ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (III)

¿Por qué no me enamoré de Catrin? ¿Por qué tampoco de Susanne?

Solo reconozco un filo de respuesta, una veta muy fina e intuitiva en ese agitadísimo y turbio mar de la memoria.

Si la vida es una ficción incesante y muchas veces esquiva, la memoria es más poderosa y débil a la vez.

¿Por qué no me enamoré de ninguna de las dos, mis dos medias novias?

*

Me lo acaba de preguntar M., mi hija mayor.

La estoy conduciendo a su trabajo, un Kindergarten que funciona en medio de un pequeño bosque que pertenece a uno de los dos cinturones verdes que rodea Colonia. Hoy es su último día allí, tras medio año de prácticas. M. había preparado un pastel para la ocasión que, inicialmente, pensaba llevar en su bicicleta. Pero habría resultado muy complicado.

De modo que ahí vamos ahora, en el bolbaguen de la familia, mucho más espacioso -por suerte- que el que me llevó al aeropuerto para iniciar mi aventura europea.

Me basta pensar que nuestra camioneta es una especie de descendiente del escarabajo de Carloncho, para darme cuenta de que, de haber perdido el avión a París en ese mi último día en mi país, también habría perdido esta vida, la óptica desde la que transcribo estas líneas.

En otra ruta posible de mi particular jardín de senderos que se bifurcan, habría tenido tal vez tres, dos o ningún hijo.

O me habría quedado soltero y no habría soportado la soledad, y terminado de vuelta en mi país.

*

Toda vida solo es una de las infinitas posibilidades de recorrido que plantea a cada instante ese inmenso e hiperactivo mapa en el que sucede nuestra existencia. Llamémoslo universo.

La vida de cualquier persona es la suma de hechos, personas, experiencias y situaciones ocurridas en uno solo de los caminos o senderos posibilitados por ese universo.

¿Qué sucede con todas esas otras posibilidades que desechamos a cada instante con cada nueva decisión, error o simple cambio rumbo y que podrían haber conformado otro ramal de experiencias, otra historia personal?

Tal vez existan otras dimensiones.

Empero, ¿no es la vida de por sí un misterio suficientemente inmenso?

*

En las siguientes semanas le espera a M. otro trabajo de corta duración como asistenta de dirección en la producción de una película y, luego, la universidad.

Su relativamente corta vida ha sido una sarta de oportunidades que yo mismo no reconozco de buenas a primeras en mi historia personal.

Pero, por supuesto, no es así.

Oportunidades como las que ella ha tenido -de viajar y vivir en otros países, así como de hacer prácticas en diversos trabajos y eventos- también las tuve a esa misma edad.

Es el simple, impertinente, irreprimible y goloso vicio de, o bien exagerar, o bien subestimar todo lo propio al compararnos.

*

-¿Ya no sabes por qué no te enamoraste de ninguna de ellas? -insiste ella-. ¿Las querías, por lo menos?

«¿Qué es querer?», quiero preguntarle.

-Ambas me hablaron de sus amores imposibles muy al comienzo de nuestras respectivas relaciones -le digo, en cambio-. Tal vez por eso se pasmaron mis sentimientos y ellas, de alguna forma, aceptaron compartirme. 

-¿O sea que estuviste con las dos a la vez? -Creo reconocer cierto retintín aleccionador, cierta moralina en su tono de voz.

-Un par de meses.

-¿Y ellas lo sabían?

-A una se lo dije abiertamente. La otra lo intuía y creo que prefería evitar el tema, pues ella también tenía su propio medio amor imposible.

*

Aprovecho un semáforo en rojo para girar mi cabeza y observar, por un solo instante, como una fotografía, el rostro de mi hija. Parece conmocionada. La consideraba mucho más liberal, moderna, por así decir, pero no me atrevo a decírselo.

-¿Por qué no te despediste de Catrin la noche anterior a tu vuelo? -continúa su inquisición.

-Era demasiado tarde, ya casi medianoche cuando desperté en la cama de Susanne.

-Podrías haberla llamado por teléfono.

-¿O enviarle un wasap?

-Por ejemplo.

-En ese tiempo solo existían teléfonos fijos y el número pertenecía a toda la familia. No podía llamarla a esa hora sin despertar a sus padres.

-Ah… -dice mi hija, como si le estuviera hablando de los tiempos de las cavernas. Curiosamente, si a mí entonces me hubieran dicho que dentro muy poco la gente andaría por las calles concentrada en minúsculas computadoras, varias veces más potentes que la que permitió la llegada a la Luna, no me lo habría creído en absoluto.

*

Después, cuando ya he dejado a M. en medio del bosque, en su Kinder (la he tenido que acompañar llevando uno de sus pasteles en la mano), y ya voy de regreso a casa, la camioneta familiar se transforma en el bolbaguen de Carloncho y vuelvo a recordar mi primera noche con Susanne.

Está exultante.

Ha encendido un cigarrillo y su gesto es extático.

Me ha abierto las puertas de su pequeño palacio personal y van a suceder cosas. Para empezar, me quedaré a pasar la noche, algo que después se convertirá en rutina.

En este momento ella lo sabe. Pero yo no. Tal vez porque yo mismo también estoy exultante, sobrerrevolucionado, desperdiciando mi concentración en tratar de disimularlo.

*

Nos hemos encontrado a la salida del Goethe más o menos casualmente y, luego de conversar y pasear un poco, me ha invitado a tomar un café en su departamento de San Isidro.

-No tomo café.

-Entonces toma cualquier cosa -ha sido su respuesta.

-Por supuesto.

*

Estamos sentados en un pequeño sofá. Fumamos y bebemos ron con jugo de naranja, la especialidad de la casa.

Susanne acaba de poner un casete con el que ha conseguido sorprenderme, pues en los últimos años me he movido muy cerca de uno de los núcleos más recalcitrantes de la izquierda universitaria de San Marcos (la primera universidad de América), de esos que poco después pasarían a formar parte de Sendero Luminoso, la ETA peruana, por así decir.

Escuchamos El derecho de vivir en paz. La voz de Víctor Jara resuena a la vez lejana y totalmente aneja, próxima.

Cuántas guerras en nombre de la paz.

Cuántos Ministerios de Guerra.

¿Cuántos de la Paz?

*

La canción, a pesar de que la conozco, me suena tan extraña como si fuera extraterrestre o la de una tribu recién descubierta en un inhóspito paraje olvidado de la Amazonía. Tal es su fuerza melódica, textual y armónica.

Y no solo se debe al uso del salterio (una especie de cítara, muy común en la Edad Media). El sencillo pero efectivo arreglo inicial no hace sino resaltar esa cualidad enajenante.

Hemos alcanzado esa mezcla mágica de música, ambiente, conversación y alcohol que muchos desearían no abandonar nunca: un limbo engañoso, que, al despertar, bien podría haber servido para no darnos cuenta de que el tren de la vida nos ha pasado encima y es probable que no podamos volver a erguirnos por nosotros mismos.

Ahora no me importan los peligros y solo gozo el momento.

Aún ignoro que no regresaré a dormir a casa esa noche, algo que luego preocupará a mi madre, quien no lo podrá entender.

O tal vez sí y solo lo fingía.

*

Vuelvo a mi aseinto en el avión que me lleva a París.

Me he pasado las últimas semanas recorriendo mi ciudad como un hambriento indigente que recorre los puestos del mercado en busca de desperdicios y desechos.

Observo Lima desde el aire: una antigua civilización carcomida por el desierto y el descuido.

He recorrido Lima como un insomne a pie, con mi chuspa colgada al hombro (mi cuaderno de notas, un par de libros; nada de agua, en contraste con ahora), para impregnarme de sus calles y gentes.

Dejo mi país. Aún no sé que será para siempre, a pesar de que me lo acaba de anunciar una adivina en la avenida Colmena y de que no he comprado el boleto de vuelta:

-Deje que le lea la suerte, joven.

-No, gracias.

-Estás a punto de dejar tu país -me dice.

Me la quedo mirando.

-Ya tengo el boleto. No me está diciendo nada nuevo.

-¿Pero ves que puedo?

No quiero que me diga más y sigo mi camino.

*

Sobre el sofá, Susanne se acerca por detrás y me sorprende alcanzándome su guitarra. Enseguida entono el comienzo de una canción. Estoy exultante.

-No sabía que cantabas -me susurra.

Percibo su aliento nicotínico, ese que después me resultará absolutamente insoportable en cualquier otra persona.

En ese momento no me importa, pues sé que se ha acercado para besarme.

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HjorgeV 20.08.2018