Nieve y viento. En ausencia de ellos, una fina llovizna que se deposita sobre sus Presto negras, calándole los huesos mientras arrastra su maleta. De modo que recién se encontrará con su ex a las diez de la noche. Y ni él mismo -que lo ha propuesto- sabe para qué. Por lo menos sí sabe que necesita zapatos impermeables, así que empieza a buscar una zapatería. El frío es tan intenso que entra a una librería para calentarse primero.
El negocio, pequeñísimo a pesar de sus tres ambientes, muestra un aspecto sorprendentemente caótico, como si se tratara de los vagones de un tren que acaba de descarrilar. Acaso para dar la apariencia de actividad agobiante, piensa el viajero. La dependienta está conversando con una clienta y no ha respondido a su saludo, y, como sigue sin reaccionar, el viajero se interna en el pequeño laberinto de mesas, recámaras, estanterías y libros que parecen a punto de despertar a la vida y moverse.
¿Qué busca ahí?, escucha de pronto una voz, por detrás. Es la empleada. Huevos y leche, dice el viajero. Solo vendemos libros, como puede ver, dice la mujer sin ocultar su desprecio. Ah, entonces sí ha notado mi presencia, dice el viajero. Por supuesto, replica ella en su particular Berliner Schnauze (el dialecto de la capital, que tiene más de Schnauze -hocico- que de cualquier otra cosa), sino no habría venido a ver qué está tratando de hacer en este rincón, ¿no cree?
No, no creo, responde el viajero. No respondió mi saludo y ahora busco el último libro de David Eagleman. ¿No vio que estaba conversando con una clienta? ¿Desde cuándo vive en Alemania?, replica la empleada, quien tal vez es la dueña, pues se comporta como si no le importara perder su empleo. El viajero respira profundamente una, dos veces. Al cabo de la tercera, dice: La pregunta me resulta demasiado braun, ¿sabe? Lo siento, agrega, haciendo una venia al salir.
Fuera ha empezado a nevar otra vez. Por suerte, el viajero pronto divisa una zapatería a un par de decenas de metros más allá, sobre la Kurfürstendamm. Esta vez la recepción es un sincero saludo, que es como un bálsamo en el país de los saludos desafinados. El viajero lo agradece con una réplica también sincera. Si no fuera por la lluvia y la nieve, dice la dependienta mirando con aire pesaroso hacia afuera. No se puede tener todo, dice el viajero. Por lo menos no a la vez.
¿Algún modelito especial? Zapatos, responde él. Cómodos, atemporales, ligeros, de buen material, que repelan el agua, pero dejen respirar a los pies. ¿Atemporales?, pregunta la empleada. Intemporal, más bien, responde él. Venga conmigo, dice la mujer. ¿Al túnel del tiempo?, dice el viajero, consiguiendo que la mujer sonría sinceramente.
Los nuevos zapatos lo llevan a la plaza Wittenberg, el Wittenbergplatz, sin que una sola partícula del agua helada que cae sobre Berlín se cuele hasta sus pies. El viajero lo agradece. Son más de las ocho (las veinte y doce para un nativo). Hace mucho que ha oscurecido del todo y el trasiego de la hora punta del final de la tarde ya ha remitido. Sobre la calle Tauentzien (una avenida, en realidad), el viajero se detiene frente a la fachada del famoso KaDeWe (Kaufhaus des Westens, Almacenes de Occidente), el mayor de su tipo en Europa. Recuerda que alguna vez ha visto un video antiguo y empieza a buscarlo en su fono.
En YouTube pronto encuentra lo que busca: Wittenbergplatz, Subway Station, End of War, Berlin 1945. Al girar hacia la plaza en cuestión para observar el edificio principal y hacer la comparación respectiva, ve que este está recubierto de láminas de madera y andamiajes diversos, como si recién, después de más de 70 años, se hubiera aprobado y emprendido su refacción. El viajero sonríe por ese guiño que le hace Chronos y sigue hacia el restaurante italiano que acaba de divisar al otro lado de la plaza.
Diez de la noche y pico. Las veintidós y tres minutos. La pizza con jamón y queso de Parma ha estado excelente, pero el viajero no ha podido terminarla. Dentro del edificio de la estación, que es relativamente pequeño a pesar de su aspecto exterior, el viajero sigue sin encontrar el cajero que le ha mencionado su ex. Tampoco la ve a ella por ninguna parte, por lo que empieza a ponerse nervioso. ¿Ha entendido mal sus palabras? ¿Le ha mencionado otro lugar? ¿O se ha equivocado él de sitio?
Decide preguntar al primer viandante, quien resulta ser esta vez uno con aspecto de extranjero. El joven, turco o árabe, le indica amablemente, y en un alemán impecable, una puerta que tiene el aspecto de las desaparecidas cabinas de teléfono, y que está ubicada en un nivel ligeramente inferior. El viajero agradece con una venia y baja corriendo el par de escalones. El recinto es una cabina de pocos metros cuadrados. Y, efectivamente, detrás del cajero ve a su ex, con el teléfono pegado a la oreja, hablando como si lo hiciera con alguien de otro universo, tal es su concentración.
Al verlo, corta de golpe y se dirige a él con una sonrisa impostada. Llegué a pensar que te había pasado algo, dice tras cerrar su fono. No podía ubicar el punto de encuentro, lo siento responde él. Ningún beso. Ningún abrazo. Apenas un acercamiento, el suficiente para pasarle al viajero un papel. Es el código para que puedas acceder al hotel y a tu habitación. A las seis y media estará esperándonos un taxi en la puerta, ¿sí?, agrega. Como tú digas, asiente el viajero, aún no repuesto de la sorpresa. ¿Para eso era el encuentro? Y no le menciones a nadie nuestro plan, lo conmina ella levantando su teléfono. ¿Nuestro?, quiere quejarse el viajero, pero su ex ya ha empezado a salir del recinto tras tomarle una foto.
Por suerte, la súbita retirada de su ex no ha conseguido conmocionarlo como antes, cuando todavía conformaban una pareja formal y ella ya había detectado sus puntos especialmente débiles (completas zonas, en su caso). El viajero decide no atribularse, esforzándose por no pensar en nada, mientras empieza a recorrer a buen paso el par de kilómetros que lo separan del hotel. No lo consigue del todo (lo de no pensar en nada), pero el paseo le permite rememorar los peores y mejores días con su ex. Hinterher ist man schlauer. A toro pasado, todos son valientes. O algo así.
El hotel en cuestión es uno moderno, muy ergonómico, con solo uno o dos empleados que se encargan literalmente de todo. Un hotel Ikea, piensa, salvo por el olor y el tacto de la moqueta en los pasillos (más propia de un sótano abandonado o de un cuarto de lavar antiguo). Con todo, el viajero le concede un aprobado. La habitación es más Ikea que el resto, pero por lo menos funcionan a la perfección el wifi y la calefacción. Además, la ventana da hacia una inmensa pared, que abarca todo un lado de un edificio de seis pisos (hay muchas construcciones así en Alemania, por la guerra, supone), lo que le permite dejar las cortinas abiertas, con solo la pared enfrente (como un inmenso témpano de hielo) y el cielo, arriba, como testigos.
El viajero no consigue conciliar el sueño tras una ducha muy caliente, por lo que se levanta, se pone su casaca encima y, con varias monedas en la mano, baja a la zona de la recepción para extraerle dos Pils a la máquina expendedora. Finalmente, se queda dormido viendo perder al FC de Colonia y sueña que su ex se cuela a su habitación, pero solo para decirle adiós y tomarle otra fotografía, mientras de fondo sueña una viejísima balada de Massimo Ranieri:
Perdón, cariño mío / ya ves, todo ha sido una lástima…
A las seis en punto, exactamente en el mismo momento que empieza a sonar la alarma de su fono, alguien llama enérgicamente a la puerta de su habitación. El viajero abre los ojos, apaga la alarma y ve que ha dejado el televisor encendido, aunque sin volumen. Antes de ponerse de pie para abrir la puerta, recuerda la foto que le acaba de tomar su ex en su sueño interrumpido. ¿Por qué?, empieza a preguntarse, recordando que ya le había tomado una en el cajero, la noche anterior. ¿Con qué fin? ¿Qué pretende?, se repite.
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HjorgeV 27-02-2019