Esa mañana me había vestido con una extraña y absoluta calma, como no lo había hecho en ninguno de los largos días del último confinamiento. Me sentía óptimo después de haber corrido los 10 kilómetros que, antes de que nos cayera del cielo la pandemia, habían sido parte de mi rutina vital.
Había pensado que terminaría por los suelos, arrastrándome para llegar, pero, pasada cierta cresta poco antes de los cuatro kilómetros, el resto había sido una especie de oleaje rutinario recuperado del fondo de mi memoria.
Por primera vez después de varios confinamientos, el gobierno había decidido hacer el ASG (Anuncio de Salida General) a primera hora de la mañana, de modo que, antes de que la gente empezara salir a la calle, decidí salir a correr.
*
Estaba delante del espejo, a punto de peinarme, cuando oí en mi fono la señal de la Oficina Gubernamental de Sanidad, entidad que, para aplacar a la población e impedir que los partidos de ultraderecha se aprovecharan de su descontento, había empezado a rifar una segunda salida por día.
¿Me había tocado esta vez a mí?
Con mano insegura así mi fono.
Entonces vi la banderita verde y supe que sí, que era cierto, que podría salir por segunda vez ese día, que me había tocado ser uno de los pocos privilegiados.
*
Cada vez eran más los agraciados por el SLC (el Sistema de Lotería Corónica), algo que el gobierno había prometido ampliar poco a poco, escalonadamente, primero por días, luego por semanas y meses, siempre dependiendo del desarrollo de los nuevos focos infecciosos. No solo el nuestro, numerosos países habían vivido ya en carne propia lo que podía significar romper las reglas del confinamiento demasiado temprano.
El virus podía volver a brotar por aquí y por allá, más incontroladamente aún. Ya no eran los esquiadores de Ischgl, gente venida de China o de la Lombardía el problema. Ahora cualquier hijo de vecino podía ser el supercontagiador de mañana.
Lo bueno era que bastaba pulsar un botón para que los SUC (los Sistemas de Ubicación de Coronados) te hicieran saber qué territorios, ciudades, zonas, distritos, calles y hasta qué viviendas había que evitar, enviándote la alarma respectiva.
*
Cuando bajé, en la entrada del edificio me encontré con Álex, el señor que vivía en el cuarto y último piso. (Se decía que era el dueño, pero que no deseaba que los inquilinos lo supiéramos.) Tras una corta cháchara guardando los tres metros obligatorios de distancia, le solté a través de mi máscara el saludo que me había inventado y llevaba semanas sin utilizar.
-¡Permanezca negativo! -le dije, pensando para mí: «Si todavía lo es…»
Álex había estado especialmente risueño desde el comienzo de nuestro encuentro, algo inaudito en él, lo que me hizo pensar en cómo habían cambiado las cosas en esos últimos tiempos corónicos.
*
Cuando en la esquina, de camino a la panadería, me crucé con una mujer que nunca había visto antes y que me saludó con una especie de grito de júbilo, me sentí orgulloso, contento de mi aspecto y especialmente confiado de que, aunque las cosas no mejoraran del todo pronto, por lo menos el nuevo talante de la gente haría todo más llevadero.
Enseguida, contagiado por el nuevo ánimo, empecé a saludar a todo aquel que se cruzaba en mi camino con mayor ímpetu aún, recibiendo miradas y palabras de verdadero entusiasmo y buen humor como respuesta.
*
Siempre había sido un tipo gris, un funcionario chapado a la antigua y, por eso mismo, entregado febrilmente a su trabajo, sin mayores ambiciones que formar alguna vez una familia, pero sin saber cómo ni cuándo. De modo que ahora, de pronto, me sentía como una especie de triunfador, alguien que acababa de encontrar botada en la calle la clave para romper barreras y conquistar imperios.
Quedó demostrado en la fila para comprar el pan, cuando la mujer que estaba delante de mí, giró para controlar si yo estaba guardando la distancia obligatoria, y, nada más ver mi sonrisa, soltó una carcajada de contento.
Me quedé tan pasmado con su belleza, que solo atiné a mantener una sonrisa boba, mirar hacia un lado y despedirme poco después muy tímidamente, mientras se alejaba con una bolsa muy pequeña, como la mía.
*
Cuando llegué a casa y me vi en el espejo de mi dormitorio, que había dejado sin arreglar por haberme concentrado en el mensaje de la Oficina Gubernamental de Sanidad, por fin entendí todo:
No había alcanzado a peinarme, de modo que las sonrisas, gestos de júbilo y ánimo de la gente con la que me había topado esa mañana camino de la panadería no habían sido de contento ni de admiración.
Esa mañana lloré como no había llorado desde niño y en algún momento me quedé dormido.
*
Cuando desperté, vi que tenía varios mensajes, emilios, llamadas y videoconferencias perdidas de varios compañeros y gente del trabajo, incluyendo un mensaje de mi jefe, quien quería saber cuándo podríamos revisar el plan en el que veníamos trabajando.
Enseguida me dirigí a la pieza que usaba como oficina, pero antes de sentarme, recordé que seguía sin peinarme. En ese momento vi que tenía una solicitud de videoconferencia de mi jefe y me dije:
«Al diablo. Que se ría hasta que le duelan las mandíbulas.»
-Qué moderno se te ve, Martínez -fue lo primero que me dijo-. Tendría que atreverme a ser igual de moderno- agregó, pasando enseguida a revisar la agenda en cuestión.
*
Al día siguiente sacrifiqué los 10 kilómetros y usé mi única SPO (salida permitida oficial) para dirigirme a la panadería, teniendo cuidado de llegar a la misma hora que la mañana anterior.
Entonces vi a tu madre.
Llevaba un vestido con unas raras, preciosas margaritas, que ella misma ya ni recuerda y que enseguida me hicieron pensar en una canción de Fito Páez. Todas mis llaves de mandala se quebraron cuando giró en mi dirección.
-¿Mandala?
-Después te explico. El hecho es que ella no me vio, a pesar de que yo iba ahora perfectamente peinado y muy bien trajeado.
-¿Qué hiciste entonces, papi?
-Volví a la panadería varios días seguidos, con peinados y ropa diferentes.
-¿Y entonces ella por fin se fijó en ti?
-No, para nada. Era como si mirara a través de mi cuerpo, como si yo fuera un fantasma, mero aire.
-Pero de alguna manera tuviste que llegar a conocerla, ¿no?
-Un día volví a la panadería despeinado, harto de todo. El resto te lo puedes imaginar, hijo. No te rías, pues falta agregar un detalle: el peine se me había quedado enredado entre el pelo, algo que tampoco había notado esa vez.
-¿Y cómo convenciste a tu jefe para que imitara tu peinado, o sea tu despeinado?
-¡No lo convencí! Un día me vio acompañado de tu madre y esa misma noche me llamó para pedirme la fórmula. Al día siguiente lo saludé con el mismo júbilo y admiración que otros me habían dedicado cuando lo vi con un gesto triunfal dibujado en el rostro. Pronto la compañía experimentó un extraño y sorprendente subidón, los demás empleados empezaron a imitar el peinado del jefe y el buen ánimo cundió, consiguiendo contagiar a toda la ciudad. Yo sigo creyendo que vencimos al corona, porque fue esa alegría la que nos permitió resistir.
-Y el despeinado.
-Que pronto empezaron a llevar todos.
-Hasta ahora, como yo.
.
.
HjorgeV
Colonia, martes 28 de abril del año CV I