El día que Carlitos Somocurcio recibió la receta, se preguntó no sólo cómo diablos había hecho para llegar hasta ese punto, sino también si sabía verdaderamente a lo que se había metido, la vez que había aceptado esa invitación al cine de Magda y que ahora estaba a punto de cambiarle la vida.
-Creo que es un crimen que una de las decisiones más importantes en la vida de una persona, tenga que hacerse en un momento en que se está enfermo de la cabeza-, le había dicho alguna vez a su mejor amigo del Instituto, Andreas Goldmann, en la cafetería, sin tener tiempo a explicarle que simplemente había parafraseado un pensamiento de G. B. Shaw.
Su amigo había empezado a reír de una manera tan insólita para el Instituto de Investigaciones Matemáticas que a Carlitos Somocurcio no le había quedado otra alternativa que alejarse del lugar, medio avergonzado.
¿Quería a Magda?
Sí, estaba seguro que la amaba. Pero para él, amar a alguien pasaba primero por amarse a sí mismo. (Se había ocupado penosamente del tema, como si se tratara de un asunto filosófico urgente y había sacado sus propias conclusiones.) Y dentro de esos sentimientos no estaba la obligación de tener que amar a sus futuros suegros. Por lo menos no, necesariamente, solo por el hecho de amar a su futura esposa.
Somocurcio era un hombre práctico.
Cuando le llegó el anuncio -hacía ocho años ya- de que se había ganado la beca para hacer su doctorado en Alemania, no se lo pensó dos veces. No hablaba el alemán, pero se convenció de que para su carrera, el conocimiento del idioma era algo completamente secundario.
Cuando, años más tarde, se le presentó la oportunidad de convertirse en el primer profesor extranjero del Instituto, tampoco se lo pensó dos veces. Era el que más trabajaba, el que más tiempo pasaba allí. La propuesta no se debía solo a sus cualidades. Se trataba de darle una carta de reconocimiento a su esfuerzo.
A Somocurcio le gustaba cocinar. Eso afirmaban sus colegas. «Lo hace con acribia», decían. No era cierto.
Se había visto obligado a aprender un par de mañas con tal de no morirse de hambre. Si algo no soportaba de Alemania, eso era la comida. Con su sentido práctico, aprendió un par de platos, rogándole a su tía Lucila que le enviara recetas que él recordaba de su niñez.
Como a todo, o a casi todo en la vida, a las recetas siempre les faltaba algo.
No sabía cómo lo hacía, pero su tía siempre se olvidaba de algún detalle. A veces se trataba de uno sin importancia ni gravitación. Pero, en su absoluta ignorancia gastronómica, eso no lo podía saber él de antemano. El teléfono. Si no hubiera sido por el teléfono, Somocurcio se habría muerto de hambre en Alemania. Ah, el teléfono. Su punto de contacto con su pasado. O tal vez se habría muerto de pobreza, pensaba, invirtiendo el poco dinero que ganaba al comienzo, en visitas a los restaurantes en los que él confiaba.
Lo que nadie sabía, ni siquiera sus colegas del Instituto que tanto lo apreciaban, es que Carlitos Somocurcio sin receta en la mano, no sabía hacer absolutamente nada en la cocina.
Ningún platillo simplificado. Ningún intento de algo semejante.
Podía hacer lo que estaba escrito o nada. Así de sencillo. Por eso, sus recetas, las había ido enriqueciendo con sus propias experiencias, las que iba anotando acompañando a la receta original. Tenía sólo siete recetas favoritas en total, pero lo acumulado formaba ya un grueso volumen.
Esto lo sabía Magda.
-Esta receta te hará inmortal –le aseguraron los amigos húngaros de su novia un día, sorprendiéndolo.
Los padres de Magda habían querido conocer, mucho antes del matrimonio, a la persona con la cual su hija. Nadie lo había dicho, pero estaba claro que deseaban dar su visto bueno a la unión. Somocurcio, con su sentido práctico, lo había comprendido y no le había hecho ningún comentario a Magda.
-Esta receta te asegurará el futuro. Basta que la sigas tal como es –le habían seguido asegurando los amigos húngaros de Magda- y tendrás tu futuro asegurado. No te imaginas la alegría que les vas a dar a sus padres cuando lleguen desde Budapest y un latino los reciba en su casa con la receta original de un Gulasch húngaro.
Les había querido decir que la receta tendría que estar perfectamente detallada, pero ellos se adelantaron.
-La hemos revisado una y otra vez, Carlitos. Todo está como debe ser. No te preocupes. Esta es la receta que te asegurará el futuro.
Conque la Receta del Futuro, se dijo una y otra vez todos esos días. La Receta del Futuro. ¡Cuánta razón había tenido Shaw al hacer esa aseveración! Que él se encontrara a punto de cometer un acto tan valiente como el de preparar una receta totalmente desconocida por absoluta primera vez y, encima, para agradar a sus futuros suegros, era algo que solo podía darle toda la razón al dramaturgo inglés en sus reflexiones sobre el amor.
Los días previos a la visita de los padres de Magda se le pasaron como en una máquina de aceleración del tiempo. Había querido hacer el intento de probar la receta a modo de entrenamiento, pero había desistido porque –como un gesto de cortesía de los amigos de su novia- todo se lo habían descrito para el número exacto de a la cena de recibimiento de sus futuros suegros.
(El experimento de dividir todos los ingredientes por el número de invitados para poder obtener una nueva receta de acuerdo a un número diferente de invitados ya lo había hecho. Y había resultado un desastre.)
El día esperado se levantó a las seis de la mañana.
Era un sábado. A las ocho ya se encontraba en la puerta del supermercado esperando que abriera sus puertas. Tuvo que esperar hasta las nueve de la mañana, en medio del frío de ese día de noviembre.
La lista había sido confeccionada por alguien que tendría que contratar inmediatamente IKEA, pensó Somocurcio. No había forma de encontrarle un error. El que la había hecho había pensado hasta en las compras, cuando lo normal en las recetas normales de cocina es que el que las hace parte de muchas suposiciones, que no siempre son ciertas.
Compró la cantidad y el tipo de carne especificados. Los pimientos, la cebolla y los tomates frescos. No olvidó los condimentos que no tenía en casa. No podía fallarle nada. Solo le faltaba el tomate en lata, tal como decía en la receta. Leyó con cuidado: “1/2 lata de tomate”. Nunca había comprado nada semejante. ¿Dónde podría encontrarlo? Decidió preguntárselo a una de las empleadas.
-¿Tomate en lata? –dijo la dependienta, como molesta, pero sin mostrarlo demasiado, por la pregunta tan tonta. ¿Cómo era posible que la gente no aprendiera dónde estaban todas las cosas?, parecía querer decir el tono de su voz.
Se dirigió al lugar que le había indicado la mujer.
Había tres tipos diferentes de tomate en lata. Se sintió mareado. Miró su reloj. Las diez de la mañana. Él era un tipo práctico. Y como tal, había calculado su tiempo de tal manera que la tarea principal no se pusiera en riesgo por alguna demora intermedia inesperada. Ahora llevaba dos demoras de estas últimas.
El supermercado había abierto sus puertas una hora más tarde de lo que había pensado y el asunto del tomate en lata le estaba tomando ya demasiado tiempo. Decidió consultar a la empleada.
Cuando se acercó, vio cómo ella recogía del suelo una ruma de cartones vacíos y lo miraba de la forma más torva que había recibido en una tienda. Menos mal que vengo a dejar mi dinero aquí, pensó Somocurcio.
Su naturaleza tímida lo hizo retroceder. Podría preguntárselo a una de las cajeras. Ya eran las diez y cuarto de ese sábado. De su sábado. Del sábado de su futuro. No podía perder más tiempo.
Solo había una cajera disponible en todo el supermercado. Era para no creerlo. Como muchas personas de naturaleza práctica, Carlitos Somocurcio era tacaño. No era un avaro. No era alguien que se desvivía por acumular riquezas o bienes que nunca podría usar o agotar hasta su muerte. No. Era simplemente tacaño. Tuviera diez, mil o un millón en el bolsillo, su sentido práctico lo llevaba siempre a ahorrar o tratar de gastar lo menos posible.
Esta vez tuvo que romper una gran regla en su vida, la de jamás comprar algo que nunca iba a utilizar. ¿Era eso tacañería?
Siempre había envidiado a la gente que le gustaba cocinar y veía que sus alacenas y repisas estaban repletas de una serie de condimentos, polvos, salsas, diferentes tipos de sal y pimienta, de vinagres y de aceite, tantos, que él se siempre terminaba por hacerse la misma pregunta: ¿Llegarán a usar realmente alguna vez todo lo que tienen?
En la caja se le ocurrió preguntar qué podría hacer con las cosas que no llegaría a usar.
-¿Podría devolverlas en caso de no volver a necesitarlas, señorita? –preguntó con mucho cuidado, con ese cuidado que solo tienen y conocen los verdaderamente tacaños y que piensan que nadie lo nota.
-Por supuesto. Solo tiene que acompañar la devolución con el correspondiente boleto de venta. Aquí lo tiene. Consérvelo, por favor.
Así deberían ser todos los empleados de supermercados, restaurantes y aviones, se dijo. La amabilidad y una sonrisa incluidas tácitamente en el precio del servicio o producto a comprar.
Media lata de tomate, se volvió a repetir en el camino a casa. Tenía todo. ¿A qué se refería lo «original» en la receta?, se le ocurrió preguntar por teléfono a uno de los amigos de su novia.
-Todo –le respondió el húngaro.
-Gracias.
-No te preocupes Carlitos. Sabemos bien, disculpa que te lo diga, que no sabes cocinar. Mejor dicho que solo lo puedes hacer guiándote por una receta. Por eso la hemos hecho especialmente para ti. Hemos pensado en todo.
-Lo he comprobado –dijo él, pensando que tendría que pedirle explicaciones a Magda, por pasar una información tan íntima.
¿O su incapacidad culinaria era algo que se podía leer en sus movimientos, su forma de hablar o caminar?, se preguntó. Sonrió. Por primera vez en muchos días, sonrió.
-Eso sí –dijo su interlocutor al teléfono-. Te ruego que no lo vayas a comentar con nadie.
Se despidieron. ¿Comentar qué con nadie?, se preguntó, sin hallar respuesta a su interrogante. ¿Por qué no se lo había preguntado? Decidió concentrarse en la receta.
Media lata de tomate. Súbitamente recordó que también había llamado al amigo de Magda para preguntarle a qué tipo de tomate se refería. Y a qué cantidad, porque los tres tipos comprados venían también en tres tamaños diferentes. ¿Cuál tomar?
Buscaría en la Red. Escribió: Gulasch original húngaro, en castellano. Se asustó al ver el primer resultado de su búsqueda:
1 kg. de carne de buey – 1 kg. de cebollas – 1 kg. de setas –
1 diente de ajo – 1 cucharada de harina – 1 cucharada de pimentón
Una pizca de pimentón picante – 1/2 l. de vino tinto de buena calidad
1/2 l. de caldo de carne – Aceite y sal
¡Todo era tan diferente de su receta! En la suya no aparecían para nada las palabras buey, setas ni harina. Empezó a ponerse nervioso. ¿Cómo podía ser posible que una receta ‘original’ pudiera variar tanto?
Probó con el segundo resultado. Se tranquilizó un poco, pero no mucho, porque ahora las palabras divergentes eran otras: manteca, laurel y crema de leche. Si algo sabía de cocina con absoluta certeza era que el número de hojas de laurel a utilizar nunca era algo gravitante. Se trataba del ingrediente más despreocupado de toda la cocina, por así decirlo. Si solo se tenía una solitaria hoja de laurel, bastaba.
(Este tipo de cosas era lo que más aturdía a Somocurcio, desconocer por qué no ocurría lo mismo con la sal o con la cantidad de aceite, por ejemplo.)
Se le ocurrió llamar a su tía Lucila.
Llevaba meses sin llamarla por algo así. Desde que se había agenciado de siete buenas recetas –había tenido casi todo en cuenta, desde la economía de medios hasta los aspectos nutricionales-, solo la llamaba para saludarla y conversar un poco. Se sentía orgulloso de haberse convertido en uno de sus mejores alumnos. En sus sueños, se imaginaba que llegaba a publicar el grueso cuaderno en que se había convertido su original y tímido libro con siete recetas peruanas para cada día de la semana.
-Hijito –le dijo su tía Lucila-, tú me haces reír siempre con tus cosas de cocina.
-Sabes que ese siempre ha sido mi problema, tía –le replicó-. No haber sabido hacerte reír con otra cosa o tema.
-¡Ya ves! –exclamó su tía, con su voz chillona-. ¡Otra vez me estás haciendo reír con lo que dices!
Lo primero que le dijo su tía fue que no conocía ese plato. Que jamás había escuchado hablar de él.
-Debe ser como un guiso de carne, hijito –le dijo, después de pedirle que le leyera la receta-. La pasta de tomate es muy fuerte. Te recomiendo usar los tomates pelados en lata –le dijo, finalmente.
A continuación se decidió a llamar al mismo amigo de Magda.
-En la receta dice “media lata”, pero no dice de qué tamaño es la lata –le dijo, como quien habla de un deporte muy raro y altamente especializado.
-No, no, no –dijo el otro-. Nos hemos tomado la molestia de visitar los supermercados de los alrededores en tu barrio. Todos tienen un único tamaño de lata.
-Pues yo he encontrado tres tipos diferentes en el más cercano.
-¿De la pasta de tomate?
No le respondió nada. Había empezado a temblar. Ya eran las cuatro de la tarde y solo faltaban cuatro horas para la cena anunciada.
-Ha sido una confusión –agregó, finalmente, antes de despedirse, sin atreverse a preguntar más.
Observó las tres latas que había comprado. Se decidió por la más pequeña. Pensaba que esa era una forma de minimizar los daños. Leyó bien la etiqueta. No era un producto picante. No tenía sal. ¿Por qué tendría que usarse solo la mitad de la lata? Volvió a revisar todos sus papeles, apuntes y la receta recibida. ¿No estaría confundiéndose con los diferentes tipos de tomate y las inevitables confusiones que se originaban al traducir los diferentes términos? ¿Era una pasta de tomate algo similar a un puré?
A las ocho y quince llegaron sus futuros suegros. Los demás habían llegado una hora antes. Magda llegaría a las ocho y treinta, procedente de Holanda. Su Gulasch húngaro -original- estaba listo, pero no se había atrevido a probarlo. En su caso era algo inútil.
Si había salido bien, había salido bien y no había nada que cambiar. Si no había salido bien, no sabría qué hacer para solucionarlo y eso lo podría llevar a una profunda depresión. Si su futuro estaba en la receta, ya no había nada que hacer. Se había ceñido a ella lo más puntillosamente posible. Salvo por lo de la media lata de tomate. Empezó a sudar frío cuando escuchó el primer timbrazo.
La cena se desarrolló de una manera poco desenvuelta. Los padres de Magda solo hablaban húngaro y, a pesar de ser bastante comunicativos y abiertos, por alguna razón que Somocurcio, no parecían sintonizar con los amigos húngaros de Magda en Colonia.
Cuando vio que todos se comieron con ganas lo que había preparado, respiró finalmente aliviado. Podrían haberle dicho que ahora le tocaba subir al cadalso y eso no le habría parecido tan malo como las últimas horas pasadas. Ahora la sangre parecía regresar a sus venas.
Miró a Magda. Nunca la había visto tan feliz y bella como estaba. Sus ojos, su piel, su cabello rojo, parecían destellar con cada una de sus sonrisas. La receta de su futuro parecía haber funcionado. Al día siguiente le tocaría acompañar a sus suegros a conocer la ciudad y en los planes estaba almorzar y cenar en algún restaurante. El mayor peligro había pasado.
-Estoy embarazada –le dijo Magda al oído, muy coquetamente, cuando le pidió que le pasara su plato vacío.
¿De quién?, fue la primera pregunta que se le ocurrió en la mente, desechándola a tiempo. Intentó relajarse.
La vio feliz y joven, moviéndose por su apartamento como si hubiera sido la casa de los dos como pareja de toda la vida. Echó un vistazo a sus futuros suegros. ¿Sería mal visto por sus suegros eso de casarse con una húngara estando embarazada? No lo creía. ¿Lo sabrían ya? Pensó que no debía preocuparse más por nada.
La receta de su futuro había cumplido su cometido en más de un sentido y ahora solo le quedaba relajarse y entregarse de lleno a su nueva vida. Viajaría a Hungría y repetiría la receta para los demás familiares de su esposa. Ya sabía cómo caer bien en ese país. Si hubiera sido un niño, habría afirmado que ya sabía también cómo dejar embarazada a una mujer con una simple receta. Sonrió de felicidad y porque el vino estaba tan bueno como para incluirlo en la frase de Shaw.
Finalmente, no se pudo contener. Se acercó a su novia y le pidió discretamente que le enseñara una frase en húngaro. Algo que nunca había hecho antes.
-¿Y cuál? –preguntó Magda, gratamente sorprendida.
-Quiero saber cómo se dice “¿Qué les pareció?”, en tu idioma -le dijo, lo más discretamente posible.
Lo repitió mentalmente varias veces. Cuando se sintió lo suficientemente seguro, lo repitió a su oído.
-Te van a entender –fue su respuesta, sin aclararle si lo decía positiva o negativamente.
Finalmente se levantó de su asiento y lo dijo delante de todos los invitados, muy formalmente, arrancando un aplauso de Magda y sus amigos compatriotas.
El padre se levantó, a su vez. Dijo unas palabras que no entendió y al final levantó su copa para brindar. Todos rieron ruidosamente, menos él.
-¿Qué ha dicho? –le preguntó a Magda, lo más discretamente posible, una vez que se hubieron sentado.
-Que le gustaría saber cómo se llama esta especialidad peruana.
HjorgeV
Colonia, 23-11-2007