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El aprendiz de poeta y enfermo de Amor sale a aullarle a la luna. (No sabe que todo verdadero aprendizaje es eterno.)
Pero solo consigue tragar saliva, callar, asustado.
En su cuaderno escribe los versos más miedosos esa noche.
La pérdida estrellada. La distancia.
La que se lo traga todo.
Aún desconoce que Amor nunca da explicaciones.
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A A. la conocí en una fiesta en Lima. No me gustaba especialmente. Era una chica más.
Pero me trató bien. Rió conmigo y con ganas. Fue alegre y divertida. Me ofreció volver a vernos.
En la última pieza (de baile), permitió que me fuera acercando a su cuerpo hasta llegar a aparrar (peruanismo para la conjunción agradable de dos caderas, frente a frente, poco a poco y vestidos): metáfora puritana del apareamiento.
Me conquistó hormonalmente.
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(¿Peruanismo? Dejemos que hable el Diccionario Oficial:
aparrar. Hacer que un árbol extienda sus ramas en dirección horizontal.)
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Los años pasaron. Aún vivía en Lima.
Había crecido en el mundo de Amor con varias cicatrices. C. me había destrozado de diversas maneras.
Desconocía que yo era la que la había destrozado a ella primero, en realidad.
Me había hecho tantos avances sin que yo los hubiera reconocido, que cuando me decidí, ella pensó que yo bromeaba.
Y entonces emprendí la retirada, derrotado.
Absurdamente derrotado.
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J. me dejó por un tipo con un carrazo del año y una mansión. El automóvil y la mansión eran de sus padres, claro. A esa edad adolescente nada nos pertenece.
Apenas la ropa.
J. soñaba con un muchacho al estilo gringo.
Alguien que la mostrara al mundo en toda su belleza y se luciera con ella.
Debía soñar con descapotables y su cabellera al viento paseando por la Costa Verde.
Me gustaban su cabello lacio y fuerte, sus imposibles curvas y sus pechos turgentes que solo podía adivinar cuando me atrevía a acercarme más de lo -supuestamente- debido.
Vivía en una especie de quinta.
No pude ser su príncipe. El que la sacaría de esa anodina vivienda para llevarla a su palacio imaginario.
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A N. la conocí en una fiesta de barrio.
Me gustó su forma de besar. Y esa forma suya de percibir el mundo, como si todo fuera una broma triste, una mala pasada de la diosa Melancolía.
Nos besábamos en los parques por las noches, hasta que nuestros labios no podían más.
No recuerdo cuándo terminamos.
O sea, cuándo se cansaron nuestros labios.
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Pasaron muchos años. Crucé el Atlántico.
A B. la conocí en una cama improvisada, al despertar: sobre dos colchones contiguos, porque un chubasco nos había obligado a buscar guarida la noche anterior en Colonia.
Parece una exageración o un invento, pero así fue: tres en un lecho.
Desperté y B. estaba a mi lado. Mi pareja (provisional) había pasado la noche conmigo al otro lado de ese improvisado lecho y acababa de salir a trabajar.
B. me pidió que no la mirara así. Me dijo que ya sabía lo que yo quería de ella.
No era verdad.
Yo quería seguir durmiendo.
Insistió tanto que me enfadé. El enfado nos llevó a los juegos de manos, de allí a los besos y de allí al etcétera.
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Pasó más de un año.
La volví a ver en Berlín.
En la primera taberna que había entrado en mi primera visita a esa ciudad, nada menos.
B. trabajaba allí, era un lugar para estudiantes. Gran casualidad.
En la película El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin), Damiel y Cassiel, dos ángeles, observan el quehacer de los mortales.
Solo pueden observar: no pueden alterar sus vidas ni darse a conocer.
Lo más que pueden hacer es infundirles ganas de vivir y consolarlos.
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Me acerqué a saludar a B., sorprendido. No sabía que había dejado Colonia y que se había mudado a estudiar en Berlín.
Desde lejos me hizo un gesto de corte con las manos.
Me anunció que era inútil que la buscara ahora.
Que mi oportunidad ya había pasado y que ahora tenía un novio estable.
¿Qué es un novio inestable?, le quise preguntar.
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Totalmente confundido, me senté a beber mi melancolía en una esquina de la taberna.
Había llegado a Berlín a pasar mi cumpleaños.
En verdad, huía de otra derrota de Amor. No perseguía a nadie.
Era invierno. Hacía mucho frío en toda Alemania y yo no parecía tener ningún ángel en el cielo de Berlín. Mi abrigo era muy delgado, obtenido en unas rebajas.
En la película de Wim Wenders, el deseo de uno de los ángeles por participar en la vida de los mortales es tan grande que decide renunciar a su inmortalidad.
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Por un contacto que me llevó a otro, quedé por teléfono con una estudiante berlinesa para asistir juntos a ver una película.
Cuando vi a la joven desconocida en la entrada del cinema, supe que uno de mis posibles ángeles había vuelto a cometer un error.
En medio de la función, no pude más y tomé una de sus manos entre las mías.
No deseaba más. Era mi despedida. Ella no lo podía saber.
Lo hice con fruición: mi forma de decirle que me gustaba mucho.
Amor nunca da explicaciones.
Yo tampoco le debía ninguna.
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Ella acogió mis manos con verdadera ternura, como se acoge lo que se lleva esperando largo tiempo y ya no se confía en su llegada.
Le dije que iba a salir un momento. Le había mentido. Quería liberarme por fin de uno de mis ángeles erróneos.
Me levanté.
Vi por última vez su rostro, irregularmente iluminado por el juego de reflejos de las imágenes de la pantalla. Salí decidido a las desconocidas calles de Berlín.
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HjorgeV 28-04-2012