«EL GRAN CAÑÓN»

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En el principio fueron las hormigas:

huéspedes sorprendentes de mis preguntas

infantiles (padre me regaló un solo un tomo de

una enciclopedia animal y yo lo leía y

releía imaginando que cobraban vida).

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Mis ojos niños buscaban entender:

cómo se organizaban en silencio,

sin letras ni sonidos y podían sobrevivir.

Si sentían y pensaban, ¿por qué callaban?

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Mucho después (mucho más allá de los perros,

de los humanos y demás animales confusos)

el descubrimiento del Gran Cañón:

el fondo de pantalla que

ahora me observa.

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Una forma como cualquier otra

de capturar el tiempo, de

detenerlo por un momento,

en sí mismo. Una redundancia,

obviamente (pero que a mí me ha servido).

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Un escenario pétreo que te refriega en el

rostro tu incapacidad

de volar: que

lo que abarca tu vista

suele ser engañoso y

muy lejano (ahí está

a diario el espejo amigo de testigo).

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Nada es plano en el Gran Cañón.

La geometría que

se aprende en la escuela no

existe en la naturaleza, como

no existen las verdades más allá

de quien las cree, pues toda verdad muere

con su emitente (sino no sería su verdad).

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Capturar el tiempo: lo que dura el

dolor, los mejores y peores

sentimientos, las más hondas derrotas.

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Un paseo con la mente en otro lado

mientras recorres la ruta que

te ha tocado debajo de los pies

(decir que la elegiste sería creer en

la lotería: y tú no crees ni en ti mismo).

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Pudor. Vergüenza. Nimiedades.

Vanas. O no. Quién lo sabe.

Pudor. Aquiescencia. Las tribulaciones

de las tías más recónditas de

la memoria.

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(Aceptarlo como

la sensación que podrá

volver a burlarse de nosotros

cuando menos lo esperemos.)

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Entonces abres la puerta y te

encuentras con que es tu destino

quien ha llamado a ella.

¿Asombrarse en la puerta del horno?

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Y ahí vamos, de captura en

captura: animales siempre inútiles

y mal domesticados, tras malas puertas,

peores o mejores decisiones.

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Arrebatando esperanzas, destruyendo puentes

y caminos, cercanías: como el niño que

decide jugar solo a la guerra ignorando

que se destruirá a sí mismo, a su

propio dios de todas las cosas.

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HjorgeV 30.11.2017

«OXÍGENO EN EL REFUGIO DE LA MOSCA»

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Atraviesa el refugio de la mosca

un rayo de luz:

la vida es solo un

suspiro más o

menos iluminado, su eco

un tambor perdido.

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Aquel tiempo tan nuestro

se deshizo en

mares, rostros, ciudades y

babiecas.

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Desde el espejo de los

días -un simple juego

de suma cero-,

el tiempo aquel

me mira desahuciado,

perenne en su mudez.

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Te escribo desde el café de la plaza San Martín

(hoy convertido en un verdadero

negocio donde venden cervezas como

antes queríamos escribir poemas) el lugar

que elegiste para despedirte

no de mí, «sino del país entero».

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El ateo entiende que hay muchos más

misterios que el del origen del

universo y el sentido de la vida.

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Entonces, la pulsión autodestructiva.

La imposibilidad de

aceptar el absurdo. 

Mi necedad universal.

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Las religiones existen porque no

aceptan entredichos ni críticas, dándole

un respiro a quien pregunta sin encontrar respuestas.

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Te ibas. Era así. Punto.

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El oxígeno de las masas.

Sí. 

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Pero no el del más simple y

complicado de todos mis

sentimientos.

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HjorgeV 18.11.2017

TRES HIPERBREVES

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«EL VENDEDOR»

Vendo urgentemente casa deshabitada. Preguntar a partir de mañana en el pueblo por la vivienda del vecino que acaba de saltar al vacío.

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«AMOR ETERNO»

Desde su cama, le dio a entender que su corazón sería suyo para siempre. Insistió hasta que terminó llorando por no saber expresarlo con palabras. Él también lloró, pero porque no entendía nada. Se quedaron dormidos luego, cada uno en su cama. Hasta que los despertó la enfermera para darles el primer biberón de la mañana y sus medicinas infantiles.

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«CÓDIGOS»

-Yo entiendo -le dice ella, mientras él lucha por zafarse con los ojos desorbitados-, por supuesto que te entiendo. Ahora solo falta que entiendas tú -agrega terminando de hundirle el cuchillo.

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HjorgeV 14.11.2017

«LA CASA COMPARTIDA»

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Sobre la mesa de trabajo el

cadáver empieza a presentar

problemas para ocultar sus

fluidos y efluvios, mientras cuadernos, hojas

sueltas, lápices, lapiceros,

plumas, libros, diarios y revistas parecen

esforzarse por dificultar el trabajo policial.

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Él querría haber tenido otra

vida. Ella considera que no supo

vivir. Cualquier discusión

al respecto sería ahora una ofensa al azar:

el verdadero dios de todo lo que ocurre.

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La importancia de no querer

tener la razón en todo es ahora decisiva

para ella, pues determina su

capacidad para sobrevivir al caos,

especialmente el surgido después de

la muerte de su hermano.

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Cuando la policía científica ha terminado

su trabajo y empieza

a retirarse, ella pregunta en voz alta si también

se investigará su propia muerte.

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¿Cuál muerte?, pregunta el jefe del escuadrón.

¿La mía?, dice ella.

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Los muertos no preguntan, le

responde el policía.

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¿Entonces por qué me han puesto las

esposas y me llevan detenida?

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El policía no responde y ella tropieza,

pues ha empezado a temer al

abismo que se abre

delante de sus ojos.

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Caer ya no es solo una posibilidad

de su imaginación:

toda caída podrá ser fascinante,

pero las propias siempre duelen más.

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Por fin abandona la casa compartida,

contemplando su propia desgracia como

una huérfana que mira un regalo ajeno, distante,

entendiendo por fin que nadie podrá

reemplazarla jamás en ninguno de sus pasos.

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HjorgeV 09.11.2017