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Despertar llorando para no
tener que
transportar todo el santo día
lágrimas antiguas.
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Pasarse la mañana buscando una esquina
en la que habiten
todas las formas del olvido.
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Buscar
para perder algo. Descubrir para
ignorar más.
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Seguir solo para darse cuenta de que
el camino perdido no lo
era realmente: porque se gana para
perder y se pierde ganando.
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Escapar luego
lanzando gritos
(que siempre es la mejor manera de
recobrar el vacío
interior).
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(Dejar que las palabras hablen
por nosotros, sabiendo
de antemano
que no podrán poseernos,
solo degradarnos,
hacernos creer
que se han aprendido el
discurso escrito
por todos los presidentes
del cielo.)
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(Luego reirán
sus maldades.)
(No saben hablar por sí mismas, pero cómo
deben gozar con nuestros
errores.)
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Regresar luego a casa y encender la
chimenea como quien decide
acabar con su
existencia y contemplar su
final.
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Entender que se vive
como el aire caliente:
en una continua evasión del
fuego que nos da
la vida,
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creando remolinos
de ceniza
por los que circularán
otros:
con más fuego, más aire caliente,
más evasión, más
ceniza final.
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(Llamo a mi vecina, pues sé
que ha estado observándome
desde su cocina. Desde el otro lado de la calle
la vida parece tener más
sentido, le digo. ¿Sabes qué?, dice con un
alarido: Justo acabo de pensar lo
mismo, añade.)
(Cuelgo para no tener
que proponerle
un punto de encuentro en la mitad exacta de
la calle.)
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Ponerse a contemplar luego
el humo que sale por la
chimenea, ver cómo gana
en altura, aunque no sea
tuyo.
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La enseñanza es que
no hay ninguna enseñanza.
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Por eso
deja
escapar esas lágrimas
vetustas.
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Es mejor que salgas a cruzar la luz
de la calle liberado
de toda carga
acuática pasada.
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HjV 20.08.2016