ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (II)

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La Pfeilstraße, la calle Pfeil (Straße también se escribe Strasse), se extiende a largo de apenas dos centenares de metros en pleno centro de Colonia.

Pfeil significa ‘flecha’ en alemán y esa es su forma de llegar a la céntrica plaza Rudolf, la Rudolfplatz: como una saeta oblicua que sale de las entrañas urbanas y se dirige a la Hahnentor, una de las 12 torres de vigilancia de la muralla de ocho kilómetros que hemicircundaba Colonia hasta 1890 y de las pocas que aún quedan en pie.

Cuando los políticos sensacionalistas de este país se refieren a los antiguos ‘valores y tradiciones’ alemanes, también se están refiriendo -en un extraño caso de autogol histórico- a esas murallas militarizadas que se construían para protegerse de los vecinos, incluso de los más inmediatos. De los más in-me-dia-tos.

No, no han cambiado mucho las cosas.

Las murallas son ahora más extensas, aunque ni siquiera existan materialmente.

Ya no protegen castillos, aldeas, burgos ni barcelonas. Se levantan en las mentes menos ciudadanas y pensantes, corporizan sus miedos: el peor enemigo humano, pues el miedo y el pánico le impiden al cerebro distinguir entre realidad y ficción.

La gente ya no muere ahogada en su intento por cruzar la fosa que circuye el castillo. Ahora se muere impunemente por miles en ese inmenso foso llamado Atlántico.

Y no es ficción.

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Me he detenido en la esquina de la Pfeilstraße con la Mittelstraße, tras llegar con más de media hora de antelación a mi cita con mi dentista. No sé qué hacer. Me siento como si hubiera perdido, de pronto, mi propio manual de instrucciones y el navegador, y estuviera, yo mismo, perdido.

Al otro lado de la calle, en plena esquina, hay un café con una terraza muy atractiva que la recorre como un resguardo castrense. Cuento las mesas libres. Tres. Pero mi cuerpo no responde. Soy incapaz de ocupar alguna.

Sigo sin convencerme de ser el mismo individuo que se sentó allí mismo un par de décadas atrás, recién llegado a esta ciudad, con la emoción de saberse habitante de, perteneciente al reino de, ciudadano de. Acababa de encontrar un trabajo como profesor de idiomas y no podía terminar de comprender mi suerte.

Mi nuevo periplo había terminado: después de haber dejado París del todo y pasado por Múnich y Monheim, un pueblucho donde tendría que haberme reunido con el ‘amor de mi vida’ (que resultó el fracaso más rápido y rotundo de mis días) que había conocido en la Ciudad Luz. 

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Si, muchas veces, no me reconozco siquiera en mis pasos de un día atrás, menos si sabré si soy el mismo tipo que se sentaba a escribir interminables páginas, mientras rumiaba futuros y pasados imperfectos y percibía la vibración de los gusanillos augurantes de lo porvenir en el vientre.

¿Qué fueron de esas páginas? ¿Qué fue de su sentido?

¿Escribir para saberse existente, para llenar el vacío de las páginas, o sea, de la vida?

*

Sin estar del todo seguro de ser la misma persona que era, que fui ayer, me quedo observando la calle y descubro una fotografía gigante que cubre la entrada de un negocio en reformas.

La foto reproduce una calle temporalmente remotísima. Sospecho -por el tipo de vehículos captados en ella- que debe ser de los años treinta del siglo pasado.

Con la mayor cortesía posible y acento colonés, le pregunto a un anciano que pasa si sabe de qué año podría ser.

De los treinta del siglo pasado, me lo confirma enseguida. Por la rapidez con que responde, debe ser un vecino, de los pocos que quedan en esta zona invadida y absorbida por el comercio. Entonces levanta un brazo y me indica un letrero en la fotografía: Pfeilstraße, leo.

Recién entonces me doy cuenta de que hay dos calles frente a mí que son la misma, y, por un instante, imagino que puedo elegir libremente por cuál de las dos seguir.

Como le sucede a todo el mundo, también a ellas cada vehículo, cada minuto y persona que pasa la altera a su manera.

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Elevo la vista hasta el final (real, actual) de la Pfeilstraße. Me basta comparar las fachadas actuales con las de la fotografía para comprender lo que significó la guerra para esta ciudad.

Destrucción casi total.

Apenas una o dos fachadas intactas a lo largo de doscientos metros.

El resto, construcciones de diferentes épocas posteriores, como en una fea y presurosa carrera.

Puesto que la guerra era contra Hitler, contra el monstruo, todo valía: incluso bombardear monstruosamente a la indefensa población civil.

(¿Hablar de los valores de Occidente después? ¿O mejor de monstruos?) (Como no deseamos ser tacaños, impuntuales, insensatos o contumaces, ese simple deseo nos basta para asumir que no lo somos. ¿Imperfectos? Imposible. Jamás de los jamases.) 

¿Veremos florecer a Alepo alguna vez?

Seguro que ni siquiera habrá un Plan Marshall para Siria.

No somos monstruos.

Somos algo peor.

Humanos.

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¿Por qué no aprovecho la media hora que me queda para sentarme a tomar un café y gozar de los rayos de este agradable, (teutonamente) impredecible y matutino sol, recordando, por ejemplo mis primeros días en esta ciudad?

No acabo de hacerme la pregunta, cuando me sobreviene otra, como una sombra amenazante y sin dueño:

¿Cuántas veces me he pescado, no sin cierto desasosiego, entendiendo que mi memoria bien podría compararse con el menú o la carta de un restaurante?

Muchos la alteran casi a diario. Otros la mantienen más o menos incólume como una reliquia arqueológica a lo largo de décadas, incluso.

Y, de producirse algún cambio, este siempre solo es para sacar alguna ventaja (un producto que está por caducar), salvar dificultades o escollos (deudas, exiguas ventas), o para potenciar alguna comodidad (un plato a incluir u otro a anular porque nadie lo pide).

Pero casi nunca para arriesgar algo. Como la propia memoria.

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Decido que daré un corto paseo por la zona y que llegaré con varios minutos de antelación a mi cita dental, así que giro para reorientarme.

¿No es eso, precisamente, lo que he estado haciendo todos estos años: despertares confusos, días desenfocados, trayectos erráticos, esfuerzos sin guion alguno, pero siempre con el deseo ardiente de enmendarme y volver a empezar, de reorientarme?

¿No ha sido mi vida una reorientación constante, siempre con una meta equivocada, aunque no lo supiera?

Una vida consciente no es nada más que creerse en posesión de la brújula o de imaginarse capaz de recuperarla, de haberla perdido.

Conforme avanzamos por los calendarios, nos reorientamos constantemente.

Empero, no hacemos nada más que eso: reorientarnos, pues la meta la desconocemos. A lo más, nos hemos fijado una alguna vez, algún día.

Y bien podríamos haber elegido otra de habernos levantado ese día con otro humor o con el pie izquierdo.Un simple accidente o la desaparición de un ser querido. El amor que nos abandona. El profesor que deja de creer en nosotros o el libro que no podemos terminar.

La muerte nos pesca siempre en medio de un nuevo intento de reorientación. En pleno nuevo giro; como el que acabo de dar.

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Recién consigo reorientarme al salir del consultorio de la dentista y, como en una serie televisiva, vuelvo a estar ahora en el bolbaguen de Carloncho (Catrin va en el asiento trasero y absorbe las calles de la vieja Lima como si ella misma fuera quien está a punto de partir), el día que abandoné mi país.

(La dentista, griega y excelente profesional, me ha dicho que mi higiene dental es magnífica y le he respondido que ahora solo me cepillo los dientes uno o dos minutos y que al final me los froto con el borde de la toalla. Me ha quedado mirando como si esperara una carcajada tonta de mi parte y he imaginado el rostro reprochante de Catrin desde el asiento trasero.)

-¿Te vas para buscar a tu hijo? -suelta Catrin de golpe. Habla un castellano bastante bueno, con apenas rezagos de la fonética alemana.

-¿Tienes un hijo en Europa? -se asombra Carloncho con una sonrisa inquisidora, sin dejar de sortear el endemoniado tráfico limeño con una soltura que hasta Messi le envidiaría.

Giro la cabeza para reorientarme, o sea, para ver en los ojos de Catrin cuál es su meta, qué pretende con su pregunta. Pero solo veo un profundo signo de interrogación. Unas ganas dementes de arrojarse al vacío a través de sus ojos azul verdosos. ¿Porque la estoy abandonando? ¿No me abandonó ella al contarme de su amor imposible, nada más terminado nuestro primer abrazo sexual?

-En Alemania, en mi patria -añade ella finalmente, como si me considerara un mapa abierto y público.

-¿Qué es patria? -lanzo al aire, para cambiar de tema. Acabamos de llegar a Wilson. Pronto doblaremos por Colmena y entraremos a Ocoña.

El país ha empezado a dolarizarse y apenas días atrás he conocido a un alemán que necesitaba cambiar dólares en Ocoña para comprar el kilo de cocaína que le permitirá rodar una película en su país.

(El famoso dólar Ocoña. Una inflación galopante. Turistas copando una Lima que empieza a derruirse, sin que nadie parezca presentirlo. Siete años después voy a regresar al Centro y el número de turistas que llego a contar no pasará de cinco. Es la guerra civil. La guerra que, en cualquier momento, también podría azotar Europa después de largas décadas de paz.)

El kilo de cloro (clorhidrato de cocaína) que le permitirá cumplir su sueño cinematográfico de vuelta en Alemania y que a mí me encendió la idea de estudiar cinematografía en París.

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HjorgeV 23.07.2018

ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (I)

En el asiento trasero del bolbaguen de Carloncho va Catrin. Yo voy en el asiento del copiloto, apenas consciente de estar habitando mi último día en mi país y de que corro el riesgo de llegar tarde al aeropuerto y perder el vuelo. (De haberlo perdido, habría perdido también esta vida, desde la que transcribo estas líneas; y otro, muy diferente, habría sido el mapa de mis recorridos.)

(Llegaré apenas minutos antes de que parta el avión y seré el último en embarcarme. Por la ventanilla lograré distinguir a través de los ventanales del aeropuerto a una rubia alta que me hace adiós con su walkman en la mano, pero no me atreveré a responderle el saludo a Catrin para no convocar lágrima alguna. Durante el vuelo me arrepentiré de mi mezquindad y haré una lista de lo que más extrañaré lejos de mi patria: casi todas mis tías estarán en ella, además de mi madre y varias personas queridas más; mi idioma, mis libros, cierta música, el cielo color panza de burro —marca registrada- de mi ciudad, el sabor del cebiche.)

Quien conduce el escarabajo es Carloncho, compañero de estudios e integrante del grupo musical que hemos formado en la UNI -la Universidad Nacional de Ingeniería de Lima- con la idea concreta de asentarnos en París. Yo soy una especie de adelantado del grupo. El encargado de preparar el camino a los demás en el nuevo continente. No hablo francés, pero sí inglés y alemán, y todos confían en que no tendré problemas para conseguir lo pactado, pues, entre otros puntos a favor, ya he estado en Europa y tengo varios conocidos en la Ciudad Luz.

Pero no será así. Y, en ese momento, obviamente, lo ignoro por completo.

Catrin apenas dice nada. Carloncho es quien habla casi sin parar, un conversador nato. Cada vez que volteo para ver el rostro de ella tras alguno de los agudos comentarios o preguntas de mi compañero, Catrin mira hacia uno de los lados, como si en las calles de Lima se le hubiera perdido algo y mi mirada le hiciera recordar esas pérdidas o extravíos.

Sé que está enojada conmigo, pero desde que ha llegado esta mañana a mi casa para despedirse y acompañarme al aeropuerto, apenas lo ha demostrado. Es su estilo, su alemanidad, por así decir. Ahora lo sé, entonces no.

El plan había sido pasar mi última noche con ella y, en cambio, la he pasado con Susanne, mi profesora de alemán. Pero Catrin no lo sabe, solo lo sospecha; y, claro, no se atrevería a preguntar por algo así jamás.

Me voy de mi país. En este momento no sé que va a ser para llegar a pasar otra media vida fuera, que dejaré París para terminar en Alemania (el país de Catrin y Susanne), y que formaré una familia y tendré cuatro hijos germanoperuanos.

Catrin solo será un lejano punto de mi mapa biográfico. Susanne todo un accidente geográfico en él.

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De mi madre me he despedido como si solo fuera a dar una vuelta por otro barrio con unos amigos.

Se ha dejado sorprender por mi rapidez al despedirme, de modo que apenas ha alcanzado a soltar un par de lágrimas.

Desde la puerta me ha hecho adiós con la mano, emitiendo ruegos que no he llegado a entender.

(Después me pasaré meses sin llamarla o apenas para hablar uno o dos minutos; curiosamente, casi como sucede ahora, solo que hoy es su sordera la que se nos interpone. He calculado los precios de las llamadas internacionales de entonces y resulta que un minuto costaba más o menos tres euros actuales. Un dineral me parecía.)

Tras pasar la noche en el departamento de Susanne en San Isidro, esta mañana he llegado a casa a toda prisa para recoger mis cosas, que han terminado en la bolsa de marinero que me ha dado el Tío Pibe. Por suerte, he conseguido llegar antes que Catrin y evitarle, así, un peor trago.

Sabía que me buscaría, que querría verme antes de mi partida. Yo también a ella, a pesar de haberle fallado la noche anterior. He dejado que suponga que he dormido en mi cama, solo; rogando, eso sí, que no hiciera inquisiciones al respecto.

(Leí en sus ojos que no me lo creería. Pero todo se quedó en ese diálogo de mentiras mudas: las heridas que peor cicatrizan.)

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Todo se ha debido a Susanne, más capaz de luchar por imposibles que por lo sencillo y asequible, como si solamente las luchas contra Goliat y los golpes sobre la mesa de los guionistas tuvieran sentido en la vida.

Pero no es así, lo más simple y sencillo siempre es lo excepcional. 

También se ha debido a cierta incapacidad mía para decir que no, simplemente que no.

(Me permitiré culpar a la distancia urbana y al alcohol, pues a eso de las once de la noche, al notar que ya sería muy tarde para vestirme, salir y recorrer todo el camino hasta la casa de los padres de Catrin en Chacarilla, tuve que aceptar que había bebido demasiado como para presentarme en ese estado casi a media noche.)

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De modo que ahí vamos los tres en el bolbaguen de Carloncho, rumbo al Centro (de Lima) para cambiar cuchumiles de soles a dólares antes de seguir hacia el aeropuerto.

Son quinientos dolores los que necesito presentar en Luxemburgo mi primer destino europeo- para acreditarme como turista. Allí tomaré el tren a París y el resto será el futuro prometido.

Hemos decidido hacer el cambio de moneda a último momento, aunque ya no sé por qué, pues el país sufre una inflación galopante y cada día que pasa se devalúa el sol -la moneda nacional- como un inmenso balón dorado que ha sufrido un pinchazo.

(Leo en la Red que acababan de aparecer las primeras monedas de un céntimo y diez céntimos de inti, equivalentes a diez soles y cien soles, respectivamente; pero este es un detalle que se ha borrado de mi memoria. Queda, en cambio, el claro recuerdo de un dinero que ocupaba demasiado espacio en los bolsillos, mientras su valor mermaba en cuestión de horas, exponencialmente, como la cercanía de mi país conforme se elevaba el avión cielo arriba.)

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HjorgeV 08.07.2018