Tuve que caminar casi dos kilómetros (muchos más de los ‘cincuenta metros’ que había creído entender; tal vez eran quinientos), aunque solo para comprobar que en el lugar indicado no había lo que buscaba.
No me quejé por la vana caminata.
A diferencia de lo que sucede en la vida, donde algunos experimentos fallidos pueden significarnos años, décadas o, incluso, todo el resto de nuestra existencia, mi caminata extra solo me significó unos sesenta minutos del resto de mi día.
Para regresar escogí otra ruta. Y terminé desembocando en una especie de parque abierto, en lo alto de una gran explanada frente al Atlántico.
Era inmenso, como esos terrenos que, en muchas ciudades, permanecen baldíos durante años como una gran herida de guerra que nadie se atreve a tocar.
Un área abierta, sin siquiera un monumento, de esos que aún ni mirándolos con mucha imaginación se puede saber qué quiso expresar el artista.
Vi que al fondo, al final del amplio terreno, había una inmensa carpa blanca.
Allí, en medio de ese tierra de nadie, con el Atlántico rugiendo más abajo, a alguien se le había ocurrido levantar una inmensa carpa, como una estación de la Cruz Roja en pleno desierto.
Quise saber qué contenía, cuál era su función, su sentido. Para qué estaba allí.
Tuve que dar toda una vuelta rodeando una serie de jardines mal planeados y peor conservados.
Hasta que llegué a la parte anterior de la carpa y vi que había un pequeño letrero sobre la entrada:
Feria del Libro
Me asomé, realmente asombrado, pues soy un fanático de los libros.
No había nadie dentro.
Solo un joven con aspecto de estudiante universitario, que debía hacer de vigilante y cobrador a la vez, sentado, manoseando su fono.
Y miles y miles de libros repartidos sin ton ni son sobre una veintena de mesas distribuidas a la mala:
Saramago junto Cristiano Ronaldo, Stephen King sobre Borges, Dan Brown inmediatamente detrás de Gabo, Bradbury entre libros sobre el tarot; preguntándome, ya que una biblioteca es el paraíso para muchos, ¿sería una librería un exclusivo prostíbulo?
Así será el futuro, pensé:
Un montón de tesoros que antes muchos llegaban a hurtar debajo de la camisa para alimentar su alma y que ahora nadie se acerca a oler siquiera.
Un joven más interesado en su fono que en los frutos del paraíso.
Todos los géneros y autores entreverados y revueltos.
Apretujados. Como en una barcaza de refugiados sobre el Atlántico.
Nadie entra. Ni siquiera a robar un libro, pienso.
En eso, una silueta se recorta en la entrada.
Parece un espejismo en plena tarde canicular, porque el calor y la humedad han empezado a arreciar notablemente y todo parece flotar.
Es una joven que sonríe, como solo pueden hacerlo quienes se saben bellos y están acostumbrados a su llave mágica.
Me alegro de esta imprevista y rara conjunción de cultura y belleza física.
Un bello rostro. Frente al más bello de un buen libro.
La chica empieza a hablarle al vigilante. Lo hace en portugués y primero no entiendo.
–Posso usar a casa de banho, por favor? -le pregunta con el infantil mohín de una vejiga en aprietos.
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HjorgeV 10-08-2015