Tres días en cama.
Bebiendo solo agua. Como un secuestrado.
Ya sé dónde se esconden los extraterrestres.
Cada vez que me levanto, uno de ellos desconecta mi sentido del equilibrio y añade (debe ganarse algún premio en su galaxia del tamaño de una sandía) una andanada de golpes bajos en el cerebro. Zum, pum, tan, ton, paf.
En la modorra febril, cuando los dolores amainan, se me ocurre que mi vida podría seguir así:
Dormir, leer, dormir, leer. Agua. Mareos. Pérdida de peso. Dormir, leer, dormir, leer, dormir.
Levantarse con la sensación de que te has zampado dos botellas de pisco de golpe y estás a punto de devolverle al mundo todos tus fantasmas anudados con tu propio estómago vacío.
Otras veces es un camión el que me ha pasado encima y los paramédicos, en vez de cuidarme y evitar producirme dolor, me obligan a levantarme por mí mismo; empero, como no lo consigo, se enconan y me propinan latigazos detrás de mis orejas.
Podría quedarme mucho tiempo postrado.
El sueño de todo escritor: cero responsabilidades (salvo para llegar al baño), apartado del mundo real, entregado a su propia miseria; y a la que, en una especie de malabarismo de mago astuto, logra transformarla en ventaja.
-Vacaciones con dolor -sonríes al espejo, para no quedar mal contigo mismo.
En ese instante comprendes, como un rápido saetazo, que, de haber alguna certeza en la vida, esa es la de que no hay vuelta atrás: el carrete, ovillo, rollo o madeja no volverá a su estado original.
Adiós juventud, vida pasajera. De tanto florecer, te vas marchitando, como decía un huayno de mi país.
De regreso del baño a través de precipicios que desconocías que había en tu propia casa, otra vez la vigilia febril, la caída al suero del delirio.
No tenías idea de la cantidad de mundos que podía atesorar tu cabeza ni de su capacidad para proyectarlos todos a la vez dentro de un ánfora de lotería que gira imparable.
Entonces, compungido y asustado, me pongo un abrigo encima y salgo a la calle sin que nadie lo note. Ya fuera, le levanto el brazo al primer taxi y le pido al conductor que me lleve a la estación, donde quiero tomar el tren que me alejará de todo, para siempre.
Durante el trayecto, descubro, feliz, que mi plan es más simple aún: subir y salir por el otro lado del vagón. ¡Ja!
Que el tren sea una especie de cuchillo de mi vida, su límite geográfico, la guillotina de este momento engañoso. Para luego solo ver cómo se aleja. Y engañar así a los paramédicos, al camión, al pisco, a los latigazos y a las películas frenéticas y sin sentido del ánfora.
Volver a casa después, cansado, a decirle a los míos que a veces necesito de fantasías así para saberme más vivo.
Pero no será. Porque he estado soñando.
Recién despierto entonces.
Penumbra.
Magos que pueblan la oscuridad.
La cabeza aún dando vueltas, pero ya sin contenidos.
Solo ha sido otro magnífico y simple viaje de mi mente febril.
HjV 29.02.2016