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Entonces cogiste tu rama
dorada y enfilaste por el sendero
que marcaba la entrada a
la cabaña
La tarde terminaba de consumirse y de pronto
nos sentimos parte irrecuperable del día,
como una de las piezas perdidas de su rompecabezas fundador, o de un conjunto mayor extraviado: un animal al que le han hurtado sus crías, una lagartija que ha perdido su cola, una concha de abanico que ignora que el pescador no le devolverá su perla, contenta de ver la luz, sin sospechar que los humanos berreamos al nacer.
En la cabaña nos amamos con premura, en última y primera instancia, como futuros reos en su último día en libertad, con la angurria de desenfreno y la ansiedad del que no sabe si saldrá con vida. Nos amamos avaramente, por si nuestros días estuvieran ya contados. Con generosidad porque cada segundo es incontable. Con la desesperación del que ignora el significado de los horas. Con sed y hambre. Con entereza y pudor. Con severidad y exceso. Con gula y desdén. Con constancia reprimida y desorden absoluto. Con entrega y olvido. Como quien termina de pelar una fruta exótica y, justo antes de devorarla, se entera de que es la última de su especie y ya no hay marcha atrás. Con la convicción de la gente que espera justicia y la esperanza de los solitarios.
A veces nos quedábamos dormidos después del amor, en medio de los planes de nuestros planes: sábanas con tantos repliegues que podíamos extraviarnos en ellas. Nos despertábamos entonces en la oscuridad tanteando la acumulación de las horas, temiendo que la noche se hubiera devorado al otro. Temíamos a las posibles jugarretas de dioses imposibles, más que a las contingencias reales y cotidianas.
De ese deseo nació este amor, entregado a la justicia de los cuerpos, a su vocación contrita y voraz, a la expansión de los límites que nos
impone esta
vida, que ni siquiera es
nuestra.
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HjorgeV 01-11-2019