ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (IX)

Lo dijo el genial Albert Bartlett (Shangai, 1923 – Boulder, Colorado, 2013), físico de profesión: el mayor defecto humano es la incapacidad para entender las funciones exponenciales.

Imaginemos dos personas. Y que cada una avanzará 30 pasos.

La primera dará pasos normales.

En el caso de la segunda, la distancia alcanzada tras cada paso se duplicará cada vez.

¿Cuánto avanzarán las dos personas al final de la treintena de pasos?

*

Los seres humanos no solemos entender (ni esforzarnos por entender) los sistemas y problemas demasiado complejos.

(Si a eso sumamos nuestro irrefrenable impulso por las soluciones simples y las respuestas simplistas, ya tenemos la fórmula que está acabando con el planeta.)

Curiosamente, a veces en el desorden, en el caos, se encuentra el sentido de las cosas.

El amor no suele llegar cuando se lo está buscando.

Es más bien al revés.

Pero, ¿cómo dejar de buscar lo que se anhela?

(La segunda persona habrá dado 30 veces la vuelta a la Tierra tras sus 30 pasos.)

*

La tarde de la mañana que decidí romper el cordón umbilical que me ataba a la pareja franco-chilena que me hospedaba, me topé con L. en el Beaubourg, quien enseguida me presentó a R., una rubia parisina de melancólicos ojos claros y cabello ondulado.

Como si fuera la cosa más común del mundo, L. le pidió a R. que me alojara en su studio, un departamentito de la Rue de Temple, muy cerca de la Plaza de la República, donde R. me acogió enseguida.

Incapaz de salir de mi asombro, aún turbado, después de que R. me indicara dónde iba a dormir, le dije abiertamente, en una mezcla de castellano con inglés y el poco francés que había aprendido, que tenía una especie de novia, Francine.

Y le pregunté si le molestaría que me visitara alguna vez.

Non, pas du tout -me respondió con su habitual sonrisa de ángel custodio.

*

Así fue como empecé a visitar el Beaubourg, el Centro Pompidou, en las dos largas pausas que hacía el grupo para el que había empezado a tocar.

L. había cumplido la otra parte de su promesa y enseguida me había contactado con una banda que buscaba un músico multiinstrumentista y cantante.

Esa fue mi suerte.

Lo malo era que apenas recibía al final de la jornada una propina: un exiguo porcentaje de la suma que ganaban vendiendo sus cedés.

*

Pero a mí me bastaba y hasta, tal vez, me sobraba.

Estaba en París y eso era impagable: la ciudad donde había vivido y escrito Cortázar, en la que había muerto Vallejo cumpliendo su autoprofecía:

Moriré en París con aguacero,

un día del cual tengo ya el recuerdo.

*

Yo soñaba con París desde que había leído La tía Julia y el escribidor.

Escribir en una buhardilla parisina. Ese era mi sueño lunar.

Ajeno al mundo y a todo.

Por ignorar, ignoraba que Mario Vargas había tenido la absoluta convicción de que solo viviendo en París podría convertirse en escritor.

También desconocía que Henry Miller, cuyo Trópico de Cáncer no había llegado a leer antes de mi partida, había tenido su particular aventura parisina.

Ángel custodio incluido.

*

Empecé a moverme dentro del triángulo que forman la plaza de la República, el Louvre y la Plaza de la Bastilla.

La hipotenusa era el Sena, con la imponente Notre Dame al otro lado (la Rive Gauche, el margen izquierdo que yo apenas pisaba), y, sobre uno de los catetos, se hallaba el Museo Nacional Picasso.

En los casi cinco meses que estuve en la Ciudad Luz, salvo por las interrupciones de un par de semanas debidas a los viajes con el grupo, nunca visité el Louvre, ni Notre Dame ni la Torre Eiffel (el apellido del constructor proviene del nombre de una región volcánica y boscosa, ubicada en el Land donde domicilio ahora).

Vivía del aire, de la propina que recibía del grupo, de mis nostálgicos paseos y de mis visitas al Beaubourg.

De no haberme prendado tan pronto del Centro Pompidou, no habría encontrado a L. y tampoco a Babsy.

*

Vivía del aire y en el aire (hasta que regresaba al studio de R. por la noche) con los quince o veinte euros al día que me daba el grupo.

Iba al Beaubourg por su biblioteca y porque en su plataforma delantera podía pasarme largas horas contemplando el pasar de la gente y las actuaciones de los diferentes artistas que por ahí recalaban.

Por no saber adonde dirigirme, fui al Beaubourg la tarde que decidí cortar el cordón umbilical que me unía a la pareja franco-chilena donde estaba alojado. Y así me topé con L., quien me presentó a R.

De no haber sido por él, y por ella, ¿adónde habría ido a parar?

Esa experiencia me enseñó algo: a no tomarme demasiado en serio la suerte, mala o buena.

*

Yo era una especie de último eslabón de la cadena, y el penúltimo (la pareja franco-chilena) acababa de anunciarme que me había convertido en un ser prescindible.

Antes de que me lo dijeran explícitamente, me despedí.

Ni siquiera había pensado que Francine podría ayudarme, pues, ya desde un comienzo ella había marcado las condiciones de nuestra relación: ella sería la que me llamaría o buscaría. Yo me limitaría a esperar.

¿Era casada? ¿No vivía en París?

Nunca me atreví a cuestionar esa pauta ni a hacerle preguntas sobre su «otra» vida. Yo venía del Perú, de una época bastante dura en la que nadie preguntaba nada o muy poco, por simple cortesía, discreción o sentido común.

(Todo un contraste con lo que después me encontraría en Alemania y que aún me sigue asombrando, pues, a pesar de creerse muy discretos, mis convivientes se interesan muy pronto por el estado de tu cuenta bancaria, por ejemplo.)

*

Alguien me dijo, o lo leí, que siempre eran las mujeres las que decidían el inicio de una relación.

Todos tenemos por lo menos un McGuffin y, a veces, varios Godots. Muchas veces se confunden parcialmente ambos: pues alguien puede creer, como los cristianos, en una existencia posterior a la muerte y, mientras tanto, procurar llegar a director o gerente, o, simplemente, ocuparse en mantener a su familia.

Siguiendo la definición de Hitchcock, en una película un McGuffin puede ser un maletín, un documento, una carta, una joya, una promesa, un artefacto extraño. El santo Grial, por ejemplo.

Caminando por París, una ciudad de la que desconocía su idioma, de golpe, sin advertencias ni airbag, de repente me di cuenta de que no tenía ningún McGuffin ni esperaba a Godot.

Mi vacío era múltiple y escabroso, pero por lo menos tenía dónde dormir, suficiente dinero para comer y una biblioteca inmensa a mi disposición.

En ese interludio, una tarde inesperada, un ramo de flores me salvó.

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HjorgeV 26-10-2018

«ESTA MAÑANA QUE NO TERMINA DE BACAR»

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Salgo flotando de puntillas de mi sueño,

desmarañando los flecos del amanecer

que se entremezclan con los de mi mundo

subconsciente: un ladrón que no sabe

qué hurtar a escondidas de su propio hogar.

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En ese espacio flotante, deudor de vida y

consciencia, de muerte y nada absoluta,

me desplazo con la ligereza de un dios

que huye hacia la eternidad de tu mirada.

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Nada ha cambiado en el mundo de fuera:

las luchas siguen siendo las mismas, el

olor de la derrota y el desgano permanecen:

más allá, lejos de ese otro fragor de victorias

encadenadas, amanece, que no es poco.

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Alguna vez vendrán y se llevarán todas estas

reliquias: invasores concentrados en el diseño

de sus futuros museos, leyes y detritus.

Recogerán todo lo que aún flota en el aire y

no ha sido absorbido por las conciencias severas.

El oro volverá a hacer oro. O sea, nada.

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Perseverarán estos recuerdos infames. Tu forma de darle

consistencia a mis días. La pureza de tu resplandor

cuando hablabas de cambiar el mundo.

Vendrán y el universo callará, ahíto de respeto.

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No será más mía esta mañana que no termina

de bacar, este despertar alucinado estirando 

inútilmente un brazo hacia el espacio que ya no ocupas.

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HjorgeV 17-10-2010

ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (VIII)

Leo en Sapiens. De animales a dioses, la genial obra del historiador Yuval Noah Harari (Kiryat Atta, Israel, 1976), que en la Europa medioeval la nobleza creía a la vez en el cristianismo y en la caballería.

Por la mañana el noble asistía a la iglesia para escuchar al sacerdote predicar que las riquezas, la lujuria y el honor eran tentaciones peligrosas, y que debían ser humildes como Jesucristo, evitar la violencia y ofrecer la otra mejilla en caso necesario.

Por la tarde el noble vestía sus mejores vestidos y más tarde se iba a un banquete, en el que corría el vino, chistes lujuriosos y se intercambiaban sangrientos relatos bélicos.

Las Cruzadas les permitieron a estos nobles aliviar esta contradicción, aunando bravura militar y devoción religiosa en una sola empresa.

*

Las activistas de FEMEN utilizan sus cuerpos (parcialmente desnudos) como medio de protesta, pues es un método mediáticamente efectivo.

El segundo mayor estado capitalista del mundo es -oficialmente- comunista.

Parece ser que el mayor porcentaje (conocido) de pederastas organizados se encuentra en el seno de la iglesia católica, que considera a la bondad, el respeto y la castidad virtudes elementales.

El activismo antiglobalización se vale de las herramientas de la globalización para lanzar un mensaje global.

Asesinos y criminales suelen llevar una cruz en el pecho.

Los mismos que consideran repugnante que ciertas mujeres se cubran el rostro debido a sus creencias religiosas, no permitirían que sus esposas e hijas salgan desnudas a la calle.

Nacionalistas que son hinchas del Barcelona: acaso el equipo más global dentro del deporte más global de todos.

Una economía de mercado que salva a los más ricos entre los ricos (los bancos) con el dinero de los demás (quienes, de paso, ni se quejan.)

Curas que se explayan sobre matrimonio y sexo.

Los más pobres del planeta son los más solidarios. Y al revés.

Más terrorismo (de Estado) para ‘acabar’ con el terrorismo.

Gente que encuentra un sentido a su vida acabando con ella.

*

¿Vivimos para contradecirnos, anhelando/buscando siempre más contradicciones?

¿O, por el contrario, son las contradicciones las que nos permiten vivir, darle sentido a nuestra vida, aunque solo sea para comprobar que respiramos y podemos pensar?

En todo caso, ¿cuál es la ventaja que nos proporcionan esas contradicciones?

¿O no funcionamos guiándonos entre lo que nos da ventaja y lo que nos estorba, molesta o impide avanzar?

¿Deseamos avanzar continuamente? ¿Buscamos siempre ventajas para conseguirlo? 

¿Fuma el fumador (aparte de su lucha perdida contra una potentísima droga) porque el placer es mayor (más ventajoso) que el cáncer que podría acabar con su adicción (tras acabar con él)?

¿Y, si ese cáncer acorta el periodo placentero posible, qué sentido tiene seguir fumando?

Digo tabaco.

Podría decir amor, dinero, escala social, fama, angurria, poder.

Simple deseo de protección. Supervivencia. Cualquier relación humana.

*

De modo que ahí voy, camino al Centro Pompidou, mi magnífico Beaubourg, desplazándome por las calles de París como un imbécil: un fantasma que ignora que se acerca a su fin en una agradable tarde de verano.

(O tal vez ya lo sabe y por eso se muestra indolente, pues, ¿qué más da?)

Hasta aquí he llegado.

Caminos, rutas, tiempo, espacio y travesías para llegar a un simple callejón sin salida.

Haber estudiado Física y Matemáticas no me ha servido para calcular ni prevenir siquiera los riesgos más mínimos y obvios de mi aventura sideral.

(Los viajes de los mileniales de hoy son otra cosa y, en más de un sentido, superseguros:

Con sus fonos pueden hacer y prever contactos, posibilidades y ofertas; estudiar mapas y rutas; y, en caso de peligro o angustia económica, recurrir a los amigos o wasapear gratuitamente a mamá.

De no haber encontrado un sofá prestado antes, se entiende.)

*

¿Qué me había imaginado? ¿Que París me abriría sus puertas y que superaría cualquier escollo por grande que fuera?

Mucho antes de subir al bolbaguen de Carloncho que me llevaría a la estación espacial llamada aeropuerto Jorge Chávez para abandonar mi particular planeta llamado Lima, había preguntado y recolectado experiencias, anécdotas e historias sobre gente que había pasado por Europa.

Así me había hecho con una lista de direcciones, números telefónicos, datos e informaciones adicionales relevantes.

Me había entrevistado con una serie de compatriotas que habían recorrido Alemania, Francia, Suecia y Dinamarca. La mayoría de ellos, músicos.

Mi estadía en Mannheim, gracias a una beca dos años atrás, me había permitido orientarme en el mundo de los músicos transhumantes, pues había llevado conmigo mis instrumentos.

Me creía preparado.

*

¿Cómo, si apenas llevaba dinero encima y no sabía cómo ganar uno nuevo?

¿Qué diablos me había imaginado?

¿Buscaba un nuevo mundo? ¿O era, más bien, laxa, irresponsable curiosidad lo mío?

¿Por qué, en todo caso, abandoné mi refugio temporal, pero seguro, solo porque mis anfitriones me habían llamado la atención por dos faltas triviales, menores?

¿Puede el orgullo matar a una persona?

¿Ponerla en peligro gratuitamente?

*

¿Existe el destino, vale decir, está todo, de alguna forma, determinado, escrito previsto, y nuestra única labor en el universo es comprobarlo, testificarlo?

Mucha gente piensa así.

Ahí está el momento cuando veo salir de una estación del Metro a mi excompañero U., justo cuando no sé qué hacer ni a quién acudir. ¿No es eso destino, suerte, casualidad?

¿Por qué dejé pasar esa oportunidad?

¿Por vergüenza?

*

Todo creyente cree en un destino predeterminado, pues, de no hacerlo, negaría a su propio dios:

Este solo podría ser omnipotente, omnisciente y omnipresente en un escenario fijo, predecible.

No en uno caótico y azaroso, donde nada es lo que parece y todo está mutando continuamente.

*

Un dios no podría ser omnipresente, si no supiera cómo y cuál es el espacio a ocupar y en el que moverse. (Teóricamente, todo el universo.)

Vale decir, debe conocer tanto el espacio presente como el futuro.

Un dios no podría ser omnisciente, si el caos y el azar lo sorprendieran a cada momento.

Debe conocer cada acción y movimiento futuro, por venir.

Un dios no podría ser omnipotente, si no pudiera por lo menos conocer a lo que se va a enfrentar.

Debe conocer a sus futuros enemigos, oponentes, retos, tareas o complicaciones.

Saber lo que se viene.

Como sabe o conoce ese futuro, entonces ese porvenir ya existe (por lo menos en su conocimiento).

*

Personalmente, prefiero imaginarme el mundo como una misión mal explicada a un puñado de incapaces, del que formo parte, y en el que el verdadero dios de todas las cosas es el azar.

Es lo que me permite avanzar con más tranquilidad en la oscuridad de mis pasos, aceptando mi papel de simple gusarapo en la sopa universal, consciente de que cada nueva respiración es una suerte:

El abrevaje que me permitirá afrontar esta extraña y cortísima aventura llamada vida.

*

L. (o sea el azar) me salvó la vida esa tarde parisina.

Por lo menos esta vida, desde la que escribo estas líneas.

Cuando aposté con mis hijos en mi última visita a París, a que la primera persona a la que le preguntara por L., sabría darme razón sobre su paradero, lo hice porque ya me había imaginado que L. no solo había obrado así conmigo.

Hay personas así.

Verdaderos ángeles de la guarda, atentos a caídas ajenas.

Incluso en pleno Atlántico.

*

-¿Qué haces? -me preguntó entusiasmado L. esa tarde de junio, en una pausa del concierto de su grupo sobre la explanada del Pompidou.

-Buscándomelas -respondí-. Acabo de llegar de Lima.

-¿Y cómo te va?

-Prefiero no responder -dije, tratando de mantenerme ecuánime.

-Ah, no tienes grupo. -Sonrió él.

Preferí no comentarlo.

-Pero, ¿tienes dónde vivir? -insistió.

-Prefiero no responder -repetí.

-¿Tienes suficiente guita?

Traté de armar una forma de sonrisa, pero debió salirme la más idiota que tenía.

-Chóper, hermano -me dijo L., posando sus manos sobre mis hombros-. Tú no te preocupes. Desde mañana vas a tener donde vivir y un grupo con el que trabajar. ¿De acuerdo?

Solo pude asentir en silencio.

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HjorgeV 11-10-2018

ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (VII)

¿Qué me llevó esa lejana mañana de junio parisina a abandonar el departamento de la pareja que me alojaba, a pesar de no tener adonde ir y encontrarme en un país extranjero en el que no conocía a nadie, sin boleto de regreso y apenas dinero en los bolsillos?

¿Qué me llevó a lanzarme al vacío?

¿Estupidez supina? ¿Orgullo desmedido? ¿Cierta autoconfianza? ¿Desconcierto absoluto?

¿Una mezcla de los cuatro?

¿Haber conocido a Francine?

*

De ella ya sabía que secreteaba nuestros encuentros: yo no la podía llamar y siempre tenía que esperar su llamada, por lo que suponía que estaba casada o comprometida con otro hombre.

(Tal vez con una mujer. Quién lo sabe. Me ha sucedido al revés: que una chica terminara dejándome por otra.)

Cuando Francine me llamaba, lo hacía solo para mencionarme el nombre y la dirección de un hotel en el que había reservado una habitación, además de la hora del encuentro.

*

Nos amábamos luego en silencio, atravesando, desdoblando, mezclando los diversos planos y recovecos de nuestros propios espacios personales como guiados por un efectivo alucinógeno.

Tenía una figura de envidia y sus lentos, pero plásticos movimientos la remarcaban aún más. No me abrazaba: me abrasaba con sus brazos y el resto de su cuerpo, transportándome a un estado de perfecta flotación.

Solo desentonaban -por decirlo de algún modo- una pizca lejana sus turgentes, enormes y bien formados pechos, pero sobre todo debido al fuerte contraste con la gracilidad de su silueta. De haber sido un fetichista mamario, me habría creído en el paraíso.

Por lo demás, Francine era una droga holística, potente y silenciosa.

*

Después del amor, me conducía, a modo de un amante ciego, a un restaurante, en el que también había reservado previamente una mesa.

¿De qué hablabámos si ella no hablaba mi lengua ni el inglés y yo tampoco la suya?

Me enseñó un par de frases en su idioma con las que podía preguntarle por todo: ¿Cómo se llama esto? ¿Qué significa estotro? Comment s’appelle ça…? Qu’est-ce que ça veut dire…? 

Con Francine aprendí el primer francés que aún puedo usar, mientras paseábamos con nuestros pies flotando a pocos centímetros de las aceras y calles parisinas.

El mundo era nuestro entonces por un par de horas: un simple escenario de nuestra locura y éxtasis temporal.

*

De modo que no contaba con ella en mi catapulta al vacío. De hecho, como había abandonado mi refugio, ella ya no podría llamarme a la casa de la pareja franco-chilena.

Por otra parte, yo ya había quemado mis dos grandes naves:

La posibilidad de que el primo de Carloncho me alojara por unos días (pues no había pasado de compartir un simple café en un establecimiento de lujo).

La otra nave era W., el músico que llevaba muchos años en París y que, cuando lo conocí en Lima, me había animado a saltar el Charco.

*

¿Qué me quedaba? Solo un par de contactos más, cuyos números telefónicos enseguida marqué en una cabina, pero sin ningún resultado.

Empezaba a sentirme de humo y sufrir el vértigo del inminente abismo.

Sin saber qué hacer, me dirigí al Pompidou: un fantasma que ignoraba su condición.

Mi salvación momentánea era que aún tenía un problema por resolver, lo que me permitía aferrarme al mundo real.

*

Sucedía que por ese entonces los precios de los vuelos Lima-París eran mucho más baratos comprados en París, así que Carloncho me había dado el dinero para que le comprara su boleto y se lo enviara luego por correo.

Por desgracia, justo por esos días los precios se emparejaron y yo ahora tenía que devolverle su dinero, pero no sabía cómo, pues no hablaba francés y los franceses eludían hablar otros idiomas.

(Esto último ha cambiado por completo. No hace mucho hice la prueba de hablar en castellano y siempre pude encontrar a alguien que lo hablara en la Ciudad Luz.)

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¿Qué hacer?

El puñado de hispanohablantes a los que me atrevía a consultar, no supieron responder mi pregunta, más allá de una mirada perdida, mezcla de dolor y locura.

Uno me habló de un bosque en el que solía acampar gente que, como yo, no tenía dónde ir.

Otro me mencionó la posibilidad de recoger botellas y venderlas para poder pagarme una habitación.

Asqueado y espantado, llegué a pensar en arrojarme a las vías del tren.

*

Entonces, como por arte de magia, vi en pleno centro de París a U., un excompañero de colegio con el que me había llevado bastante bien.

Sin embargo, en vez de correr a su encuentro para saludarlo y preguntarle si podría brindarme alojamiento por una noche, mi reacción fue esconderme.

Obviamente, la cabeza no me funcionaba bien.

Y, mientras me alejaba de U., volví a pensar en las vías del tren como solución.

El mundo había empezado a oscurecerse y cerrarse como el cielo encapotado que preludia una tormenta.

*

En mi última visita a París les hice a mis hijos una apuesta.

Que me bastaría preguntar en la calle a una sola persona para dar con el paradero de L.

París es una ciudad de varios millones de habitantes, ¿cuál era entonces la probabilidad de que la primera persona a la que le preguntara en la calle por L., lo supiera? Con mala suerte, escogía a alguien que ni siquiera vivía en París. 

-Suele parar en un bar que está en la calle tal -fue la respuesta de la persona que elegí.

*

Encontré a L., precisamente, al final de esa tarde de vías de trenes y oscuridad mental.

Tocaba con su grupo en la explanada del Beaubourg. Apenas lo reconocí, me mezclé discretamente entre el público que los rodeaba.

Lo conocía de Lima, donde habíamos coincidido en varias actividades culturales y conciertos de la San Marcos.

Cuando terminaron de tocar, me señaló lanzando un grito de júbilo:

-¡Chóper! ¡¿Qué haces por acanga, hermano?!

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HjorgeV 09-10-2018