Tenía que enviar dinero a mi país.
En una página de peruanos en Alemania (de esas que dicen ‘parada’ para decir ‘desfile’, como si se tratara de uno militar) había visto que había una oferta especial que ofrecía una compañía muy conocida especializada en envíos de dinero.
La experiencia la resumo en una lista de cinco curiosidades.
1ª curiosidad. Estamos en Alemania. Al ingresar a la página red de la casa monetaria de la oferta que menciono –y que voy a llamar simplemente WU-, empero, albricias, ¡la versión que se me presenta está en inglés!
Eso no es todo.
Ya dentro de esa página red es posible cambiar al alemán, pero, recórcholis, por todos los santos insectos: ¡no existe una versión en castellano!
Alemán e inglés, y punto.
No es que espere que todo esté traducido en este país –Alemania- al castellano (hueco deseo sería él), pero los autonombrados Expertos en dinero contante de WU bien podrían haberse tomado la molestia de encargar una pequeña traducción a nuestra lengua, aunque solo fuera a modo de saludo. Clientes en castellano no le deben faltar.
Pero no.
Vamos a decirlo, más rotundamente: los medios económicos no le deben faltar a ese –gran- negocio que es WU para preocuparse de encargar esa traducción. Por lo cual, para mí, es obvio que lo que le falta es el interés, la preocupación. Esa es la 2ª curiosidad.
Hay más.
En la lista de filiales que aparece en la misma página red –que para hallarla toma su tiempo: no es algo que salta a la vista- solo aparecen dos para esta ciudad, Colonia. Ambas en la Estación Central.
No puede ser, me dije. ¿Dos sucursales, solamente?
Muy moderna la página: pude notar que ofrecían la posibilidad de utilizar Google Earth para ubicar automáticamente los puntos geográficos exactos correspondientes a las filiales.
Tecnología maravillosa, pero el personaje anómalo que la aplicó -o instaló- no pensó en simplificar su brillante tecnología y hacerla útil para lo que verdaderamente interesaba.
Suele suceder muchas veces: un buen programador informático no tiene por qué saber pensar ergonómicamente en asuntos de atención al cliente.
Conozco Google Earth, porque tuve el programa cargado en mi computadora durante algún tiempo hasta que me cansó su peso específico. Pero esta aplicación concreta en la página de WU es un desastre, es un desgaste de un castillo de luces de alta tecnología para soltar después apenas solo un par de eructos inocuos : 4ª curiosidad.
Como no podía ser que existiera solo dos filiales, me decía, seguí investigando.
Así, descubrí por otros medios ajenos (Via Michelin) que sí existen otras más de ese Negocio Contante aquí en Colonia.
Esta era la 3ª curiosidad, resuelta ahora.
-¿No tienen los medios –me pregunta mi Lector Atento- para actualizar las informaciones y datos que ofrecen a sus potenciales clientes estos zánganos de la globalización?
Medios tienen, le respondo, seguro. Lo que no tienen ¡es la preocupación ni el interés!
Gracias a Via Michelin me enteré de que existía una filial de WU en Ehrenfeld. La idea no me entusiasmó en un principio. Era como reencontrarse con un viejo amor.
Ehrenfeld.
Es un antiguo barrio colonés. En la época en que yo llegué a esta ciudad famosa por su gran catedral gótica, el barrio había sido invadido –así se expresaban los alemanes- por los ‘principales extranjeros’ de esa época: los turcos.
(Los turcos constituyen la etnia más extendida y con mayor presencia en este país. Su número sobrepasa al de todas las demás nacionalidades juntas.)
En ese entonces, hace 22 años, el barrio de Ehrenfeld era uno del cual huían los alemanes por la creciente presencia extranjera, de tal manera que los alquileres eran muy baratos, pero los servicios y la calidad de vida también iban paralelos a ese bajo nivel de precios inmobiliarios.
Atractivo era, entonces, solo para estudiantes y nuevos extranjeros como yo.
Ehrenfeld constituye, para mí, así, una especie de símbolo, de posta, de lugar por el que he pasado, de estancia y estación en mi segunda vida, esta de Europa.
Y para allá me fui ayer, como refiero, a hacer mi transferencia de dinero contante y sonante de continente a continente.
Antes de llegar, me quedé asombrado porque resulta que ahora desde donde vivo hasta allí, conduce desde no hace mucho una nueva y práctica carretera moderna que me permitió llegar en apenas quince minutos.
Me quedé pasmado. El túnel del tiempo me queda ahora a un paso, me dije.
Encima, tuve suerte, porque encontré –pronto- un lugar donde estacionar mi camioneta.
Me habían contado que Ehrenfeld se había puesto de moda, que la implosión de precios había servido de efecto llamada (término tan caro en España, ahora, para referirse a ciertos efectos migratorios, olvidando que uno de los primeros grandes Efectos Llamada de la historia lo constituyeron las diversas colonias de la corona española de entonces), que el barrio se había transformado en uno pujante y culturalmente atractivo.
Habían sido los artistas los primeros en asentarse allí, debido a los bajos alquileres. Persiguiéndolos, literalmente, habían llegado luego los llamados intelectuales de este país (¿dónde están?); un poco después, más estudiantes. Y, al final, claro, Don Dinero no se había hecho esperar.
No pude reconocer el barrio.
Se trata ahora de uno bastante moderno, con gran profusión de diversas nacionalidades y culturas, con la mayoría de sus prestaciones sociales renovadas y puestas al día, con una amplia banda de negocios nuevos y novedosos, medios de transporte actualizados y con esa vida urbana que solo es posible encontrar en Berlín o París.
Desde lejos pude ver la callecita donde había compartido un departamento muy sencillo y antiguo con un joven escritor alemán, mi gran amigo de entonces. ¿Qué será de su vida?
Se trataba de una casa antigua, con pisos y escaleras de madera crujientes bajo nuestras pisadas y movimientos. Ideal para quien acababa de llegar a Europa y se encontraba con lo que había leído descrito en los libros y las novelas de los latinoamericanos que habían pasado por este continente.
El encanto de lo europeo y viejo, pero sin guerras ni penurias.
Alguna vez tendré que regresar y visitar ese lugar con más detenimiento y hacer acto de contrición y memoria viva. (No sabría exactamente de qué arrepentirme, pero la actitud debe ser una herencia de mi educación inicial cristiana.)
Tendré que prepararlo. Nadie así no más se puede acercar con los ojos de un arqueólogo a los lugares de su niñez.
Y, aunque llegué ya veinteañero a ese lugar, para mí será como poder ver una cuna, unos zapatitos de bebé, las ventanas desde las cuales empecé a ver un nuevo mundo.
Pero volvamos a la lista de curiosidades provocadas por una simple transferencia, que eso de mezclar historias es algo que detesto particularmente.
Me encontré, a continuación, con un lugar moderno y práctico: la sucursal de WU.
Dos sillones de amarillo chillón a la izquierda, una pantalla extraplana de televisión a todo volumen a la derecha; debajo, sobre unos mostradores, los formularios necesarios listos para ser rellenados. El resto del ambiente vacío; apenas compensado con el fuerte color amarillo de las paredes y marcas del mismo color en el piso.
Alguna vez se tendría que llenar este lugar y alguien había pensado ya en eso al ocurrírsele ordenar pintar esas marcas en el suelo.
Pero nadie pensó en otras cosas más obvias.
Sin hacer mucho caso del ambiente –solo había dos muchachas de clara ascendencia africana sentadas sobre los sillones-, rellené el formulario correspondiente. Leí bien. Volví a cerciorarme y me acerqué a una de las ventanillas. A la que aparentemente estaba libre, porque la otra lucía un letrero de ‘cerrado’.
Saludé y coloqué mi formulario sobre la bandeja. Esperé. La cajera parecía ocupada en alguna operación. Mucho trabajo, me dije, y seguí esperando.
Después de unos momentos, la otra cajera que me dijo algo que no entendí bien por estar distraído pensando en lo surrealista que estaba resultando esta experiencia contante, pero que entendí como una invitación a ser atendido por ella.
Por precaución, lancé una mirada al letrero. ¿Había leído acaso mal? No. Allí estaba, claramente escrito: cerrado.
-Aunque sea difícil de creer –dijo la joven mujer-, venga por aquí.
-Pensé que había leído mal –comenté.
Coloqué mi formulario sobre la bandeja de seguridad típica de estos negocios dedicados al contante y sonante y esperé.
-Sus documentos, por favor.
-¿Qué documentos? –pregunté, no sin cierta retórica. Llevo viviendo 22 años en este país, no tengo el pasaporte alemán porque no quiero perder mi pasaporte peruano, aunque eso me significa una serie de desventajas, pero ese es mi asunto y problema personal. Es conocido que los extranjeros en este país no tienen derecho siquiera a una especie de carnet de extranjería aparte de no poder votar. ¿A qué documentos se refería?
-Aquí tiene, mi permiso de conducir.
-No, un documento tiene que ser –dijo ella, sacando la versión canina de su manual Atienda al Cliente Como se Debe.
-Este es un documento oficial expedido por el Ministerio de Transportes de Alemania -agregué, fríamente, como he aprendido en este país-. Válido para una serie de transacciones, como usted bien debe saber.
(A los alemanes les sirve muchas veces como sucedáneo del de identidad.)
-No –me dijo, con dureza-. ¿No tiene su pasaporte?
-¿Pasaporte? Claro que lo tengo, pero no aquí. ¿Dónde están mis maletas? ¿Usted las ve?
-Mire –me dijo la cajera, ahora con gesto de empleada de prisiones-. Si no es con su pasaporte, simplemente, no lo puedo atender.
-¿Usted ha trabajado alguna vez en una película de la Segunda Guerra Mundial? –estuve a punto de preguntarle, pero estaba claro que las reglas no las había puesto ella.
-¿Dónde está? –le pregunté, en cambio, mostrándole el formulario que acababa de llenar-. ¿Dónde figura lo que usted me dice? Muéstremelo. Lo he leído de cabo a rabo.
No me contestó y estiró la mano para mostrarme lo que debían ser las disposiciones vigentes.
No le di oportunidad.
-Está bien, no tiene que esforzarse –le dije, soltando una corta carcajada, despidiéndome con un gesto de la mano y dándome media vuelta.
Esa fue la 5ª curiosidad.
Conversando anoche con uno de mis hermanos –quien es medio alemán, pero crecido en el Perú-, le comenté el asunto.
-Acabo de llegar de las Islas Canarias -me empezó a contar- y no sabes qué contentos se pusieron los empleados del hotel al notar que podían hablar castellano conmigo. Dicen que no les resulta fácil soportar a los alemanes. Son muy duros, ¿no?
Bueno, alemanes pasados de alcohol y ruidosos no es nada que me desee todos los días, pensé, tratando de ponerme en el peor de los casos hoteleros.
-Puedo entender que la gente de poca formación te atienda rudamente –le dije-. Pero se trataba de una tipa que seguramente hasta era una estudiante universitaria ganándose la vida. De gente con cierta cultura, espero, por lo menos, también, cierta cultura. Que sepa entender cómo funcionan los tejidos sociales y económicos –agregué.
¿Qué le costaba haber dicho: “Lo sentimos mucho, pero solo podemos atenderlo si presenta su pasaporte, aunque no esté puesto ni a la entrada de esta sucursal ni en el formulario. Como se trata de un claro error de la empresa, permítame manifestarle mis disculpas, aparte de que yo también encuentro ridículo exigir la presentación del pasaporte para una suma tan ridícula a transferir”?
Ya.
Si la idea es incomodar al movimiento del dinero llamado negro, ¿qué espera Europa para aclarar cuentas con Suiza, país que vive –y muy bien- gracias al oro nazi en el pasado –entre otras fuentes- y a las grandes sumas del narcotráfico y demás dinero sucio del mundo de hoy?
Además, volviendo a nuestros menesteres provinciales, ¿quién cree, esta cajera, que le garantiza el sueldo, vacaciones, su jubilación y su seguro médico?
¿El nuevo gatito de mis hijos?
HjorgeV
Pulheim-Sinthern, martes 31-07-2007