Leo en un artículo de la sección cultural de El País que Thomas Mann «escribió frases de más de quince líneas que se leen con naturalidad».
El artículo de marras me atrajo por su arranque, una genial frase del mismo Mann:
«Un escritor es una persona para quien la escritura es más difícil que para otras personas.»
No deja de enternecerme y soliviantarme, a la vez, la naturalidad con la que muchos (incluso profesionales, como en este caso) se refieren a obras en lenguas foráneas como si hubieran sido escritas en la nuestra.
Es la misma gente -hay que suponer- que cuando en Londres o París se topan en un escaparate con un libro de Joyce o Proust, supone que alguien se ha tomado el trabajo de traducirlos al inglés o al francés, respectivamente.
-Mira, ¡Joyce en inglés!
-¡Proust en francés!
¿Será un mal universal?
No hace mucho empecé a leer una novela de Michael Connelly en nuestra lengua.
El comienzo me pareció tan espeso que consulté el original y la versión alemana (en la Red), para comparar los tres textos.
Pude notar enseguida las grandes libertades que se habían tomado los respectivos traductores.
Traducir no es sencillo.
Una vez, como ejercicio, se me ocurrió probar con el inicio de Muerte en Venecia.
¿A alguien se le ha ocurrido alguna vez cruzar el Atlántico en una tina o bañera?
No se lo recomiendo.
Mejor traduzca Muerte en Venecia si busca una tarea realmente difícil.
El idioma alemán tiene la particularidad de permitir la acumulación de oraciones subordinadas más o menos ad libitum: como si se tratara de una fórmula matemática en la que es posible ir abriendo paréntesis sucesivos, con la condición de cerrarlos luego.
Nuestra lengua no permite (por lo menos no tan fácilmente) ese chiste.
En alemán no es raro ese ejercicio (aunque ya apenas se usa en aras de la claridad expresiva); una particularidad, entre otras, que obliga a complicados malabares a los traductores.
(Pongo un ejemplo. El otro día mi esposa me preguntó:
-¿Cómo se dice ein Hünchen rüpfen en castellano?
No supe qué responder. Traducido literalmente es ‘desplumar un pollo’.
Sin embargo, se trata de una expresión de la que los mismos alemanes ignoran su origen, pero que es usada para indicar la amenaza/necesidad de juntarse con alguien para discutir sobre cierto asunto desagradable.)
(Sigo sin saber cómo se traduce.)
Lo curioso es que el artículo de marras se titulaba Cómo leer a Thomas Mann.
La respuesta tendría que conocerla el articulista: aprendiendo alemán.
Porque al leer en nuestra lengua a Mann, Hesse, Roth, Auster, Lemaitre o Pintor, estamos leyendo al traductor: a ese ser invisible responsable del 40% de las obras que se publican en España -para dar un ejemplo- cada año.
Permítanme ilustrar el asunto: En busca del tiempo perdido pasó a ser A la busca del tiempo perdido cuando otro traductor (Mauro Armiño) fue el encargado.
Lo mismo sucedió con el título del primer volumen, Du côté de chez Swann: en 1920 Pedro Salinas lo tradujo como Por el camino de Swann (notar que en el artículo de El País se olvidan de la doble n). Más tarde otro traductor (Carlos Manzano) se inclinó por Por la parte de Swann.
Y eso que solo estamos hablando de los títulos.
Tal vez cada generación debería tener su propia traducción de los clásicos.
Personalmente, me inclino por traducciones sobrias y atemporales.
Me resulta asaz desagradable toparme con palabrotas o groserías que hoy podrán estar de moda en el país del traductor, pero que pocos años después (el sino de las palabrotas) pasarán al olvido para dar paso a otras más eficaces.
¿O a alguien se le ocurriría actualizar Cien años de soledad o Conversación en La Catedral, haciéndolas ‘legibles’ para los lectores de este comienzo de milenio?
A veces me queda la impresión de que eso es, más o menos, lo que hacen muchos traductores (esos grandes escritores enmascarados) en su afán por incluir vocablos y expresiones de moda.
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HjorgeV 04.10.2016