El verdadero placer de las matemáticas no está en descubrir la verdad sino en el proceso de buscarla.
Esta es una frase que podría hacerse extensiva al sexo. A la cocina, los goles, la escritura. A la vida misma.
Aparece en Ana Karenina, la novela que Tolstói empezó a publicar por capítulos en El mensajero ruso, pero que no llegó a concluir porque el editor quiso imponer otro final.
Que Tolstói -está de más decir- no aceptó.
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Hay que imaginárselo:
Empezar a ver una serie televisiva (o película) cuya programación se interrumpe, porque el autor no se pone de acuerdo con los productores sobre el final.
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Pero en esos tiempos (siglo XIX) se hacía.
Y muchos escritores podían llegar a tener decenas de colaboradores (se dice que Dumas tuvo 73): para poder inflar los capítulos que iban publicando en diarios y revistas, y, así, sus salarios.
(A veces uno vive así: tratando de inflar los instantes más placenteros -y que tanto se han ansiado-, pero malogrando, muchas veces, el propio ‘salario’. La felicidad y el jabón. El jabón de la felicidad. La felicidad del jabón, que no tiene esas preocupaciones.)
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El inicio de Ana Karenina es uno de los más famosos y geniales de la literatura universal y, seguramente también, de los más traducidos.
Agrego una versión en nuestro idioma:
Todas las familias felices se parecen entre sí, pero las infelices lo son cada una a su particular manera.
Algo no aplicable a las personas, imagino; pues, como individuos, nos parecemos tanto en lo que nos hace felices, como en lo contrario.
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Richard Peck, autor de casi medio centenar de novelas, lo es también de una frase famosa:
El primer párrafo es el último disfrazado.
Perfectamente aplicable a Ana Karenina.
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La rutina de Peck es la siguiente:
Tras escribir una página seis veces, la coloca en una carpeta de tres anillos.
Y, recién cuando considera haber conseguido lo que pretendía, ‘desenfunda’ las siguientes veinte palabras.
Después de un año llega al final de la historia.
Entonces toma el primer capítulo y, sin leerlo, lo arroja a la papelera y escribe el capítulo inicial: pues el primer párrafo es el último disfrazado.
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Me acaba de suceder (en cierta forma al revés) con Toni Erdmann, una película germano-austríaca anómala, irritante, genial, divertida, rara.
Larguísima, para empezar (casi tres horas y no sé si quedaría igual de potente reducida a dos).
Tanto, que estuve a punto de abandonar la sala a media película, pues no acostumbro a consumir del todo algo, solo por haber pagado su precio total.
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Me habría perdido el final.
Que es, tal vez, lo mejor de la película. (Que va de la vida y sus cosas simples; es decir, de lo mejor de ella.)
(Final que no había entendido del todo y que me lo tuvo que explicar mi esposa. Otro momento genial. Profundo.)
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El día anterior, muy poco antes de que concluyera el año, subimos a la Glessener Höhe, una elevación geográfica de esta zona, para observar la quema de fuegos artificiales en las comarcas vecinas.
La vista abarcaba hasta Colonia y el Dom, el monumento más visitado de este país.
Subimos la ligera pendiente en fila, como peregrinos en la oscuridad.
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Éramos más de un centenar allí: familias y grupos de amigos armados de cohetes, petardos, bombardas, luces de bengala y demás chucherías pirotécnicas.
Además de botellas de espumante y vasos, guantes, gorros y gorras, abrigos y chalinas, pues estábamos a -3,5ºC y los campos vecinos se veían blancos de escarcha muy dura.
(Para Navidad no habíamos tenido tanta ‘suerte’. Hoy, segundo día del año, la nieve cubre casas y vías. Error del calendario.)
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Pocos segundos antes de las doce los diversos grupos presentes empezaron la cuenta regresiva en voz alta, valiéndose de sus teléfonos.
Entonces ocurrió algo curioso: cada quien contaba atrás a su manera, pues los teléfonos no estaban sincronizados.
De modo que para algunos el año empezó antes y, para otros, después.
Como en el resto del mundo: solo que eso ocurría allí a pocos metros de distancia.
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-Esto podría ser Alepo -pensé, ante el vértigo y la orgía pirotécnica-, pero sin los colores.
Y, de pronto, imaginando desconocer qué hacía allí (los germanos creían en Wotan, un dios de la guerra, especialmente activo en Nochevieja y al que había que espantar), me sentí rodeado de potenciales terroristas.
De gente que dedicaba su tiempo, energías y dinero a/en/para hacerse de explosivos.
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Media hora después, mientras emprendíamos el regreso a casa, en medio de nubes de humo atosigante y una más profunda oscuridad, captamos un detalle asaz interesante:
Aún continuaban las explosiones en algunas zonas de la ciudad, pero otras ya habían quedado completamente a oscuras, salvo por algunos destellos aislados.
Entonces nos dimos cuenta de que era posible reconocer a simple vista los barrios más ricos de los demás de Colonia por la cantidad, calidad (colores, altura, intensidad) y duración de sus fuegos artificiales.
Como en el resto del mundo, pensé. Incluyendo sus guerras.
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En Toni Erdmann hay una larga -e hilarante- escena de desnudos.
Es una escena absurda, como casi toda la película.
Y, como nuestro hijo de 12 años había ido con nosotros, no pude dejar de pensar en las extrañas asíntotas (líneas que se acercan continuamente, sin llegar a unirse), paralelas, secantes (que cortan una curva dos veces) y cortantes de la vida.
A los 15 pasé toda una aventura (haciéndome pasar por mayor de 18; aunque bastaba comprar un chocolate en el quiosco del cine) para poder ver un pecho (¡uno solo!) femenino.
Fueron dos segundos, acaso tres, de visión alelada.
El culmen extásico para nosotros, jovenzuelos incautos.
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Hoy, cualquiera con un teléfono inteligente o computadora, e independientemente de su edad, tiene acceso gratuito y fácil a millones de productos pornográficos.
Con ese solo pecho nosotros, aún imberbes, nos sentíamos, tal vez no millonarios, ¡pero sí minionarios (‘onanarios’, sería mejor decir) del placer!
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¿Tanto ha cambiado todo?
No, si consideramos que en EEUU (el mayor productor de armas -y seguramente guerras- del mundo) la exposición de un pezón femenino es todo un tabú y hasta existe una campaña.
Y eso, a pesar de que la violencia es ubicua en ese país.
No solo en sus películas.
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Quizás por eso, precisamente, porque no contiene ninguna escena de violencia o adrenalínica, Toni Erdmann ha sido muy bien recibida allí.
Mejor película en lengua extranjera para el Círculo de Críticos de Cine de Nueva York, por ejemplo.
Una señal, acaso, de que no todo está perdido.
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Para este 2017, por lo menos.
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Un buen año a todos.
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HjorgeV 02.01.2017