Nos fuimos a Berlín, a recibir al Año Nuevo en casa de unos amigos.
Entre la diversa fauna presente había un grupo de púberes que jugaba en un rincón a las cartas, a la vez que con mandos de control que dirigían hacia una pantalla.
Cada vez que tenía que ir al baño y pasaba por su lado, podía ver que el juego de la pantalla consistía en acercarse a una mansión de ensueño (piscinas y jardines edénicos, iluminación cinematográfica, diseños y muebles de primera) husmeando como un ladrón, para terminar tiroteando a todos sus moradores.
Hacía de atacante quien conseguía más puntos.
Los demás solo podían esconderse o esquivar los disparos, mientras trataban de acumular puntos para poder convertirse en atacantes.
Los chicos se reían cuando uno de los cuerpos era alcanzado y volaba por los aires desangrándose.
Acá en Alemania este tipo de juegos estuvo prohibido hasta hace pocos años. Ganaron los comerciantes y los pro-violencia con el argumento de que ya se vendían en otros países legalmente.
Entonces el Estado Islámico aún no existía (ni imitaba todavía esos videos violentos) y EEUU aún no había convertido Irak en un manicomio ni Afganistán en un cementerio, y eso a pesar de que quería salvarlos como países. (Menos mal.)
La crisis de Europa se vuelve cada vez más sutil y salvaje. Un paseo por Berlín permite al visitante ver sus entrañas a la luz del día: lo mejor y lo peor del espectro social.
A mí me dolieron especialmente los sintecho. Las cifras oficiales hablan de más de once mil.
En la reunión que menciono, se habló de los créditos tóxicos, hipotecas basura, impagos, burbujas que estallan, desempleo, los nuevos modelos de teléfono, veganismo, el «asunto» de los refugiados y sobre el negro futuro juvenil, mientras ese grupo de chicos se reía de los cadáveres que hacía volar por los aires con armas que, cada vez, tienen la rara tendencia a convertirse en reales en diferentes partes del planeta.
¿Casualidad? ¿O causalidad?
Occidente, preocupado y secuestrado por el ansia de dinero, no parece ser capaz de ver más allá de sus bolsillos.
El chiste cruel es que un puñado de astutos ha terminado alzándose con la mayor parte de la riqueza común (¿quién la crea a final de cuentas?) propiciando el incremento de las ventas de esos videos.
Mientras, los bobos seguimos aplaudiéndolos y celebrando sus excentricidades.
Y muy pocos se quejan.
Tal vez porque la mayoría, en el fondo, si pudiera, también sería como ellos:
Atacantes.
Los que hacen volar a los demás por los aires.
El resto que se ponga a resguardo. Ojalá que no en una bolsa de dormir.
Y menos a la intemperie.
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hjv 24.01.2016