LYNSEY DE PAUL: «SUGAR ME» (1972)

Ese año contraje una enfermedad que me mantuvo en cama todo un mes y me cambió el pelo, volviéndolo rizado.

Cuando me sentía con fuerzas, le daba pataditas a la pelota junto a mi cama, sin dejarla caer al suelo, como veía en los concursos de la televisión.

Ese mes escuché -postrado- canciones geniales, como Clair y Alone again de Gilbert O’Sullivan, o Libre y Un beso y una flor en la voz de Nino Bravo.

Otras siguen sin salir de su rincón de mi memoria infantil, esperando acaso su oportunidad.

Hace unos días tuve la suerte de toparme en una radio holandesa con una que creía perdida del todo y de la que recordaba especialmente el solo de violín.

Me bastó escuchar el comienzo para saber que acababa de recuperar una parte de mi pasado, al que enseguida me transportó su pegajoso, pero bello estribillo. 

Sugar me fue un tema de la cantautora inglesa Lynsey de Paul, fallecida en el 2014 a la edad de 66 años.

La compuso en 1972, el año de la masacre de Múnich, razón por la que reemplazó su apellido judío (Monckton) original.

¿Tiene la belleza una estructura, patrones reconocibles? ¿O es el responsable solo nuestro recuerdo, ese animal inquieto y hambriento de maravillas y horrores?

.

HjorgeV 30.10.2016

GLÍGLICO Y GÚGLICO

Hace muchísimos años (la Red no existía aún, ni los discos compactos; estos últimos ya en fase de extinción), les propuse a mis numerosos hermanos inventarnos una palabra, que intentaríamos luego contagiar en el colegio y ponerla de moda, hasta abarcar toda la ciudad (Lima, en este caso).

Mi interés era el de un lingüista, el de un científico cuyo tema o fascinación eran/son las palabras (las lenguas, en general); pero, por supuesto, yo no lo sabía.

En realidad, sin saberlo ni percibirlo, lo que quería demostrarle a mis hermanos, era que, la forma en que nuestro (cualquier) idioma se renueva y conforma, responde a leyes que no son necesariamente lógicas ni vitales, y que muchas veces responden simplemente a esa nítida inclinación humana por mostrarse más ‘avanzado’, abierto e innovador que los demás, además de presumir de ello: la moda.

Lamentablemente, mi idea no prosperó. Mis hermanos se rieron de mi propuesta (de todas las que les hice) y ellos mismos no hicieron ninguna.

(Esto último es lo que ha quedado grabado en mi memoria; o sea, en mi ‘mentira vital’, porque, más que seguro, ellos debieron hacer varias propuestas.)

Bueno, pues.

Hoy ya me consta que es posible crear, de forma más o menos arbitraria y personal, un vocablo determinado, que luego pasa a convertirse en parte del habla común.

Alguien dirá que así fue cómo se formaron todas las lenguas del planeta. Y es cierto, empero, normalmente, ese es un proceso que suele durar años, décadas o, incluso, siglos.

Hoy es posible conseguirlo en apenas días, semanas o meses.

Y no me estoy refiriendo a aquellos vocablos (neologismos, por lo general, provenientes del inglés) que podrían ser adaptados a nuestro idioma (o tener equivalentes), pero que, por cuestiones de moda (sobre todo en su ‘vertiente presumidora’) o por simple prisa, flojera o improvisación, se adoptan tal como son, sin apenas variaciones.

Me refiero, más bien (para poner ejemplos españoles), a términos como pagafantas (el nombre de una película, en realidad, y un vocablo que es toda una radiografía de las llamadas relaciones de género: o sea, entre hombres y mujeres; y no solo entre ellos) o perroflauta.

Cortázar decía que el buen escritor es aquella persona que modifica parcialmente el lenguaje, pero hasta el punto de que, tras hacer palidecer (o enojar) a los gramáticos, su transgresión puede llegar a convertirse en regla o convención aceptada.

Cortázar inventó el glíglico.

¿Qué habría dicho de saber que alguna vez nos invadiría el gúglico?

.

.

HjorgeV 08.10.2016

THOMAS MANN NO ESCRIBÍA EN CASTELLANO

Leo en un artículo de la sección cultural de El País que Thomas Mann «escribió frases de más de quince líneas que se leen con naturalidad».

El artículo de marras me atrajo por su arranque, una genial frase del mismo Mann:

«Un escritor es una persona para quien la escritura es más difícil que para otras personas.»

No deja de enternecerme y soliviantarme, a la vez, la naturalidad con la que muchos (incluso profesionales, como en este caso) se refieren a obras en lenguas foráneas como si hubieran sido escritas en la nuestra.

Es la misma gente -hay que suponer- que cuando en Londres o París se topan en un escaparate con un libro de Joyce o Proust, supone que alguien se ha tomado el trabajo de traducirlos al inglés o al francés, respectivamente.

-Mira, ¡Joyce en inglés!

-¡Proust en francés!

¿Será un mal universal?

No hace mucho empecé a leer una novela de Michael Connelly en nuestra lengua.

El comienzo me pareció tan espeso que consulté el original y la versión alemana (en la Red), para comparar los tres textos.

Pude notar enseguida las grandes libertades que se habían tomado los respectivos traductores.

Traducir no es sencillo.

Una vez, como ejercicio, se me ocurrió probar con el inicio de Muerte en Venecia.

¿A alguien se le ha ocurrido alguna vez cruzar el Atlántico en una tina o bañera?

No se lo recomiendo.

Mejor traduzca Muerte en Venecia si busca una tarea realmente difícil.

El idioma alemán tiene la particularidad de permitir la acumulación de oraciones subordinadas más o menos ad libitum: como si se tratara de una fórmula matemática en la que es posible ir abriendo paréntesis sucesivos, con la condición de cerrarlos luego.

Nuestra lengua no permite (por lo menos no tan fácilmente) ese chiste.

En alemán no es raro ese ejercicio (aunque ya apenas se usa en aras de la claridad expresiva); una particularidad, entre otras, que obliga a complicados malabares a los traductores.

(Pongo un ejemplo. El otro día mi esposa me preguntó:

-¿Cómo se dice ein Hünchen rüpfen en castellano?

No supe qué responder. Traducido literalmente es ‘desplumar un pollo’.

Sin embargo, se trata de una expresión de la que los mismos alemanes ignoran su origen, pero que es usada para indicar la amenaza/necesidad de juntarse con alguien para discutir sobre cierto asunto desagradable.)

(Sigo sin saber cómo se traduce.)

Lo curioso es que el artículo de marras se titulaba Cómo leer a Thomas Mann.

La respuesta tendría que conocerla el articulista: aprendiendo alemán.

Porque al leer en nuestra lengua a Mann, Hesse, Roth, Auster, Lemaitre o Pintor, estamos leyendo al traductor: a ese ser invisible responsable del 40% de las obras que se publican en España -para dar un ejemplo- cada año.

Permítanme ilustrar el asunto: En busca del tiempo perdido pasó a ser A la busca del tiempo perdido cuando otro traductor (Mauro Armiño) fue el encargado.

Lo mismo sucedió con el título del primer volumen, Du côté de chez Swann: en 1920 Pedro Salinas lo tradujo como Por el camino de Swann (notar que en el artículo de El País se olvidan de la doble n). Más tarde otro traductor (Carlos Manzano) se inclinó por Por la parte de Swann.

Y eso que solo estamos hablando de los títulos.

Tal vez cada generación debería tener su propia traducción de los clásicos.

Personalmente, me inclino por traducciones sobrias y atemporales.

Me resulta asaz desagradable toparme con palabrotas o groserías que hoy podrán estar de moda en el país del traductor, pero que pocos años después (el sino de las palabrotas) pasarán al olvido para dar paso a otras más eficaces.

¿O a alguien se le ocurriría actualizar Cien años de soledad o Conversación en La Catedral, haciéndolas ‘legibles’ para los lectores de este comienzo de milenio?

A veces me queda la impresión de que eso es, más o menos, lo que hacen muchos traductores (esos grandes escritores enmascarados) en su afán por incluir vocablos y expresiones de moda.

.

HjorgeV 04.10.2016