA ÚLTIMA COPA: TANGO PARA PERFECCIONAR EL ESTILO
DINNER FOR ONE: PIEZA TEATRAL TELEVISADA