1
Paseo por las calles de la Speicherstadt (el distrito almacén de Hamburgo) y me doy cuenta de que me contento con ser viajero de mí mismo, de mis días pasados, de mis recuerdos, de ‘mis’ personas y ‘mis’ paisajes.
Soy un navegante sin barco, un viajero barato, por así decir.
(Los mejores viajes los haría al pasado. Antes se deseaba viajar al futuro. Hoy se sabe que nos hemos metido a una espiral de depredación incontrolable.)
A las personas que más aprecio las mantengo en mi caótico álbum familiar mental que nunca llego a armar.
(También están los otros: ningún álbum personal estaría completo si solo documentara el lado bueno de nuestra existencia.)
A las buenas personas, las mantengo en mi particular caja de zapatos (o bombones) mental.
Llegada la ocasión, me entretiene buscarlas y reconocerlas en mi caos personal.
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2
Entre los recuerdos, hay más de uno que duele lo suyo cada vez que sale a la superficie a respirar.
Recuerdo la separación de mi esposa hamburguesa.
También están los recuerdos de varias épocas que me llenan de verdadera dicha.
Una dicha que no puede ser humana, me digo, porque si lo fuera, ¿qué hacen los hombres allá afuera entonces, inventándose guerras y artimañas para obtener riquezas -que no alcanzarán a gastar en vida-, sin aprovechar la puerta permanente al paraíso interior?
En un muelle nos acercamos a una barca o barcaza muy antigua, de casi dos siglos de antigüedad. Está hecha de roble o encina, me imagino, o de otra madera imputrescible.
De pronto, una mujer que está sobre la cubierta se acerca a la baranda de babor y se le cae su bolso al agua. Pega un grito.
Con estupor, los que estamos cerca vemos que, debido al aire que encierra el bolso, aún flota.
–Mein Handy ist drinnen! -grita la mujer: su celular está dentro.
¿Qué hubiera gritado una dama de hace veinte años?
¿Qué una del Renacimiento?
¿Qué una de la Edad de Piedra?
De forma inconcusa, se me viene a la mente una frase de Charles Simic, mientras el barquero se acerca orondo y galante con una especie de arpón a rescatar el bolso:
«El poema que quiero escribir es imposible. Una piedra que flota.»
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3
Luego se me viene a la memoria un juguete que perdí.
Era una miniatura.
Como constante viajero interior de mis días remotos, puedo ver claramente al niño que acaba de olvidar su diminuta tina de plástico (con un bebé dentro) en un taxi y, mientras ve a este alejarse ineluctablemente, percibe la gran pérdida como algo especialmente ominoso:
La convicción de que al mundo lo domina el caos y de que no hay solución posible.
Cuando se pierden las cosas, ¿adónde van, mamá?
Cuando se pierden las almas, ¿adónde van, padre, sacerdote?
Las cosas nunca se pierden. A lo más, se transforman.
Las cosas siguen su camino natural (el caos también forma parte de la naturaleza, solo que, por no haber sido advertidos convenientemente, nos asombra.)
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4
Gustavo Adolfo Bécquer (se apellidaba, en realidad Domínguez Bastida, y descendía de una familia de comerciantes de origen flamenco y de apellido -sí- Becker) lo dijo así en su Rima XXXVIII:
Los suspiros son aire y van al aire
Las lágrimas son agua y van al mar.
Dime, mujer, cuando el amor se olvida,
¿sabes tú adónde va?
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5
William Anthony Colón Román (Bronx, 1950) alteró ligeramente la letra de Bécquer (en Gitana) y me pasé muchas noches escuchando su álbum Tiempo pa’ matar (1984).
Título que me sigue pareciendo insoportable y me ha hecho recordar las palabras de Rafael Chirbes:
«Para matar el tiempo (como si él no se matara solo, no nos matara), me he puesto a leer.»
Pero ese era el único disco latino que había en el bar que frecuentaba en la Zülpicher, la calle principal del Kwartier Latäng (Barrio Latino en colonés, por cacografía del Quartier Latin parisino), y en el que había conocido a mi primera esposa.
(No la quería con convicción, pero terminé sufriendo la separación como un cordero degollado.
Acaso porque perdiéndola perdía mi patria emocional, ya que entonces no tenía a nadie más en Alemania.)
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6
Mientras caminamos por las calles de Barmbek en dirección al paradero del tren urbano que nos llevará al centro de Hamburgo, juego con mis dos chicos a ver quién descubre más bicicletas abandonadas.
Están asombrados de la facilidad con la que la gente parece olvidar sus cosas -para ellos- más preciadas y dejarlas abandonadas para siempre.
El juego lo ganará quien haya descubierto la de mayor antigüedad (en estado de abandono).
También se trata de calcular el tiempo que lleva allí, oxidándose, contemplando el paso del tiempo y de la vida de los demás sin otra constancia documental que su propia entidad.
Veo una, casi totalmente marrón.
¿Cuánto tiempo lleva ahí, dos, tres años?
¿Qué más expresión de su abandono que una gruesa pátina de óxido?
¿O nuestro problema es que también seguimos sin descifrar el lenguaje de las bicicletas oxilvidadas?
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7
Me había propuesto aprovechar el viaje a Hamburgo para hacer una pausa en la escritura (corrección final) de mi novela actual, pero me descubro volviendo a ella compulsivamente a cada paso.
Ha sido un duro trabajo de casi dos años.
Acabo de pasar las mil páginas.
Y, a pesar de que he escrito (revisado, corregido y vuelto a corregir para no sentir vergüenza de ninguna página, de ninguna línea y de ninguna palabra) a conciencia, en una especie de batalla con el lenguaje y el hilo narrativo, sé que al final la trasquiladora tendrá harto trabajo.
Quedará más o menos la mitad.
Y si los piojos también tienen derecho a vivir, por lo menos me queda la tranquilidad de haberles dado una existencia -aunque pasajera- digna.
Escribiendo no me ganaré la vida, como se suele decir, pero me gano dignamente el trabajo.
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8
Paseo por Hamburgo, pero, en realidad, estoy paseando por mi historia, la de mi novela.
Me doy cuenta de que busco una atmósfera que envuelva al narrador y lo mantenga libre de cualquier coordenada del tiempo y del espacio.
Busco proveerlo (al narrador) de una mirada que sea a la vez compasión por estar vivo el objeto de su observación y gran asombro por la vida misma.
Como si se nos hubiera dado la oportunidad de regresar a alguna de nuestras vidas anteriores y tuviéramos la potestad de contemplarnos como un fantasma que nos observa, y sufre y se alegra con nosotros.
Y ese fantasma quisiera ayudarnos a corregir todo, pero tiene prohibido intervenir, porque solo le está permitido contar (a otros) lo que ve o sabe.
(Ahora noto que es una especie de ángel de la guarda atado de manos, mudo e imposibilitado de ayudar.
Un tipo circunspecto, medio burócrata, solo capaz de narrar, mientras flota contemplando.)
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9
En un mundo que cada vez confunde más el Ruido con la Música, me sorprendo de un detalle en Hamburgo:
No veo músico callejeros por ninguna parte.
(«No soy un cantante, soy un contante», dijo alguna vez Joaquín Sabina, que fue músico callejero en Londres.)
Veo a los turistas pasar, revolotear, reunirse y separarse, llevando a veces sus pensamientos como un apurado camarero de restaurante que de pronto ha quedado desorientado y no sabe adónde con su bandeja llena.
Pero, ¿adónde estoy yendo con mi vida y con mis pasos?, parecen preguntarse los turistas por un instante.
La estación destino, final, es la misma: vayas en tren, Ferrari, burro o simple bicicleta.
Los turistas de Hamburgo me parecen ahora viajeros desangelados.
O alguien les ha cortado las alas y giran sobre sí tratando de descubrir qué les falta.
Mas, como no saben que tenían alas, no pueden notar la pérdida.
Parecen buscar su futuro en las conspiraciones del aire que los rodea.
Pero el futuro es cada nueva palabra que decimos, cada nueva aspiración, cada nuevo paso.
No el árbol junto al que enterrarán nuestras cenizas.
Ese es el futuro de nuestras cenizas, no el nuestro.
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Acabo de asombrarme de no ver ningún músico callejero, cuando divisamos primero un solista y luego con un cuarteto.
El primero es un muchachito que apenas sabe tocar el acordeón y cada tanto acierta con el estribillo de una melodía muy conocida en este país.
Tan conocida, querida y famosa es esa canción, que hace algunos años fue declarada como el «Éxito del Siglo» (Jahrhunderthit) alemán.
¿Se imagina alguien que en Chile, Venezuela, Argentina, España, Brasil o en el Perú se escogiera a una canción alemana como la canción del siglo del país?
Pero eso es lo que ha sucedido aquí.
Solo que la ignorancia les hace creer a muchos alemanes que se trata de una típica canción teutona.
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Es curioso, porque solo por el ritmo debería notarse inmediatamente que La paloma es una canción foránea.
Avanzamos bajo el sol torrante del mediodía.
El cuarteto alemán que toca como a punto de perder el tren, está conformado por tres mujeres y un hombre.
Se mueven con entusiasmo, casi como en una competición deportiva: una maratón (en España esta carrera o competición es masculina) militar.
Me toma unos segundos reconocer el tema que le exprimen -literalmente- a sus sendas cajas de música a manivela:
Satisfaction (1965), del Bocón Jagger.
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Existe un documental de Sigrid Faltin sobre La paloma, la canción que los alemanes creen alemana y que se suele asociar con Hamburgo y la vida marinera.
Traduzco a la ligera del texto de presentación:
La Paloma. Añoranza/Nostalgia. Mundial. De pequeña habanera a gran dama de la música pop.
Tratando de traducir parte de la introducción, me doy cuenta (¡a los años en este país!) de que los alemanes también tienen su saudade.
Y se llama Sehnsucht, palabra, por lo demás, bastante común.
Interesante, porque la traducción que suele dársele a esta palabra en nuestro idioma es ‘nostalgia’.
Pero, sin ser la misteriosa saudade de los brasileños (que también es capaz de añorar lo que se habría querido vivir y no solo lo realmente vivido, así como de nostalgiar el futuro), Sehnsucht es más que la ‘nostalgia’ de nuestro idioma.
Añoranza podría ser una mejor traducción.
No obstante, el vocablo alemán es más complejo, porque Sucht es adicción y el verbo Sehnen, en su forma reflexiva sich sehnen, significa anhelar/añorar algo o a alguien.
Con lo cual la Sehnsucht alemana estaría contenida en la saudade brasileña y sería más que nuestra simple ‘nostalgia’ (el recuerdo dulce empapado en el dolor de la lejanía) y también más amplia que nuestra ‘añoranza’ (ese mismo recuerdo azuzado por el deseo de revivirlo).
Sehnsucht sería, así, la adicción a añorar algo o a alguien.
Porque cuando se añora, especialmente cuando se llora o se sufre, también se goza.
Masoquistas que somos.
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Decía el texto de la introducción referida:
Es la canción más tocada/interpretada del mundo. En Zanzíbar es el punto culminante de las bodas. En Rumania acompaña las exequias. En México es el himno en contra del presidente recién elegido.
Es la canción preferida de los alemanes. En el 2003 los lectores del diario Bild la eligieron como Éxito del Siglo. En Alemania es la quintaesencia del Norte, personalizado por Freddy y Hans Albers [famosos cantantes ‘folclóricos’ alemanes]. En realidad, no tiene nada de romanticismo marinero. La película acompaña a la canción en su viaje por todo el planeta. ¿Cuál es su secreto? ¿Por qué conmueve hasta las lágrimas a gente de diversas religiones y color de piel?
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Todo esto, algo que no llegó a saber ni podía intuir su compositor, el músico (principalmente organista), vividor y dandi vasco Sebastián de Iradier (después Yradier).
Tras una visita a Cuba, compuso esta habanera, género -precisamente- que debió descubrir en La Habana.
Vueltas que da el mundo y el tiempo alrededor de una canción.
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Mientras mis hijos dan una vuelta con su madre por un rincón del gigantesco puerto, aprovecho la pausa para sentarme en una terraza a beber una cerveza.
Pido una Weizen, la cerveza de trigo que antes no podía soportar. Las sirven en altos vasos de medio litro. Parecen trofeos.
(Le cogí el gusto -como no diría un argentino- un domingo de pura casualidad. Me apetecía una cerveza y mi vecino solo me pudo ofrecer una Weizen.)
Delante del negocio hay una gran explanada en la que veo trabajadores limpiando los restos de frutas y verduras del famoso Fischmarkt (‘mercado pesquero’) hamburgués.
Es una de las atracciones de la ciudad (también hay conciertos gratuitos) a la que hemos llegado con una hora de retraso, pero no nos parece grave.
En una mesa vecina, observo a un parroquiano frente a su cerveza. Su cabeza se bambolea, manteniendo los ojos cerrados al hacerlo.
Un par de minutos después, el dueño se le acerca y le pide que se vaya.
El borrachín señala su vaso semilleno y barbotea que aún no ha terminado.
Vuelve a cerrar los ojos y regresa a su ensueño borrascoso. El dueño refunfuña y se aleja moviendo la cabeza, indignado.
Esto también es Alemania, me digo.
Termino mi cerveza más rápidamente de lo que pensaba porque veo que ya no hay más mesas libres y prefiero hacer sitio a posibles futuros clientes.
Al levantarme, observando de reojo al borrachuzo, llego a la conclusión de que nos han entregado dos mundos, exterior e interior.
Y que, mientras los dioses aprenden a dosificar las catástrofes del de fuera, nos permiten a nosotros jugar a destruir ambos.
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… HjorgeV 28-06-2011