EL CÓDIGO ÚNICO (Ejercicio)

Recordaba su rostro. Había sido lo primero que me había llamado la atención al verla la primera vez. Sabía que nos habíamos visto dos o tres veces. Ella decía que habían sido cinco noches.

Me sonrojé, por el hecho de que la memoria pudiera fallarme tanto. Con alguien como ella, además.

-No lo puedo entender -dije, y se me vino a la mente una frase del gran Groucho:

«Claro que lo entiendo. Hasta un niño de cuatro años podría entenderlo. ¡Que me traigan a un niño de cuatro años!»

Nos encontrábamos en la sala de mi departamento. La había hecho pasar sin haber entendido del todo quién era ni qué quería, dejándome deslumbrar por su belleza.

-¿De verdad ya no lo recuerda, señor Walk?

-Deben ser los inicios de un Alkaida galopante -traté de recuperar terreno.

Pensé que reiría. O sonreiría por lo menos. Ese chiste me suele funcionar.

-No salí de aquí hasta el jueves siguiente -continuó mientras miraba en torno, como intentando recordar qué objetos y muebles seguían en su lugar. Ninguno, salvo los tres cuadros de la pared principal. Mi particular tesoro. Todo el resto era historia pasada.

Habían pasado veinte años desde entonces.

La bella jovencita ucraniana que una noche había llamado a mi puerta para rogarme que la alojara porque acababa de llegar a la ciudad y no tenía dónde quedarse, ahora debía estar por cumplir los cuarenta.

Esa vez me había contactado a través del Loco Turm, mi socio de entonces y de quien no volví a saber nunca más.

Veinte años.

No hay que conocer el tango de Gardel y Le Pera para saber que su frase principal tanto miente como acierta. En veinte años puede cambiar todo sin cambiar nada.

Y viceversa.

Irina -ese era su nombre, lo recordé de golpe- había llegado a buscarme esa primera vez un sábado, justo cuando me aprestaba a salir de parranda luego de una agotadora semana.

El cómo se me ocurrió dejarla sola en mi casa a pesar de que no la había visto antes y eso desde su primera noche en el país, es algo que luego me pregunté varias veces.

Si ahora digo: «Porque confiaba en mi socio», el Loco Turm se revolvería en su tumba.

De modo que Irina tenía razón: habían sido cinco noches exactas las que había pasado en mi departamento.

Ese sábado de hace veinte años regresé de madrugada y, cuando abrí la puerta pleno de fiesta, risas y tragos, y me encontré con una mujer casi desnuda durmiendo en el sofá, primero pensé que me había equivocado de piso.

Pero en realidad ella estaba despierta y soltó una carcajada al ver mi cara de espanto.

Y precisamente esa risa hizo que termináramos en mi cama.

El resto de esos días pasaron más o menos igual, con la diferencia de que el lunes, cuando ya me había curado de la rumba del fin de semana, me pareció una burrada haberme aprovechado de ella. Así que me fui a dormir al sofá.

Pero ella me siguió. Y tuvimos que volver a mi cama, que era más espaciosa. Cinco noches en total.

Luego pasaron las semanas, los meses y después los años y me olvidé de Irina por completo. Nunca más volví a saber de ella y poco después después dejé de ver al Loco Turm.

Y ahora la viajera que huía volvía a detener su andar, como en el tango.

Me pregunté por qué o para qué, mientras trataba de hacerme una idea del trabajo que el tiempo había hecho con su rostro:

Salvo alguna arruga y una buena dosis de fino colorante rubio en su hermosa cabellera, el reloj implacable y cruel no parecía haber hecho su labor a conciencia.

Por lo demás, el par de kilos ganados le quedaban bien. En aquella ocasión lo primero que se me ocurrió preguntarle fue si deseaba comer algo.

-Soy modelo -me respondió, como si pudiera leerme el pensamiento.

Su aspecto actual hacía pensar más bien en la pareja de un rapero millonario, pero una con verdadera clase.

Sin que se lo hubiera pedido o insinuado, Irina empezó a contarme los últimos tres años de su vida.

Los había pasado al lado de un «serio» industrial que buscaba formar familia y sentar cabeza.

-Antes de morir me dio el código de sus cosas -concluyó su corto relato-. Una combinación válida tanto para sus cuentas del banco, su correo electrónico, las puertas de la casa y la caja fuerte.

Había dicho «la casa», no «su casa».

-Bastante ingenuo de su parte.

-No me ha entendido -dijo ella. Llevábamos más de media hora tratándonos de usted y yo recién lo notaba-. Cambió todas sus claves antes de morir -agregó.

Aunque para mí había sido obvio que su visita tenía razones muy diferentes a las de veinte años atrás, lo que oí me sorprendió como un puñetazo en la oscuridad.

-Significa que te tenía confianza absoluta -dije empezando a tutearla. Pero ella no pareció notarlo-. Por cierto, no te he ofrecido nada para tomar. ¿Qué deseas? -me puse de pie.

Negó con la cabeza, con la actitud del que ha bebido del mejor champaña francés durante años y sigue sin notar una gran diferencia. Tal vez por eso mismo, fui a la cocina y regresé con una botella de agua.

-Lo hizo porque me quería -continuó ella-. Por lo menos eso fue lo que me dijo.

A continuación me contó que tras la muerte de su primera esposa, Jürgen se había propuesto no volver a casarse, pero que todos sus planes se le habían trastocado tras conocerla.

-¿Tienes una foto? -pregunté.

Me imaginé a un cincuentón pasado de peso y alopécico. Pero el hombre que aparecía en los selfis de Irina se parecía más bien a George Timothy C. Se lo comenté. Ella asintió.

Noté que su rostro, de belleza inquietante, había cambiado con los años; en muchos sentidos para bien. Me pregunté si también con la ayuda de un bisturí.

Me imaginé a Jürgen, viviendo intranquilo tanto si pasaba mucho tiempo junto a ella como si no.

La inseguridad siempre sería mayor que los celos: miedo a perderla, a que conociera a un tipo más joven y guapo. O a uno más rico.

Y ese tipo tampoco viviría tranquilo, como en la espiral de una simple cuestión filosófica: si dios ha creado al hombre, puede haber otro que lo creó a él.

-¿Se llevaban bien? -pregunté.

-Durante un buen tiempo, sí. Yo también lo quería… -dudó-, de alguna manera.

Me gustó su sinceridad.

-Pero solo de alguna forma… -aguijoneé.

-Siempre se quiere solo de alguna forma -sentenció ella.

-Pero cuando se quiere de veras, uno no se pregunta por esa forma, ¿no es cierto? Ni siquiera sospecha que pueda ser de otra manera, ¿no? ¿Cuándo empezó a irse todo al carajo?

-Cuando descubrí que no era la única.

-¿Para qué?

-¿Para qué qué?

-¿La única para qué? ¿Para la manera esa que mencionas?

Hizo un gesto misterioso que transformó en uno de pesadumbre, como miraría una madre a su hija adolescente que empieza a cometer exactamente sus mismos errores, pero no puede advertírselo sin delatarse.

-Eso es lo absurdo -dijo ella-. Creo que quería que lo descubriera antes de casarnos.

-¿Y entonces?

-Entonces nada. Me di cuenta de que se trataba de un trato. Si yo lo aceptaba, nos casaríamos. Y entonces pasaría a ser una cornuda oficial.

-Y no te gustó la idea.

Negó en silencio. Pensé que rompería a llorar.

-¿Qué tipo de mujer es ella? -me apresuré a continuar el tema.

-De las que nunca se ven por las calles.

Me tomó un momento entenderlo.

-Porque suelen vivir de noche -dije al cabo.

-No solo por eso. Son otros círculos. Otros modos de vida. -Hizo una pausa-. Entonces me di cuenta de que había cometido un error y que ya no había camino de regreso ni escapatoria. Tenía el código único e igual tendría que casarme con él. Es absurdo, lo sé.

-Él sabía que no te negarías. En el fondo, era como una declaración de amor de su parte, ¿no crees? Pase lo que pase: nos quedaremos juntos.

-¿Tú crees?

Inspiré y ventilé mis pulmones dos tres veces.

-¿Qué esperas de mí? -dije luego-. Si sigues viva hasta ahora, es porque nadie tiene nada en contra de ello, ¿no crees?

-He sido la que ha tenido suerte. Pero no soy la única.

-¿Has tenido suerte?

-Eran en total tres las que teníamos el código.

-¿Las demás ya no viven o qué? ¿Eso es lo que me quieres decir?

-Exacto. Soy la única que sigue viva de las tres.

-¿Y cuál es tu problema entonces?

-Que ya han empezado a perseguirme para quitarme el código.

-¿Quiénes?

-Por eso he venido a verlo.

HjV 31.03.2016

MENTIRAS DE MENTIRAS DE MENTIRAS

Tenía, tuve, un amigo interesantísimo. Lo llamaré Alberto.

Sus conversaciones se diferenciaban, de lejos, de las que yo mantenía con mis amigos del barrio o de las que podía llegar a urdir, tejer, enzarzar, con mis compañeros de la universidad, siempre girando alrededor de temas políticos.

A Alberto le gustaba la música clásica y el ballet, las buenas películas y la velocidad.

Tenía una Yamaha de cuchucientosmil centímetros cúbicos y una bicicleta de carrera que usaba para movilizarse, esto último en una época en la que nadie usaba un biciclo como medio de transporte en Lima.

Gracias a él descubrí a Woody Allen y a cineastas como Visconti y al genial De Sica en los cineclubs de mi ciudad de finales del siglo pasado.

Alberto se esforzaba por explicarme obras como Muerte en Venecia que yo, salvo por la belleza de las imágenes y alguna idea narrativa que conseguía pescar, no alcanzaba a apreciar del todo.

También tenía una amiga argentina que era bailarina y profesora de ballet, y que yo me moría por conocer: sobre todo por ver alguna vez una de sus clases y a sus alumnas en pleno ejercicio.

La posibilidad de ver belleza produciendo más belleza.

Pero nunca me atreví a insinuar mi deseo, acaso porque sabía que no era el único y ella solía evitar continuamente a toda esa gente que ansiaba conocerla. Una especie de paraíso al revés, atosigante, para ella.

Una vez mi novia de ese entonces -una profesora austríaca- me dijo que una amiga suya quería salir en grupo y me preguntó si conocía a alguien que pudiera congeniar con los tres.

Inmediatamente pensé en Alberto.

Se lo dije un día que estábamos en mi cuarto, revisando poemas de Trilce, uno de los tesoros de mi cuidada aunque exigua biblioteca (la que se podía permitir un estudiante de esos años).

(Me fascinaba especialmente la poesía de Vallejo y él era de los pocos que compartían esa fascinación.)

Pero Alberto me dijo que no podría acompañarnos.

En un principio no lo pude entender. Una cita así podría servir para sellar nuestra amistad y llevarla por rumbos más aventureros, quise imaginarme.

Se tomó todo el tiempo del mundo para recordarme que en las fiestas que solían armar sus hermanos (eran varios y cada uno tenía una sarta de amigos, lo que facilitaba cualquier reunión bailable), él nunca había estado presente, siempre solo de paso.

Efectivamente, lo recordé, asintiendo entre confundido y maravillado.

-Ustedes se abrazaban a las chicas para bailar -continuó-, las olían y percibían sus vibraciones mientras se movían enlazados. Todo eso yo no lo experimenté.

-Qué pena, oye.

-Nada de qué pena -replicó con una sonrisa-. No me interesaban esas fiestas.

-Ah, mira.

-En realidad, nunca me han interesado las chicas. Pensaba que lo sabías.

Recuerdo que no supe qué decir. De alguna manera seguía sin entender del todo: como si el mundo acabara de agrietarse y yo me hubiera quedado engarzado en una de sus grietas, ignorante de todo.

Tal vez esperaba que dijera que prefería las mujeres maduras, como la profesora de ballet argentina, que acababa de cumplir treinta.

Finalmente, lo entendí.

Fue un choque tremendo, especialmente por mi galáctica ingenuidad.

Después de eso nuestra amistad ya no fue lo misma.

Mis esfuerzos por demostrarle respeto y admiración por llevar su condición homosexual con una naturalidad que en ese entonces era revolucionaria, en vez de acercarlo, lo alejaban más.

Luego vino la diáspora.

Cientos de miles que empezaron a abandonar el país. Días en los que el dinero podía valer la mitad por la tarde (del mismo día).

Yo fui uno de los primeros, más por aventura que por necesidad, sin saber que seguirían tantos después, verdaderamente desesperados.

Alberto terminó en EEUU y yo en Alemania.

Y así nos perdimos del todo de vista.

Aprendí que toda persona vive dos o más vidas en una.

La que vemos en las calles, oficinas, aulas, salones, tiendas, aeropuertos, bares, dormitorios, playas, fiestas, reuniones, solamente es una de ellas.

Incluso esta, puede ser solo una máscara, una impostación de otra más profunda.

Tal vez son otros los que viven por nosotros -allá fuera- la vida que nos guardamos para cuando nadie nos ve, la faceta que no nos atrevemos a mostrar, la careta que escondemos pacientemente para el momento adecuado que acaso nunca llega.

Sombras de sombras.

Luces que crepitan al nacer de ellas, para ser pronto absorbidas por las fauces de este escarnio espiral llamado tiempo.

Tal vez nada es lo que es, en el fondo. 

 

HjV 26.03.2016

EXTENSIONES Y CONTINUACIONES

El mayor problema al que se enfrenta un novelista es el de definir, hallar o elegir la voz que narra.

Pongamos que hemos empezado a leer una novela.

Digamos Alex, del francés Pierre Lemaitre.

Empieza así, transcribo:

A Alex le encanta. Desde hace casi una hora que se las prueba, duda, se las quita, se lo piensa, vuelve a ponérselas. Pelucas y postizos. Podría pasarse tardes enteras haciéndolo.

Tres o cuatro años atrás había descubierto, por casualidad, esa tienda en el boulevard de Strasbourg. Apenas miró, entró por curiosidad. Sintió tal conmoción al verse pelirroja, como si toda ella se hubiera transformado, que compró de inmediato aquella peluca.

¿Quién está contando esto? ¿Alguien que la vio probándose las pelucas?

¿Y cómo sabía ese alguien lo que le pasó tres o cuatro años atrás a Alex?

*
Quien narra es -obviamente- el escritor, se suele pensar.

Pero no es cierto: quien escribe la novela -el escritor- nunca es el narrador.

*

Para empezar, porque el tiempo de/en una novela es una invención.

Es solo una representación en otra escala -y velocidad- del tiempo real.

Una novela no puede contar todo lo que ocurre:

El autor tiene que recortar, armar esqueletos temporales, dar saltos, acelerar, retardar, congelar el tiempo; inventar sucedáneos de él.

*

El narrador de la historia también es una invención.

La razón es simple: la verdad real no coincide nunca con la verdad literaria.

Mario Vargas lo dice así:

«Flaubert entendió, antes que nadie, que el narrador es siempre una invención. Porque el autor es un ser de carne y hueso y aquel una criatura de palabras, una voz. Y porque el autor tiene una existencia que desborda las historias que escribe, que las antecede y que las sigue, en tanto que el narrador de una historia sólo vive mientras la cuenta y para contarla: nace y muere con ella.»

*

Las novelas también maduran.

Tal vez esos aparentes cambios que encontramos al releerlas, siendo obvio que las palabras que contienen no han cambiado, se deba a que hemos elegido otra voz (o voces) narradora(s).

Puede suceder, también, que leamos una novela sin haber pescado cuál era la voz o el punto de vista del autor (independientemente de si él mismo lo sabía).

Muñoz Molina dice al respecto:

«Uno de los retos máximos [del novelista] consiste en dar con el punto de vista desde el que se cuenta la historia. Si hay uno o dos momentos de resplandor mientras se escribe, encontrarlo es uno de ellos.»

*

Volvamos a Alex.

Voy por la mitad.

Empecé la novela hace pocos días. Tenía cita en un consultorio médico y me habían advertido por teléfono que tendría que pasar hasta tres horas en la sala de espera.

Me he acostumbrado a opinar sobre un libro cuando aún no lo he acabado.

¿Se puede ser justo con quien es tu pareja cuando todo ya ha acabado?

De tener que opinar sobre una relación en curso, ¿no es mejor dar esa opinión cuando aún no se sabe cómo terminará?

Libros como amores.

Amores que no duran, como una buena lectura.

Con la salvedad de que los buenos libros se pueden repetir. Con goces diversos, incluso.

*

No sé en qué terminará esta lectura de Alex.

Por ahora vamos por buen rumbo.

Sopla el viento. El capitán de la nave es juicioso, conoce su oficio; aunque es más bien reservado y parco al contar sus historias.

Y, como narrador, parece esconder su entidad, velarse: como queriendo dejar claro que lo importante son las historias y no quien las cuenta.

Pero mejor así:

Para que cuando nos vayamos a dormir podamos completarlas, convirtiéndonos en los capitanes de las extensiones, progresiones y digresiones que toda buena historia bien narrada crea en la mente del lector atento.

HjV 17.03.2016

EL RÍO DE LA VIDA

Uno envejece más rápido que los libros.

El río de la vida nos pasa por encima sin tener en cuenta que tenemos el boleto en la mano: ese pedacito de papel que nadie nunca nos pide y que nos pasamos una existencia sin saber para qué sirve en realidad.

Una putada. Pero no hay vuelta que darle.

Uno a veces es como el nadador del cuento de Cheever, a quien una tarde de verano se le ocurre regresar a casa nadando.

Solo serán un par de kilómetros y como la zona está cubierta de propiedades que poseen piscinas y sus dueños lo conocen, lo tendrá fácil.

Y, efectivamente, en los jardines y piscinas que atraviesa la gente lo saluda y le invita copas y no hay nada que haga presagiar una sola mala nube en el horizonte.

Hasta que empieza a acercarse al final y pasa por un jardín donde hay una fiesta y un mayordomo lo mira con desprecio, tal vez por estar vestido solo con un pantaloncito de baño, y luego, al entrar a la propiedad de quien había sido su amante, esta también lo mira mal.

Finalmente llega a su casa y la encuentra desierta, las piezas metálicas están herrumbrosas y dentro está oscuro y no hay nadie.

Tal vez así es la muerte, como escribió Fabián Casas:

«Era uno de esos días en que todo sale bien.[…] Había limpiado la casa y escrito […] Entonces salí al pasillo para tirar la basura / y detrás de mí, por una correntada, / la puerta se cerró. […] Es transitorio, me dije; / pero así también podría ser la muerte: / un pasillo oscuro, / una puerta cerrada con la llave adentro / la basura en la mano.»

A veces es así el viaje de la vida: nos hemos pasado la tarde nadando en la piscina, pero cuando salimos del agua ya no somos los mismos y la función ha terminado.

Hay quienes viajan para no tener que afrontar el paso del tiempo.

Le tienen terror al horario y al minutero. El segundero los pone nerviosos.

Cuando uno viaja el tiempo pasa por nosotros, nos atraviesa y podemos desangrarnos sin dolor en fotos, paseos, recuerdos, visitas, otros rostros y calles que tampoco llevan a ninguna parte.

Porque a veces la sangre y la vida se sienten como un duro examen para el que no hemos podido prepararnos por haber estado viviendo, muchas veces solo durmiendo.

Deberían prohibir los exámenes, pensamos, sin tener en cuenta que cuando nos gusta y dominamos algo, quisiéramos que la vida fuera solo un continuo examen para poder lucirnos en ello.

Por lo menos los libros tienen su propia vida asegurada.

Ellos parecen seguir su desarrollo, embrionar, fraguarse, madurar, como si sus autores tuvieran la prerrogativa secreta de volver a ellos y encerrarse a mejorarlos continuamente.

Me ha sucedido que he leído un libro y solo un par de horas después el efecto ya no era el mismo.

Obviamente, yo cambié, puesto que las palabras seguían siendo las mismas.

¿Pero cambié tanto en solo un par de horas?

Los libros nos alteran, nos acrecen, nos impulsan, nos obligan a pensar.

La magia es que lo hacen sin moverse una coma de su sitio.

Leyendo lo mismo, encontramos otras cosas.

Los mejores libros son aquellos que nos permiten esa magia en cada una de sus líneas.

Por eso, en realidad, a cualquiera debería bastarle un corto pero buen contingente de libros.

Cien. Doscientos. Quinientos podría ser el límite.

Diez, sería mejor:

Porque entonces tendríamos que definirnos de raíz, como cuando nos anuncian que nos queda un determinado tiempo de vida y tenemos que fijar, por fin, nuestras prioridades absolutas.

En verdad, deberíamos aprovechar cada día para hacer un recuento de nuestras debilidades y errores, como en el Kintsugi: el arte de japonés basado en la filosofía de que las roturas y reparaciones forman parte de la historia de un objeto y no deben ocultarse.

En vez de ocultar nuestras derrotas, deberíamos tenerlas siempre presentes y lucirlas con orgullo.

Aunque solo sea porque las hemos sobrevivido y nos han permitido transformarnos.

HjV 07.03.2016