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Jacqueline, una lectora de Montevideo, me comenta que en su ciudad existe una calle que alberga varias librerías de esas en las que es posible hojear los libros que ofrecen.
Justo anteanoche, en la presentación de una novela, su autor mencionó que en Bogotá los libros se venden con una cubierta de celofán.
Que es tal como lo conozco de Lima, aunque no siempre fue así.
¿Cómo saber entonces qué nos puede gustar o interesar si solo podemos intuir el contenido?
Una verdadera compra a ciegas. Muchas veces solo guiada por la fama del autor.
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En la tertulia literaria a la que asistí me preguntaron cuál había sido el primer libro que (me) había robado.
Justo había estado pensando en eso, porque el tema había estado en el ambiente, así es que pude responder rápidamente:
Que nunca lo había hecho.
La persona que me hizo la pregunta -el autor de la novela presentada- no me creyó.
«Eso es lo que dicen todos», fue su comentario.
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En esa velada referí un hecho real, lo más cercano posible al robo (de libros) que he cometido.
Sucedió durante un saqueo que hubo en mi niñez en Lima.
La policía se había declarado en huelga y el gobierno militar había sacado los tanques a las calles. El Centro olía a gases lacrimógenos. La gente se desplazaba por las calles como debe ser -me imagino- durante una guerra. Muchos cargando con lo saqueado. Otros jalándolo a duras penas.
Me había acercado al Centro por iniciativa de mi primo P., quien quería ver in situ qué estaba ocurriendo. Pude convencer a mi madre de que tendríamos mucho cuidado y me dio permiso para ir.
De haber sabido que ese día iría a ver caer a gente que corría a mi lado, alcanzada por los disparos de las tropas militares, otra habría sido su decisión.
Ese día, ya no sé cómo, terminé ayudando (a los de la Cruz Roja) a encontrar sobrevivientes en una tienda Bata. Recuerdo una zapatería en la oscuridad, sin zapatos ya pero con varios cadáveres en sus instalaciones.
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El episodio que menciono al comienzo me ocurrió frente a una sucursal de La Familia, una cadena de librerías que aún existe en Lima.
Me había puesto a observar con incredulidad cómo los saqueadores no le hacían asco (ni) a los libros. (¿O serían ladrones cultos?)
Gracias al regalo estándar de mi padre por mi cumpleaños -uno o más libros-, había llegado a formar mi pequeña biblioteca y siempre procuraba acrecentarla.
De modo que cuando un librero ambulante improvisado se puso a ofrecer “sus” libros en plena calle, le compré varios.
Esa fue mi primera y hasta ahora única incursión como reducidor (perista en España).
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Sin saber qué leer en estos días pasados, me puse a sabuesear en mi “biblioteca” actual.
Es un conjunto irregular de estantes -repartidos por toda la casa- que reclaman a voz partida una reestructuración, una revolución, un nuevo reparto, un nuevo orden.
Por dicha (como dicen los colombianos), los libros soportan mejor la convivencia de nombres que, seguramente, en otras ocasiones o circunstancias, no se podrían soportar juntos ni en una fiesta acaso.
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Tengo muchos libros en alemán.
La mayoría son de la época en que tenía un negocio en el barrio universitario y me escapaba regularmente a la librería más cercana a ventilar mi cerebro.
Como siempre tenía algo de dinero en el bolsillo, pero muy poco tiempo disponible, compraba confiándome en la lectura de las primeras líneas.
Muchas veces al volver a casa, o días más tarde al tratar de empezar a leer el libro, me daba cuenta demasiado tarde de que había hecho una mala compra.
No me importaba.
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La mayoría de las veces me llevaba algún título, simplemente, para no irme con las manos vacías de la librería.
De paso, me iba convencido de que le había hecho un favor a la dueña: una señora amable e ingenua que bien pudo haber terminado abriendo un negocio de golosinas o ligueros y no uno de libros.
Otras veces me decía que alguna vez quizá podría encontrarles el gusto.
Hay libros que pueden resucitar -literalmente- de los escombros.
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No he llegado a dominar a la perfección mi segundo idioma (nunca me lo propuse realmente tampoco ni me fue -vitalmente- necesario, aunque siempre me propongo no dejar de aprenderlo), mas leo con gusto en alemán.
A pesar de mis grandes limitaciones, me fascina, también, contar en el idioma principal de mis hijos.
Aprendí alemán -entre otros trucos adicionales- escribiendo largas cartas a mi lejana amada; misivas que hoy tendrían que pagarme para atreverme a leerlas.
Pasar de un idioma a otro es un pasaje de un mundo -de un universo- a otro.
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Mientras escribía una de mis primeras novelas (lo hacía en la madrugada para no ser interrumpido ni importunado por ninguna de las 6 personas de este hogar), se me ocurrió traducirla paralelamente.
Me pasé más de medio año escribiendo mi novela por la madrugada y traduciendo luego -esa misma tarde o noche- lo escrito.
Fue una experiencia bizarra, agotadora, absorbente, extenuante.
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Aprendí que las lenguas son mundos independientes, tan diferentes y separados como una persona frente a un acuario y el pez (al) que observa.
Ella sabe que el pez está allí. Lo ve moverse. Y más o menos lo mismo vale para el pez.
Son mundos recíprocamente diáfanos.
Pero ambos lo hacen a través de un grueso cristal y desde un medio (el aire, el agua) fundamentalmente distinto.
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Aprendí también que cada lengua tiene sus propias estructuras y que estas pueden llegar a influenciar (en) la forma de pensar de sus usuarios.
(¿Puede ser una casualidad, por ejemplo, que haya habido tantos grandes filósofos en la lengua de este país?)
Al cabo de unos pocos meses, conforme iba complicándose y ampliándose la trama de mi novela, su versión en alemán empezó a ‘luchar’ por seguir su propio camino (¡por su independencia!, nada menos), azuzada por las estructuras, por los cauces del alemán como idioma.
Finalmente me rendí.
Mentalmente agotado, abandoné mi personal proyecto.
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Aunque muchas veces me cuesta más ‘pescarle la onda’ a un libro en alemán (es otro tipo de concentración), una vez subido a la narración me ‘olvido’ de que estoy leyendo en otro idioma.
Pensando en todo esto y buscando con urgencia algo bueno para leer, encontré en uno de mis estantes una novela de la escritora Sue Grafton (Louisville, Kentucky, 1940).
Su nombre no me era desconocido, aunque no recordaba haber leído ninguna de sus novelas.
En la carátula se anunciaba un nuevo caso de la investigadora privada Kinsey Milhone. El título era Goldgrube (‘mina de oro’ en alemán). Tenía un subtítulo en inglés: [M is for Malice].
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Enseguida recordé que era autora de una serie de novelas conocidas como El alfabeto del crimen, con Kinsey Milhone como protagonista.
(Veo en la Red, que en nuestra lengua se ha seguido cronológica y paralelamente la serie alfabética, a pesar de las obvias divergencias semánticas. Comparen:
E is for Evidence/E de evidencia
con el título que inicia la serie:
A is for Alibi / A de adulterio
Algo mucho más difícil -todavía, creo- de conseguir en alemán, a pesar de los orígenes germánicos del inglés.) (‘Alibi’ es coartada en ambos idiomas.)
Y también recordé que ese simple hecho, ese detalle, quiero decir: la simple sospecha de que pudiera tratarse de una mercenaria de la novela, me había quitado las ganas de leer a doña Grafton.
Esta vez tuve suerte y pude terminar de leer M.
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Aunque el inicio de M es algo flojo, y el final mucho más, pasé buenos momentos con su lectura.
Curiosamente, me volvió a suceder lo que ya me debía haber ocurrido varias veces (la explicación viene luego): se nota enseguida que quien escribe es una narradora nata.
Alguien con oficio, mañas, experiencia y recursos.
Apenas terminé M, hice una revisión rápida de mi biblioteca buscando más novelas suyas.
¡Encontré casi una docena!
A lo largo de más de una década, debí darle el visto bueno a más de diez de sus novelas basándome en sus respectivas primeras páginas o líneas, pero sin llegar -después- a leer ninguna por la sospecha mencionada.
¿Cómo lo podía haber olvidado?
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HjorgeV 29-01-2012