«BERLÍN» (V)

Nieve y viento. En ausencia de ellos, una fina llovizna que se deposita sobre sus Presto negras, calándole los huesos mientras arrastra su maleta. De modo que recién se encontrará con su ex a las diez de la noche. Y ni él mismo -que lo ha propuesto- sabe para qué. Por lo menos sí sabe que necesita zapatos impermeables, así que empieza a buscar una zapatería. El frío es tan intenso que entra a una librería para calentarse primero.

El negocio, pequeñísimo a pesar de sus tres ambientes, muestra un aspecto sorprendentemente caótico, como si se tratara de los vagones de un tren que acaba de descarrilar. Acaso para dar la apariencia de actividad agobiante, piensa el viajero. La dependienta está conversando con una clienta y no ha respondido a su saludo, y, como sigue sin reaccionar, el viajero se interna en el pequeño laberinto de mesas, recámaras, estanterías y libros que parecen a punto de despertar a la vida y moverse.

¿Qué busca ahí?, escucha de pronto una voz, por detrás. Es la empleada. Huevos y leche, dice el viajero. Solo vendemos libros, como puede ver, dice la mujer sin ocultar su desprecio. Ah, entonces sí ha notado mi presencia, dice el viajero. Por supuesto, replica ella en su particular Berliner Schnauze (el dialecto de la capital, que tiene más de Schnauze -hocico- que de cualquier otra cosa), sino no habría venido a ver qué está tratando de hacer en este rincón, ¿no cree?

No, no creo, responde el viajero. No respondió mi saludo y ahora busco el último libro de David Eagleman. ¿No vio que estaba conversando con una clienta? ¿Desde cuándo vive en Alemania?, replica la empleada, quien tal vez es la dueña, pues se comporta como si no le importara perder su empleo. El viajero respira profundamente una, dos veces. Al cabo de la tercera, dice: La pregunta me resulta demasiado braun, ¿sabe? Lo siento, agrega, haciendo una venia al salir.

Fuera ha empezado a nevar otra vez. Por suerte, el viajero pronto divisa una zapatería a un par de decenas de metros más allá, sobre la Kurfürstendamm. Esta vez la recepción es un sincero saludo, que es como un bálsamo en el país de los saludos desafinados. El viajero lo agradece con una réplica también sincera. Si no fuera por la lluvia y la nieve, dice la dependienta mirando con aire pesaroso hacia afuera. No se puede tener todo, dice el viajero. Por lo menos no a la vez.

¿Algún modelito especial? Zapatos, responde él. Cómodos, atemporales, ligeros, de buen material, que repelan el agua, pero dejen respirar a los pies. ¿Atemporales?, pregunta la empleada. Intemporal, más bien, responde él. Venga conmigo, dice la mujer. ¿Al túnel del tiempo?, dice el viajero, consiguiendo que la mujer sonría sinceramente.

Los nuevos zapatos lo llevan a la plaza Wittenberg, el Wittenbergplatz, sin que una sola partícula del agua helada que cae sobre Berlín se cuele hasta sus pies. El viajero lo agradece. Son más de las ocho (las veinte y doce para un nativo). Hace mucho que ha oscurecido del todo y el trasiego de la hora punta del final de la tarde ya ha remitido. Sobre la calle Tauentzien (una avenida, en realidad), el viajero se detiene frente a la fachada del famoso KaDeWe (Kaufhaus des Westens, Almacenes de Occidente), el mayor de su tipo en Europa. Recuerda que alguna vez ha visto un video antiguo y empieza a buscarlo en su fono.

En YouTube pronto encuentra lo que busca: Wittenbergplatz, Subway Station, End of War, Berlin 1945. Al girar hacia la plaza en cuestión para observar el edificio principal y hacer la comparación respectiva, ve que este está recubierto de láminas de madera y andamiajes diversos, como si recién, después de más de 70 años, se hubiera aprobado y emprendido su refacción. El viajero sonríe por ese guiño que le hace Chronos y sigue hacia el restaurante italiano que acaba de divisar al otro lado de la plaza.

Diez de la noche y pico. Las veintidós y tres minutos. La pizza con jamón y queso de Parma ha estado excelente, pero el viajero no ha podido terminarla. Dentro del edificio de la estación, que es relativamente pequeño a pesar de su aspecto exterior, el viajero sigue sin encontrar el cajero que le ha mencionado su ex. Tampoco la ve a ella por ninguna parte, por lo que empieza a ponerse nervioso. ¿Ha entendido mal sus palabras? ¿Le ha mencionado otro lugar? ¿O se ha equivocado él de sitio?

Decide preguntar al primer viandante, quien resulta ser esta vez uno con aspecto de extranjero. El joven, turco o árabe, le indica amablemente, y en un alemán impecable, una puerta que tiene el aspecto de las desaparecidas cabinas de teléfono, y que está ubicada en un nivel ligeramente inferior. El viajero agradece con una venia y baja corriendo el par de escalones. El recinto es una cabina de pocos metros cuadrados. Y, efectivamente, detrás del cajero ve a su ex, con el teléfono pegado a la oreja, hablando como si lo hiciera con alguien de otro universo, tal es su concentración.

Al verlo, corta de golpe y se dirige a él con una sonrisa impostada. Llegué a pensar que te había pasado algo, dice tras cerrar su fono. No podía ubicar el punto de encuentro, lo siento responde él. Ningún beso. Ningún abrazo. Apenas un acercamiento, el suficiente para pasarle al viajero un papel. Es el código para que puedas acceder al hotel y a tu habitación. A las seis y media estará esperándonos un taxi en la puerta, ¿sí?, agrega. Como tú digas, asiente el viajero, aún no repuesto de la sorpresa. ¿Para eso era el encuentro? Y no le menciones a nadie nuestro plan, lo conmina ella levantando su teléfono. ¿Nuestro?, quiere quejarse el viajero, pero su ex ya ha empezado a salir del recinto tras tomarle una foto.

Por suerte, la súbita retirada de su ex no ha conseguido conmocionarlo como antes, cuando todavía conformaban una pareja formal y ella ya había detectado sus puntos especialmente débiles (completas zonas, en su caso). El viajero decide no atribularse, esforzándose por no pensar en nada, mientras empieza a recorrer a buen paso el par de kilómetros que lo separan del hotel. No lo consigue del todo (lo de no pensar en nada), pero el paseo le permite rememorar los peores y mejores días con su ex. Hinterher ist man schlauer. A toro pasado, todos son valientes. O algo así.

El hotel en cuestión es uno moderno, muy ergonómico, con solo uno o dos empleados que se encargan literalmente de todo. Un hotel Ikea, piensa, salvo por el olor y el tacto de la moqueta en los pasillos (más propia de un sótano abandonado o de un cuarto de lavar antiguo). Con todo, el viajero le concede un aprobado. La habitación es más Ikea que el resto, pero por lo menos funcionan a la perfección el wifi y la calefacción. Además, la ventana da hacia una inmensa pared, que abarca todo un lado de un edificio de seis pisos (hay muchas construcciones así en Alemania, por la guerra, supone), lo que le permite dejar las cortinas abiertas, con solo la pared enfrente (como un inmenso témpano de hielo) y el cielo, arriba, como testigos.

El viajero no consigue conciliar el sueño tras una ducha muy caliente, por lo que se levanta, se pone su casaca encima y, con varias monedas en la mano, baja a la zona de la recepción para extraerle dos Pils a la máquina expendedora. Finalmente, se queda dormido viendo perder al FC de Colonia y sueña que su ex se cuela a su habitación, pero solo para decirle adiós y tomarle otra fotografía, mientras de fondo sueña una viejísima balada de Massimo Ranieri:

Perdón, cariño mío / ya ves, todo ha sido una lástima…

A las seis en punto, exactamente en el mismo momento que empieza a sonar la alarma de su fono, alguien llama enérgicamente a la puerta de su habitación. El viajero abre los ojos, apaga la alarma y ve que ha dejado el televisor encendido, aunque sin volumen. Antes de ponerse de pie para abrir la puerta, recuerda la foto que le acaba de tomar su ex en su sueño interrumpido. ¿Por qué?, empieza a preguntarse, recordando que ya le había tomado una en el cajero, la noche anterior. ¿Con qué fin? ¿Qué pretende?, se repite.

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HjorgeV 27-02-2019

«BERLÍN» (IV)

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Haciendo de tripas corazón, el viajero escribe: ¿Cómo piensas entregarme la llave de mi habitación? En eso hemos quedado, ¿no? ¿Cuál es el número? ¿O todavía no la tienes?, agrega, empezando a impacientarse. El plan, como le ha explicado ella por teléfono dos noches atrás, consiste en pernoctar en la zona para huéspedes de la residencia («en habitaciones contiguas») y acceder al apartamento de su tía a primera hora de la mañana, cuando aún esté durmiendo.

Al viajero no le gusta nada el plan, cuyo fin básico es abrir la caja fuerte de la tía; sin que ella lo note, se entiende. Pero el viajero no tiene alternativas, si desea volver a ver a Mona, su hija, como también le ha explicado su ex. Y todo eso sin que él ni siquiera sepa si Mona es realmente su hija (pero es lo último que le importa porque la considera como tal y punto).

Cambio de planes, responde su ex. He reservado dos habitaciones en el B&B de Charlottenburg. Pasaremos allí la noche y nos trasladaremos a la residencia a primera hora de la mañana. Mi tía suele dormir hasta las nueve, como sabes. ¿Dirección exacta?, pregunta el viajero. Míralo en la Red. Me muero de hambre, ya te lo dije, escribe ella. Y también que me amarías para siempre, quiere recordarle el viajero, pero ya sabe que el amor es como una religión: una perfecta carta blanca para la imaginación y la creatividad. En todo caso, él también ha dejado de quererla (por lo menos como antes), así que no puede quejarse en absoluto.

¿No vamos a vernos hasta mañana?, escribe rápidamente. Me gustaría repasar el plan. Si quieres nos encontramos a las 22:00 en la plaza Wittenberg, junto al cajero de la estación. O directamente en el B&B, escribe ella. El viajero elige la primera opción: Nos vemos en el cajero, escribe. Y ahora a comer algo, empieza a despedirse ella. Mañana será un día especial, de locos. Lo he planeado todo perfectamente, conozco todos los itinerarios y movimientos del personal, concluye su mensaje.

¿Cómo puede escribir tanto sin faltas de ortografía?, se pregunta el viajero. ¿Y por qué no hablan mejor, en vez de escribirse? Es absurdo, simplemente absurdo, empieza a repetirse como un mantra. Un absurdo, complicado y codicioso plan. Y el viajero lo ha visto venir: expectativas cada vez más crecientes, para cuerpos y posibilidades simplemente humanos. La codicia de su ex no es una excepción. Es el reflejo de toda una sociedad convencida de que la felicidad es alcanzable y de que existe el derecho natural correspondiente, olvidando que el dinero siempre lleva integrado un virus: el de las expectativas crecientes e incontrolables.

El viajero niega con la cabeza. Al hacerlo, ve que la pantalla del teléfono del pasajero contiguo -un joven asiático- muestra a su chica con la cabeza recostada sobre una almohada, como si estuvieran a solas, conversando en la intimidad de su habitación, y los demás pasajeros no existieran ni pudieran escucharlos ni verla a ella. El viajero fotografía discretamente la escena y utiliza luego su teléfono para ver la hora.

Apenas termina de hacerlo, empieza a imaginar la escena de la mañana siguiente: una residencia para ancianos en pleno centro de Berlín a primera hora del día; una anciana aún dormida en su cama; una habitación del quinto piso en el ala derecha del complejo, repleta hasta el techo de muebles y antigüedades, como un desván valioso, pero olvidado. El viajero ha estado allí un par de veces, pero últimamente se ha limitado a hablar con la tía de su ex por teléfono. Demencia degenerativa, es el dictamen médico, aunque toda demencia siempre sea degenerativa. En todo caso, no su excelente memoria, pero sí su comportamiento y su salud han empeorado en pocos meses. Incontrolablemente.

El tren se detiene y los altavoces anuncian que la estación del zoológico (ubicado en pleno centro de Berlín, lo que da una idea del tamaño de la capital alemana) se encuentra en obras, por lo que todos los pasajeros deberán apearse. El joven asiático no parece haber entendido el anuncio y continúa charlando con su amada echada. El viajero le hace una seña y el joven chino parece entenderla primero como una amenaza, pero luego asiente. El viajero continúa hacia la plaza Wittenberg, volviendo a preguntarse en qué momento se le ocurrió aceptar ser parte del plan de su ex y si también ya ha sido alcanzado por la codicia.

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HjorgeV 25-02-2019

«BERLÍN» (III)

La estación central de Berlín es un coloso vibrante. Una gigantesca bóveda, una especie de nave industrial o astillero capaz de acoger a un buque en su interior. Una megaestructura en la que destacan el hierro e inmensos, y ubicuos, ventanales formando un fondo de líneas rectas y suaves curvas: el lugar de paso diario de un cuarto de millón de pasajeros, la mayor estación ferroviaria de la Unión Europea.

Extasiado por la visión, el viajero no puede contenerse y, contra sus costumbres, se aparta hacia un rincón, al margen del flujo de ‘fibras ópticas’ humanas que tejen tupidamente los tres niveles del conjunto, y saca su teléfono para hacerse una autofoto. Es algo que hace muy rara vez, por lo que tarda en darse cuenta de que su rostro ocuparía la mayor parte del encuadre, de modo que renuncia a su plan.

Arrastra luego su maleta hacia la salida y, conforme se interna en la urbe, se imagina al final de la guerra, cuando todo el entorno que ahora ve eran ruinas, escombros, vehículos calcinados, soldados y oficiales en cada esquina, furgonetas y camiones militares; británicos, estadounidenses, soviéticos y franceses: los aliados que se habían repartido la ciudad tras ganar la guerra; y, por entre ellos, desplazándose como si nada hubiera ocurrido y el tiempo acabara de crearse (o perder su sentido), catervas de civiles, mujeres y niños sobre todo. Lo ha visto en YouTube.

El viajero está por hacer un par de simples tomas panorámicas que (ya sabe) no compartirá con nadie ni a nadie (lo reconoce) le interesarían, cuando, al girar en busca de un ángulo más favorable, descubre a un grupo de sintechos que duermen en el suelo. El viajero se los queda mirando un instante sin saber si pulsar el botón o no. Finalmente, guarda su teléfono.

Hay casi 10.000 sintechos en Berlín, ha leído. No es moco de pavo para un país que, de haber pretendido liderar Europa (y el mundo) bajo la bandera del supremacismo, ha terminado consiguiéndolo, pero sin recurrir a la violencia y negándose a asumir, de paso, el papel de superpotencia militar. Como refugiados en su propio país, piensa el viajero, mientras continúa avanzando, sin atreverse a imaginarse como un sintecho.

Para pensar en otra cosa, consulta el podómetro y luego un mapa gúglico de la zona. Apenas ha recorrido un kilómetro y aún le faltan un par más hasta la plaza Wittenberg, el punto de encuentro que ha pactado con su ex, comprueba. Su maleta ya es un verdadero estorbo, así que pregunta al primer viandante por la estación de metro más cercana.

El tipo en cuestión debe pensar que el viajero quiere pedirle dinero o gorrearle un cigarrillo, pues su primera reacción es apurar su paso y seguir de largo (en eso son especialistas sus convivientes, cree intuir el viajero: así los llama, pues no posee el pasaporte alemán). Sin dejarse inmutar, ya que conoce ciertos tics nacionales, y esforzándose por su mejor acento lsch (el alemán de Colonia, donde ha pasado dos décadas: un dialecto con la fonética de un holandés borracho balbuceando en inglés), consigue que el hombre le diga: Tiene que tomar la línea 101 y luego seguir a pie, pues la estación del zoológico está cerrada.

Usted no es berlinés, ¿verdad?, dice el viajero, casi al aire. Suabo, replica el otro, sin revelar si es sorna o disculpa lo que suena detrás. ¿Pensó que era para pedirle dinero?, se atreve a preguntarle el viajero. El suabo lo mira de arriba abajo y luego dice: Hay demasiados turistas. Ah, mire; lo mismo dicen los berlineses de los suabos, ¿no?, responde el viajero. El hombre hace un gesto vano con la mano y se aleja.

Ya en el tren subterráneo, el viajero comprueba que su ex acaba de enviarle un mensaje: ¿Se puede saber dónde diablos andas? ¿Son esas formas respetuosas de comunicarse y de mantener una relación, la que sea que ahora tengamos?, quiere responder el viajero, pero enseguida se da cuenta de que ella podría malintenpretar esto último y, en cambio, escribe: Estaré en unos quince minutos en la puerta de la residencia.

No, le responde su ex. Nadie debe verte. El viajero replica: ¿Entonces cómo haré para subir a mi habitación y después para entrar a la de tu tía? ¿Soy invisible acaso? No, pero testarudo, piensa el viajero que le responderá su ex.

Quiero decir que mientras menos personas te vean y nos vean juntos en la residencia, mejor, responde ella. Mira, me muero de hambre y cansancio, añade. Yo también y me apetecería.., empieza a escribir el viajero, pero enseguida se da cuenta de que lo más seguro es que su ex no quiera cenar con él y añade: Italiano, sin agregar nada más. Si de algo puede estar seguro sobre ella es que, a pesar de los años que se conocen, sigue siendo una magnífica e impredecible desconocida para él. El plan que piensan llevar a cabo, es solo una muestra más de ello.

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HjorgeV 20-02-2019

«BERLÍN» (II)

Movimientos sin pausa. Ruidos dispares, como un síndrome de Tourette masivo y orquestado. Un laberinto de letreros, pasillos, escaleras, puertas, salidas y niveles, más negocios diversos por todas partes rodean al viajero. La estación central de X es un hervidero. Todo el mundo con su fono en la mano y el aspecto de estar a punto de perder su tren. O tal vez la nave que le permitirá escapar de la Tierra, se le ocurre al viajero.

Incluso aquellos que acaban de arribar, salen expelidos de los andenes como si acabaran de enterarse de la presencia de una bomba, pero su mayor miedo fuera perder sus últimas pertenencias, las que arrastran en sus maletas.

Estación Central de Huida del Momento Presente, vuelve a pensar el viajero. Entonces recuerda que al hacer el equipaje ha olvidado el champú y la pasta de dientes, y se detiene un instante para calcular los minutos que le quedan hasta su último trasbordo.

Detenido en medio del vasto y variopinto trajín que lo rodea, como un viajero universal suspendido en el espacio sideral, descubre, no sin cierto asombro, que la estación es una especie de centro comercial; tal vez de ahí esa impresión de huida constante, piensa.

Entonces ubica con la mirada un vulgar supermercado y, como se ha detenido en pleno vórtice, cuando quiere avanzar se da cuenta de que es un ratoncito rodeado de miles de fibras ópticas en constante transmisión, que le bloquean todas las vías de escape. Pero pronto comprueba que las ‘fibras ópticas’ poseen dos cualidades interesantes (que le permiten avanzar sin colidir con él y que lo hacen sin percatarse de su presencia) y continua su camino como un extraterrestre al que se le ha asegurado que el suelo no se hundirá con ninguno de sus pasos.

Ya con el champú y la pasta dental en una mano y la otra en el manubrio de su maletín rodante, el viajero se dirige a la larga cola que se ha formado en la única caja abierta. Está pensando que ha elegido el champú por un aroma recuperado de su niñez, cuando, de pronto, alguien lo adelanta en la cola y el viajero expresa su disconformidad, pues también está esperando. El sujeto gira entonces con un gesto asesino y el ademán de poder derribar cualquier escollo de un cabezazo, pero el viajero no se deja amedrentar. Sobre todo porque ha entendido que se trata de un drogadicto, acaso un sintecho, y tal vez tiene más miedo que él mismo. Yo también estoy esperando, le repite. Han abierto una nueva caja, ¿no lo has visto?, latiguea en el aire el sujeto, señalando otra fila que acaba de formarse en cuestión de segundos sin respetar el orden de llegada. El hecho es que yo estuve antes que usted, replica el viajero ya sin ganas. El sujeto hace un gesto de asco, tal vez asombrado porque alguien acaba de tratarlo de usted o porque ha perdido su ventaja con la discusión, y se alinea en la otra cola negando con la cabeza.

Luego de pagar, el viajero se detiene en la puerta del supermercado y observa a ambos lados antes de continuar, pues nunca se sabe y ya conoce el olor y el color de la venganza. Pero no vislumbra nada ni nada sucede y, ahora sí, con todas las cosas que necesita en la maleta, se dirige al andén donde diez minutos más tarde (o algo así: ya no se sabe en el país de la puntualidad; y tal vez por eso debería llamarse de la impredicibilidad, pero entonces se sabría menos y no se diferenciaría mucho de otros países) deberá abordar su última conexión rumbo a Berlín. Su gran meta, por el momento.

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HjorgeV 10-02-2019

«BERLÍN» (I)

Lluvia. Una voz en la bruma. Es un murmullo cansino, mezcla de llovizna sobre un tejado irregular y súplica ciega. El viajero gira en redondo sobre el andén al que acaba de llegar, hasta que ubica a un joven que parece hablar solo en la penumbra de la estación de trenes. Al percibir que está siendo observado, el joven se ajusta los auriculares inalámbricos y se aleja hacia el otro extremo del andén.

El tren llega antes de la hora señalada. Dos y hasta tres pasajeros consiguen subir en el último instante. El pasajero busca un asiento libre cerca de la puerta, pero otros pasajeros bloquean los asientos contiguos con sus bolsas de compras, carteras y maletines, y tiene que seguir avanzando. Es un temor recurrente: el de pasarse de estación en un país famoso por su puntualidad, pero en el que la puntualidad (o impuntualidad) de sus trenes es completamente impredecible, incluso para los nativos.

Cuando por fin encuentra un asiento libre y hace un esfuerzo por concentrarse en la dirección geográfica que asume el tren (como si solo haciéndolo pudiera continuar su viaje), diciéndose que ha vuelto a tener la suerte de embarcarse correctamente, otra vez la misma voz del andén. El viajero se la imagina tres o cuatro filas más atrás. Es la misma letanía: redundante, meándrica, perforante. A los demás pasajeros no parece importarles ser oyentes obligados de su drama simplón y vulgar. El pasajero no lo soporta y cambia de asiento.

Esta vez es el timbre de otro teléfono el que lo obliga a girar la cabeza. Otro ‘telefonista’. Alguien que propala hacia el resto del universo nimiedades con la seriedad y el tono de quien ejecuta un alunizaje a control remoto. Pero solo está relatando parte de su rutina diaria. Luego otro telefonista, preocupado por sus millones y miles. Y uno más que habla en un idioma extraño, y que sí consigue hacer fruncir el ceño a los pasajeros aborígenes, a pesar de no hablar más fuerte que los demás telefonistas. Las desventajas de no ser aborigen.

El pasajero tiene que hacer un trasbordo en la siguiente estación y el recuerdo de la vez que estuvo a punto de perder su avión tras una desesperada carrera a través de un laberinto en país desconocido, consigue inquietarlo. Por lo menos esta vez el tren llega sin retraso y el viajero se apea de él, confiado. Antes de continuar, busca con la mirada el andén número 8, donde debe abordar su conexión. Pero no puede ubicar nada parecido y, tratando de calmarse, se dice: Tienes quince minutos aún. Se sabe inmerso en un sistema creado en la era predigital, pero que las nuevas tecnologías parecen haber empeorado. El dominar el idioma nativo no le garantiza nada en este tipo de situaciones, sobre todo porque viaja muy rara vez en tren.

Finalmente, descubre un letrero que le indica que el andén de marras se halla a 50 metros. El viajero gira en esa dirección y, con una desconfianza creciente, cuenta 60 pasos. Al concluir el conteo gira su cuerpo en redondo tratando de hallar algún tipo de comprobación de que ha llegado al lugar correcto de trasbordo. En tres minutos debe partir su conexión. Un hombre espera junto a su maleta pocos metros más allá y el viajero decide preguntarle por el andén en cuestión. Lo siento, ni idea, le responde el hombre. El viajero no se rinde y ubica rápidamente con la mirada a un estudiante, a quien le repite la pregunta. Ni idea, dice este. En ese momento, muy próximo al pánico, el primer tipo se acerca indicando con el brazo en alto un punto en la oscuridad.

El viajero corre porque no tiene otra alternativa y entonces divisa un tren detenido en una vía contigua, aparentemente ciega, como el de una estación final. Pero tampoco ve ningún letrero y, ahora sí, el pánico se apodera de él. Reaccionando rápidamente, coloca un pie en el estribo de la puerta más cercana y pregunta a la primera persona que ve dentro si el tren se dirige a X. Es un joven con aspecto de estudiante, quien reacciona como si el viajero le hubiera pedido dinero. ¿X?, dice alguien más allá. El viajero gira la cabeza en esa dirección, como si de ahí proviniera el oxígeno que rige el mundo.

Es una anciana que sujeta una silla de ruedas como si se tratara de un tesoro valiosísimo. El tesoro es un jovencito que apenas puede controlar los continuos espasmos de su cuerpo y la baba que sale de su boca. Yo le indicaré donde bajar, agrega la anciana. El viajero agradece aliviado con un venia y, por fin, se deja caer sobre el asiento más cercano, que es el opuesto al de la anciana con el muchacho, sujetando con fuerza el boleto de 33 euros que nadie le controlará.

El tren parte, por fin, y, por las ventanillas de ambos lados, el país empieza a repetirse como una estructura fractal: urbes mayores y menores, calles y autopistas, gasolineras y McDonald’s, negocios diversos, parques industriales, construcciones olvidadas y, otra vez como una maldición o bendición (es difícil saberlo), campos negados de luz como inmensas pausas saboteando una gran sinfonía circular.

La abuela le sonríe de cuando en cuando al viajero, sin dejar de sujetar fuertemente la silla de ruedas. El viajero le devuelve la sonrisa, pues en su teléfono ya ha podido ver un punto rojo que se desplaza sobre un mapa gúglico y que va acercándose a su destino. Es un tren de cercanías, por lo que, cada vez que vuelve la larga pausa de los campos anegados de oscuridad, el punto rojo desaparece al no haber cobertura. Luego el tren vuelve a dejar otra estación atrás y sobre el mapa el punto rojo vuelve a avanzar por su particular laberinto de curvas, líneas y cruces consiguiendo tranquilizar al viajero.

La anciana lo observa, y el viajero también, porque es su sino, imaginando a un hijo o una hija de la mujer: una pareja feliz, un matrimonio prometedor, el embarazo deseado. Luego un hijo discapacitado, mundos que se hacen añicos, reproches, disputas, el divorcio. Tal vez viajar sea un acrónimo o juego de palabras con los verbos ver y volar mientras se aja nuestra piel, piensa el viajero. También que, desde arriba, y a falta de un mejor dios, Chronos observa todo, porque es su obra, como observa un padre la maqueta de modelismo ferroviario que le ha regalado a su hijo.

Ya está por llegar, en la próxima tiene que bajar, le dice la anciana, bajando al viajero de su particular nube. El viajero quiere decir algo, preguntarle, por ejemplo, su nombre al muchacho que babea sobre la silla de ruedas. Algo solidario y discreto. Pero no le sale nada y entonces la anciana dice: Sonría, porque usted lo tendrá fácil, consiguiendo que el viajero sienta la imperiosa necesidad de disculparse, de emitir algún sonido coherente. La garganta se le ha hecho un nudo y no le sale nada.

Pero entonces la anciana añade, con la despreocupación de quien hace el mismo pastel todas las tardes para el niño que quiere con todas sus fuerzas, mientras acaricia su rostro: Ahí donde nosotros vamos no hay buses ni conexiones varias como en Berlín y por eso tengo que empujar la silla de mi nieto cuesta arriba un buen trecho. Pero ya estamos acostumbrados, añade, soltando una risa en dirección del chico, tal vez por haberlo incluido en en el esfuerzo de empujar su silla.

El viajero solo asiente, para disimular un sentimiento que no llega a cuajar a pesar de que consigue estremecerlo. Malo, porque le impide despedirse de los dos al bajar.

HjorgeV 07-02-2018