FRAGMENTO/EJERCICIO

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Respiré hondo antes de accionar el intercomunicador. Vi que estaba provisto de una cámara y acerqué mi rostro al objetivo. Ensayé un gesto serio; uno con una lejana sonrisa, como si posara para una foto pasaporte. Corregí la curva de mi boca y por fin pulsé el timbre. Me sentía como el niño que ha encontrado una máquina del tiempo en el patio trasero de su casa y acaba de pulsar uno de los botones de la consola de mandos.

-¿Quién es? -escuché un canto sin ínfulas.

Supuse que era la empleada de la casa y dije:

-Busco a Verónica Galindo.

-¿Tiene una cita?

-No, pero tengo que verla. Dígale que soy un viejo amigo.

No volví a escuchar nada más hasta dos minutos después.

-¿Sííí…?

Esta vez reconocí la voz a pesar de las dos décadas de distancia y la deformación del aparato.

-¿Eres tú, Cuqui? -Volví a dirigir mi rostro hacia el objetivo. «¿No funciona la cámara de tu intercomunicador?», quise quejarme.

-¿Quién es, ah? ¿Qué desea?

-Soy yo, Chema, Cuqui.

-No me llamo Cuqui.

-Lo sé. Te conocí como Cuqui Villarán.

Entonces me di cuenta de que, por la época cuando Juanjo y yo formábamos un trío bastante ruiseño, mi cabellera era una especie de african look y ahora llevaba el pelo muy corto, salpicado por una serie de canas emergentes.

Eran las cuatro, una hora lánguida, el cénit de la tarde y la hora que más me gustaba en Lima; una especie de hora promesa. En Alemania esa había sido una hora confusa para mí: apenas media tarde en verano, pero ya la hora del ocaso en invierno, como si nunca pudiera estarse quieta. Quiero decir que no creía estar interrumpiendo la siesta a Cuqui. Pero ese tipo de cosas nunca se saben.

-Soy yo -insistí-, José María Banqui Behnder. El hijo de la alemana -añadí.

-Ah… -dijo ella. Me sonó a sorpresa verídica. Siguió una larga pausa-. Un cinquito, ¿ya?

Asentí con mi sonrisa más tonta en dirección de la cámara del intercomunicador, mientras mi nerviosismo amenazaba con dejarme rezagado, como si fuera una imagen superpuesta, deseosa de independizarse del original.

Pensé que un ‘cinquito’ podían ser tanto cinco segundos como cinco o más minutos, y conseguí relajarme un poco. Si algo recordaba de Cuqui Villarán era su nimbo de misterio, el que, en pleno florecimiento de mi sexualidad, había constituido un extraño y potente catalizador para mi cuerpo adolescente.

La había ubicado más o menos de pura casualidad, mientras rastreaba cada metro de mi antiguo barrio en busca de cualquier información sobre Raymundo López.

Alguien mencionó un nombre, hice un par de preguntas creyendo que se trataba de una confusión y resultó que esta no era tal. Cuqui Villarán había sido un nombre ficticio. Con el verdadero -Verónica Galindo- ella había hecho carrera en el mundo del espectáculo, alcanzando luego, ya como cantante, una nada despreciable fama. Todo eso había ocurrido cuando yo me encontraba en Alemania y esos nuevos detalles los sabía por Google.

López, cinco años mayor que nosotros, había sido el entrenador de nuestro equipo de fútbol: un equipito de barrio, de cuando bastaba poner las maletas del colegio sobre la pista y rogar que no las destrozaran los vehículos que pasaban, por lo menos hasta que terminara el partidito del siglo de turno.

A Raymundo Rayo López lo había vuelto a encontrar muchos años después, cuando entré a Inteligencia de la Dirandro, la Dirección Antidrogas de la PNP.

-No me digas… -había exclamado él cuando me vio en la puerta de su sección, junto al coronel Naranjo-. ¿Vamos a ser colegas?

Le conté que había aceptado asimilarme a la policía más o menos por inercia, pues llevaba tres meses sin encontrar trabajo tras mi regreso de Alemania y ya no sabía cómo hacer para dejar el Hotel Mama y de ser un niño de mamá a mis treintipico años.

Si el coronel Naranjo fue mi primer mentor y quien me propuso asimilarme a la PNP, López fue el segundo: la persona que más se esforzó por enseñarme, a lo largo de los dos años y medio que trabajamos juntos, todo lo que había aprendido en los casi quince años que llevaba en Inteligencia.

Cuando me acerqué a la casa de Cuqui, ya habían pasado tres meses desde el asesinato de López y la brigada de Homicidios hacía mucho que había dejado de ocuparse del caso. Por mi parte, había decidido esperar a que pasara la peor ola para empezar mi particular rastreo. Me lo había prometido al pie del féretro de mi amigo, exentrenador y excolega.

Más de cinco minutos después, la puerta empezó a abrirse. El niño frente a la consola de mandos de la máquina del tiempo que acababa de descubrir, se tensó.

La puerta era maciza, de caoba, y tardó media eternidad en abrirse. Cuando lo hizo del todo, me tomó otra media eternidad hacer coincidir el rostro de la persona que tenía frente a mí con las fotografías del álbum de mi memoria, sin conseguirlo del todo.

-Te vi varias veces, justo cuando estaba por partir a Alemania -dijo finalmente, quedándome con la boca entreabierta.

En la tele, imagino.

-No, en los quioscos. En las portadas de los diarios.

No añadí que prácticamente desnuda y con una melena casi rubia que no podía ser natural, muy parecida a la que que yo estaba viendo ahora.

-Tiempos pasados -dijo ella con un raro gesto.

La Cuqui que yo había conocido no existía más.

Me había creído capaz de reconocerla enseguida, como había hecho con la demás gente de mi antiguo barrio, y ahora toda mi reacción era una boca entreabierta, tal como me había pasado con mi ciudad cuando regresé del otro lado del Atlántico y me encontré con otra ciudad. Regresé a Lima por mi madre y por cierto grito que llevaba estampado en el pecho, pero también pudo haber sido Barcelona, Verona o Berlín. A veces solo es necesario un pequeño error o un retraso ínfimo para joderles los planes a los dioses.

Cerré por fin la boca, simulando deshacerme de una partícula sobre mi lengua. Me acerqué para darle el medio beso de saludo en la mejilla, pero Cuqui/Verónica cerró la puerta rápidamente, hasta dejarla entreabierta. Me detuve a tiempo para no golpearme la nariz.

-¿Qué deseas, José María? -dijo con un claro gesto de desprecio.

Veinte años atrás nos habíamos seguido besado aún después de que Juanjo Vergara me comunicara con un abrazo y un gran gesto de alivio que ella lo había ‘aceptado’, como se decía entonces. Quise recordárselo a Cuqui ahora. Pensé luego que me estaba confundiendo con un admirador y me sentí harto, un tonel ahíto de sinsentido.

La mujer que había aparecido casi desnuda en las portadas de la prensa chicha y que yo no había sabido que era Cuqui Villarán, ahora me trataba como a un ser de una casta inferior.

Yo tenía veinte años por entonces, me preparaba para partir hacia el país de mi madre y llevaba unos cinco años sin contactos con la gente de mi barrio, pues me pasaba el día en la universidad. Alguna vez encontré en alguna de las fotografías de los quioscos cierto parecido con la mocosita que yo había conocido a los quince, pero no se me pasó por la cabeza que podían ser la misma persona. Ahora tenía frente a mí, en realidad, a tres personas: la Cuqui de entonces, la Verónica Galindo que había llegado a triunfar en el mundo del espectáculo y la Galindo actual, ya una estrella olvidada.

-No quiero nada de ti -dije por fin.

-¿A qué has venido entonces?

Adopté un gesto adusto.

Solo quiero hacerle un favor a la familia de Rayo López.

-No sé quién es.

Me esforcé por no elevar mis brazos de pura indignación.

-Juanjo lo adoraba como entrenador -dije-. ¿O también ya has olvidado quién es Juanjo?

La sombra de una nube atravesó sus ojos.

-Por supuesto que no -dijo por fin-. Pero no sé nada del tal Rayo.

Con movimientos torpes, saqué el teléfono de López. Sus padres me habían permitido quedarme con él después de que Homicidios se los devolviera.

Una de las últimas llamadas que recibió antes de ser asesinado fue de este número.

Levanté el Huawei de López y le señalé el número en la pantalla. Esa misma mañana había comprobado que se trataba del número de Cuqui/Verónica y yo había supuesto que se trataba de una simple casualidad: una vieja amistad que aún se mantenía en plena era digital.

-Sí -dijo ella-, es mi número. ¿Y?

-Acabas de decir que no sabes nada del tal Rayo.

-¿Lo he dicho? Se me debe haber escapado. -Abrió la puerta tres palmos-. ¿Vas a pasar o piensas quedarte ahí parado como un pavo? 

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HjorgeV 25.02.2018

«ANTES DE CERRAR LOS OJOS»

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Antes de cerrar tus ojos casi írritos

te planteas la posibilidad de

que un poder superior te

ofreciera la juventud eterna.

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De modo que te imaginas cumpliendo

tus proyectos más insensatos e

imposibles, los más simples,

modestos, improbables.

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Las vidas que tendrías por delante: a

los hijos de tus nietos que tendrías que

sobrevivir, los bisnietos de tus tataranietos

que tendrías que enterrar. Y vuelta a empezar.

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¿Cuántas generaciones serían necesarias

para abarcar tu estudio del alma humana?

¿Decenas? ¿Cientos? ¿Miles?

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De solo pensarlo te sientes cansado,

ahíto. Cierras los ojos. Te resignas

a dormir, sin pensar más en la muerte.

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HjorgeV 20.02.2018

«SEÑALAS UN ÁRBOL»

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Señalas un árbol. ¿Reconoces

el lenguaje secreto de las plantas?,

me preguntas, pero no capto el

instante y me lo pierdo.

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Por entre unas coníferas, un caminante:

¿Crees que entenderías su lenguaje?,

me retas con una sonrisa ausente.

El tiempo flota; solo atino a asentir.

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Señalas tu pecho. Un

árbol ya descifrado.

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El resto del camino: ausencia de palabras y rumor

del follaje; más vegetación; aves que pergeñan

una geografía transparente de canto y vuelo. Signos

secretos fraguando el silencio del sotobosque.

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HjorgeV 16.02.2018

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«ALGO ASÍ TIENE QUE SER»

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Algo así tiene que ser la muerte:

pensamiento puro, la imposibilidad

de anticipar los movimientos

de tu propio cuerpo, ya tiesto.

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Un salmo al otro lado de la pared,

voces que no alcanzan la cúspide

de la espesura urbana.

Debajo de las nubes, la gente avanza

de prisa, siempre dispuesta a olvidar

lo incómodo, su mera posibilidad.

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Así tiene que ser la muerte: fiebre calma,

pensamiento intangible sin preocupaciones

terrenales, la imposibilidad de predecir

el propio deseo, exento de todo rigor:

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como las calles plenas de anuncios

comerciales, mientras al pie de ellos

un perro hurga por entre los plásticos

desparramados en busca de alimento eterno.

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HjorgeV 13.02.2018

«CUESTA ABAJO»

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Cuatro poemillas, diminutos

como el refrán de una necia canción.

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Cuatro poemas porque no había

contemplado la posibilidad del adiós.

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Cuatro poemas que puedan quitarle de

la cabeza cualquier pensamiento erróneo.

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Cuatro poemillas para despedirse, que

siempre es lo que más duele cuesta abajo.

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HjorgeV 10.02.2018

«PELOTA»

Controló que el despertador estuviera activado para las 06:25, su hora de ‘alce’ de todas las mañanas de lunes a viernes, y se quedó observando el techo en la penumbra de su habitación.

Se imaginó despertándose siete horas después, activando por acto reflejo la función de repetición, que era también su primer margen de libertad personal y muchas veces el único que le permitía su jornada con los dos niños.

Con el mismo gesto con que asía todas las mañanas su Oral-B para cepillarse los dientes, dobló su brazo derecho y sacó de debajo del colchón su G-Spot Vibe: encendido automático, vibración dual, diez cambios, impermeable, cero consumo de gasolina le había dicho en son de broma a Markus, su esposo, cuando le mostró el contenido del paquete de la Deutsche Post.

Ella había contado con alguna reacción especial por parte de él, pero Markus solo había mirado hacia un punto del espacio, sin alterar la exacta posición de su teléfono sobre su mano ni el perfecto ángulo de sus piernas, con ese aire que daba a entender que tenía algo que objetar, pero que no sería importante o preferiría no hacerlo, y que era, en realidad, su forma de decir que detestaba ser interrumpido.

Continuó observando el techo en la penumbra, mientras maniobraba el aparatito. Sabía por qué no podía dormir, pero no quería admitírselo. Que los hijos de los vecinos la volvieran loca con los balones que lanzaban casi a diario hacia su jardín no era algo fácil de admitir en ese barrio residencial de las afueras  de Colonia, pleno de familias jovencísimas.

De alguna manera, ella misma se lo había buscado. Había sido su decisión. Le había bastado ver la bella casa cuyo terreno daba a tres pequeñas calles y poseía un sinuoso jardín, para saber que era ahí donde quería vivir.

Detalles como el tablero de básquet del vecino más directo o que tres frentes de observación también significaban tres frentes desde los que ser observados día y noche, no se le habían pasado para nada por la cabeza.

Recordó sus tiempos de universitaria casi desnutrida, pues por ese entonces no le gustaba comer nada que ella misma no hubiera preparado y a su cuarto de estudiante solo llegaba, prácticamente, para caer rendida.

Pero lo había logrado. Una familia. Una casa. Un esposo casi ideal. Los niños. Dos años más y volvería a trabajar en lo suyo. Sabía que en Düsseldorf la volverían a tomar y no solo porque le había caído muy bien a todos los jefes. No era eso lo que le preocupaba.

Se consideraba una mujer realista.

¿El amor? Demasiados hombres aparentemente normales le habían jurado amor eterno, muchas veces tras solo un par de horas de intimidad.

¿Hijos? Ella misma no sabía si quería más a su madre de lo que la odiaba, así que no pensaba hacerse demasiadas ilusiones con sus niños.

¿Familia? No se imaginaba viviendo sola, pues era de las personas que necesitaban gente a su alrededor. Por lo menos para saberse viva y marcar distancias y límites.

¿Belleza? A sus treintipico años ya había aceptado que justicia y belleza nunca iban de la mano, y era demasiado racional como para pasar por alto el simple carácter azaroso de la belleza.

Intentó cerrar los ojos. Aumentó la intensidad de las vibraciones. Echaría un vistazo al cuarto de los niños cuando hubiera terminado. Markus debía seguir en su oficina particular, sabía dios qué haciendo.

No era la primera vez que se sorprendía a sí misma contemplando el techo.

Un ser humano siempre era un barco repleto de pasado, una nave limitadísima y perecedera intentando no encallar.

Recordó su undécimo cumpleaños, tal vez el día que había empezado su verdadera vida adulta, pues fue entonces cuando tuvo la certeza de que su poder sobre los hombres iría mucho más allá que el de todas sus otras amigas y compañeras juntas. Y eso que le había bastado escribir un par de líneas ambiguas a tres chicos, los más guapos de la clase. La certeza de que nunca tendría necesidad de buscar pareja, que esas cosas nunca no entrarían en el terreno de sus preocupaciones; como así fue.

Aumentó al máximo las vibraciones. Su cuerpo adoptó la única postura en la que podía masturbarse. Trató de relajarse al máximo.

Ahora estaba aquí, hasta aquí había llegado y algo no funcionaba del todo, continuó pensando. Carcasas. Máscaras. Gestos sutiles, pero inútiles. Intentos forzosos, demasiado obvios para considerarlos necesarios.

De pronto -su cuerpo empezaba a reaccionar-, se le ocurrió una solución al asunto de la pelota y el solo pensar en ella la ayudó a emprender la concentración final.

Se imaginó lanzándola a la calle, no de vuelta al jardín de los vecinos, como hacía cada día o dos, y sus piernas se estiraron al máximo. El resto de su cuerpo se tensó con ellas. Imágenes de uno de sus novios se entremezcló con sus pensamientos y la pelota se inmiscuyó también, adoptando extrañas pero agradables formas. Su primer novio, que no había sido capaz de hacerla feliz en la cama, ahora lo conseguía solo con su lengua y su miembro era tan fuerte como una pelota de básket.

Estaba rogando que Markus no fuera interrumpir, cuando le llegó la primera arcada. Luego varias más, como oleadas.

Alcanzó a esconder el vibrador antes de caer profundamente dormida, diciéndose que lo primero que haría a la mañana siguiente, cuando aún estuviera oscuro, sería lanzar la pelota a la calle.

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HjorgeV 04.02.2018