¿Existe la obra perfecta?
¿El libro, la pintura perfecta?
Desde el punto de vista del artista la respuesta es clara:
No.
Borges lo anticipó:
«El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio.»
Otra cosa, por supuesto, es lo que piense o considere el observador, su ojo.
Porque para el artista no existe la perfección. Aspira y sueña con ella. Es su meta. Pero nunca la alcanzará.
Lo sabe. Como el nadador sabe que tiene que mojarse para poder nadar.
Oscar Wilde se permitió un buen chiste sobre la creación literaria:
«Me pasé toda una mañana corrigiendo las pruebas de uno de mis poemas, y al final decidí que sobraba una coma. Por la tarde volví a ponerla.»
Pero el artista también es humano y se ama a sí mismo. Es decir, no se rinde.
Y la aventura puede durar toda la vida.
(Toda la muerte para los clásicos.)
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Considerando todo esto, empecé Soy Pilgrim.
El comienzo es tan impresionante, que pronto me sorprendí asiendo el grueso libro (casi 900 páginas) como si pudiera huir de mis garras.
La escena inicial es brutal.
Una mujer es encontrada flotando en la tina o bañera de una cochambrosa habitación de un hotel de medio pelo (o menos) de Nueva York, a pocos pasos de donde alguna vez estuvieron las Torres Gemelas del World Trade Center.
El narrador (que aún no sabemos quién es, solo que de alguna forma tiene permiso para moverse por entre los peritos y detectives en pleno análisis de la escena del crimen) ha entrado a la habitación y la inspecciona con ojo sagaz, experto.
La escena es cinematográfica, de serie -moderna- de televisión, vívida, inteligente.
Si el resto es como este comienzo -se relame el lector- las 900 páginas se van a quedar cortas.
Pero basta aplicar un mínimo de rigor, para empezar a encontrar errores garrafales.
Y ruega -el lector- que no se repitan.
Porque, para empezar, ¿qué hotel cochambroso -y en Manhattan, además- ofrece una tina o bañera en la habitación?
Y esa misma habitación, ¿cómo puede ser tan grande siendo tan barato el hotel, puesto que el personaje narrador se mueve como si de una casa se tratara e, incluso, pasa el dedo por algunas superficies (con lo que descubrirá un detalle importante en la investigación) sin que lo vean o noten los presentes?
Transcribo:
En la habitación reina el caos, el ruido es ensordecedor: las radios de la policía a todo volumen, los ayudantes del forense que piden refuerzos a gritos, una hispana que llora.
¿Una hispana que llora dentro de la habitación o fuera de ella?, se pregunta el lector.
Pero el autor solo la ha mencionado para poder decir luego: «Incluso cuando la víctima no tiene ni un solo conocido en el mundo, siempre hay alguien que llora en este tipo de escenas.» (De reflexiones como esta no adolece el libro de Hayes.)
El tipo, entonces, se abre paso entre los presentes a pesar del tamaño de la habitación, y se detiene frente a la cama, quedándose un buen rato imaginando cómo sucedió el crimen. Luego pasa la mano por la mesita de noche.
Si es un experto investigador, ¿cómo se le ocurre dejar sus huellas en una escena en pleno análisis criminalístico?
¿Cómo es que los demás presentes -policía, agentes y peritos- no le dicen nada, a pesar de que no lo conocen?
Podría ser el mismo asesino haciéndose pasar por un curioso para llevarse alguna prueba comprometedora, por ejemplo. En todo caso, ¿hay espacio físico para él y sus movimientos?
La escena, empero, se resuelve de modo elegante –holmiano– y el lector decide cerrar los ojos, hacerse el sueco y continuar el viaje.
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La diferencia entre una novela y un relato o cuento, para quien la escribe, además del tamaño y al amplitud del tema, el tiempo y los personajes a tratar, está básicamente en el tono.
Esa es la mayor dificultad que afronta un novelista: la voz que hace de hilo narrativo unificador.
Porque podrá disponer de todos sus personajes (acaso los ve a diario) y de la trama (tal vez la tiene detallada como un organigrama).
Y del final de todos los capítulos.
Pero si no consigue hilvanar todos sus ingredientes a lo largo de todas y cada una de las páginas con una voz convincente y duradera, no tiene novela.
No tiene nada.
El reto principal del novelista radica en mantener, como un corredor de largas distancias, el aliento, el ritmo, el tono que lo une todo.
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Hayes no solo no lo consigue.
Por partes Soy Pilgrim se lee como una parodia, como una gran almazuela en la que el autor se ha esforzado por la unión de las partes, sin preocuparse demasiado por la función o el sentido de cada una de ellas.
Un procedimiento correcto, si la finalidad es solo impresionar con un conjunto colorido, por ejemplo. (Después de todo su idea era escribir un superventas.)
Pero no, si esa pieza debe servir para abrigar o sostener algún peso.
El gran Capote lo dijo con precisión:
«Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y escribir mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil pero brutal.»
La curiosidad mató al gato.
Y la ambición, cuando es desmedida, suele matar al novelista. O ridiculizarlo.
Especialmente, cuando trata de montar varios caballos a la vez, olvidando que solo tiene un trasero.
Armar una novela global (thriller, elementos históricos, terrorismo, guerra bacteriológica, Arabia Saudita, Manhattan, París, Afganistán, Moscú, Turquía, islamismo, servicios secretos, aventuras, espías, el 11-S, choque de civilizaciones y más) requiere de incontables caballos.
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La diferencia entre la vida y el arte es brutal.
Cuando ocurren cosas increíbles en la realidad, desde el punto de vista narrativo no hay necesidad de demostrarlas, justificarlas o buscarles explicación.
Sucedieron -suceden- y punto.
En el arte, en cambio, los hechos que te inventas tienes que presentarlos de forma coherente, verosímil. Por lo menos.
De no ser así, el lector no te lo perdonará.
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La imaginación no delinque.
Pero no puedes ir sacándote conejos de la chistera, solo porque tu historia de pronto los exige. No basta crear atmósferas propias de una gran novela.
Si en ella empieza a haber demasiados conejos por todas partes, estás perdido. A lo más, habrás creado una conejera.
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Escribir una novela, para muchos, es como cruzar el Atlántico en una bañera. Ya lo dijo James N. Frey, consejero de escritores.
Soy Pilgrim, además, es una bañera plagada de huecos y lastres. Menciono un par:
La bondad y altruismo de los occidentales (especialmente los usamericanos), mientras los demás siempre son los tontos y perversos.
Cierto (buen) humor del narrador que aparece sin razón en medio de la novela y que luego continúa, haciéndose insoportable con sus chistes y empeorando todo.
Las descripciones infantiloides, especialmente de lugares supuestamente exóticos: en un mundo en el que la gente viaja mucho, ya no le puedes contar cualquier cosa.
Como no le puedes contar que alguien entra acá a Alemania y enseguida consigue trabajo -sin pertenecer a la Unión Europea- en un consorcio químico. Se lo puedes contar a quien nunca estuvo en este país, claro.
Y todo eso aparte de los numerosísimos recursos de mago barato: historias paralelas que se cruzan y descruzan pretendiendo zurcir la almazuela.
Y aquí me bajo.
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Al final del libro Hayes hace un recuento de todas las personas (más de veinte) que leyeron su manuscrito con el fin de mejorarlo.
¿Nadie se atrevió a decirle la verdad?
El crítico Peter Conrad dijo una vez de Dan Brown que al comienzo creía que era simplemente malo, para añadir luego:
«Ahora, después de leer la última versión del thriller apocalíptico que reescribe cada pocos años, sospecho que, además, podría estar loco».
Con Terry Hayes empiezas creyendo que estás ante un genio y al final te das cuenta de que para poder tragarte su mamotreto has tenido que cerrar demasiadas veces los ojos ante el comic que -en realidad- es.
Y que lo verdaderamente genial de Soy Pilgrim solo es su comienzo.
Pero que, incluso este, tiene demasiados huecos.
Que dios perdone a Hayes. Después de todo, es su profesión (perdonar).
Con este lector ha contraído una deuda imposible de remediar.
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HjorgeV 05-10-2015