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Después de hora y media de ejercicios, la mente y el cuerpo me empiezan a funcionar de otra manera y agradezco no haberme rendido al comienzo de la sesión.
Es una gran paradoja, porque salgo del gimnasio (especializado en fisioterapia y rehabilitación motriz, en realidad) con los hombros caídos, aún sudando y con las piernas casi arrastrando el resto de mi cuerpo.
Pero me siento bien.
Regreso a casa de prisa porque deseo llegar a Hamburgo antes de que anochezca y aún tengo tareas pendientes por delante.
Al abrir la puerta de mi departamento rural, lo primero que veo es la lucecita del contestador encendida. Fernando, mi jefe de la agencia de traducciones, debe haber vuelto a llamar, pero no tengo ganas de escuchar sus quejas.
La llamada y el emilio de mi madre me han dejado con una gran duda:
¿Y si resulta que ha empezado a delirar en Lima?
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Decido partir de que es cierto que Dorita, la hija de una de las hermanas Tállez, ha sido «secuestrada» por su marido alemán.
Parto también de que es otra de las exageraciones de mi madre.
En ese caso, podré tomarme el viaje a Hamburgo como un pretexto para salir a airearme de mi refugio de Sinners.
Mientras me doy un duchazo rápido, empiezo a pensar cómo dejar atrás los 450 kilómetros que me separan del gran puerto alemán.
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Podría viajar en mi camioneta, pero detesto conducir.
Por el contrario, tenerla a la mano en una gran ciudad también tiene sus ventajas.
El viaje en tren me atrae, pero no es la alternativa más barata. Casi 200 euros de ida y vuelta me parecen en estos momentos un dineral, que bien podría gastar en mi hija.
En la Red descubro una serie de anuncios de viajeros dispuestos a llevar pasajeros a cambio de compartir el costo de la gasolina.
La idea me gusta, pero no solucionaría mi problema de movilidad en Hamburgo.
Estoy a punto de empezar a hacer de una especie de detective privado por encargo de mi madre y no quiero ser el primero de la historia del género que se desplace en tranvía o en autobús.
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Antes de salir, decido concentrarme en el final de la traducción de un folleto de la M.B. en el que llevo ya varios días trabajando. Me propongo una concentración absoluta de dos horas.
Dos horas trabajando como una máquina me convertirán en otro ser. Lo sé.
Por lo menos en uno que querrá huir de la agencia de traducciones de Fernando en cualquier medio de transporte, lo más rápido posible.
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Después de enviar el trabajo por emilio sin ningún comentario adjunto, llamo a la madre de mi hija.
-Habla -me dice al responder Rabi. Me detesta. Y no lo oculta.
Se llama Arabella. Una vez la llamé Arrabiella, por sus rabietas. Para disimular, me quedé con Rabi.
El hecho es que la última vez le «devolví» a nuestra hija Mona un par de horas más tarde de lo acordado y desde entonces me trata como a un paria.
Rabi no sabe que su actitud despectiva me tranquiliza, porque apenas un año atrás esa misma situación habría bastado para que me denunciara ante el juez que lleva nuestro caso.
Lo que tampoco sabe es que lo hice por deseo expreso de Mona:
-Siempre eres puntual con mi mami y ella nunca es puntual con nadie. Además -había añadido nuestra hija-, tengo ganas de quedarme un rato más contigo, mapi.
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Mona me llama mapi, porque dice que soy como un papá y una mamá a la vez.
De hecho, fui la persona a la que más vio en los dos primeros años de su vida, cuando a su madre solo le preocupaba convertirse en la presentadora estrella de la televisión alemana.
Lo consiguió.
Pero al cabo de los dos años yo me había convertido también en un inútil ante sus ojos, por no haber hecho otra cosa que cuidar de nuestra hija y escribir.
En castellano esto último. Poesía. Intento de poesía, mejor dicho.
-De poesía no se vive -fue su comentario despectivo.
-Nunca he dicho que esa fuera mi intención.
Y tampoco le hice recordar que así nos habíamos conocido: por la poesía.
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-Voy a salir de Colonia -le digo, sabiendo que en cualquier momento me puede salir con que no tiene tiempo para nada y menos para un fracasado.
-Qué bueno -se burla ella. Es alguien que se las pasa viajando-. Ya era hora de que salieras de Sinners a respirar otros aires, ¿no? ¿Y a qué país vas? -me pregunta.
-A una ciudad -le respondo, sabiendo que me la devolverá con queso, como acostumbra decir Fernando.
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He llamado a la madre de mi hija para que no se le ocurra llamarme para cuidar espontáneamente a Mona debido a alguno de sus frecuentes cambios de planes.
En una oportunidad se quejó en el juzgado de que yo reclamaba pasar más horas con mi hija, pero que cada vez que se me necesitaba fuera de los horarios acordados, yo «nunca estaba en casa».
Desde entonces, le anuncio mis escasos viajes.
Para Rabi, poder viajar con libertad es sinónimo de éxito.
Una razón más para llamarme un «fracasado absoluto».
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Recordando esta denominación, decido viajar a través de alguna Mitfahrzentrale, la forma más moderna y cómoda que conozco de tirar dedo en este país.
Seré, así, el primer ‘detective privado’ (de los encarguitos de mi madre) que se desplace en tranvía o autobús para cumplir su cometido.
Un verdadero fracasado.
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Llamo al primer número viable que encuentro en las listas (el de una mujer que conduce un Audi y parte en dos horas rumbo al norte), pero lo encuentro ocupado.
Decido escribirle un emilio y me sorprendo al ver que me responde inmediatamente, aceptando mi solicitud de viajar en su automóvil.
El punto de encuentro es la estación de trenes de Deutz.
Planeo desplazarme hasta allí en mi camioneta y dejarla estacionada en las cercanías los dos o tres días que me quede en Hamburgo.
Consulto el reloj: calculando llegar un cuarto de hora antes al punto de reunión, me queda una hora libre.
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Dedico el tiempo disponible a estudiar los mapas gúglicos.
Ubico rápidamente la dirección de Hamburgo que me ha dado mi madre.
Es una calle cerca del Stadtpark, el parque de la ciudad, en el barrio de Winterhude. He estado antes allí. Un primo de Rabi vive a unos cinco minutos en bicicleta.
Por dónde alojarme o pasar las noches esta vez no me he preocupado porque tengo una alternativa fija: David Meneses.
Dudo entre llamar a David antes de salir de Colonia o recién en Hamburgo.
Meneses es un escritor venezolano sin libros publicados y muy prolífico.
Lo conocí en su paso por La Tertulia Colonesa, una asociación de escritores y artistas hispanoamericanos de esta ciudad que organiza un recital o lectura mensual en su sede, entre otros eventos.
-Cuando pases por Hamburgo -me dijo al final de la velada-, no te olvides de visitarme. Tengo un cuarto de huéspedes especialmente para mis invitados.
Decido llamarlo recién al llegar.
De mis ahorros separo un par de billetes, por si las moscas, como quien dice.
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Llego corriendo al punto de reunión, tres minutos antes de la hora acordada.
Encontrar un estacionamiento gratuito me ha costado casi media hora.
Colonia cambia tan rápidamente y tan radicalmente en ciertos aspectos, que solo me entero cuando ya es demasiado tarde.
El gobierno de la ciudad se las ingenia constantemente para conseguir dinero de vecinos y turistas. Pronto veremos torres de extracción de petróleo junto al Dom, la gran catedral colonesa.
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Reconozco inmediatamente el Audi plateado por el número de la placa.
-Hola, soy Jorge Digah -le digo a la conductora. Está parada a un lado de su automóvil, fumando.
Estoy a punto de ofrecerle mi mano a modo de saludo, pero algo en su gesto me obliga a detenerme.
Recién en este momento, además, me doy cuenta de que no he pensado para nada en comprobar si se trataba de un automóvil para fumadores.
Entro en pánico, porque sé que no lo podría soportar y porque los billetes extra que he sacado de mis ahorros por si me falla/ra Meneses, bien podría tener que utilizarlos para viajar en tren.
-Ah, no eres una mujer -me dice la propietaria del Audi plateado, completamente decepcionada, como si lo nuestro fuera una cita romántica a ciegas.
Entonces caigo.
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El emilio que le envié lo firmé con «Digah», el apellido que he adoptado en este país, debido a que siempre respondo al teléfono con un «¿Diga?»
En Alemania, empero, se acostumbra contestar una llamada telefónica, diciendo el propio apellido o nombre.
La hache final que le he aumentado al Diga telefónico es mi forma de redondear este chiste nominal.
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La mujer del Audi debió suponer que se trataba de una mujer al leer mi nombre.
Y por eso aceptó inmediatamente mi solicitud de ‘co-viaje’ (mitfahren en alemán).
Las mujeres conductoras en esta modalidad de viajes compartido, es conocido, no suelen aceptar co-viajeros masculinos.
Ahora es demasiado tarde para todo.
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Por alguna razón que desconozco y que no estoy dispuesto a (ni me interesa mucho) indagar, se me escapa una lágrima.
Es de frustración, quiero suponer.
Pero sé también la verdad más profunda:
Hacía mucho tiempo que mis cosas no me salían tan bien como hoy.
Y, de pronto, como caído del cielo, por un detalle inesperado, todo empieza a torcerse.
Estoy acostumbrado, vamos. Qué puedo decir.
Pero los golpes en la nariz siempre duelen.
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La mujer empieza a reír al ver mi lágrima.
Primero con vergüenza, luego con sinceridad y, al final, con descaro.
Termino riéndome con ella:
De mí mismo, de su risa, de su descaro, de las cosas que me pasan, que nos pasan.
Y de cómo a veces las pequeñas batallas perdidas se perciben como una gran derrota a pesar de ser insignificantes.
*
-Lo siento -atino a decir-. Usted ha pensado que debía ser una mujer por mi apellido que no es mi apellido.
La mujer vuelve a reír. He olvidado su nombre.
-Mira -empieza a decirme, pasando al tuteo con naturalidad y poniéndose de golpe seria-. Ya son más de las cuatro y la otra viajera no ha llegado. Pero si llega a aparecer, te permito viajar conmigo.
Sonrío.
Porque sé que en su caso, el tuteo como respuesta a mi ‘ustedeo’ es una manera de indicarme confianza y no una falta de respeto en este país donde ese tipo de detalles sí que cuenta.
*
-No me lo tomes a mal -añade, mientras empieza a recorrer con la mirada la explanada y el área de entrada de la estación de Deutz-. Pero soy de las que prefieren para todo a las mujeres.
Me guiña un ojo, confirmándome que mi lágrima ha cambiado por completo su forma de considerarme en su mundo.
-Me crié solo con mujeres -le replico-. Y mi ex mujer me dejó por otra mujer. Ahora me detesta.
La carcajada que suelta se siente como una detonación en varias decenas de metros a la redonda.
Detrás de nosotros, alguien se tapa las orejas.
*
Es una muchacha, muy guapa.
Su belleza es de esas capaces de provocar dolor de solo contemplarla. Va vestida como la hija de un ministro o del director de una gran empresa.
-¿La viajera que estamos esperando? -me animo a preguntarle.
-Pero no soporto cigarrillos ni carcajadas durante el viaje -anuncia la muchacha, con la naturalidad y el atrevimiento que solo poseen ciertas jovencitas demasiado bellas y engreídas cuando dejan su casa por primera vez y todavía no han sido contrariadas por extraños.
-Lo de fumar no es problema -anuncia nuestra conductora como dirigiéndose al aire, abriendo la puerta de su lado y estirando una pierna hacia dentro como quien monta un caballo-. Pero lo de las carcajadas es un riesgo que debes decidir si lo asumes o no. Decídete ya que ahora mismo parto.
*
La bella hace un mohín y se dirige a la parte trasera del automóvil para guardar su maletín.
Es uno de esos modernos: de medidas exactas, recubierto con material para astronautas, provisto de rueditas invisibles y asa telescópica retráctil. A mí me hace pensar en vuelos espaciales.
Cuando escucha el encendido del Audi, apresura su paso, pero no consigue abrir la puerta de la maletera.
-Somos tres, querida -le dice nuestra choferesa, como quien le habla a un cretino-. Aquí dentro hay espacio de sobra para tu equipaje.
Abro la otra puerta delantera y la mantengo cortésmente abierta para que suba la bella, ahora demasiado sorprendida por el tono de voz de la propietaria del Audi, pero esta me ordena:
-Tú viajas mejor delante, Digah. A mi lado.
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… Continúa…
HjorgeV 30-07-2011
…. HjorgeV 30-07-2011
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