MICHAEL KORYTA: «UNA TUMBA ACOGEDORA» (Novela negra)

Primero un frascafrá y luego un tracatrá.

Me explico.

Pocas novelas -por lo menos en estos últimos tiempos dominados por la Red- he empezado con tanto entusiasmo como esta.

La pedí en línea con la absoluta convicción de haber descubierto una nueva veta. Un nuevo autor conocedor de su oficio es algo que se aprecia especialmente en este género tan adictivo.

Me había guiado por una recomendación de Juan Carlos Galindo, en su bitácora de novela negra de El País : Elemental.

¿Conocen esa sensación de creer saber con anticipación lo que nos espera y creemos que será magnífico?

En alemán existe un término para eso: la Vorfreude, algo así como la alegría o estado de gozo que precede a un momento por saber que será bueno.

«Die Vorfreude ist die beste Freude», se dice en alemán: el gozo o alegría que se siente por lo que sabemos que gozaremos, es el mejor gozo. Llamémoslo el pregozo.

Bueno, pues, es lo que me acaba de suceder con esta novela de Michael Koryta, Una tumba acogedora.

El comienzo me pareció bueno…

Antes (aclarando que soy un declarado enemigo de los puntos suspensivos), permítanme decir que soy un lector de papel.

Leer una novela también es una actividad sensorial -de los sentidos- para mí.

Asumo -haciendo un parangón con la gastronomía- que a mucha gente le da igual la forma de consumir un buen plato, un manjar, una exquisitez. Si la calidad es buena, hasta con las manos.

Personalmente, prefiero platos amplios y cubiertos sobrios y útiles, más una buena servilleta, y todo sobre una mesa sencilla y limpia. Cierta presentación (más que decoración) también ayuda a los sentidos.

Por lo tanto, pedí enseguida la versión en papel de la novela.

Cuando el cartero me la trajo, la primera impresión me asustó: el recuerdo que tenía de lo leído en la Red era otro.

Alguien lo dijo ya y lo resumo a mi manera: Otra letra da otro libro.

El formato del libro que acababa de recibir no me gustaba para nada.
Con todo, empecé a leer.

Hay que subrayar que Michael Koryta (Bloomington, Indiana, 1982) es un caso bastante raro de precocidad.

Lo explico.

La novela negra es, acaso, el género más difícil y ‘amplio’.

Quiero decir que es en el que más cabe: idilios, muertes, problemas sociales, económicos y políticos; crímenes diversos, conflictos personales, amistades y odios, sexo, música, poesía, ideologías, ciencia ficción, historia, arquitectura, gastronomía. Paro de contar.

Además, una buena novela negra puede resumir todo un modo de ver y apreciar el mundo, una cosmovisión.

Tal vez por eso Chandler (Chicago, 1896 – La Joya, 1959) empezó a escribir ‘tarde’ y publicó El sueño eterno, su primera -y acaso mejor- novela, en 1939: cuando promediaba los cuarenta.

Por el contrario, cuando Koryta ganó con Esta noche digo adiós (Tonight I said goodbye, 2004) el premio St. Martin’ Press a la mejor novela debutante, aún no le estaba legalmente permitido consumir alcohol en su país.

Koryta ha escrito nueve novelas en total desde entonces. Estrictamente hablando, más de una por año.

¿Cuándo respira?

Pero volvamos al tema que nos ocupa.

Una tumba acogedora, su tercera novela, del 2007, empieza bien, repito. Volvería a poner mi mano -por lo menos- sobre un cigarrillo encendido por ese comienzo.

(Pueden leerlo aquí. Recomiendo la versión en PDF, a la que pueden acceder pulsando en Menú abajo a la izquierda.)

Transcribo a mano un par de pasajes (los posibles errores son de Cuaderno Contable):

«En uno de los flancos se veía un garaje de cuatro plazas diseñado al estilo de una antigua caballeriza. Aparqué el coche frente a él y esperé que alguien saliera y le ofreciera a mi camioneta algo de forraje y agua mientras yo entraba en la casa. Al ver que no venía nadie, apagué el motor y bajé del coche.»

«Me causó gran impresión verla. […] maldita sea, seguía siendo la misma Karen a la que había propuesto matrimonio bajo la lluvia en una cálida noche de abril. Y no quería que lo fuera.»

«-Ya veo. ¿Significa eso que por fin has decidido subir el listón y proponerme viajes románticos en lugar de hacer comentarios inmaduros sobre mi culo?
-Había pensado en combinar ambas cosas.
-¿Estás hablando en serio? -preguntó Amy un tanto desconcertada.
-Totalmente. Tengo un cliente que me está forrando de billetes para que localice a un heredero desaparecido. Joder, podría incluso pagarte como subcontratada. Ya te daré algo que hacer… como cogerme la pistola.
-La pistola te la coges tú solito, soldado.
-Entonces no habrá paga extra. No, en serio. ¿Quieres acompañarme en este viaje?»

«Pensé en la vida de Karen, en su ampulosa casa junto al club de campo, en la sensación de vacío que se desprendía de ella esa mañana. Me pregunté si ese vacío sería aún mayor cuando cayera el sol.»

«-¿Por qué iba a pasármelo mejor contigo? -repetí.
En cuanto comienzas a repetir las preguntas que te hace una mujer, es que tienes problemas.»

Son párrafos aislados de todo un relato bastante legible.

Me llamó la atención especialmente uno del que he sacado las palabras iniciales de esta entrada. Transcribo por última vez:

«hablando con Grace, que me pedía un diagnóstico para un problema mecánico de su coche, que al arrancar hacía como ‘frascafrá’ y cuando entraba en la autovía y apretaba el acelerador hacía como ‘tracatrá’. Le recomendé que llevara el coche a un mecánico de verdad y, cuando descartó mi sugerencia con un resoplido, le dije que se pusiera tapones en los oídos.
[…]
-¿Tienes alguna idea de lo que significa que tu amistad arranque con un frascafrá y cuando aceleres empiece a hacer tracatrá?
-Sí -dijo-. Significa que la has cagado.»

Y, bueno, más o menos con esa sensación me he quedado al terminar la novela.

Para empezar, hay un par de errores de bulto imperdonables.

La novela es del 2007. En ese entonces ya era masivo el uso de celulares (móviles en España).

Sin embargo, el protagonista sale a hacer su primer viaje como si no se hubiera inventado todavía ese artilugio.

Solo después aparece en la novela y le soluciona una serie de problemas.

El segundo error de bulto no es menos grave.

El protagonista es testigo de un suicidio y se convierte enseguida en sospechoso de haber matado a la víctima, a pesar de haber sido él mismo quien llamó a la policía.

A partir de ese detalle se sostiene luego gran parte del peso de la trama: el investigador del caso no lo deja en paz y lo sigue considerando sospechoso, etc.

¿Por qué no le hizo un simple y usual test de absorción atómica u otro similar para tratar de determinar o, por lo menos, descartar que había disparado recientemente?

Por lo demás, como lector me resulta cansador cuando el algoritmo de la solución del misterio empieza a aparecer demasiado convenientemente: justo en el momento y lugar que más hace falta.

Para mí, imperdonable.

Y no es que quiera ampararme -otra vez- en Chandler, quien decía que:

«The perfect detective story cannot be written. The type of mind which can evolve the perfect problem is not the type of mind that can produce the artistic job of writing.»

Pero un mínimo de verosimilitud tiene que haber también en todas (t-o-d-a-s) las páginas de una novela.

Tal vez fue la frase de Michael Connelly de la carátula la que me animó a convencerme:

«Koryta es uno de los mejores, así de simple.»

Supongo que Connelly no leyó esta novela. O por lo menos no hasta el final.

O tal vez se refería a las demás y no a esta. Se lo mencionaré la próxima vez que lo vea.

HjV 27-06-2013

ABURBUJADOS: «TRANCE» (Película)

Empecé a ver el avance de Trance, el último trabajo de Danny Boyle, y ya, desde el comienzo, la música -y el ambiente que esta creaba- me desconcertó.

¿Había entrado, por equivocación, a la zona chill out de la producción?

¿No se trataba de un thriller?

¿O se había filtrado a mis auriculares el sonido de uno de esos videos comerciales torturadores que últimamente suelen interrumpir tu lectura de algún medio digital gratuito? (Todo se paga.)

Una de las grandes características del cine es la importancia que tiene y se le da a la música, al sonido en general. 

La Academia lo premia. No es casual. (Incluso en el cine mudo, la música acompañante era primordial.)

Todo el sonido de una película es parte básica y fundamental de ella. Como los pulmones o el cerebro de una persona.

Es tan fundamental que, fuera de la película, de su corpus, la banda sonora de una obra cinematográfica puede llegar a adquirir vida y fama propias.

Por otro lado, las actuaciones bastante flojas y por partes nada creíbles de los actores de Trance, además de una clara inclinación exhibicionista del director británico por la tortura y un pésimo maquillaje sanguíneo, me impidieron terminar los poco más de ¡dos minutos! de extensión del avance.

No digo bostezos. Descomunal decepción.

El género negro, como decía Chandler, es el género del mundo profesional del crimen. 

¿Cómo tomarse en serio, en plena Era Gran Hermano, que los asaltantes que irrumpen en una subasta de una importante ‘casa de arte’ vayan con el rostro descubierto?

Y eso en Londres, la capital mundial de la vigilancia.

La ciudad en la que 40.000 cámaras de ‘seguridad’ graban 300 veces al día -como se dice– a cada londinense, cámaras que a veces solo sirven para que un policía termine persiguiéndose a sí mismo.

(Lo de las cámaras es un tema aparte. No han aumentado la seguridad que prometía su instalación. Pero ese es otro tema, como digo.)

No sé, por supuesto, si Boyle consigue la coherencia y la tensión necesarias, irrenunciables e inherentes a cualquier obra del género negro.

Que sabe gastar millones en efectos, diseños, parafernalis y ejércitos de comparsas lo demostró como diseñador y coordinador de los Juegos Olímpicos de Londres del año pasado.

Sospecho, por el contrario, que Goya, las referencias al cine fantástico y al hipnotismo de Trance solo son meros ganchos publicitarios.

Este trance del cine comercial (aquí la definición de la palabra) me hace recordar el rumbo del comercio mundial actual, o sea, el rumbo global de la humanidad vista como un gran ente consumista:

Ingentes recursos y tamaña publicidad para productos vacuos, inflados, llenos de nada. Directores que venden su fama solo para blindar sus cuentas bancarias. O, simplemente, jugar. 

Productos burbuja de comerciantes burbuja, de una industria burbuja para un mercado burbuja.

El cine no podía ser una excepción.

Lamentablemente, también con la gran complicidad de un público cada vez más aburbujado en muchos sentidos.

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HjV 14-06-2013

UNA PERCEPCIÓN FALLIDA INCESANTE

Estaba pensando en que como todo negocio es, de salida, un riesgo y, por lo tanto, encierra un misterio.

Entonces tal vez la historia de la humanidad desde la aparición del dinero podría leerse como una gran novela negra.

Habría que imaginarse la historia del mundo como un relato pululante, creciente, divergiendo incesantemente en ramas y nuevos brotes, al modo de la vegetación selvática cuando llueve.

Así, la historia de los grandes ‘triunfadores’ (Balzac decía que detrás de cada fortuna se esconde un crimen: ahora sabemos que pueden ser muchos más) se podría ver como un Gran Manual de la Trampa.

Estaba pensando en todo esto a propósito del final de mi novela.

¿La he terminado?

(Una obra de arte nunca se termina, solo se abandona, decía Leonardo Da Vinci. Música para mis oídos; suponiendo, claro, que hay algo de arte en la mía.)

Me había propuesto hacer la corrección final en un tiempo determinado.

Diez páginas por día, me dije.

He cumplido casi a rajatabla.

Primera conclusión: sigue siendo demasiado larga. Seiscientas páginas. Tal vez las querría leer mi abuela, muy temprano fallecida.

Para no convertir la corrección en una tortura, decidí postergar la decisión de recortar drásticamente el número de páginas y fijarme solo en los errores de bulto.

Es fácil hallar errores en los demás.

No solo en sus textos.

El problema es hallarlos en nosotros mismos. Reconocerlos.

Un ejemplo.

Me topé en uno de mis estantes con una novela de Peter Elmore (Lima, 1960).

Enigma de los cuerpos es de 1995.

(Cuando era adolescente y mi madre cantaba Que veinte años no es nada -la frase más célebre del tango Volver– me parecía toda una ofensa.)

Es la tercera o cuarta vez que he vuelto a empezarla.

Me obstino en leerla porque soy consciente de que hay que saber perseverar con la lectura.

Cuántas magníficas obras me debo haber perdido por haberme rendido en las primeras páginas. O por no haber encontrado el tono adecuado de lectura.

(Es necesario hallarlo como se busca el tono adecuado al hablar o escribir.)

Un error de bulto masacró mi primer intento de lectura de la novela de Elmore.

Detallo.

Un vendedor ambulante empuja su carretilla en la oscura madrugada limeña. Transcribo:

Fue al voltear la esquina de Malambo que chocó con un bulto grueso, el foco del poste se había quemado y no podía ver bien. Dos veces intentó pasar encima del estorbo, sin éxito. No era una piedra, se sentía más bien como un caucho.

Luego resulta que el bulto es una maleta.

¿Cómo se puede confundir una maleta con una piedra o estorbo menor aunque esté tan oscuro? Yendo más lejos: ¿se podría confundir una maleta con un muro?

Y, para mayor escarnio, la maleta contiene «el tronco ensangrentado de un hombre».

Obviamente el autor no solo nunca empujó una carretilla (ni se pudo imaginar haciéndolo), tampoco hizo una maleta jamás.

¡Un tronco humano dentro de una maleta!

¿Por qué no mejor un elefante en un Volkswagen?

Bueno, tal vez exagero y sé que hay maletas grandes, pero por ese error, que para mí es de bulto, dejé de leer la novela la primera vez. Las dos veces siguientes me aburrió cierto sabor -paterno- a Mario Vargas.

(Por lo menos ya nadie -creo- copia a Gabriel García. La otra gran tragedia.) (Y es que también es un problema tener padres tan fuertes.)

Esta vez, sin embargo, he conseguido avanzar con Enigma de los cuerpos. Entre otras cosas, por nostalgia.

Hay una Lima de mis recuerdos que me envía guiños y postales por las páginas de la novela.

Y, aunque también se nota la inmensa paternidad de Mario Vargas, Elmore se esfuerza por buscar su propio registro, sus propios errores en el camino.

Las vías secundarias que va abriendo mientras busca la luz en el horizonte: consciente o no de que hay que experimentar y errar para poder avanzar.

Escribir no es tarea fácil.

Cuando se vuelve vicio puede ser peor.

Entonces se escriben cientos de páginas que al momento de escribirlas nos parecen brillantes y luego solo pasto para el fuego.

Tal vez escribir es como mirarse en el espejo.

Y hay quien termina rompiéndolo porque no soporta lo que ve.

O tal vez podría compararse con cazar una mosca reflejada en el espejo.

Escribir serían entonces los movimientos que hacemos para cazar la imagen de la mosca, desconociendo que solo es su reflejo.

O sea, como la vida misma: una percepción fallida incesante.

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HjV 10-06-2013