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Eligió volver a pisar esas calles que durante toda una época de su juventud (una que él recordaba como auspiciosa) habían sido su pan diario: su forma de ver y enfrentarse a la vida que estaba por llegarle.
Salió de paseo al atardecer, cuando el pálido fuego del ocaso semejaba un incendio mal apagado al final de la gran avenida.
Volviendo a esas calles que no se había atrevido a pisar en años, se sintió como un personaje de una película de los años cincuenta: el paisaje urbano sepia, una pieza de jazz emitida por una vieja radio, calles inquietantes, gente con pensamientos oscuros, un gato desdeñoso, un hombre desorientado deambulando en la penumbra.
(Esto último resultó ser el vidrio de un escaparate.)
Era uno de los primeros días del invierno de ese año; con temperaturas muy bajas, pero ideales para un paseo con la vestimenta adecuada.
Pronto aparecieron Charlie Parker y el gran Raymond acompañando sus pasos a pocos metros. Fue sintiéndose más seguro conforme avanzaba y desde la otra acera le sonrieron Lana Turner y la Monroe.
Regresó a casa, a su particular museo de la ausencia, su gabinete del olvido.
Presa de una gran exaltación -pues había vuelto a vivir-, destapó una botella de whisky, prendió el cigarrillo que hacía años que no tocaba y se quedó dormido enseguida.
Los bomberos no tardaron en encontrar la fuente de ignición, agravada por una botella de whisky vecina, pero nunca hallaron la causa.
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HjorgeV 25.05.2017