Hay libros que tal vez solo se editan para que el papel del que están hechos cumpla lo más rápidamente posible su ciclo natural.
De paso, hay incautos -como el que esto escribe- que, al comprar un libro, confían a ciegas en un autor y en una editorial, sin pensar para nada que se puede tratar de una simple estafa.
Los coleccionistas (Ediciones B, Zeta Bolsillo, 2008), del usamericano David Baldacci (Richmond, 1960), es un ejemplo de ambas cosas y también la demostración de que el caos y la desorientación en el mundo editorial es cada vez mayor y más patente.
No voy a pecar de ingenuo: siempre existieron bazofias impresas.
Tampoco nos engañemos: Ediciones B lleva ese nombre por algo, por más que en su catálogo se les haya escapado alguna novela de Michael Connelly o de John Connolly (no confundir a ambos, por favor).
Sospecho que cuando se descubrió que también con libros se podía ganar un par de buenos millones como en una lotería (pienso enseguida en el fenómeno Potter), el desastre empezó a cuajar.
Y esto -la confusión casi total en el mundo de los libros- es solo el comienzo de lo que nos espera en el futuro.
Lo acaba de decir Paul Auster en una entrevista, refiriéndose al aún más complejo futuro del libro digital:
«Necesitamos gente con criterio literario que haga una criba. Qué pesadilla un mundo con infinitas propuestas virtuales sin nadie que nos oriente.»
Bueno, pues, la pesadilla ya está aquí.
Y tiene varias facetas.
Está la del plagio, por ejemplo.
Mi compatriota Alfredo Bryce Echenique ya demostró que, hasta un autor de renombre y tan conocido como él, se puede dar el lujo de pasarse varios años plagiando artículos de otros (y cobrando por ello), sin que apenas se entere nadie.
¡Más de 30 plagios debidamente documentados existen en su caso!
También tenemos el reciente caso de una jovencísima autora alemana, Helena Hegemann (Freiburg im Breisgau, 1992), a quien los críticos corrieron a aupar con su ópera prima para bajarse inmediatamente a empujones del tren propagandístico apenas empezaron las denuncias de plagio.
«Igual no existe lo original, solo lo auténtico», se defendió la muchacha.
Al hacérsele notar que había copiado pasajes enteros de varias obras y textos, pidió disculpas porque su «egoísmo y desconsideración» le habían hecho olvidar «mencionar a todos aquellos que con sus ideas y textos la habían ayudado».
En mi país eso tiene un nombre: concha.
Caparazón de alta dureza.
Pero en este caos del mundo (negocio) de los libros, no solo son jóvenes supuestamente ingenuos los que aprovechan el pánico para copiar y pegar y venderlo luego como propio.
El mismísimo Michel Houellebecq acaba de ser pescado con las manos en la copia y en el pegado.
Astutamente, me imagino, ha copiado de la Wikipedia, disminuyendo así los riesgos de un juicio porque los textos de esa enciclopedia digital no identifica al autor o autores de los contenidos y suelen ser trabajos conjuntos.
El escritor argentino Alberto Manguel, radical como pocos, acomete directamente a los mercaderes en su nuevo libro La ciudad de las palabras:
«Los grupos editoriales son criminales porque matan la imaginación. Debería haber un tribunal internacional que los juzgara, porque están matando la imaginación, la creatividad y son responsables de convertir a los lectores en consumidores de basura.»
Los acusa también de tratar a la literatura como «producto de supermercado».
Cuando leí esto, reí un poco, por la exageración.
Pero después de haber terminado la novela Los coleccionistas de David Baldacci, puedo entenderlo perfectamente.
Eso sí, se trata de una obra altamente didáctica: leyéndola, uno aprende cómo no se debe escribir una novela.
Lamentablemente, nada más.
No solo eso.
Baldacci ha supeditado toda su escritura a la fuerza del «espectáculo». De tal manera que la trama se lee como la lista de las ideas presentadas por frenopáticos a un concurso en un manicomio, pero hecho con el solo fin de ilusionarlos, no para soltarlos.
Los coleccionistas es una de las peores burlas que he visto en el mundo editorial de los últimos tiempos, un bodrio hecho con el único fin de engatusar a posibles compradores.
No sé si celebrar que no pueda leer tanto como me gustaría por simples razones de tiempo y dinero, porque a partir de ahora voy a irme con muchísimo cuidado. Especialmente con este tipo de editoriales como Zeta o Ediciones B.
Ojo. No tengo absolutamente nada en contra de que un escritor escriba por encargo o con la simple meta de ganar dinero, mucho o poco.
Todo escritor tiene que alimentarse e ir al retrete. O creer tener la necesidad de comprarse un Porsche.
Ese no es el problema.
Pero de allí a tener que soportar que unas editoriales obviamente analfabetas culturales te vendan gato, gatito, por liebre, es un tiro que espero alguna vez les regrese como un bumerán en plena sien.
¿O será que los lectores somos los únicos consumidores a los que se nos puede restregar barro inmundo por la cara, pero como leemos ‘oro’ en la etiqueta, nos quedamos tranquilos y contentos en casa?
Si el libro se ha convertido en un producto de supermercado, ¿por qué no puede regirse por las mismas leyes que permiten devolver un producto en mal estado o cuyo etiquetado miente?
Los coleccionistas es un tinglado narrativo en el que solo falta que a los protagonistas les salgan alas para sortear el peligro o la contingencia de turno.
Así de fantasiosos son los recursos que presenta Baldacci.
¿El argumento?
Dos historias paralelas que empiezan a entretejerse.
Annabelle Conroy, una estafadora profesional de familia (bella, fuerte y experta en todo, por supuesto), está buscando vengarse del asesino de sus padres.
Este es nadie menos que el poderoso, mafioso y asesino dueño de un gran casino de Las Vegas.
La chica, que ha escogido a sus socios con métodos que hasta en un libro de Harry Potter llamarían la atención (no he leído ni pienso leer nada de la heptalogía de la británica J.K. Rowling, pero sé lo que es fantasía), se ha propuesto dar la gran vindicta.
Mientras tanto, en otro lugar de EEUU, un grupo fantástico (híbrido de Los Ángeles de Charlie y Los Tres Chiflados, y con nombre de propaganda subliminal: el grupo Camel), trata de resolver un misterioso caso de espionaje que tiene como punto de partida el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes de EEUU.
Hasta aquí, todo puede sonar tan bien como el texto de la contratapa:
«El Camel Club entra de nuevo en acción en Los coleccionistas. El asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club -un cuarteto de ciudadanos que se resiste a creer en la versión oficial de los acontecimientos- encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los mienbros del club, a quienes se une un poderoso personaje femenino – Annabelle Conroy, una estafadora profesional-, se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.»
Las claras pifias empiezan cuando, para crear tensión, Baldacci acerca a sus héroes a la muerte y, luego, para salvarlos y poder proseguir con la acción, no escatima ningún tipo de recurso:
Bien matan con la facilidad y certeza de profesionales de la Black Water en Afganistán o Irak (y eso a pesar de ser ancianos) o bien recurren a extravagancias como la de levantar las manos para rendirse y lanzar (sin que el enemigo -que tiene dos pistolas en la mano- se dé cuenta) un cuchillo que va directo, ¿adónde? A la yugular, claro.
Y es que hay de todo en esta novela.
Un circo, también -con sus lanzadores de puñales y grandes payasos-, como habrán podido apreciar.
Será por los añitos que llevo en este país, pero he vuelto a cometer el error de leer una novela con ese espíritu alemán que obliga a mis convivientes a comerse el plato (completo) que han pedido en un restaurante (aunque no les guste nada), solo porque saben que tendrán que pagar el precio (completo).
Lo peor es el final.
(Seguí leyendo pensando que el autor podría salvar por lo menos la trama.)
Las dos historias jaladas de los pelos que al final tendrían que haberse unido, no lo hacen.
¿Eeehhh?, te dices al terminar el libro.
¿Y qué sentido tenía presentar la historia de la estafadora si iba a quedar en el aire como el final de un capítulo de una telenovela hindo-peruana?
¿Cuál es la razón para dejar media historia en el aire?, te preguntas.
Ah, te dices.
Porque ya te lo empiezas a imaginar.
Se trata de una supuesta buena estrategia de mercadotecnia: para que los lectores compren el siguiente libro de la serie, porque están ansiosos de saber cómo sigue esa, esa. (Elijan la palabra que corresponde a sus respectivos países, por favor.)
En fin.
No buscaba en esta novela de Baldacci (de quien ya había leído una o dos y por lo menos me había entretenido) nada más que pasar un buen rato.
Bueno, pues: he pasado varios malos ratos con Los coleccionistas.
Por suerte, también he reído.
Y las risas que he soltado ante tantos disparates del autor, me han servido para no perder del todo la esperanza en la humanidad escribiente de este planeta.
Saque usted la metralleta no obstante, amigo Manguel.
Qué
...HjorgeV 13-09-2010