CAMINATA BAJO EL SOL DE OTOÑO

La camioneta se nos averió y tuvimos que llamar a la ADAC (la asociación de automovilistas más grande de Europa con 17 millones de afiliados y la tercera del mundo tras la AAA de EEUU y su similar japonesa).

-Es el carburador -me dice el empleado enviado, con una amabilidad tal que me dan ganas de felicitarlo por ella.

Es la verdad.

Extraño, echo de menos, el simple buen humor que solo he visto sobre todo al sur de España y en Latinoamérica, además de en algunos africanos (muchas nacionalidades más no he conocido de cerca).

No exagero.

El mal humor que se gastan algunos de mis convivientes en este país puede llegar a hacerte creer que todos los alemanes son así, especialmente en esos días en los que todo el mundo se queja por lo mismo: que mucha nieve, que mucho calor, que no llueve hace semanas, que cuándo dejará de llover. (Menos mal que tienen para comer y para hacer una o dos vacaciones al año, diría una de mis tías.)

Entonces, como maná caído del cielo, te vuelves a encontrar con gente que te hace revivir la esperanza en la humanidad.

Este empleado de la ADAC es uno de ellos.

Ya lo dijo la Susanita de Quino de forma magistral. ¿Cómo era?

“Amo a la humanidad. Lo que me revienta es la gente.”

Lo sé: el ser humano es un especialista en desear lo que no tiene.

Ojo que esta característica ha sido, fue, una ventaja en nuestra evolución.

De no haber sido así, todavía estaríamos recolectando granos en las praderas africanas y peleándonos por la fruta con otros monos en los árboles. No habríamos aprendido a hablar siquiera.

No existirían el papel higiénico ni los zapatos. (Y el llamado y parcialmente inventado terrorismo no sería el mejor negocio de ciertos grupos de poder de varios países a los que ahora se sumará con toda seguridad Rusia.)

Ahora que menciono lo de que el ser humano es un especialista en desear lo que no tiene, recuerdo el caso de un amigo o conocido que tuve.

Soñaba con tener un Porsche.

Ese apellido alemán estaba en cada tres o cinco frases de cualesquiera de sus conversaciones.

-¿Por qué no te compras uno? -le pregunté una vez que se puso especialmente pesado y severo con el temita de marras y sabiendo que podía pagarse un aparato así.

-Ya lo he pedido -me respondió, con esa sonrisita que solo he visto en adúlteros profesionales.

Pasaron las semanas, dejé de verlo.

Cuando nos volvimos a encontrar, jugó a embestirme con su juguete nuevo. Me hizo pasar un susto tremendo.

-No te atrevas a volver a hacerlo -le dije-. No quiero volver a la cárcel.

Por lo menos pude asustarlo un poco con ese invento.

Conversamos un poco, quiso llevarme a pasear en su juguete adulto, pero le dije que no. Entre otras cosas porque nunca he podido entender por qué muchos hombres se hacen en los pantalones de placer cuando escuchan el ruido de un motor y sueñan con subirse a esos aparejos metálicos motorizados.

¿Qué les fascinará?

¿La sensación de cabalgar un brontosaurio mecanizado?

¿Las vibraciones en el trasero cuando este brama (o eructa), es decir, cuando se ponen en marcha los caballos de fuerza?

Yo he subido a un par de ellos: son bajísimos, incómodos y retumban y vibran como el motor del camión de la basura.

Lo sé.

Lo que les fascina es la sensación de superioridad, de control sobre los demás.

Una simple presión del pedal, un simple juego con el tobillo y todos los demás quedan atrás como muñequitos.

Bueno, eso es más o menos lo que consiguen también muchos -tanto metafórica como ‘realmente’- con las drogas, ¿no?

-¿Y cómo te va con tu nuevo Porsche? -le pregunté, sin entender su rígido ceño.

-El color es una mierda -me respondió, con el tono de voz de quien acaba de descubrir que su novia tiene testículos.

Me despedí de él. Sabía que el color de un automóvil no es algo que se pueda cambiar así nomás y que cuesta medio ojo de la cara.

Sabía también que mi amigo nunca estaría contento con lo que tuviera. Que cada nueva meta que se pusiera sería también su propia limitación y su insatisfacción garantizada.

El empleado de la ADAC se despide sin hacerme perder más tiempo.

Por suerte, llego al taller sin inconvenientes.

Le entrego las llaves al mecánico, un portugués criado en Alemania y casado con una rubia colombiana de ascendencia alemana. Me dispongo a regresar a casa.

Me esperan 7,2 km googlianos de recorrido.

El paisaje a la vista se me antoja la imagen campestre de un gigantesco televisor.

No es nada, me digo.

Recuerdo los 20 kilómetros o más que recorrí de adolescente por la Panamericana Norte con un amigo toda una tarde, esperando que nos jalara alguien.

Llevábamos nuestras mochilas a la espalda y nos creíamos unos aventureros.

La suerte quiso que unas muchachitas nos confundieran (por lo menos eso dijeron) y le rogaran a su padre que detuviera su camioneta en pleno desierto.

No sé qué hubiéramos hecho en ese enorme descampado, un arenal de decenas de kilómetros. Empezaba a anochecer y la próxima estación de servicio todavía estaba a varios kilómetros más adelante.

Esta vez estoy en terreno no desconocido. Al pie de la civilización, por así decirlo.

Me despido del portugués y camino hasta el paradero del autobús.

Según el plan horario, acaba de pasar tres minutos atrás.

Mala suerte.

Tengo tres posibilidades: esperar media hora hasta que llegue el siguiente, caminar esperando que mi suerte mejore o tomar un taxi. Unos 15 euros esto último, unos 23 dólares.

Conozco más o menos la zona. He pasado muchas veces en automóvil. Es un lindo día, frío pero con sol, ideal para andar un poco.

Empiezo a caminar.

Llevo un libro emocionante conmigo: una antología del poeta Antonio Cisneros (Lima, 1942), para muchos el poeta peruano vivo más importante. O algo así.

(A Cisneros me lo encontré una vez en un bar de Colonia.

En verdad fue al revés, porque como yo trabajaba allí, él fue el que me encontró a mí. Conocía su Canto ceremonial contra un oso hormiguero, pero no se lo dije. Por esas cosas de la vida, terminamos cantando rancheras, boleros y valsecitos peruanos de madrugada en el departamento de una colonesa. Completamente borrachos, se entiende.)

No he avanzado cien metros, cuando escucho el ruido de un vehículo mayor, giro y veo que se trata del ómnibus que ya tendría que haber pasado.

Quiero hacerle una seña al chofer, pero me inhibo: estoy en Alemania, no en el Perú. En este país los vehículos del transporte público paran solamente en los lugares destinados para ese efecto. Y nada más que en ellos. Puede morírseles la madre dentro, pero los tipos no se detienen sino en los paraderos oficiales para recoger pasajeros.

El conductor me mira al pasar. Me lo quedo observando neutralmente.

¿Qué pensará?

El error es suyo, no mío.

Como el clima se mantiene benigno, me apresto a seguir caminando.

Avanzo un kilómetro y llego al final de Lövenich, el barrio donde me encuentro. Es el último de esta zona de Colonia. Más allá empiezan los verdes campos y otras juridiscciones, la periferia de la gran ciudad.

Varias veces pienso en estirar el brazo y tirar dedo (hacer ‘autoestop’ dice la Academia). Pero me vuelvo a inhibir. Estoy contento, por lo demás, con el libro que llevo en las manos.

Se trata de una versión bilingüe.

Hojeándolo, me doy cuenta de que quien ha hecho la traducción es un conocido, Carlitos Müller, un alemán que debe llamarse Karl, pero todo el mundo conoce como Carlos o Carlitos.

Lo conozco por la tertulia a la que asisto irregularmente (es uno de los organizadores) y porque fue él quien me proveyó de uno de mis primeros trabajos aquí en Alemania, como locutor de la Deutsche Welle.

Como la vida es una tómbola, también compruebo que quien ha escrito el interesantísimo colofón, el escritor y periodista español Ricardo Bada, estuvo sentado precisamente a mi lado hace un par de semanas en la presentación de un libro en la Feuerwache de Colonia.

Avanzo por los campos. Estoy acostumbrado a esas caprichosas coincidencias de la vida.

Los automóviles pasan raudos y sé que muchos conductores deben pensar que no debo estar bien de la cabeza.

Bueno, esto último ya lo sé, así es que no es motivo suficiente para cambiar mis planes ni alterarme la conciencia, me digo.

Cinco kilómetros a campo traviesa con un libro de poesía en las manos.

La idea me empieza a gustar.

El sol arriba parece estar de acuerdo.

Debe haber unos 10°C. Voy con la indumentaria adecuada, he bebido y comido lo suficiente.

El placer de la lectura aumenta con la distancia recorrida.

Los más de 5 kilómetros restantes los empiezo a asumir como un reto agradable.

La poesía se encarga de devorar las distancias.

.

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HjorgeV 30-03-2010

LA OSCURA DEL HOMBRE (Engendro)

.

Y entonces fue la luz.

La oscura del hombre.

El chorro negro y putrefacto que ya no es sangre

colgando de sus costillas.

.

(Ahora, arrodíllate y repite conmigo:)

Despiértame señor

(decirlo rápidamente, casi atropellando las

palabras),

tú que no existes sabes

del dolor en la frente, pero desconoces el sudor tumba

en el torso

del que respira y rasca la tierra boca arriba.

(Respira. No ha llegado todavía el final.)

.

Oh, creador, tú que domingo a domingo te desconoces

en las réplicas de tu rostro, ¡repica en tu campo!

¡Mesías, hágase tu voluntad pura tierra!

¡Detén tu invento ya!

Quita esta maldición del hombre.

(Solo un instante más y habrás terminado.)

¡Despierta ya, inhumano ser!

.

(Vuelve a respirar ahora.)

.

Y entonces fue la luz.

La oscura del hombre.

.

¡La mezquindad de llamar murmuraciones al sufrimiento ajeno!

.

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HjorgeV 28-03-2010

DOS DE PIRATAS

TRADUCIENDO PARA UN PAR DE NIÑOS EXIGENTES

A punto de terminar la jornada, antes de sentarme a escribir estas líneas, me sirvo una buena copa (es un vaso, en realidad) de espumante.

Sé que estoy corriendo el riesgo de quedarme dormido frente al teclado (acabo de escaparme por los pelos de una buena gripe y siento mi cuerpo deseoso de una buena terapia de sueño), pero la vida no se llamaría vida si no se corrieran ciertos riesgos.

Por lo menos este es trivial, pacífico e inocuo, me digo.

Antes, al momento de leerles el cuento de buenas noches a mis hijos bilingües, ya había notado cierta lentitud mental de mi parte.

Como les leo en dos idiomas, alternando el castellano con el alemán (en un mismo cuento), siempre tengo que traducir e interpretar al vuelo mientras voy leyendo. Por lo general, del alemán -la absoluta mayoría de sus libros están en el idioma de este país- a mi idioma materno y lúdico.

(Los niños aprenden un idioma jugando. Por eso, tal vez no haya nada más pernicioso para el buen aprendizaje que la disciplina idiotizante de una escuela de idiomas.)

Esta noche el tema fue el de una banda infantil de piratas comandada por una muchachita, tema que me dio más de un problema de adaptación de términos.

Debo aclarar que tengo que leer todo como si estuviera escrito realmente, para evitar las quejas, sobre todo del menor (de 5), quien últimamente ha empezado a reclamar que prefiere que le lean “en el idioma que habla en el nido”.

‘Nido’ es uno de los términos que se usa en mi país para lo que en España se llama guardería. Los otros dos términos son kindergarten (palabra alemana que significa ‘jardín de niños’ o ‘jardín infantil’) y ‘jardín de la infancia’, es decir, una traducción de la anterior.

En plena lectura me di cuenta de que desconocía una serie de términos marineros.

(Me levanto un momento para traer el libro en cuestión.)

¿Cómo se dice en castellano ‘Bug’, ‘Mastkorb’, ‘Strickleiter’, ‘Reling‘?

Tuve que improvisar como nunca para buscar palabras o imágenes que reemplazaran a ‘proa’, ‘cofa‘, ‘escala de cuerda’ y ‘borda’ o ‘barandilla’.

Por lo menos sabía que la expresión ‘Mann über Bord!’, aunque traducida literalmente es ‘hombre sobre la borda’ (o sea, como dice la Academia, ‘canto superior del costado de un buque’) significa ‘hombre al agua’, y sabía que ‘Deck’ es cubierta.

Pero para todo el resto tuve que hacer malabares, repito, para disimular que estaba traduciendo al vuelo.

Aunque parezca inverosímil, más problemas he tenido traduciendo para mis hijos que haciéndolo como un trabajo entre adultos.

Con ellos no me puedo permitir ningún error, porque notan enseguida cualquier interrupción del flujo narrativo.

LA VANIDAD JA, JA, JA, JA

Esta entrada debía llevar el título anterior.

Tenía pensado ocuparme de la vanidad de los escritores, a partir de un artículo del escritor Daniel Alarcón.

Después me ganó el cansancio, me puse a pensar -y escribir- sin habérmelo propuesto sobre las dificultades de un traductor e intérprete y luego me di cuenta de que había una coincidencia de temas.

El artículo en cuestión –La vida entre los piratas– me hizo reír un buen rato, especialmente con su final ingenioso.

Alarcón es un caso especial.

Siendo peruano, sus obras se traducen al castellano. (Su traductor es Jorge Cornejo Calle, ¿otro peruano?)

Alarcón vive en EEUU desde los 3 años, se crió en Alabama y escribe en inglés.

El tema de su artículo es la piratería editorial en el Perú.

Para los que no lo sepan, hay que explicar que muchas calles limeñas son un ejemplo de cultura callejera.

Lo he vivido.

Basta detenerse en un semáforo, bajar la ventanilla y abonar la mitad o la tercera parte de lo que se pagaría en una librería por un ejemplar para obtener inmediatamente cualquiera de los más exitosos títulos literarios del momento.

Alarcón cuenta que ese servicio llega hasta las playas del sur de la capital peruana y que la piratería editorial en el Perú mueve tanto dinero como los ingresos del sector legal y da trabajo a más gente que las editoriales y las librerías legales juntas. Hay que imaginárselo.

También cuenta cosas que un alemán -un europeo cualquiera, vamos- no creería.

Un ejemplo: el premiado novelista Alonso Cueto suele recibir informes de ventas de un vecino suyo que vende sus propias novelas (las de Cueto) pirateadas.

Lo que al comienzo le parecía al novelista un despropósito, un absurdo y una abierta conchudez (perdonen el adjetivo, no el sustantivo), ahora no le molesta.

Lo que le irrita es que el vendedor de marras le ande sugeriendo temas literarios que podrían vender más.

¿Cómo reaccionaría usted, lectora, lector improbable, si un libro o una obra suya fuera pirateada?

De entre todas las reacciones posibles, quiero imaginarme, son dos las más comunes (y no excluyentes entre sí, necesariamente):

Vanidad e indignación.

Pongo como ejemplo al bufo culto, desvergonzado y presidenciable llamado Jaime Bayly, quien además es un escritor con varias novelas en su haber.

Él es uno de los pocos a quien la piratería le tiene sin cuidado.

Tiene suficientes ingresos y ve el hecho de ser pirateado (su obra, no él) como un halago para su vanidad de escritor.

Pero su caso es una excepción.

(La vanidad de los escritores es tan grande como la de cualquier otro oficio.

La diferencia estriba en que un escritor puede hacer un tema de su propia vanidad.)

Alarcón termina su artículo con una confrontación.

Preocupado porque su libro seguía sin ser pirateado (una especie de termómetro del éxito comercial y del interés del público), se entera de pronto de que ya ha pasado al limbo de los pirateables.

Cuando finalmente, tras recorrer las calles limeñas, se encuentra con un vendedor de la versión bamba de su nueva novela, se acerca a él.

Reproduzco el diálogo:

En cuanto pude, crucé la calle y le llamé mientras señalaba mi libro.

«¿Cuánto?», grité.

Me miró sorprendido; probablemente no estaba acostumbrado a vender a peatones.

«Doce soles», dijo.

«Diez».

«No sea codicioso. Es nuevo. Me ha llegado hoy».

«Ya sé que es nuevo», dije. «Lo escribí yo».

Me miró como si estuviera loco. Estábamos en la mediana, muy estrecha, con el tráfico de la tarde pasando velozmente a nuestro lado. Dejó los libros en el suelo, los alambres apoyados contra la pierna. Saqué mi cartera y le mostré mi carné de identidad. Él lo agarró e inspeccionó mi nombre y mi foto, moviendo los ojos entre el carné, el libro y mi rostro.

(Había supuesto que Cornejo, el traductor era peruano, pero veo que el diálogo tiene una palabra improbable -‘codicioso’- en boca de un vendedor ambulante y otra inusual en el castellano del Perú, ‘mediana’, para referirse a lo que en mi país se llama ‘berma central’.)

Después de discutir por el precio, argumentando ser el autor del libro, Alarcón cierra la transacción.

Antes de que se me cierren los ojos, transcribo el final:

«Me está robando», dije.

Era más una queja que una acusación.

Para mi sorpresa, Jonathon asintió. «Ya lo sé». Casi no se oía su voz por encima del ruido de la calle. «Pero yo soy pequeño».

No sé por qué, me pareció una confesión aplastante. Me sentí fatal. Y me pareció que Jonathon también. Dejó caer los hombros. Seguía con los libros apoyados en la pierna.

Saqué mi dinero, un billete de diez.

Él sonrió.

Como es natural, puesto que estábamos en Perú, lo primero que hizo fue comprobar si el billete era falso.

.

.

. . . HjorgeV 25-03-2010

EXAGERACIÓN Y MUNIFICENTE (Engendro)

.

La noche menguaba.

La luna emparentaba horizontes con

terquedad blanca más allá de las ventanas del hotel.

Mi lengua muda y mi corazón despierto

eran mi vigía.

Y mi tortura. El fenecimiento de todas mis fuerzas.

La diosa de cera a mi lado quemaba como un

aerolito recién caído.

.

Había sido una historia perfecta:

la compañía aérea

pagaba hotel y viáticos.

Doña Fortuna nos ponía a los dos en la puerta

del aeropuerto buscando el camino al hotel.

Tú, bella hasta la exageración y munificente.

Yo, alguien que a veces busca las razones

de las cosas escrutando sus zapatos.

.

Al día siguiente cada quién volvería a lo suyo,

a su rutina y a su destino, a su propia forma

de acercarse a esa escotilla del submarino de la vida

llamada muerte.

Nunca más nos volveríamos a ver.

.

Sentíamos boba la sangre en las venas.

No conozco Bogotá, te dije.

Me han dicho que puede ser peligrosa, replicaste.

Bah, fue toda mi respuesta y miré para otro lado

para evitar la visión de tu rostro.

Me habías regalado, ya, demasiadas palabras.

Eso no vale como respuesta, comentaste.

Luego

reíste y ya no paraste de hablar.

.

La conversación nos llevó -por esas cosas que solo

sabe nadie- a los vanguardistas.

La cena a Vallejo y a los cursos de tu universidad.

Los surrealistas los dejamos para el momento de las

sábanas y la ducha compartida.

Así que sigues camino a Colonia, comentaste antes,

para acompañar tu primer roce de mi cabello.

«Qué pena», sonreíste.

Increíblemente.

¿Y tú a Ámsterdam, no?, fue la réplica

que me hizo sonrojar.

«Nunca fue Ámsterdam tanta pena», se me ocurrió

añadir, antes de pasar a perdernos en

la confusión de nuestras

pieles.

Empezando por la sal que acababa de posarse sobre

tus labios.

Caída desde tus ojos.

.

Nunca más nos volveríamos a ver.

.

.

..HjorgeV 23-03-2010

EPPUR SI MUOVE

Domingo de lluvia. Domingo de sol.

Contemplando el horizonte por el ventanal de la sala (va del techo al piso, casi de pared a pared) me pesco a mí mismo en mi contemplación.

¿Qué hago aquí?

¿Cuántas veces mi tendencia a treparme a las cosas o a una situación en concreto, como un animalito invisible con tendencia a la contemplación del paisaje o la escena que lo rodea, me ha jugado pasadas como esta?

Estoy. Pero no estoy.

(Soy el ojo de una cámara que pende del techo.)

Suena el timbre.

Como traído por los ángeles en los que no creo (ni en su jefe), aparece en el vano de la puerta la silueta de uno de los tres niños de una pareja vecina.

Tiene apenas cuatro años, la mirada del malandrín que quisiera ser y una taza vacía en las manos.

¿Qué desea?

Si le podemos dar un poco de leche.

Sonrío, porque la escena es surrealista.

Un niño, una mañana de domingo alemán, con una taza vacía en las manos preguntando por un poco de leche.

Es hijo de una familia más o menos promedio de este pueblucho semirrural de las afueras de Colonia.

De una familia de dos automóviles nuevos en la entrada, casa de jardín anterior y posterior, y de dos y hasta tres vacaciones al año.

Él se las pasa volando por toda Europa en viajes de negocios. (Cuando finalmente hace una pausa en casa, se desvive por el golf.)

Ella -estamos en Alemania- lleva sola la casa, hace de Taxi Mama gran parte del día, se da tiempo para correr por las mañanas y alguien le debe ayudar una o dos veces por semana con la limpieza (revolución) general de la casa, tal como se usa en este país.

Y, sin embargo, si muove.

La leyenda dice que obligado por la Santa Inquisición a abjurar de su visión heliocéntrica del mundo (el sol -el Helios griego- como centro alrededor del cual se mueve la Tierra y no al revés), el astrónomo, físico, matemático y filósofo italiano Galileo Galilei susurró una frase en el tribunal tras su abjuración formal:

«Eppur si muove».

Que significa, más o menos: ‘Y, sin embargo, se mueve’.

Vale decir, digan lo que ustedes digan señores de la iglesia, diga lo que yo diga, la Tierra no dejará de dar sus vueltas alrededor del sol.

Lo que pensamos no altera en un átomo la realidad.

No, directamente, al menos.

(No era moco de pavo ese acto de Galileo: de no haber abjurado, es decir, renunciado bajo juramento a su posición, este genio del Renacimiento habría ido a parar a la hoguera o a otro método -menos humoso pero- igualmente mortal de la Iglesia de ese entonces.)

Hago un gesto para rechazar la taza de mi jovencísimo vecino y le digo que me espere un momento.

De la refrigeradora -de la máquina que refrigera- tomo una caja de las varias de leche que tenemos. Escojo la marca preferida de mis hijos menores. (“La que cuesta el doble”, he escuchado llamarla a una señora en el supermercado.)

El niño pone cara de incomodidad y yo le digo que no hay problema, que tenemos suficiente para el fin de semana, que puede llevarse el litro entero.

Se va sin decir gracias.

Mi hijo de 9 me queda mirando y yo sé que se ha dado cuenta de que el vecino no ha agradecido el préstamo (o regalo, da igual).

Vuelvo a pensar: Eppur si muove.

La frase de Galileo tenía, claro, otro sentido: sintetizaba la testarudez de la fe religiosa frente a la evidencia científica.

Reducida y adaptada la frase a una versión doméstica y silvestre tendríamos: Y, sin embargo, nos quedamos sin leche en un domingo de sol y de lluvia.

De paso, en la mirada del niño he creído reconocer el gesto del rapazuelo que los seres humanos llevamos dentro: el gesto de la rapiña, del que corre para ponerse a salvo una vez cogida la presa, el alimento, el botín.

Es la misma actitud que nos permitió sobrevivir como especie antecesora al salir de África separándonos de los chimpancés, y enfrentándonos a nuevos escenarios, nuevos peligros, dificultades y enemigos.

La misma actitud que nos ha permitido “conquistar” todos los rincones del mundo a punta de rapiña (conquistar no es sinónimo de destruir), quitando a otros (la vida a otros animales y plantas, el alimento o la misma vida a nosotros mismos) no solo para sobrevivir sino también por simple medrar.

Ha sido un largo camino.

Naves espaciales, viaje a la Luna; Youtube, computadoras que antes ocupaban el espacio de toda una casa y que ahora caben en un bolsillo; microscopios y telescopios; modernos sistemas de transporte y locomoción, automóviles que viajan a velocidades increíbles casi sónicas; edificios inverosímiles, fortunas de una sola persona que superan las de países enteros.

Y, sin embargo, nos quedamos sin leche para el domingo.

Y, sin embargo, podemos fallar en lo más elemental.

Regreso al ventanal.

Mi comparación es necia.

Ha dejado de llover y el sol golpea ahora fuerte sobre la superficie de esta parte teutona del planeta.

Apenas un par de kilómetros más allá, en dirección norte, veo un manto blancuzco que se descuelga de un racimo de nubes grises y baja del cielo hacia la tierra como las cortinas de un gran teatro climático.

Desde lejos no lo puedo ver, pero sé que son gotas de una inmensa capa de lluvia.

Mis hijos -bilingües- están entretenidos con una serie que yo veía de niño, Los Picapiedra.

Es la magia de la Red, la de Youtube en particular. Y es mi forma particular de conseguir que refuercen su vocabulario en castellano.

Me acerco a la nueva caja tonta.

Los contenidos de la serie son para sonrojarse. Pero de vergüenza ajena.

¿Debo permitir ver esto a mis hijos?

Recuerdo el inicio de una película (¿Indiana Jones?) que estábamos viendo en familia.

En una de las escenas iniciales, un hombre golpea a otro en plena mandíbula y lo hace volar un buen trecho por el aire.

-¡Cómo puedes permitir que tus hijos vean esto! -me preguntó mi esposa.

-Por favor -le dije-, es solo un puñetazo. Si hubiera puñetazos en vez de balazos y bombas otro sería el mundo.

Quise argumentar que había muchas películas y videojuegos verdaderamente violentos y violentistas, pero la misma película se me adelantó, viniendo en mi ayuda. (“No me ayudes, compadre”, era una frase que no entendía de niño.)

En la siguiente escena, un tipo frente a una hilera de otros hombres levanta su metralleta y los cose en un instante a balazos.

Vuelvo al presente.

El cielo se vuelve a nublar.

Nos miremos por donde nos miremos, nos veamos por donde queramos, nuestra entidad humana es un cúmulo de contradicciones tristes, chistosas, trágicas, curiosas, fatales. Perversas.

Detrás de todo portento hay miseria, desolación y desventura escondida.

(Parodiando la Rima XXI de Bécquer, El Roto lo acaba de decir de forma especialmente graciosa refiriéndose a uno de los temas actuales: «¿Qué es piratería? Tú me preguntas, mientras introduces en mis aguas kilómetros de redes… ¡Piratería eres tú!»)

Por estos lares alemanes se acaba de desatar un escándalo de imprevisibles consecuencias. (Lo de ‘imprevisibles’ es un decir, todo quedará en nada, o sea, más o menos como siempre.)

La iglesia alemana ha empezado a reconocer decenas de casos de abusos sexuales por parte de sus miembros y empieza (¿empieza, he dicho?) a quedar claro que sus jerarcas han sido sumamente indulgentes con sus abusadores sacerdotes (adultos) y especialmente amnésicos e injustos con las víctimas (niños).

También ahora se sabe que Ratzinger fue en alguna -gran- medida cómplice del sacerdote pedófilo y pederasta Peter Hullermann, ocultado por la Iglesia en Baviera en 1980 cuando el actual Papa era obispo en Múnich, .

La Iglesia sabía de las advertencias del psiquiatra que había tratado a Hullermann y, sin embargo, hizo caso omiso de informes tan claros como los que decían que “no debía volver a trabajar con niños” y de que se trataba de un pederasta que “no manifestaba intención de cambiar”.

El actual Papa permitió que volviera a trabajar (con niños, además) a pesar de las acusaciones por abuso sexual y de las advertencias médicas. Cuando Hullermann volvió a abusar de un menor, Ratzinger ya se encontraba en Roma.

Mientras veo por el ventanal de la sala que un manto oscuro y cercano de nubes me impedirá leer en el paseo diario (y obligatorio) con nuestro perro que me espera, me imagino a Galileo Galilei frente al tribunal de la Santa Inquisición.

-¿Abjura de su afirmación canalla según la cual el sol es el centro del mundo y no la Tierra?

-Sí, abjuro. ¡El sol se mueve alrededor de la Tierra, su señoría católica!

-Muy bien, muy bien, hijo mío.

Cuatro siglos después, sigo escuchando el susurro de Galileo.

A pesar de las evidencias científicas (y empíricas) de que debajo del manto ilustre de tecnología y ciencia, de cultura y arte y religión del hombre se esconde una serie de tendencias e inclinaciones perversas y criminales, la tozudez humana calla.

O miente.

Eppur si muove.

.

.HjorgeV 21-03-2010

DOS PÁGINAS DE MI CUADERNO (Engendro)

(CUADERNO CONTABLE)

.

El avión está por llegar

a su destino.

Solo le quedan dos páginas

libres a mi cuaderno contable.

(¿Quién limpia los

aviones?, inquiere un niño a mi lado.)

Que son como los dos últimos dientes

de un mendigo que ya perdió

la noción de las letras i-l-u-s-a-s.

.

Lo que existe allá abajo lo inventó

un señor que ahora está

fugado,

sin orden de captura.

.

Lo que existe aquí en mi corazón

lo patentó un señor un 7 de un mes

de un año que ya hace mucho

ha olvidado la administración.

.

Llega el descenso.

Juro que no voy a salir corriendo

si alguien gritara que fuera está alguno de los dos

señores.

.

Los pasajeros somos dos ojos graves

inquiriendo

de qué materia está

urdida realmente la vida.

En nuestros vientres ha viajado la

esperanza

a seiscientos kilómetros por hora.

Para saberlo hemos abierto un

oscuro boquete en el cielo.

.

Solo le queda una página a mi cuaderno.

Una página en blanco es como un animalito

muriéndose de frío.

.

(El conejo de mi hija menor

también ha muerto.

Lo enterraron los chicos

en el campo

cuando estaba a punto

de oscurecer.

Llevaban rostros contritos

incapaces de entender la

muerte. En eso nos parecemos

a los niños.)

.

Mientras el avión continúa su vuelo,

Cierro los ojos pero no por miedo.

Soy apenas un átomo de humanidad que piensa

y canta en silencio.

Golpeo mis rodillas.

Estoy aquí.

.

Floto e ignoro,

soy alguien que se baña y lee, y al que

a veces le

duelen todas las muelas de este mundo.

.

Nada más cabe en mi bolsillo.

.

Deseo apenas que sepas

volver a regalarme

la bondad de cuaderno nuevo

de tus manos

cuando te vea.

.

Deseo que la voluntad de tus

labios la escribas a mano y a piel

desde el centro de mi espalda.

.

Ya no estoy lejos de ti.

Apenas nos separa una escalera de avión.

Y un par de funcionarios.

.

HjorgeV 18-03-2010

GUILLERMO CABRERA INFANTE: EL LIBRO DE LAS CIUDADES

Buscando en casa un libro para uno de mis paseos (para caminar leyendo o leer caminando) encontré en un estante uno que había olvidado y cuyo re-descubrimiento me produjo enseguida un entusiasmo inusual.

Me estoy refiriendo a El libro de las ciudades de Guillermo Cabrera Infante (La Habana, 1929-Londres, 2005).

Para empezar, este libro no es un libro.

Mejor dicho, no debió ser concebido así por Cabrera Infante. Se trata más bien de una colección de artículos del autor de muy diferente fecha e intención varia.

Así, hay alguno (de 1977) dedicado a la ceremonia inglesa del té, junto a otros que reinciden en Londres (la segunda patria del cubano) y que muchas veces repiten la temática e incluso datos concretos.

ENTREVISTA DE JOAQUÍN SOLER A CABRERA (1976)

Patentemente, los artículos incluidos no fueron concebidos como partes de un libro.

Esto, sin embargo, es -a la vez- la ventaja y la desventaja de este interesantísimo compendio de artículos.

Me explico.

Por un lado, deja expuesta al aire como una fea herida la maniobra del editor (haciendo creer con el título lo que no es).

Por otro, gana con la absoluta libertad estilística de cada uno de los artículos. La falta de unidad le confiere cierta gracia agregada, el atractivo de la variedad bien usada.

Alguno de ellos parece la variación jazzística de otro(s): los años pasados en Londres no podían pasar desapercibidos en la obra de un autor del que ya se ha dicho que se pasó la vida -y su obra- escribiendo la novela de su vida.

En otro artículo, el dedicado a la Ciudad Luz –París lue par– el lector se enfrenta a un ejercicio literario que de golpe lo deja estupefacto, especialmente si no domina la lengua francesa (la lingüística) ni conoce la obra de cierto autor francés del siglo XIX.

En París lue par (‘París leído por’) salvo un inicio en castellano, la mayor parte del texto (más o menos 33 líneas contra 27) está en francés.

Tiene algunas frases que empiezan en nuestro idioma pero terminan en el otro. Luego sigue media página entera -de las dos totales- solo en francés, para terminar, finalmente, en castellano.

Cabrera era dueño de una interesante erudición.

En París lue par nos juega, sin embargo, una pasada.

Afirmando no haber pisado sino una sola vez la capital de Francia (cuando tenía 14 años: “Nunca había estado en París, nunca después estuve”, “El año era 1943 y París estaba ocupada”), nos intercala más de medio texto en el idioma de Sartre y Le Clézio.

¿Qué pretendía?

Recién en la última línea se aclara el misterio.

“La ciudad es en efecto la creación de Guy Maupassant”, nos dice allí, cerrando el artículo.

Quien no ha leído a este último autor francés, no puede saber que Cabrera ha ido intercalando en el texto líneas enteras de la novela Bel-Ami (1885) de Maupassant.

(Bueno, yo tampoco lo he leído, pero me he tomado el trabajo de desentrañar la sibilina boutade cabrerainfantil; vamos, su fanfarronada.)

En otros artículos, ese empeño erudito resulta -como siempre debería ser- un viaje excitante y satisfactorio.

(Aunque también está el artículo dedicado a los templos consumistas de Londres, titulado -oh, qué revelación- con el nombre de su segunda esposa y compañera del resto de su vida: Miriam Gómez va de compras. El cual, personalmente, pasé dando un salto por encima y tapándome la nariz.)

El libro de las ciudades, sin ser lo mejor del maestro cubano del retruécano y la paronomasia, es un libro interesantísimo y singular.

(Queda por ver qué hubiera escrito de haberse propuesto dedicar expresamente los capítulos de un libro a las ciudades por las que pasó o vivió.)

Los malabares lingüísticos de Cabrera Infante pueden hacer pensar en un payaso sumamente inteligente y culto, sin que esto tenga absolutamente nada de ofensivo.

Al contrario, los mejores payasos no solo hacen reír y maravillan (pienso en el genial Popov, por ejemplo), sino que dan qué pensar y siempre dicen algo profundo con sus acciones.

(Los peores payasos son los de las caídas y empujones, los del ketchup y las bofetadas zotes.)

Lo que sí llama la atención de este libro no libro sobre ciudades es la parcial ausencia de sus dos grandes temas: la libido (autolubricante y autoexcitante) (y digo esto a pesar de que uno de los artículos lleva el título de Taxi y sexo) (tranquilos, no es lo que se imaginan) y su recalcitrante anticastrismo.

Infaltable, eso sí, su amor por el juego con las palabras.

Especialmente su gusto por la aliteración.

Es decir, por la repetición consecutiva y -en su caso- muy cercana de un mismo fonema o fonemas similares o hasta de palabras (y frases) enteras apenas diferenciadas por una sola vocal o letra.

Su peculiar gusto por la rima inicial, final e interna, tan característica y genial en toda su obra.

El gusto, en fin, por la sonoridad rítmica de las palabras de este habanero, escritor, guionista y crítico cinematográfico y Premio Cervantes de 1997.

Visto así, el título de una de sus novelas más conocidas –Tres tristes tigres– no es casual.

Es programa anunciado (en el título).

El choteo cubano y la parodia constituían su forma de respirar literalmente.

Allí está, como otro ejemplo -desde el título-, La Habana para un Infante difunto, otra parodia, esta, de Pavana para una infanta difunta, famosa pieza para piano solo de Ravel.

El 16 de noviembre de 1996 dio en París una  charlaArs poética o El oro de la parodia – que inició así:

Esta charla debía llamarse «Parodio no por odio». Pero creí que si tenía un título en latín ustedes pensarían que soy un hombre culto, cuando soy un hombre oculto.

(De paso, descubro un error obvio en la fuente citada. La frase de Goethe debería ser: «Nunca he hecho un secreto de mi enemistad por las parodias».)

Transcribo parte de esa charla para ilustrar lo aquí expuesto:

Creo que es pertinente avisarles que soy el único escritor inglés que escribe en cubano y el único escritor cubano que escribe en inglés de Inglaterra. Pero la parodia da para más. Paridora. Para reidora.
Hablando de improbables ingleses, quiero recordarles un dicho inglés que dice que la familiaridad engendra siempre desprecio. Es por ello que tantos proverbios, lemas, refranes, aforismos y frases hechas, además del ocasional jingle oído por la radio, que la televisión hace odiovisual —y en esta palabra, odio viene de detesto no de texto—, nos parecen insoportablemente familiares, más odiosos que sosos. Alguien observó que el primer hombre que comparó a la mujer con una rosa era un poeta, pero el segundo, que dijo que la mujer era como una rosa, era un idiota detestable por detectable. Quiero añadir de mi parte que el poeta que cogió a una mujer como una rosa debió sufrir las espinas.
Hablando de poetas, mujeres y rosas, es evidente que de una manera o de otra todos somos idiotas alguna vez en la vida. Creo que fue Andy Warhol, artista pop, quien dijo que todos merecíamos ser idiotas al menos durante quince minutos. ¿O dijo famosos en vez de fatuos? Siempre somos loros literarios, dados a repetir la voz del amo de ocasión. Para evitar parecer ser siempre idiota o loro está el oro de la parodia. (Por favor, que ningún bilingüe entre ustedes acentúe el parecido entre parodia y parrot: pan y parodia para el loro.)

(Un chilango, acaso, podría decir que Cabrera Infante llevaba un mexicano alburero dentro. Los de Café Tacuba, por ejemplo, tienen una canción que dice así:)

“Ya chole chango chilango/ que chafa chamba te chutas/ no checa andar de tacuche y chale con la charola”

De mis primeros años en Colonia, recuerdo una velada literaria con Cabrera Infante de invitado principal.

Fue allá a finales de los años ochenta, cuando ya era uno de los autores más reconocidos de nuestra lengua, aunque apenas conocido en Alemania.

Esa noche seríamos unas veinte personas en total acomodadas en los espacios libres de una diminuta librería colonesa. Más sitio no había en el local.

No puedo olvidar el gesto de “¿Para esto me han hecho venir hasta acá?” en su rostro.

Un Cabrera refunfuñante, pensé entonces.

(Ignorando que esa era una de sus características contradictorias: el lenguaje gozoso proveniente de un rostro adusto, taciturno. No podíamos saber que había pasado por problemas mentales y que un psiquiatra le había llegado a diagnosticar una ‘esquizofrenia temprana’. De la locuacidad había pasado a la taciturnidad, a una especie de mudez, según propia confesión.)

Los presentes no tuvimos la suerte de que soltara su ametralladora verbal y malabarista.

Los dos o tres castellanohablantes presentes, nos dejamos amedrentar por su aparente fiereza y no nos atrevimos a incentivarlo a hablar.

.

con

HjorgeV 15-03-2010

MORADO BERENJENA, FUEGO DE ZAPALLOS Y MANGOS ROJOS

. . .

Le gustaba poseerte en su

automóvil,

al crepúsculo,

cuando el morado berenjena

del cielo parecía parir rebanadas de zapallos

y de mangos rojos

a punto de madurar

y a ti te gustaba contemplar el horizonte

detrás de la ventanilla

tras el amor.

. . .

Entonces

sobre su perfecta estampa de

sole-

dad

bebías de las nubes del deseo

como otros arañan

un instante infinito.

. . .

(Detrás de las estrellas

merodeaba como siempre

el rastreador de universos:

con miedo

de tus posibilidades,

con temor de la fuerza de tu deseo.

El ser humano es el único animal

que al determinar sus sueños”, te asustaba,

programa irremediablemente su infelicidad”.)

. . .

Entonces te asaltaba a ti misma la

duda del momento

y empezabas a temer la espera,

la vuelta del minutero.

La sola mención de una palabra capaz

de invertir el sentido del tiempo

te hacía temblar.

. . .

Ahora has aprendido las distancias

del pensamiento.

Dominas

la vergüenza fiel,

la rabia del cangrejo cuando no consigue

retroceder con su caparazón rumbo

al cielo.

. . .

Él ha acabado convirtiéndote en una imagen

(que es la mejor forma de no perderte a

diario

aunque la peor de no saber quién

realmente eres).

Tú sabes ahora que en

cuestiones de amor

manda

el dolor

no los gatos.

. . .

Entregada (abrazada)

a su espalda bajo los últimos rayos

del sol,

contemplas en lo alto del cielo

el morado berenjena,

y,

al fondo del crepúsculo,

el fuego de zapallos

y de mangos rojos,

y eres feliz.

. . .

El miedo ha quedado por fin en la guantera.

. . .

Ah, amor sobre cuatro ruedas.

Tan cercano del mar,

tan lejano del cielo.

.

.

.

. . . HjorgeV 12-03-2010

EL TREN DE LA VIDA

.

La vida es un viaje

como cualquier otro.

.

Tiene un comienzo y tiene un fin.

Al nacer, tienes en la mano un boleto

para un viaje desconocido

y que no recuerdas haber solicitado.

Al morir, tu boleto ha caducado.

.

Como en todo viaje,

te toparás con sumisos, indiferentes y rencorosos.

Con despistados y autómatas.

Dolidos y emprendedores.

Con los optimistas y con los apocalípticos.

Con contentos y descontentos, con revolucionarios y

retrógrados.

Con aventajados, ventajeros o ventajistas.

Y, de vez en cuando

(reconocible muchas veces por la mirada),

con gente que no sabe, honestamente, qué

diablos está haciendo en su propio tren.

.

Tu propia naturaleza te llevará a buscar a tus pares

por los vagones.

Pero no te engañes:

es solo un ejercicio de reflexión óptica.

Después de todo,

escupir al espejo es cómodo y no está dirigido

a ti mismo.

.

Al morir no habrás llegado realmente

(otra de las grandes paradojas de un viaje

salpicado de ellas):

simplemente habrás viajado.

.

Como toda separación, comportará

un trauma.

.

Pero no olvides que

hay gente que decidió elegir sus itinerarios

y sus propias rutas y fue feliz.

Pero también hay aquella que aceptó lo puesto en el boleto

y lo fue de igual manera.

.

En el camino te encontrarás con

vendedores y compañeros de viaje,

con conductores, revisores y controladores.

Con accidentes, con las burlas del clima

de allá afuera y las vicisitudes y cuitas

de los demás viajeros.

.

Lo tomes a bien

a mal o a peor,

en tu viaje hay una regla irremediable:

primera o segunda clase, controlador o conductor,

a larga (o a la corta) nadie

estará nunca contento con el lugar que

le ha tocado.

(Ni siquiera si ha tenido que luchar

por conseguir uno nuevo en otro vagón.)

.

Tal vez el truco está en tratar de impedir

que ese descontento te anule.

(Y en hacer lo que te gusta con verdadera pasión.)

.

La otra regla también es sencilla.

Pases adelante o atrás,

a izquierda o derecha,

incluso si llegas a conducir el tren:

no podrás detenerlo.

Ni nadie podrá hacer el viaje por ti.

.

No importa cuánto patalees, grites o golpees

tu tren no se detendrá.

(Tirando del freno de emergencia

solo conseguirás llegar más rápido al

mismo destino).

.

El esfuerzo constante por apoderarse

del mando del tren es otra de las

características innatas de sus pasajeros.

.

Otra es que existe la tendencia a cerrar los ojos

cuando se viaja en un asiento mullido.

.

Defiende, por eso, a los más débiles

y no soportes las injusticias.

Aunque sea porque alguna vez

fuiste un débil arrastrándote a cuatro patas y un chupón

en la boca.

O simplemente porque la lotería no se

llamaría así si todo se supiera de

antemano.

.

(O porque resulta que el débil eres tú y

sigues sin enterarte.)

.

Aunque es el tren de tu vida

-con un solo punto de llegada y un solo destino-

no olvides que

es el tren de muchos más.

.

Acaso la única condición que

se podría poner para abordarlo

sea acatar un simple letrero:

.

Usted no viaja solo.

Tiene la obligación de hacer agradable el viaje

de los demás pasajeros”

.

Por lo tanto,

aprende pronto que el caos forma parte

del orden del sistema.

.

Aprende y practica a saludar a tu paso.

(Que el saludo final no te encuentre

desentrenado.)

.

Usa mucho tus ojos y tus sentidos.

No hay ninguna ley que garantice la

felicidad de los pasajeros.

.

Con un poco de suerte, humildad

y mucho trabajo

(este te ayuda a dejar de pensar qué diablos

haces allí o simplemente a olvidar que es un

simple y largo paseo),

habrás aprendido a

apreciar

desde el fondo de tu particular ventanilla

tu propio viaje.

.

.

…..HjorgeV 10-03-2010