Lo dijo el genial Albert Bartlett (Shangai, 1923 – Boulder, Colorado, 2013), físico de profesión: el mayor defecto humano es la incapacidad para entender las funciones exponenciales.
Imaginemos dos personas. Y que cada una avanzará 30 pasos.
La primera dará pasos normales.
En el caso de la segunda, la distancia alcanzada tras cada paso se duplicará cada vez.
¿Cuánto avanzarán las dos personas al final de la treintena de pasos?
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Los seres humanos no solemos entender (ni esforzarnos por entender) los sistemas y problemas demasiado complejos.
(Si a eso sumamos nuestro irrefrenable impulso por las soluciones simples y las respuestas simplistas, ya tenemos la fórmula que está acabando con el planeta.)
Curiosamente, a veces en el desorden, en el caos, se encuentra el sentido de las cosas.
El amor no suele llegar cuando se lo está buscando.
Es más bien al revés.
Pero, ¿cómo dejar de buscar lo que se anhela?
(La segunda persona habrá dado 30 veces la vuelta a la Tierra tras sus 30 pasos.)
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La tarde de la mañana que decidí romper el cordón umbilical que me ataba a la pareja franco-chilena que me hospedaba, me topé con L. en el Beaubourg, quien enseguida me presentó a R., una rubia parisina de melancólicos ojos claros y cabello ondulado.
Como si fuera la cosa más común del mundo, L. le pidió a R. que me alojara en su studio, un departamentito de la Rue de Temple, muy cerca de la Plaza de la República, donde R. me acogió enseguida.
Incapaz de salir de mi asombro, aún turbado, después de que R. me indicara dónde iba a dormir, le dije abiertamente, en una mezcla de castellano con inglés y el poco francés que había aprendido, que tenía una especie de novia, Francine.
Y le pregunté si le molestaría que me visitara alguna vez.
–Non, pas du tout -me respondió con su habitual sonrisa de ángel custodio.
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Así fue como empecé a visitar el Beaubourg, el Centro Pompidou, en las dos largas pausas que hacía el grupo para el que había empezado a tocar.
L. había cumplido la otra parte de su promesa y enseguida me había contactado con una banda que buscaba un músico multiinstrumentista y cantante.
Esa fue mi suerte.
Lo malo era que apenas recibía al final de la jornada una propina: un exiguo porcentaje de la suma que ganaban vendiendo sus cedés.
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Pero a mí me bastaba y hasta, tal vez, me sobraba.
Estaba en París y eso era impagable: la ciudad donde había vivido y escrito Cortázar, en la que había muerto Vallejo cumpliendo su autoprofecía:
Moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
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Yo soñaba con París desde que había leído La tía Julia y el escribidor.
Escribir en una buhardilla parisina. Ese era mi sueño lunar.
Ajeno al mundo y a todo.
Por ignorar, ignoraba que Mario Vargas había tenido la absoluta convicción de que solo viviendo en París podría convertirse en escritor.
También desconocía que Henry Miller, cuyo Trópico de Cáncer no había llegado a leer antes de mi partida, había tenido su particular aventura parisina.
Ángel custodio incluido.
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Empecé a moverme dentro del triángulo que forman la plaza de la República, el Louvre y la Plaza de la Bastilla.
La hipotenusa era el Sena, con la imponente Notre Dame al otro lado (la Rive Gauche, el margen izquierdo que yo apenas pisaba), y, sobre uno de los catetos, se hallaba el Museo Nacional Picasso.
En los casi cinco meses que estuve en la Ciudad Luz, salvo por las interrupciones de un par de semanas debidas a los viajes con el grupo, nunca visité el Louvre, ni Notre Dame ni la Torre Eiffel (el apellido del constructor proviene del nombre de una región volcánica y boscosa, ubicada en el Land donde domicilio ahora).
Vivía del aire, de la propina que recibía del grupo, de mis nostálgicos paseos y de mis visitas al Beaubourg.
De no haberme prendado tan pronto del Centro Pompidou, no habría encontrado a L. y tampoco a Babsy.
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Vivía del aire y en el aire (hasta que regresaba al studio de R. por la noche) con los quince o veinte euros al día que me daba el grupo.
Iba al Beaubourg por su biblioteca y porque en su plataforma delantera podía pasarme largas horas contemplando el pasar de la gente y las actuaciones de los diferentes artistas que por ahí recalaban.
Por no saber adonde dirigirme, fui al Beaubourg la tarde que decidí cortar el cordón umbilical que me unía a la pareja franco-chilena donde estaba alojado. Y así me topé con L., quien me presentó a R.
De no haber sido por él, y por ella, ¿adónde habría ido a parar?
Esa experiencia me enseñó algo: a no tomarme demasiado en serio la suerte, mala o buena.
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Yo era una especie de último eslabón de la cadena, y el penúltimo (la pareja franco-chilena) acababa de anunciarme que me había convertido en un ser prescindible.
Antes de que me lo dijeran explícitamente, me despedí.
Ni siquiera había pensado que Francine podría ayudarme, pues, ya desde un comienzo ella había marcado las condiciones de nuestra relación: ella sería la que me llamaría o buscaría. Yo me limitaría a esperar.
¿Era casada? ¿No vivía en París?
Nunca me atreví a cuestionar esa pauta ni a hacerle preguntas sobre su «otra» vida. Yo venía del Perú, de una época bastante dura en la que nadie preguntaba nada o muy poco, por simple cortesía, discreción o sentido común.
(Todo un contraste con lo que después me encontraría en Alemania y que aún me sigue asombrando, pues, a pesar de creerse muy discretos, mis convivientes se interesan muy pronto por el estado de tu cuenta bancaria, por ejemplo.)
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Alguien me dijo, o lo leí, que siempre eran las mujeres las que decidían el inicio de una relación.
Todos tenemos por lo menos un McGuffin y, a veces, varios Godots. Muchas veces se confunden parcialmente ambos: pues alguien puede creer, como los cristianos, en una existencia posterior a la muerte y, mientras tanto, procurar llegar a director o gerente, o, simplemente, ocuparse en mantener a su familia.
Siguiendo la definición de Hitchcock, en una película un McGuffin puede ser un maletín, un documento, una carta, una joya, una promesa, un artefacto extraño. El santo Grial, por ejemplo.
Caminando por París, una ciudad de la que desconocía su idioma, de golpe, sin advertencias ni airbag, de repente me di cuenta de que no tenía ningún McGuffin ni esperaba a Godot.
Mi vacío era múltiple y escabroso, pero por lo menos tenía dónde dormir, suficiente dinero para comer y una biblioteca inmensa a mi disposición.
En ese interludio, una tarde inesperada, un ramo de flores me salvó.
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HjorgeV 26-10-2018