El 9 de septiembre de 1856 se publicó en el Barmer Bürgerblatt, un diario de Wuppertal, una nota en la que se mencionaba el descubrimiento de unos extraños huesos en Mettmann, una localidad vecina a Dusseldorf.
El hallazgo, hecho por dos trabajadores italianos en una cueva de una cantera de esa localidad del valle del Neander, despertó el interés y la curiosidad de estudiosos e investigadores.
Según la nota periodística, las investigaciones del Dr. Fuhlrott indicaban que los huesos pertenecían a «la especie de los ‘cabezas planas’ que aún habita el oeste americano».
La nota terminaba preguntándose si el hallazgo podría aclarar la existencia de una antigua población centroeuropea o si los huesos simplemente pertenecían «a una horda de trashumantes», por ejemplo de algún compañero de Atila.
Johann Carl Fuhlrott, profesor y científico naturalista, debió saltar sobre su sitio cuando leyó la nota.
No solo no había autorizado el artículo: tampoco había llegado a ninguna de las conclusiones indicadas.
Para él los restos (conocidos hoy como Neandertal 1) pertenecían inequívocamente a una especie más antigua que la nuestra. Toda una sensación en aquel entonces, si se tiene en cuenta que la teoría de la evolución de Darwin recién sería publicada tres años después, en 1859.
Fuhlrott era un estudioso que predicaba la enseñanza de la idea de la naturaleza como una unidad, a la que el ser humano pertenecía como todos los demás seres vivientes.
No era partidario, por lo tanto, de una visión antropocentrista, con el Homo sapiens por encima del resto de los seres vivos, tal como ocurre en la mayoría de las religiones e ideologías.
Los huesos hallados, por otra parte, se conservaron porque Wilhelm Beckershoff y Friedrich Wilhelm Pieper, los dueños de la cantera, eran miembros de la sociedad naturalista local fundada por Fuhlrott. Su interés por los restos fósiles fue la razón por la que los trabajadores italianos (después ponerse a hablar de la migración) informaron a los capataces del hallazgo.
La nota periodística también despertó la curiosidad de dos profesores de anatomía de Bonn, Hermann Schaaffhausen y August Mayer. Ambos le escribieron inmediatamente a Fuhlrott rogándole poder analizar los huesos encontrados.
Este viajó entonces a Bonn a finales de ese año y seis meses después, el 2 de junio de 1857, presentó junto a Schaaffhausen los resultados de sus investigaciones en la Sociedad de Historia Natural de Renania.
La conclusión principal era que las características de los huesos no se debían a ninguna enfermedad o anomalía anatómica.
Y que, a pesar de que sus formas recordaban a las de los primates antropoides, los huesos pertenecían a una especie muy antigua que había habitado Alemania mucho antes que sus pobladores actuales.
Las tesis de Fuhlrott y Schaaffhausen, considerado este uno de los fundadores de la antropología moderna, no fueron tomadas en serio y fueron, incluso, objeto de burla para la gran mayoría de los estudiosos y científicos de la época.
Cuando Fuhlrott, en 1859, el mismo año de la publicación de El origen de las especies, publicó el resultado de sus estudios en la gaceta de la Sociedad de Historia Natural de Renania y Westfalia, los demás miembros incluyeron una posdata desaprobándolos abiertamente.
No fue fácil anunciar ni aceptar la existencia de una especie ya desaparecida y morfológicamente diferente del hombre moderno.
No solo porque iba en contra de la versión bíblica de la Iglesia.
Mayer, por ejemplo, científico pero también socialista, se negaba a aceptar que nuestra especie pudiera ser una ‘vencedora’ entre otras más.
Para él, Neandertal 1 bien podía haber sido un soldado cosaco enfermo de raquitismo y perdido durante las guerras napoleónicas que habían afectado la región a comienzos del siglo.
Recién dos publicaciones extranjeras empezaron a poner las cosas en su justo sitio.
En 1864 el geólogo irlandés William King publicó una descripción exacta de Neandertal 1, cimentando la denominación de Homo neanderthalensis y reafirmándose en su convicción de que se trataba de una especie diferente e independiente de la nuestra.
En 1863, el paleontólogo británico George Busk, traductor del estudio de Schaffhausen, estudió un cráneo hallado en 1848 en una gruta de Gibraltar, encontrando similitudes evidentes.
En tono de burla, Busk llegó a decir que «ahora Mayer no podrá argumentar que un soldado cosaco raquítico se perdió en una hendidura de las rocas en Gibraltar».
Con todo, recién en 1886, con el descubrimiento de dos esqueletos neandertales casi completos en una cueva de la localidad belga de Spy, se reconoció por completo la existencia de una especie diferente del Homo sapiens.
Estudios más recientes, entre ellos el del patólogo alemán Michael Schultz, indican que Neandertal 1 sufría de una enfermedad que afectaba sus huesos y sus tendones, y de una fractura a la altura del codo izquierdo que habría limitado el movimiento de su brazo y, por lo tanto, de su capacidad para cazar, por ejemplo.
Neandertal 1 murió a los 40 o 42 años, la edad máxima de su especie.
Obviamente, pudo alcanzar esa ‘avanzada’ edad gracias a la ayuda de sus pares.
He dado toda esta vuelta para llegar a esto último.
Al hecho de que los Neandertales, esos seres considerados inferiores durante mucho tiempo, que llegaron a coincidir en el espacio y el tiempo y a aparearse con nuestra especie, y de los que aún no sabemos por qué desaparecieron, fueron individuos que prodigaban cuidados sociales a sus semejantes.
No de otra forma habría sobrevivido Neandertal 1 hasta la edad máxima de su época y de su especie.
¿Cómo, con sus enfermedades y limitaciones físicas, y en una época en que la falta de lo que hoy llamamos comodidades (y que para ellos era natural: como hoy nos parece ‘natural’ no desprendernos del celular) y la necesidad diaria de salir a buscar alimentos o cazar era algo inevitable?
Los huesos de Neandertal 1 también muestran evidencias de haber sido roídos por algún animal, bien para alimentarse o por cuestiones rituales.
Tal vez esos animales eran hombres modernos como nosotros.
Y tal vez nuestros primos eran pacifistas o simplemente poco astutos en cuestiones de guerra e intrigas.
He llegado a todo esto, repito, por varias noticias que me hacen presagiar una serie de negros escenarios.
La derecha más extrema, por ejemplo, ha pasado de ser anecdótica a constituir una fuerza política popularmente reconocida y legalmente asentada en varios países europeos.
Los gitanos, por otra parte, se han vuelto a poner de moda como grupo humano a denostar.
También observamos que barcazas recargadas de inmigrantes africanos naufragan provocando la muerte de sus tripulantes y Europa no reacciona o no quiere reaccionar. Su muerte no parece tener valor alguno. (¿O se verán como simples asesinatos ‘selectivos’ en aras de cierta ‘limpieza étnica’?)
Por otro lado, observamos el resurgimiento de la ‘eutanasia’, de la ‘necesidad’ del suicidio asistido y de las muertes recomendadas por diversas razones. (Tal vez pronto existan leyes paneuropeas que decidan la vida -o sea, la muerte- de ancianos, discapacitados y enfermos graves por cuestiones de ahorro.)
Otro dato más. Investigadores italianos acaban de cuantificar lo obvio: el racismo merma nuestra empatía, nuestra capacidad para ponernos en el lugar de otros, de imaginarnos lo que sienten. Los racistas no reaccionan ante el dolor infringido a una persona de piel oscura. (Lo sabíamos: humillar, denigrar, discriminar, ¿no provoca acaso dolor?)
Y es que a la gente le cuesta abrir los ojos.
El hombre moderno, el Homo Internetensis, no solo no ha dejado de ser la máquina de matar que ha sido siempre.
Sus métodos, encubrimientos, razones y justificaciones se han vuelto más sofisticados y efectivos.
Ahí tenemos, para dar un ejemplo que salta especialmente a los ojos, el caso de un Nobel de la Paz que ordena el lanzamiento de drones para realizar ejecuciones sin juicio previo y justifica, además, la muerte de inocentes.
Cuando menciono todos estos peligros acá en Alemania, la gente olvida que desde que Hitler se dirigió a medio millón de sus seguidores la convención anual de su partido en Núremberg para anunciar que «la eliminación anual de 700.000 a 800.000 de los más débiles entre un millón de nacidos significa un fortalecimiento y no un debilitamiento de la nación» han pasado apenas 84 años.
Quiero decir que no se trata de una fecha tan lejana como la de la muerte de nuestro Neandertal 1, hace 40.000 años, y tal vez objeto de canibalismo.
En 1929 ya habían nacido los abuelos de muchos de nosotros.
En 1929, cuando todo un Estado europeo propone el asesinato sistemático de millones de recién nacidos por cuestiones de ‘higiene genética’, ya habían nacido muchas de las personas que todavía viven hoy. .
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HjorgeV 25-10-2013