(LA LOTERÍA DEL BALOMPIÉ)
Corría -como decía hace dos días, empezando esta serie- el año 1986 y ya vivía en Colonia en una pequeña comuna o vivienda compartida de cuatro estudiantes.
Me estaba yendo bien, después de todo y a pesar de todo. La historia de cómo fue la pirueta para abandonar París y tratar de concretar el sueño en Germania es larga. El dios Amor se interpuso en mi camino, haciéndome un guiño que yo interpreté rápidamente. Pero ya saben que no me gusta mezclar historias y ahora estamos en el tema de las cosas extrañas que a todos nos suceden.
La comuna estudiantil en la que vivía era un poco diferente.
En el diccionario (actual) de la Real Academia se encuentra lo siguiente:
comuna2.
(Del fr. commune).
1. f. Conjunto de personas que viven en comunidad económica, a veces sexual, al margen de la sociedad organizada.
2. f. Forma de organización social y económica basada en la propiedad colectiva y en la eliminación de los tradicionales valores familiares.
3. f. Am. municipio (‖ conjunto de los habitantes de un mismo término).
Con esto, los señores de la machista Real Academia, han querido seguramente dejar constancia de que nunca han estado en ninguna.
En este país, descentralizado por excelencia, las viviendas comunitarias constituyen el paso más o menos común y obligado que da la mayoría de los estudiantes, y con el que los jóvenes se ayudan a abandonar sin ningún pesar y más bien con entusiasmo su lugar de origen. ¿Qué pensarán los nacionalistas vascos de algo así?
Después no hay quién los mueva pero esa es ya otra historia y pertenece, además, a la sociología de este país.
En una comuna universitaria, los gastos de alquiler, de luz, agua y calefacción son compartidos. Además existe un acuerdo tácito o normado de turnarse para cumplir los trabajos propios de una vivienda.
Así, se suele compartir el baño y el retrete (por lo general, aparte), las despensas, las refrigeradoras o neveras, la cocina y la sala o salón de estar. Normalmente, cada quien pone lo suyo y sólo consume de eso.
En la que yo vivía apenas se compartía el retrete y la ducha. Cada uno tenía que arreglárselas en su habitación para cocinar y almacenar sus alimentos. Había un lavatorio o lavabo en cada cuarto. Y no teníamos ninguna sala o habitáculo compartido.
Lo cual yo veía como algo positivo, porque muchos se aprovechaban -y deben seguir aprovechándose- de eso para ser escuchados.
Parece mentira, pero no lo es. Conozco gente que ha conseguido pareja y matrimonio solo por saber escuchar. Y no estoy hablando para nada de matrimonios de conveniencia.
He aprendido a escuchar –leer, prestar atención, dedicarme, entregarme- sólo a las cosas y a las gentes que verdaderamente me interesan. Respetando ciertos límites civilizados, se entiende.
Si un libro no me gusta, lo dejo. Me salgo de una película si me aburre o deja de gustarme.
A una de mis primeras novias en esta ciudad la dejé escapando por la ventana. No es una broma. Hablaba hasta por los codos.
Mi esposa me conoce. Sabe cómo soy. Y me respeta.
Y la historia de la muchacha que no paraba de hablar es otra que no encontrará pie -hoy- aquí.
Pero, de verdad, no me quedó otra salida que la ventana. No era la única (salida). Pero sí la más rápida.
Vivía yo en ese edificio de estudiantes, les decía, en este cuaderno que cuenta.
Doy un salto en el vacío para alejarme del ruido y de la ventana parlanchina. Salto en el espacio, apenas en el tiempo.
Ahora estoy durmiendo en mi habitación de la comuna y en mi sueño una mujer morena, una afroperuana trata de despertarme declamando una retahíla de números: cero, dos, uno, uno, dos, uno, cero, cero.
La morena repite una y otra vez los mismos números. Me despierto. El sueño ha sido pesado y los números me los ha repetido tantas veces que todavía recuerdo algunos del comienzo: cero, dos, uno, uno, dos, uno.
Estoy molesto por la interrupción del sueño. Estoy cansado además. Es muy temprano todavía, porque es sábado y no hay clases en la universidad. Entonces, se me ocurre una idea, no siendo capaz de liberarme del sonsonete de números de la cabeza. Salto de la cama para ejecutarla.
A pocos metros de donde estoy, al otro lado de la calle vive Rafael Caparó, un amigo peruano que he conocido en mi primer día en la ciudad.
-¡Hola! –me había saludado aquella vez al verme entrar a la taberna Los Cactus-. Te apuesto a que tú eres un peruano nuevo en la ciudad, ¿no?. ¿Qué bebes?
Ahora, en el corto camino a su casa, recuerdo que todo mi primer día en Colonia ha sido como de fábula.
He conseguido trabajo como profesor de idiomas apenas el primer día de estar en la ciudad y, buscando un lugar para celebrar con el amigo alemán -Andreas Maus- que me ha ayudado, he conocido a Rafa. Más suerte tienen pocos seres humanos, me digo, mientras avanzo. Porque hay que conocerlo a Caparó para saber de qué estoy hablando. Para saber qué es energía vital y buen humor sin gastar un centavo.
Le toco el timbre. Rafa trabaja en la gastronomía y me abre su puerta mostrándome un solo ojo apenas abierto.
-¿Qué hora es, Jorge? Pasa -me dice, tambaleándose un poco-. Espero que no sea por nada malo. Yo me acuesto tarde, sabes. Siéntate, por favor.
-Disculpa, Rafa –le digo, con pesar-. Pero he tenido un sueño que no me ha dejado seguir durmiendo.
Rafa es un fanático del balompié como yo. Los que lo conocen saben de su forma de contar una y cien anécdotas de su deporte favorito. La más aplaudida es la de los goles que hacía el moreno afroperuano Pitín Zegarra en el Alianza Lima, de tiro penal o penalti.
-¿Sabes lo que puede ser? –me dice, entusiasmándose y despertando de golpe, mientras yo niego con la cabeza-. ¡Los números de la lotería del fútbol!
Para no cansarlos diré que compramos un boleto de esa lotería, rellenándolo en parte con los números que yo todavía podía recordar del sueño. Rafa insistió en que invirtiera el doble de la suma que yo había previsto y que me parecía justificar bien ese chiste de sábado por la mañana, pero nada más. No acepté transigir.
-Faltan números, Jorge –insistió Rafa.
-Pon tu número de teléfono –le respondí.
Demás está decir que no gané nada.
Unas dos semanas después me acerqué al mismo establecimiento, por pura curiosidad, solo para comprobar si había acertado con alguno de mis números.
Los números soñados eran correctos. Los demás no. Si hubiera invertido la suma propuesta por Rafa, habría ganado un cuarto de millón de marcos de esa época.
(Tengo testigos de este hecho extraño y desconcertante.)
¿Es necesario agregar que no he vuelto a jugar a la lotería desde entonces?
HjV
Sinthern, 28, último día de febrero del 2007.