Ha pasado ya un mes desde mi última visita a Berlín.
Recuerdo especialmente mi último día allí.
Eso de salir arrastrando mi maleta con varias horas de anticipación, para no molestar más a mi hermano y sentarme en la terraza del café de la esquina a dejar pasar las horas.
Salí con él temprano camino a su oficina de un ministerio gubernamental para no tener el problema de devolverle ninguna llave. No le gustó mucho el asunto, pero eso de dejar una llave en un simple buzón de correo expuesto a cualquier pasante no es algo que sea deporte de mi predilección.
La hora de partida para el regreso había sido concertada para el mediodía y ya a las ocho y media de la mañana estaba yo en la calle dejando correr el tiempo.
Pero me acompañé bien: El País del día, varias ediciones pasadas del mismo que no había podido leer del todo y la prensa alemana. De beber, casi medio litro de jugo de naranja fresco y dos botellines de agua natural. Para comer, dos medialunas con chocolate.
El clima, agradable, sin viento ni demasiado calor.
De vez en cuando me fascina esa actividad. La de sentarme en un lugar de observación a seguirle por un par de horas el pulso a una ciudad.
Combinando la lectura con apuntes, el beber con la simple contemplación y el comer con el no hacer nada, verdaderamente. Nada especial.
Se produjo esa magia que no siempre es posible: ambos, contemplación y lectura, amalgamados como almas gemelas, flotando juntos para no permitir el paso del otro a las profundidades.
La esquina era una bastante ajetreada del barrio berlinés de Prenzlauer Berg, con paraderos (paradas) de ómnibus, metro y el tren interurbano muy contiguos.
La hora punta debía haber pasado. En cambio, fui testigo de esa otra que mezcla a oficinistas tardíos, jubilados, estudiantes, amas de casa y desempleados. Turistas, los clásicos, no llegan hasta esa zona de la ciudad.
El día anterior lo habíamos pasado juntos, mi hermano y mi familia.
La mañana y el mediodía los habíamos aprovechado para que nos mostrara su barrio, el Prenzlauer Berg que menciono, famoso ya porque es uno de los pocos barrios de la ex DDR que concentra un alto número de artistas, ateliers, talleres y muchos negocios alternativos.
Fascinante eso de ver una especie de ‘pequeño capitalismo intelectual’ (porque es un barrio de los llamados intelectuales alemanes) naciendo y expandiéndose en pleno corazón del que fuera un estado socialista. A su manera, se entiende, lo de socialista.
Estuvimos dando vuelta por ciertas partes del barrio que me hicieron recordar mucho las calles de París. Pero del París del hombre y la mujer de a pie, lejos del turismo marabunta de ciertas grandes zonas parisinas.
Esa tranquilidad burguesa, me voy a atrever decir, del que sabe –o ya ha aceptado- que la vida no es nada más que una sucesión de días en los que hay que comer para sobrevivir y para sobrevivir hay que trabajar.
Todavía hay muchos edificios en malas condiciones, pero no existe prácticamente ninguno abandonado. Sin embargo, ya, el peor rostro del negocio inmobiliario y la especulación ha empezado a asentarse en este interesante barrio berlinés.
En algunas paredes se podía leer la inscripición: “¡Suabos fuera!”, refiriéndose a la gente de Suabia, concretamente de Stuttgart.
Me contó mi hermano que mucha gente de esa región -profesionales, académicos y negociantes bien situados- se habían asentado en el barrio, habiendo conseguido generar una notable subida de los precios de alquileres e inmuebles en la zona.
Por eso el grito xenófobo en alemán. Alemanes echando a otros alemanes. Eso solo puede ocurrir en Berlín, me digo.
Como me quedé un día más, después de que mi familia regresara a Colonia, mi hermano me llevó el domingo a jugar fútbol a un lugar interesante. Es decir, a hacerme feliz.
Cuando llegamos todavía se estaba jugando algún partido oficial de alguna liga de las tantas que existen en este país. (Más o menos en todas se juega igual –de mal-, y a mí, a pesar de los años que llevo aquí, me sigue llamando la atención, cuán difícil es reconocer si se trata de una liga superior o de alguna mínima.)
Todos los jugadores con sus uniformes relucientes, jugando sobre canchas muy bien cuidadas, con árbitros oficiales y entrenadores gritando junto a una de las líneas laterales. Pero jugando mal.
A veces es posible reconocer la categoría por el número de espectadores. Pero no siempre.
El complejo deportivo tenía dos canchas impecables de pasto artificial. Apenas terminó el partido oficial, todos los que esperábamos para jugar saltamos a hacerlo.
La pasé bien jugando con algunos jóvenes chilenos, peruanos, un brasileño, dos croatas, un par de árabes y varios alemanes. Jugando ocho contra ocho y usando sólo la mitad del campo.
Metí tres goles y creo que ganamos, ya no lo sé, porque después de más de dos horas de jugar sin pausa y con tantos cambios espontáneos realizados, perdí la concentración.
En la noche cenamos muy bien en la terraza de un restaurante de cocinero turco (¡una sopa marinera exquisita!) y más tarde vimos el partido Barcelona-Atlético en la televisión de un bar contiguo, en el cual solo había tres mesas. La de unos españoles y un argentino, la nuestra y la de unos alemanes que debían haber vivido o conocer muy bien Barcelona, a juzgar por lo que decían y cómo lo decían.
Pero fue el día anterior el que más se me ha quedado grabado en la memoria y adonde quería llegar hoy en este cuaderno que cuenta.
Estuvimos paseando con mi familia por todo Berlín. En la mañana visitamos el zoológico. Se trataba de ver el cachorro de oso polar albino, Knut, que era y es la atracción infantil del momento.
Y al parecer lo es de toda Alemania.
La cola que tuvimos que hacer sólo para comprar la entrada fue de casi hora y media. La siguiente de casi dos horas. Curiosamente, más de las tres cuartas de la gente esperando para ver al osito albino eran adultos.
Como detesto las colas y no me interesaba ver un osito por más blanco que pudiera ser, me desentendí pronto del asunto y me dediqué a consolar a un par de jarras de buena cerveza alemana y revisar la prensa del día en la terraza del zoológico.
Más tarde, en pleno centro de la ciudad, por la Kaiser-Wilhem-Gedächtniskirche (en la foto arriba) una iglesia que fue casi totalmente destruida en la Segunda Guerra Mundial por los bombardeos y que ha sido conservada en ese estado, pudimos comprobar que los precios berlineses son una sorpresa total. Generalmente en el buen sentido.
A media tarde nos comimos medio metro de una pizza crocante, rica y nutritiva que nos costó apenas 6 euros. Que es el precio que aquí en Colonia se paga por una individual en cualquier puesto de comida al paso (!) en el Centro Histórico de la ciudad.
Salvo el primer día, que fue de lluvia, el resto de los días que pasamos en la capital de Alemania, tuvimos la suerte que el sol nos acompañara casi todo el día.
Cerca de la Gedächtniskirche –Iglesia ¿Conmemorativa? ¿de la Memoria?- me quedé esperando al aire libre a mi esposa y mis dos hijas, interesadas en visitar no sé qué tiendas.
José Antonio se había quedado dormido en el cochecito y en la zona donde estábamos, debido a la presencia de retratistas, caricaturistas, bailarines de house, hip hop, y floor, patinadores y otros, yo sabía que Jorge Juan, que tiene seis, iba a encontrar suficiente distracción para su vista.
Y allí fue que me los encontré, a mis cuatro fantasmas de Berlín.
El primero tenía aspecto de vietnamita. Aunque bien podría haber sido de cualquier otro país asiático. No sé por qué se me ocurrió lo de vietnamita.
Vestía como lo hace la gente que vive donde los coge la noche o en un escondite propio: un agujero del metro, una casa abandonada o debajo de algún puente, por las lluvias. Su cabellera era un perfecto ejemplo de lo que es una greña.
Tal vez pensé en vietnamita, porque su ropa lustrosa, andrajosa y mugrienta, me hizo pensar en túneles, en los túneles de los Vietcongs. (Ahora que lo pienso bien, el hombre tenía la edad, alrededor de los 50, como para haber estado en esa guerra abusiva.)
Escarbaba el hombre en un basurero, no muy lejos de donde yo me hallaba sentado, entre otros turistas, esperando.
Trataba de rescatar una especie de cucuruchos de cartón. Había muchos de ellos, en los basureros cercanos, todos repletos y desbordante, como ofreciendo sus dones a la gente que vive de comer los desperdicios como éste personaje asiático del centro de Berlín.
Me volteé a mirar y pude comprobar que los cucuruchos provenían de un puesto de comida asiática para llevar, situado no muy lejos de allí.
Al comienzo no entendí bien lo que buscaba. Pensaba que era comida, pero después me di cuenta que se dedicaba a rescatar unas varillas de metal que servían para sujetar el cucurucho.
Allí estábamos nosotros, turistas, pintores, acróbatas del patinete, bailarines y este personaje que recogía tranquilamente sus varillas de metal, como si pudiera pasar desapercibido con su vestimenta que denotaba que hacía muchos años que no dormía en una cama.
Lo fascinante es que lo conseguía. Nadie parecía fijarse en él. Como si se tratara de un verdadero fantasma.
Le hablé. Le pregunté si ya tenía suficientes varillas.
Por un momento se detuvo en su tarea sin mirarme y yo pensé: «Ya lo distraje de su cometido».
Pero enseguida se puso de rodillas y me mostró un bolsillo lleno de ellas, de uno de las tantas piezas de vestir que llevaba encima. Luego continuó con su tarea, pasando a ignorarme por completo, como antes.
El segundo fue un africano. Éste no era como los otros, pero lo añado en la lista por la forma en que me trató: bastante grosera y agresivamente. Lo cual no es una queja. Es hasta comprensible para mí. No se lo tomé a mal.
Se había sentado a mi lado o yo al suyo, ya no lo sé.
Tenía yo en mis manos una bolsita de pistachos y me dedicaba a pelarlos, mientras cuidaba a uno de mis hijos que dormía y al otro que observaba a unos muchachos bailar acrobáticamente a unos veinte metros más allá.
Le ofrecí, por acto reflejo, de mis pistachos, cuando cruzamos la mirada.
Él era muy moreno, de ese color de piel muy oscuro que a muchos no nos parece real. Normalmente he tenido muy buenas experiencias con los africanos con los que me he cruzado en mi vida y que han sido muchos. Pero este era diferente.
Ante mi ofrecimiento, él sonrió provocativamente, como diciendo: “¿Crees que voy a aceptar tu limosna?”
No me dejé intimidar.
-¿De dónde eres? –le pregunté.
-¿Cómo de dónde? –me preguntó él, agresivamente.
Hablaba un alemán que recién debía estar aprendiendo, pero se defendía más que bien.
-Sí, de dónde. De qué país. Yo soy peruano, de Perú, por ejemplo.
-De África. ¿No lo ves? –me replicó.
-África es muy grande –le dije, y solté una lista de todos los países africanos que se me vinieron a la memoria.
-Tú preguntas por preguntar, pero no te interesa –me dijo.
No supe qué responderle. Tenía y no tenía razón. Mi interés era real, pero no una necesidad acuciante. Lo que me sorprendía era su actitud entre arrogante, a la defensiva, dura y ofensiva contra alguien que él no conocía y sólo trataba con prejuicios.
Exactamente como se trata a los africanos por el mundo, a pesar de ser nuestros verdaderos primeros antepasados, pensé y ya no dije más. Otro fantasma, me dije. No porque no se lo pudiera ver. Sino porque él no se quería dejar ver. Por lo menos no conmigo.
Mi tercer personaje se acercó a mí por propia voluntad.
Era una alemana de edad indefinida, entre los 50 y los 70 años. La dentadura delantera la llevaba como mucha gente de muchos países pobres. Debía haber perdido la mayoría de dientes hacía mucho tiempo atrás por la forma tan natural con que movía su boca y sus labios y dejaba ver esos vacíos.
Le preocupaba nuestro niño durmiendo. Quería que lo tapara, para que no se resfriara. Supuse que sería de la ex DDR, de ese gran grupo de personas que habiendo salido del socialismo nunca encontraron un bastión en el que asentarse en la nueva sociedad capitalista.
Le dije que no se preocupara y ahora me arrepiento no haber conversado más con ella. Tenía la mirada un poco extraviada, tal vez por eso no me atreví a hablarle, pero esa también es la gente a la que no suelo temer.
Tal vez pensé que la podrían haber incomodado demasiado mis preguntas y no quise hacerla sentirse mal.
O quizás porque simplemente el número de personajes, que yo llamo mis fantasmas de Berlín, ya era bastante alto para un solo día, una sola tarde. Ni una sola hora completa en total allí.
Fantasmas, digo, sin ningún afán peyorativo. Porque era como si nadie los pudiera ver a pesar de ser de carne y hueso como todos nosotros.
La dignidad humana jamás debe medirse por el precio o la limpieza de la ropa que alguien viste. Nadie sabe la vida de nadie (desconocido) y cuáles han sido las circunstancias que lo han llevado a donde está. Bien o mal.
A mi último personaje yo ya lo había visto y escuchado hablar un par de días atrás.
Había supuesto yo, falsamente, que era cubano. Debía pasar de los cincuenta años o estar a punto de cumplirlos.
Llevaba el cabello mal cuidado, pero no como para decir que no se lo lavara nunca. Y un maletín de esos antiguos, que se usaban los universitarios para llevar libros. (Ahora sólo llevan el iPod, creo.)
Era el largo del cabello, sobre todo, lo que causaba esa impresión de descuido. El maletín compensaba de forma bizarra esa impresión.
Vestía ropas que unos veinte o treinta años atrás debían haber estado de moda. Un intelectual descuidado, moreno y con labia, me dije. Y pobre. Anclado por décadas en Berlín por dios sabe qué razones y amigo de hablar con cualquiera.
Dos días atrás ya lo había visto en el mismo lugar dirigiéndose como un orador a otro de los personajes que han convertido ese lugar del centro turístico de Berlín en su sala de estar.
Esta vez, me paré cerca de él, sin alejarme demasiado del cochecito donde dormía uno de mis hijos. Lo único que sabía era que le gustaba hablar y yo lo creía cubano. Como quien habla solo, le pregunté sin mirarlo:
-¿Y qué dice la linda isla de Cuba, chico?
Normalmente me sale bien imitar el acento de la isla de José Martí.
-¡¿Usted es cubano?! –me preguntó él, como si en eso se le fuera una apuesta y tuviera que pasar a endeudarse toda una vida.
-¿Y usted qué cree, chico? –le dije.
-No, usted no puede ser cubano, amigo. Gente como usted no hay en Cuba. O son morenos como yo o mucho más blancos.
Sonreí. Le dije que era peruano y él me contó que era dominicano.
Estábamos empezando a conversar, cuando vi que mi esposa y mis dos hijas se acercaban para seguir camino.
El hombre lo notó enseguida.
-Un día de éstos conversamos -me dijo él, como espantado, a modo de despedida -. Y le muestro mi novela inédita.
Lo vi alejarse con su maletín que ahora entendía por qué llevaba siempre consigo. Como llevado por el viento que no había, y sin darme la oportunidad de despedirme.
¿Hacía cuántos años habría escrito su novela? ¿Y cómo de gastadas debían estar esas hojas que tanta gente debía haber visto ya, pero que no habían conseguido pasar a ser un libro como muchos otros?
Allí deben seguir mis fantasmas de Berlín, me digo ahora.
Llenos de vida tan pura y tan real como la de todos nosotros.
Nosotros, ese resto de fantasmas que somos en este mundo de hoy.
HjorgeV
Pulheim-Sinthern, domingo 18-05-2007