DEL PALTO A BERLÍN (II)

Es muy difícil saber verse a sí mismo.

Observarse, usar los simples ojos en la tarea: eso es simple. Incluso cuando solo se tiene al ombligo como diana.

Saber verse es otra cosa. Y de cuerpo y mente, como unidad, mucho más.

Saber, por lo general, es muy difícil. Suele ser solo una voluntad expresa, acaso una especie de designio personal. Una sed sin garantías. No solo en cuestiones privadas.

Solemos contar con rastros, huellas, recuerdos, avisos, señales, y hasta con evidencias de nuestro paso por este planeta (arqueología personal).

Pero con muy pocas pruebas verdaderas. Demostraciones fehacientes.

A veces, solo ruinas.

O mundos que giran rodeados de heces.

*

Abro la puerta de la cocina y, aún en la oscuridad, Joop -nuestro perro y séptimo miembro familiar- entiende que será para salir pasear y empieza a mover la cola de contento; lo que me obliga a hacerle una señal, prácticamente a ciegas, para advertirle que no empiece con sus ladridos y pueda despertar a los demás habitantes de esta nave que cruza el espacio a una velocidad de 30 kilómetros por segundo, la misma que la de la Tierra, que es su base.

Para mi sorpresa, Joop me entiende enseguida.

Entonces baja la cabeza y mira a un lado como para disimular su genio, permitiéndome que le ponga la correa sin dificultad.

*

He vuelto a madrugar. El negocio de ponerme a girar sobre la cama, mientras espero que amanezca y en mi cabeza pululan grillos, no rinde.

Ahora me desplazo por los campos aledaños que rodean este pueblucho semirrural de las afueras de Colonia, inaugurando el nuevo día.

Por un momento, dudo entre quitarle la correa a Joop, o dejársela puesta. Suficientes sorpresas ya me ha dado con sus intempestivas fugas, tan bien ejecutadas como las de un reo escapista avezado y contumaz.

Por lo menos, hasta ahora siempre ha regresado a casa. Pero ya sucedió una vez que tuvo que llamarme la policía para pasar a recogerlo.

-¿Es suyo o no?

-No es mi perro, en realidad.

-Lo afirman los vecinos.

-Estrictamente hablando, es de mi esposa.

-¡Entonces es suyo!

-Con todo respeto, no sé cómo será en su hogar, pero en el mío, las cosas de mi esposa son de ella y las mías son las mías.

-En eso tiene razón.

*

Terminada la habitual vuelta de dos kilómetros y medio sin incidentes que mencionar, vuelvo a casa.

Aún falta un par de horas para que empiece el teatro del mundo, con sus ruidos, vehículos, personas y más atrejeo vehicular. Todavía no ha aclarado del todo aquí fuera.

Soy una especie de telonero del mundo, por así decir, pero uno sin público, sin espectadores.

Me imagino dentro de la piel de un farsante cuando le abro la puerta con su mano: alguien que se ha disfrazado de mí e intenta colarse a mi casa, a mi familia. Después se sentará ante mi computadora y escribirá estas líneas.

Mi esposa lo verá y le dará un beso de buenos días. Tal vez él le diga:

-Soy el Doppelgänger de tu esposo, espero que no te importe.

-Yo también soy la sosias de su esposa, no te preocupes.

*

No hace mucho estuve en Berlín y recordé a la desconocida que tomó mi mano en la oscuridad de un cine. Yo había girado hacia un lado, como cuando se está acompañado y uno lo hace porque no ha entendido algo.

¿Qué será de todos mis posibles dobles, los que dejé Lima, París, Berlín, Madrid o Hamburgo? ¿Qué harán a esta hora, en este preciso momento?

Qué estará haciendo esta hora / mi andina y dulce Rita de junco y capulí; / ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita / la sangre, como flojo cognac, dentro de mí. (Vallejo, 1918.)

¿Habrá llegado a asentarse en Trujillo, como poeta clandestino y profesor universitario: el deseo que tuve a los dieciocho?

*

No le envidio nada al sosias que dejé en Berlín, en el cine, de la mano de una rubia desconocida en la oscuridad, mientras yo me alejaba espantado, sin poder entender nada.

Me basta pensar que alguna vez podría volver y que alguien me contara la historia de la hermosa mujer que acude todos los días al cine para ofrecerle su mano a un desconocido cualquiera.

(Tal vez la búsqueda de la identidad no sea más que eso: la nostalgia de todos los sosias o Doppelgänger que hemos ido descartando más o menos impune y caídamente del palto, por así decir.)

*

Llevaba ya más de cinco años acá en Alemania cuando conocí a Eliane.

Por ese entonces la Universität zu Köln acababa de negarme el cambio de facultad, y yo había empezado a trabajar en un restaurante italiano de moda de la Süd-Stadt, la zona sur de Colonia.

Por las noches aún compartía cama con quien había sido mi chica hasta hacía muy poco. Ahora solo éramos como dos extraños que buscaban en silencio y casi sin reproches la puerta de escape en la oscuridad del cine de sus vidas, durmiendo mientras tanto en direcciones opuestas.

Dos personajes que, viniendo de películas diferentes, de pronto, se dan cuenta de que han coincidido en un mismo y equivocado plató (tal vez la historia de toda persona).

*

 Eliane era altísima y esbelta, de cabello rubio y lacio, facciones simétricas y labios gruesos,  con un ligero aspecto eslavo oriental.

Vestía como las diosas de la noche de ese entonces, con un escote que hacía que hasta los lavaplatos del restaurante se asomaran a la puerta del salón para aguaitar (arcaísmo que aún se usa en América y proviene del catalán ‘guaita’: vigía, centinela).

Su pareja era un abogado, cliente habitual del restaurante, famoso por los bólidos que se gastaba.

Hablando de cine, una noche me quedé conversando con ellos hasta el final y me invitaron a seguirla en un bar de famosillos de la noche, con música en vivo y muy buen ambiente.

La casualidad quiso que conociera al cantante del grupo y que este me invitara a subir al pequeño escenario para cantar juntos.

(No me asombraría que para conocer a Eliane, en realidad.)

En algún momento de la noche, el abogado se disculpó porque tenía una cita muy temprano al día siguiente. Aún no acababa de salir del bar, cuando Eliane me dijo:

-No es mi pareja. Solo salimos a cenar.

*

Acortaré sendas.

Ahora la cámara nos sigue cenitalmente por las vacías y oscuras calles de la madrugada del Altstadt-Süd, uno de los principales barrios de Colonia.

Es un día cualquiera de la semana. Eliane va en su automóvil y yo a pie, ella intentando convencerme para que regrese a su apartamento.

Al día siguiente partirá de regreso a Verona. Y desea que la acompañe.

Yo no tendría nada que perder, pues la universidad no ha aceptado mi cambio a la facultad de cinematografía y, puesto que trabajo en un restaurante italiano, podría hacerlo también en Verona.

*

Un caído del palto es un tonto, estúpido, desorientado, un despistado.

Los paltos de mi niñez alcanzaban más de diez metros de altura y las caídas podían llegar a ser graves.

La pregunta de Eliane me tomó desprevenido: como si me hubiera caído de una Persea americana, el árbol de la palta o aguacate.

Pero no detuve mi paso.

Mejor dicho, mi doble o sosias no se detuvo.

El que se quedó en el departamento de Eliane acaso vive ahora en Verona.

Otro sosias de mi doble -algo así como mi triple- la dejó tras enterarse de que sus turgentes pechos eran obra de un cirujano plástico y que la mafia estaba tras sus pasos, para que terminara de pagar los costos de la operación.

En la novela que estoy escribiendo, uno de los personajes es una alemana que viaja a Lima para pagarse una cirugía plástica haciendo de burrier o camella.

De alguna manera, los Doppelgänger de diferentes personas conectadas alguna vez, nunca se pierden de vista.

Acaso sus mundos sean uno solo y lo llevamos dentro, girando en nuestras entrañas, rodeados por nuestras propias heces.

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HjorgeV 26-05-2019

DEL PALTO A BERLÍN (I)

Volver a una ciudad para visitar una de tus vidas truncas.

Esa que desechaste al decidir irte a vivir a otra ciudad o cuando aceptaste un puesto de trabajo o la plaza de estudio que te proponían en un país lejano.

O esa otra posible vida que el traslado de toda tu familia a otra ciudad truncó cuando eras niño.

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En mi caso, en Berlín deseché una posible vida al soltar la cálida mano que una amable desconocida me ofrecía en la penumbra de un cine.

*

Hay pocos días, pocas horas, pocos momentos en los que no tomemos decisiones y rumbos que terminan definiendo ese molde, modelo o espejismo llamado vida.

Inevitablemente, empero, siempre es al precio de desechar otras existencias posibles.

Una simple llamada no hecha. Otra que no quisimos contestar. Un mensaje no enviado. O aquel en el que no nos atrevimos a decir la verdad.

La cita a la que no asistimos. O la que cumplimos. La ventana que dejamos abierta, permitiéndonos escuchar un secreto. La puerta que cerramos a alguien, sin saber.

Por muy insignificante que pueda parecer cierta acción -o su omisión-, algunas pueden decidir el rumbo de toda una vida.

*

Muchas veces lo impiden nuestras particulares anclas (trabajos, estudio, familia, amigos, propiedades): mecanismos, cosas, personas, instituciones, entes u obligaciones que evitan que nos alejemos demasiado de cierto derrotero principal, de la manada.

Fijadores impuestos tanto por nuestro entorno como por nosotros mismos, y que son como la cuerda que une al astronauta a su nave espacial cuando sale al espacio sideral.

¿Qué sucede, empero, con todas esas otras vidas descartadas, que cada quien va dejando como un reguero de posibilidades truncas cada día, semana, mes o año?

¿Seguirán sus propios caminos, expandiéndose con sus ramificaciones propias en otros universos posibles?

*

No es difícil imaginar un Libro de la Vida, uno de incontables páginas.

Y que cada una de ellas albergara un mapa existencial, una vida.

Y que fueran permeables, haciendo posible pasar a otros mapas, a otras vidas, entremezclándolas: que es lo que sucede cuando nos casamos, hacemos nuevos amigos, tenemos descendencia o conseguimos un trabajo, fundando así un nuevo mapa, una nueva página del Libro de la Vida.

¿Qué sucede con todas esas páginas y hojas que vamos excluyendo prácticamente cada tanto, con cada nueva decisión, inesperada o no, sensata o necia, abyecta o noble?

¿Conformarán otros Libros?

*

Tal vez habría que ampliar el término Doppelgänger.

No solo pensar en la existencia del doble de una persona.

También en su triple. O cuádruple.

El hecho de ir descartando otros rumbos, otras vidas posibles, no tiene por qué significar que estas dejen de existir necesariamente.

Acaso siguen sus propios derroteros en sus particulares dimensiones o Libros; y, simplemente, lo ignoramos.

Tal vez somos nosotros solo los dobles, quíntuples o séxtuples de un personaje principal cuya vida es mejor.

O peor.

*

Precisamente en Berlín, el Libro de la Vida me ofreció una nueva página aquella vez que una blonda desconocida tomó mi mano en la penumbra de una sala de cine.

¿Trunqué -yéndome sin más- un posible matrimonio, una familia limeño-berlinesa?

¿O todo no habría pasado de una simple relación pasajera?

*

Ocurrió hace muchos años, pero cada vez que visito Berlín pienso en ello como si hubiera ocurrido solo minutos atrás y aún pudiera arrepentirme de mi huida, reconstruir mi camino.

En volver a ese momento crucial en el que decidí no volver a mi asiento.

Aunque solo fuera para averiguar qué habría sido si.

Y no por estar descontento con el boleto que me ha tocado.

Es la consecuencia, el efecto de ver la vida como un eterno jardín de senderos que se bifurcan.

*

Fue un jueves o un lunes de un invierno durísimo.

Acababa de asentarme en Colonia, después de un sumario y duro pasaje por París, y quería visitar la Berlinale, el Festival Internacional de Cine de Berlín. Ese era todo mi objetivo; una forma, en realidad, de huir de un amor imposible en Colonia.

Recuerdo que ingresé al primer cine que apareció en mi camino.

Recuerdo que, en un determinado momento de la película, giré hacia un lado como si estuviera acompañado, pues no había entendido una escena y necesitaba una explicación, y me encontré con un agradable rostro y una más agradable sonrisa.

*

Sin saber cómo, al final de una susurrante explicación al oído nuestras manos ya se encontraban entrelazadas.

Y permanecimos así largos minutos, sin mirarnos, apenas intercambiando nuestras tibiezas, gozando del extraño e inesperado placer de sostener una cálida mano, de un contacto humano.

Recuerdo que la escena me pareció tan surreal, que salí a tomar aire.

Ya fuera, me acometió una especie de ira absurda, una rebelión contra ya no sé qué (¿que, aunque fuera una gran suerte, me fuera impuesta?) y no regresé a la sala.

*

Acabo de volver a pasar unos días en Berlín.

Y otra vez no he podido dejar de pensar en esa cálida mano y en esa amable y bella sonrisa a las que renuncié un día ya lejano.

Ya no sé si porque no podía entender tanta suerte. O me negaba a aceptarla.

Después de todo, ¿qué linda desconocida te ofrece su mano en la penumbra de un cine cualquiera?

*

Acaso hice bien y ella sigue asistiendo a las pocas salas de cine que aún quedan, ofreciéndole su mano -quizá ya no tan cálida- al desconocido de turno.

O acaso yo, al huir esa vez de ella, dejé a mi doble dentro del cine, quien ahora, en este preciso momento, cena con ella y sus hijos bilingües, preguntándose qué habría sido de su vida de haber seguido ese lejano día de invierno su absurdo impulso de huir, renunciando así a su suerte berlinesa.

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HjorgeV 06-05-2019