RECURSOS LIMITADOS: MIS BIBLIOTECAS (y III)

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Jacqueline, una lectora de Montevideo, me comenta que en su ciudad existe una calle que alberga varias librerías de esas en las que es posible hojear los libros que ofrecen.

Justo anteanoche, en la presentación de una novela, su autor mencionó que en Bogotá los libros se venden con una cubierta de celofán.

Que es tal como lo conozco de Lima, aunque no siempre fue así.

¿Cómo saber entonces qué nos puede gustar o interesar si solo podemos intuir el contenido?

Una verdadera compra a ciegas. Muchas veces solo guiada por la fama del autor. 

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En la tertulia literaria a la que asistí me preguntaron cuál había sido el primer libro que (me) había robado.

Justo había estado pensando en eso, porque el tema había estado en el ambiente, así es que pude responder rápidamente:

Que nunca lo había hecho.

La persona que me hizo la pregunta -el autor de la novela presentada- no me creyó.

«Eso es lo que dicen todos», fue su comentario.

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En esa velada referí un hecho real, lo más cercano posible al robo (de libros) que he cometido.

Sucedió durante un saqueo que hubo en mi niñez en Lima.

La policía se había declarado en huelga y el gobierno militar había sacado los tanques a las calles. El Centro olía a gases lacrimógenos. La gente se desplazaba por las calles como debe ser -me imagino- durante una guerra. Muchos cargando con lo saqueado. Otros jalándolo a duras penas.

Me había acercado al Centro por iniciativa de mi primo P., quien quería ver in situ qué estaba ocurriendo. Pude convencer a mi madre de que tendríamos mucho cuidado y me dio permiso para ir.

De haber sabido que ese día iría a ver caer a gente que corría a mi lado, alcanzada por los disparos de las tropas militares, otra habría sido su decisión.

Ese día, ya no sé cómo, terminé ayudando (a los de la Cruz Roja) a encontrar sobrevivientes en una tienda Bata. Recuerdo una zapatería en la oscuridad, sin zapatos ya pero con varios cadáveres en sus instalaciones.

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El episodio que menciono al comienzo me ocurrió frente a una sucursal de La Familia, una cadena de librerías que aún existe en Lima.

Me había puesto a observar con incredulidad cómo los saqueadores no le hacían asco (ni) a los libros. (¿O serían ladrones cultos?)

Gracias al regalo estándar de mi padre por mi cumpleaños -uno o más libros-, había llegado a formar mi pequeña biblioteca y siempre procuraba acrecentarla.

De modo que cuando un librero ambulante improvisado se puso a ofrecer “sus” libros en plena calle, le compré varios.

Esa fue mi primera y hasta ahora única incursión como reducidor (perista en España).

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Sin saber qué leer en estos días pasados, me puse a sabuesear en mi “biblioteca” actual.

Es un conjunto irregular de estantes -repartidos por toda la casa- que reclaman a voz partida una reestructuración, una revolución, un nuevo reparto, un nuevo orden.

Por dicha (como dicen los colombianos), los libros soportan mejor la convivencia de nombres que, seguramente, en otras ocasiones o circunstancias, no se podrían soportar juntos ni en una fiesta acaso.

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Tengo muchos libros en alemán.

La mayoría son de la época en que tenía un negocio en el barrio universitario y me escapaba regularmente a la librería más cercana a ventilar mi cerebro.

Como siempre tenía algo de dinero en el bolsillo, pero muy poco tiempo disponible, compraba confiándome en la lectura de las primeras líneas.

Muchas veces al volver a casa, o días más tarde al tratar de empezar a leer el libro, me daba cuenta demasiado tarde de que había hecho una mala compra.

No me importaba.

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La mayoría de las veces me llevaba algún título, simplemente, para no irme con las manos vacías de la librería.

De paso, me iba convencido de que le había hecho un favor a la dueña: una señora amable e ingenua que bien pudo haber terminado abriendo un negocio de golosinas o ligueros y no uno de libros.

Otras veces me decía que alguna vez quizá podría encontrarles el gusto.

Hay libros que pueden resucitar -literalmente- de los escombros.

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No he llegado a dominar a la perfección mi segundo idioma (nunca me lo propuse realmente tampoco ni me fue -vitalmente- necesario, aunque siempre me propongo no dejar de aprenderlo), mas leo con gusto en alemán.

A pesar de mis grandes limitaciones, me fascina, también, contar en el idioma principal de mis hijos.

Aprendí alemán -entre otros trucos adicionales- escribiendo largas cartas a mi lejana amada; misivas que hoy tendrían que pagarme para atreverme a leerlas.

Pasar de un idioma a otro es un pasaje de un mundo -de un universo- a otro.

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Mientras escribía una de mis primeras novelas (lo hacía en la madrugada para no ser interrumpido ni importunado por ninguna de las 6 personas de este hogar), se me ocurrió traducirla paralelamente.

Me pasé más de medio año escribiendo mi novela por la madrugada y traduciendo luego -esa misma tarde o noche- lo escrito.

Fue una experiencia bizarra, agotadora, absorbente, extenuante.

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Aprendí que las lenguas son mundos independientes, tan diferentes y separados como una persona frente a un acuario y el pez (al) que observa.

Ella sabe que el pez está allí. Lo ve moverse. Y más o menos lo mismo vale para el pez.

Son mundos recíprocamente diáfanos.

Pero ambos lo hacen a través de un grueso cristal y desde un medio (el aire, el agua) fundamentalmente distinto.

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Aprendí también que cada lengua tiene sus propias estructuras y que estas pueden llegar a influenciar (en) la forma de pensar de sus usuarios.

(¿Puede ser una casualidad, por ejemplo, que haya habido tantos grandes filósofos en la lengua de este país?)

Al cabo de unos pocos meses, conforme iba complicándose y ampliándose la trama de mi novela, su versión en alemán empezó a ‘luchar’ por seguir su propio camino (¡por su independencia!, nada menos), azuzada por las estructuras, por los cauces del alemán como idioma.

Finalmente me rendí.

Mentalmente agotado, abandoné mi personal proyecto.

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Aunque muchas veces me cuesta más ‘pescarle la onda’ a un libro en alemán (es otro tipo de concentración), una vez subido a la narración me ‘olvido’ de que estoy leyendo en otro idioma.

Pensando en todo esto y buscando con urgencia algo bueno para leer, encontré en uno de mis estantes una novela de la escritora Sue Grafton (Louisville, Kentucky, 1940).

Su nombre no me era desconocido, aunque no recordaba haber leído ninguna de sus novelas.

En la carátula se anunciaba un nuevo caso de la investigadora privada Kinsey Milhone. El título era Goldgrube (‘mina de oro’ en alemán). Tenía un subtítulo en inglés: [M is for Malice].

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Enseguida recordé que era autora de una serie de novelas conocidas como El alfabeto del crimen, con Kinsey Milhone como protagonista.

(Veo en la Red, que en nuestra lengua se ha seguido cronológica y paralelamente la serie alfabética, a pesar de las obvias divergencias semánticas.  Comparen:

E is for Evidence/E de evidencia

con el título que inicia la serie:

A is for Alibi / A de adulterio

Algo mucho más difícil -todavía, creo- de conseguir en alemán, a pesar de los orígenes germánicos del inglés.) (‘Alibi’ es coartada en ambos idiomas.)

Y también recordé que ese simple hecho, ese detalle, quiero decir: la simple sospecha de que pudiera tratarse de una mercenaria de la novela, me había quitado las ganas de leer a doña Grafton.

Esta vez tuve suerte y pude terminar de leer M.

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Aunque el inicio de M es algo flojo, y el final mucho más, pasé buenos momentos con su lectura.

Curiosamente, me volvió a suceder lo que ya me debía haber ocurrido varias veces (la explicación viene luego): se nota enseguida que quien escribe es una narradora nata.

Alguien con oficio, mañas, experiencia y recursos.

Apenas terminé M, hice una revisión rápida de mi biblioteca buscando más novelas suyas.

¡Encontré casi una docena!

A lo largo de más de una década, debí darle el visto bueno a más de diez de sus novelas basándome en sus respectivas primeras páginas o líneas, pero sin llegar -después- a leer ninguna por la sospecha mencionada.

¿Cómo lo podía haber olvidado?

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HjorgeV 29-01-2012

RECURSOS LIMITADOS: MIS BIBLIOTECAS (II)

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Leo que en EEUU los seis herederos (6 personas) de la empresa Walmart son más ricos que el 30% de los más pobres de ese país.

EEUU es una nación en la que se celebra la desigualdad económica.

Cito del mismo artículo de Moisés Naím:

«En Estados Unidos, por ejemplo, los artistas, deportistas o inventores cuyo éxito se traduce en una inconmensurable riqueza son admirados y vistos como modelos a emular.»

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Lo ‘bueno’ de EEUU es que nos muestra casi a diario ejemplos de lo que no debería ser ni hacer una sociedad.

Alguna vez en el futuro -si no hemos acabado con nosotros mismos como especie, aunque por ahí vamos- los historiadores le reconocerán ese triste mérito al gran país del norte.

El de haber sido el laboratorio que nos ha mostrado -sobre todo- qué caminos no seguir.

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Habría que fomentar el placer de la vida por la vida misma.

El placer de jugar y caminar al aire libre, de leer un buen libro, de conversar con amigos y desconocidos, de cantar, de trabajar hasta el cansancio en lo que a uno le gusta, de pasear y correr, de descubrir y entrar en contacto con la naturaleza, de viajar, cocinar, de ayudar.

¿No es eso hacia donde converge toda la educación y el esfuerzo de Occidente?

¿No es el mismo sueño de hacer lo que a uno le plazca?

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Occidente lo resuelve de dos maneras: bien llegando a la jubilación o por medio de la (acumulación de) riqueza. (Muchos lo resuelven individualmente con el robo, la estafa, la apropiación ilícita, la corrupción.)

Es decir se enseña que se tiene que soportar toda una vida de trabajo (para otros) hasta alcanzar la ansiada paz del no hacer nada.

O, si se tiene ‘suerte’, se resuelve el problema con dinero.

Dejo en este punto las disquisiciones relativas a la economía, preguntándome si alguna vez se impondrá seriamente el consumo colaborativo a nuestro ego.  

Y si nuestras latentes misantropía y desconfianza lo harán, simplemente, imposible.

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Un buen libro nos acompaña toda una vida.

Las bibliotecas no tendrían que ser infinitas, por lo tanto.

Como soñaba Borges.

Bastan no muchos, pero buenos, libros.

Los buenos libros se leen varias veces y van cambiando, evolucionando, con nosotros.

Su lectura y relectura nos enriquece y les devolvemos esa riqueza también: puesto que en cada nueva lectura los encontramos diferentes, mejores.

Me sucede con muchas obras.

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Algunos de mis libros de cabecera, es decir, que he leído por lo menos dos veces (al cruel e injusto azar):

La danza inmóvil y El jinete insomne de Manuel Scorza, Salvo el crepúsculo y Rayuela de Cortázar, cuentos y poesías de Borges, la obra completa de Vallejo, todo Chandler, varias novelas de Michael Connelly, Don Winslow, Le Carré, Coben y McCormac, casi ‘todo’ Cabrera Infante y Vargas, cuentos de Poe, la poesía de José Santos Chocano, la poesía de Blanca Varela.

Son libros que tengo siempre a la mano y parecen revolotear -literalmente- por mi cabeza, como seres/reclusos esperando su segunda (o hasta su quinta o décima) oportunidad.

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Otros libros siguen cerca también, sin que haya conseguido penetrar su coraza, alcanzarlos, desentrañarlos, llegar a lo que intentaban contar o decir:

Guerra y paz de Tolstoi, 2666 de Bolaño (lo usé más de un año para que no se abriera una ventana estropeada), Matar un ruiseñor de Harper Lee.

Con el Quijote me sucede algo parecido: no he logrado encontrar esa línea, asirme a esa cuerda que me tendría que permitir subirme al tren de su relato sin parar.

Le he encontrado encanto solo leyéndolo de a pocos, caóticamente.

El genio de Cervantes es indiscutible.

¿Quién es el narrador, por ejemplo?

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¿Una biblioteca infinita?

Para la búsqueda, infinita para buscar sí.

Pero no para el encuentro, para la lectura, para la selección.

Obviamente, es placentero buscar los libros que nos gustan, aquellos que nos convienen y ‘hablan’ de un modo íntimo.

Pero una biblioteca infinita sería una claudicación: la de tener que abandonar los libros que hemos elegido como ‘nuestros’ para seguir en una búsqueda permanente de otros nuevos.

Felizmente la realidad es más prosaica y limitada, por más que solo el número de libros que se editan en España por año sea apabullante (¿cien mil?).

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Personalmente, me fascina horas de horas y hasta días de días en una buena librería.

Sabueseando buenos libros.

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Pero una cosa es sabuesearlos (hojearlos, ojearlos, olfatearlos, probarlos, lamerlos, saltar entre sus páginas y concentrarse en ciertas líneas).

Y, otra, adquirirlos simplemente porque se pueden comprar.

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Llego a todo esto pensando en por qué no llegué a armarme mi biblioteca ideal, LA biblioteca, habiendo tenido los medios (económicos) y el tiempo (y las ganas) en cierta momento de mi vida.

Y ahora veo que fue por eso: porque más me importaba e importa sabuesear (a) los posibles buenos libros que adquirirlos por tener simplemente el dinero a mano.

No hay nada mejor que un libro que uno mismo se ha recomendado.

De allí la atracción magnética que ejercen sobre mí lugares como FNAC en España.

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¿Qué libros incluir en una personal biblioteca?

Diccionarios.

Enciclopedias.

Los grandes clásicos.

Para empezar.

De los primeros recuerdo con especial cariño el Diccionario de dudas de Manuel Seco.

Me lo compré sacramental, eucarísticamente, en una librería del Centro de Lima.

Aún lo conservo.

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HjorgeV 22-01-2012

RECURSOS LIMITADOS: MIS BIBLIOTECAS (I)

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Existió una época en mi vida, en la que podía comprarme los libros que deseaba.

Lo iba haciendo regularmente.

Tendría que haber planeado una biblioteca personal como otros planean un gran crimen, el asalto a un gran banco. 

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Mi primera biblioteca era una reunión de los libros que me regalaba -invariablemente- mi padre por mi cumpleaños con otros de fuentes más diversas.

En la época del colegio le fui agregando algunos títulos más a esa colección dominada por novelas de Enid Blyton (mi primera gran novelista), enciclopedias infantiles, libros de cuentos y diccionarios.

Recuerdo especialmente un tomo sobre las hormigas y El lazarillo de Tormes.

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Empecé a leer El lazarillo por obligación -una tarea escolar- y no pude desprenderme de él hasta que terminé de leerlo horas después.

Recuerdo el día.

Había tenido que acompañar a mi primo Chacho y lo leí -andando- de camino a su casa, en su automóvil y -parado al costado de su Corolla- mientras lo esperaba ya no sé para qué diligencia.

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Una tarde de un tórrido verano, encontré en la biblioteca del puerto donde pasaba las vacaciones escolares, un libro de cuentos que me mantuvo en vilo durante varios días.

Que una lectura tuviera la fuerza suficiente para interrumpir o colidir con los varios partidos (de fútbol) diarios, habla mucho de ella.

Recuerdo el contraste de esos oscuros cuentos con el calcinante sol de ese año.

Entonces no podía saber que su autor había fascinado a generaciones enteras de todo el mundo con sus relatos.

Edgar A. Poe me introdujo al género negro en una época especialmente luminosa.

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Debido a mi afición por el ajedrez, mi biblioteca adolescente se enriqueció con libros de ese ¿deporte/juego ciencia?

En la academia de preparación para el examen de ingreso a la universidad, conocí a un chalaco que me convenció de que podía conseguir la mejor marihuana del mundo.

Ni siquiera sabía qué era marihuana, pero si era «la mejor del mundo» tenía que ser por lo menos buena.

Vendí mis libros de ajedrez. Reduje así mi biblioteca.

Con la suma obtenida, me compré un paco de su merca.

La experiencia, sin dejar de ser interesante, me curó para siempre.

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Muchos años después me encontré en las calles de Colonia con una alemana que había conocido en el Cuzco.

Nos citamos y terminamos en el departamento que yo compartía con un estudiante alemán en Ehrenfeld.

La vivienda era espartana: había una mesa en la salita, una máquina de escribir Adler sobre ella; dos sillas, libros en el suelo.

Dos colchones en el dormitorio, más libros en el suelo y en los bordes de las ventanas completaban nuestro ajuar.

Minimalismo puro.

(La mantequilla y las cajas de leche las dejábamos en la ventana, usándola a modo de refrigeradora.) 

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La chica me propuso fumar con ella.

Sin esperar mi respuesta, sacó su cubito de chocolate -hachís- y se armó un buen troncho.

No quise probar.

Quería -necesitaba- mi cabeza conmigo, en su lugar.

Las experiencias adolescentes eran ya algo muy lejano.

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Ahora quiero imaginarme que ese -el vuelo- fue su modo de invitarme a pasar a su mundo erótico.

Pasamos, en cambio, una velada triste.

Ella sentada en el suelo sobre un cojín con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared.

Con una sonrisa imbécil decorando su rostro.

Yo, intentando remediar con una botella de vino barato las grandes distancias que nos separaban y que el hachís no había hecho sino aumentar.

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Eran mis primeros tiempos en Colonia.

Gran parte de mi biblioteca limeña la había dejado en mi ciudad.

La parte que me había traído a París, la había perdido casi totalmente, junto con instrumentos musicales, ropa, cuadernos de poemas y otras chucherías más que dejé en la Ciudad Luz.

En Colonia, con las remuneraciones de mi primer trabajo como profesor de idiomas, empecé a armarme una nueva biblioteca.

La primera fuera de mi país.

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Cada vez que cobraba -cada dos semanas-, me compraba un libro.

Entonces costaban hasta el doble -o más- de lo que se pagaba en España.

(En mi país las cosas llegaron a multiplicar por 30 su precio de la noche a la mañana, así es que no es una buena referencia.)

A los costos originales, más los de transporte y los de la librería, había que agregarle la ganancia del librero.

(Hacer una llamada a mi país costaba en ese entonces un ojo de la cara: tres minutos cinco marcos, unos €2,50 actuales.

Hoy tenemos las llamadas a un centavo y hablamos menos que entonces.)

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El librero era un alemán alto, desgarbado y renco.

De trato suave, agradable.

De esas personas para las que el respeto hacia los demás es tan fundamental y primordial como la propia respiración.

Siempre daba la impresión de estarse quedando atrás en todo debido a su cojera, aunque no hiciera nada más que dar vueltas alrededor de la mesa central mientras iba acomodando sus libros.

Nadie lo perseguía, pero parecía ya haber perdido en su fuga circular y concéntrica.

Una especie de Sísifo horizontal. 

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A mis ejemplares de esa época los fechaba, y debajo de la fecha y del lugar de la compra (Colonia), escribía una clave:

Grantris para ‘gran tristeza’, Salaflot para ‘saliendo a flote’, Alever para ‘alegría veraniega’; y así.

Tiempos de lectura y escritura.

Y de curiosidad por el mundo de la literatura de otros, por así decir.

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En ese entonces paraba al tanto de la ‘movida’ literaria y no me perdía el paso de ningún gran personaje por Colonia.

Le di (la) lata a Mario Vargas. A Ernesto Cardenal y a Paul Auster.

El anfitrión de Vargas, un decano pesadísimo, se escandalizó cuando le pregunté al Nobel hispanoperuano cuál era la más política de sus obras.

«Esta es una reunión literaria, no política», me advirtió iracundamente el catedrático ignorante.

(Vargas resolvió voluntariamente la pregunta muchos años después, coincidiendo con mi apreciación: Conversación en La Catedral.)

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Añadí a mi biblioteca ¿Quién mató a Palomino Molero?, Historia de Mayta, El hablador y La guerra del fin del mundo.

Las tres primeras son novelas que he releído más de una vez.

Con la última no he podido -varias veces- pasar de las primeras páginas.

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Una noche, en una minúscula librería del centro de Colonia, asistí a un evento cultural singular. 

Era uno de esos negocios especialmente delicados, por ser formatos especialísimos de sus dueños, de esos que no han podido sobrevivir a estos nuevos tiempos (tiburo-económicos).

Había unas quince sillas amontanadas y mal dispuestas en torno a una mesita que parecía prestada por un vecino complaciente pero de recursos limitados.

Sentado a la mesita había un personaje de mirada adusta, incómodo a la legua, pero de lengua suelta y con ganas de cumplir y dejar atrás esa ridiculez de evento cultural.

Fui de los pocos que se divirtieron en esa velada.

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De haber sabido quién era -realmente- Cabrera Infante, no me habría dejado amilanar por su aparente mal humor y me habría quedado a seguir conversando con él.

Añadí Tres tristes tigres, Así en la paz como en la guerra, Arcadia todas las noches y La Habana para un infante difunto. (Más recientemente, El libro de las ciudades.)

La Habana para un infante difunto fue todo un descubrimiento para mí.

Una especie de cataclismo para mi pacata cosmovisión libresca.

Y eso que ya conocía y poseía los Trópicos de Miller.

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Continúa…

HjorgeV 17-01-2012

«DE TODOS MENOS…»

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Lo bueno de tener recursos limitados (de saberlo), es que uno se las tiene que ingeniar para satisfacer sus necesidades primordiales.

Pero debe ser una característica humana no ser conscientes de esa limitación.

Por lo menos, no automáticamente.

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No de otra forma se explica, por ejemplo, cómo actualmente hasta los países más poderosos del planeta (y supuestamente los más avanzados) propugnan -con una convicción casi religiosa, quiero decir ciega- un modelo de economía/vida basado en la expansión y el crecimiento económico continuo.

Como si los recursos del planeta fueran inagotables.

O, extinguidos esos recursos, en el subsuelo existiera otra Tierra esperándonos para continuar con nuestro frenético esquilmo.

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Me puse a pensar en esto de los recursos limitados por un comentario recién recibido.

«Usted es todo menos…» me escribe Ramón Pineda desde Nicaragua, uno de los seguidores más fieles de esta bitácora. (También uno de sus contados lectores.)

El comentarista no terminó la frase.

«Usted es de todo menos… escritor», me imagino que fue lo que quiso decir y no se atrevió.

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Lo que no debe saber él, ¡es que es cierto!

Que me lo repito continuamente, casi a diario:

«Soy todo menos escritor».

Es uno de los combustibles más efectivos que tengo para poder darle duro al teclado a diario.

Una especie de mantra al revés que me permite continuar con la escritura de mis novelas.

Como no soy escritor, me esfuerzo por serlo.

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Conocer las propias limitaciones es fundamental.

Me lo enseñó ejemplarmente un grupo de jóvenes lisiados.

(Así es como se los llamaba entonces en mi país: un término que no me agrada, pero por lo menos mejor que ‘inválidos’, ya que no lo eran).

Y ellos me lo enseñaron nada menos que jugando al fútbol.

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Lo tengo que recordar continuamente en mi -otra- labor como entrenador de futbolistas infantiles y juveniles.

He descubierto que muchas veces tienen la manía de querer hacer justo lo que no pueden.

O lo que no hemos entrenado.

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Uno de esos jóvenes lisiados que menciono, por ejemplo, tenía una sola pierna y usaba una muleta para desplazarse.

Curiosamente, al jugar, su mejor finta, dribling, gambeta o regate, consistía en hacerte creer que iba a salir disparado por un lado.

Y tú, ¡zas!, te lanzabas a cubrir ese lado.

Pero, claro, el joven monogambo nunca lo hacía.

Simplemente porque tenía una sola pierna y no podía salir corriendo.

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Pero tú te lo creías y caías en la trampa.

Porque su finta era perfecta.

Como un mago, te hacía creer en algo. Te creaba una ilusión.

Era fascinante.

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Ese joven con una sola pierna conocía sus limitaciones perfectamente.

Sabía que nunca podría correr como tú.

Y ni siquiera lo intentaba.

Pero, astuto, te lo hacía creer.

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Mis jóvenes pupilos con dos piernas y dos brazos -y todo lo demás completo, debo suponer- hacen muchas veces lo contrario.

Intentan justo lo que no pueden.

Fintas, amagues, gambetas, dribleos y regates que no están en su repertorio.

Justo como yo, tengo que llegar a reconocer.

Puesto que, sin saber escribir, lo intento a diario.

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HjorgeV 14-01-2012

OBSOLESCENCIA Y FELICIDAD PROGRAMADAS

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Mi computadora portátil empezó a fallar un buen día.

La había comprado dos años atrás.

El enchufe del transformador se negaba a cumplir el trabajo por el que yo había pagado.

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Pregunté en la tienda donde había comprado mi plegable.

Me dijeron que no podían venderme solo el enchufe y que un transformador original me costaría unos cien euros.

La alternativa era uno por la mitad del precio, pero con el riesgo de que el enchufe necesitara un adaptador.

Felizmente había un juego de ellos incluido en el paquete. Lo compré.

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Ninguno de los adaptadores me sirvió.

Europa, siglo XXI, III Milenio, qué quieren que les diga.

No capitulé y encontré un truco: colocando el cable de alimentación en cierta posición, el asunto funcionaba.

Uso mi computadora para escribir en casa y raramente para algún trabajo fuera.

Me importaba un pepino que se hubiera convertido en un mueble fijo. 

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Hasta que la semana pasada -meses después- el truco caducó, dejó de funcionar.

Me acerqué a la tienda de marras.

-Quiero un transformador original para esta marca.

-No se fabrican más -me respondió el vendedor.

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No ha sido mi primer encuentro con un caso de obsolescencia programada, pero sí uno inicialmente duro. 

Entre otras cosas, porque aparte de no saber si un conocido podrá reparar mi plegable, me ha obligado a mudarme al sótano para poder seguir escribiendo.

(¿Y si resulta que mis novelas también sufren de obsolescencia programada? Acabo de abandonar un libro así. Terminó en el barril de basura.)

Me pasé dos años en esta habitación escribiendo.

Le llegué a tener cariño porque era el laboratorio de mis ideas y el taller de mi escritura.

Luego pude comprarme una plegable y regresé a la luz, a la superficie. Aprendí a apreciarlo.

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Llevo varios días aquí, en el subsuelo.

Fue especialmente duro al comienzo: apartado del ruido del viento golpeando los vidrios, del paso del sol, del derrotero de la luz y de la vida vecina perceptible por la ventana.

Pronto le encontré ventajas a este aparato casi prehistórico (cinco años de antigüedad):

La conexión a la Red es lenta, por ejemplo.

Me obliga a concentrarme en mi novela.

Más que positivo.

La ausencia de ruidos y la lejanía del resto de mi familia aumenta mi concentración.

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Y el sonido, el traqueteo del teclado, me hace recordar épocas pasadas, cuando escribir era una verdadera batalla contra el papel.

Y cada línea era un verdadero parto.

Una larga huella de tinta impresa por presión digital (de los dedos) sobre un cuadrilátero en blanco.

(Hoy la batalla sigue existiendo pero ya es -casi- solo mental. No más material.)

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Me envía un comentario Ricardo C.

Se refiere a mi entrada sobre el sueño de viajar en el tiempo.

Le doy la razón:

La idea de viajar en el tiempo y poder corregir nuestras vidas es fascinante.

Le respondo que como no tengo (una) máquina del tiempo, las tonterías que escribo las escribo porque también tengo ese impulso por corregir mi, la vida.

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Soy de los que se arrepienten hasta de lo que ha escuchado, como si hubieran dependido de mí las palabras de otros.

Escribiendo puedo responder y hablar con propiedad.

Castigar y premiar.

Enderezar rumbos.

Atreverme con otros arriesgados.

Lo imposible en la vida, posible en el ‘papel’.

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Pero la escritura también tiene el misterio de la vida propia de sus personajes.

Sino, cualquier ficción sería aburrida.

Por predecible para el autor y dañina para su escritura.

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Lo he vuelto a comprobar hoy, al continuar con la corrección de mi manuscrito.

Me he topado con un pasaje que había olvidado y que no estaba en el guión inicial, por así decir.

Me debió salir de los dedos un día que también he olvidado ya.

Me he estremecido.

Como si yo mismo fuera un personaje de otra novela ‘superior’ (que envuelve mi vida y mi manuscrito) (no soy creyente) y me hubiera permitido asombrar a mi autor.

Causándole un golpe de felicidad.

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Indemnizándolo así por el enchufe roto y las inconveniencias pasajeras.

¿A qué más podría aspirar un simple escritorcito amante de su trabajo inútil?

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HjorgeV 05-01-2012

EMPEZANDO EL AÑO EN JAPO-DEUTSCH

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Arbaito significa ‘trabajo parcial’ en japonés.

Arbeit (pronunciado ‘arbait’) es ‘trabajo’ en alemán. Tal vez se trate de un préstamo, una palabra de un posible japodeutsch.

Me he pasado todo el día arbaiteando: tratando de trabajar en mi novela, consiguiéndolo parcialmente.

He leído, dormido y comido en las pausas.

No hay trabajo total. Hasta el trabajo más largo y consecuente termina con el deceso del trabajador.

Yo arbaito, tú arbaitas, ella y él arbaitan.

¿Sabe cada uno para qué?

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Casi 14ºC ambientales.

Abro la ventana y no me lo puedo creer. La temperatura exterior bien podría ser la de un día de verano (alemán).

Estamos en el primer día del 2012. En pleno invierno en Alemania.

Hace exactamente un año, las calles, los campos y las carreteras estaban to-tal-men-te cubiertos de nieve.

Las temperaturas oscilaban alrededor de los 5 grados bajo cero.

Veinte grados de diferencia por estas mismas fechas.

Sería como pasar la Navidad y el Año Nuevo en Lima a 45ºC.

El clima haciendo trabajo total, más horas extras.

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Acabo de terminar Kein böser Traum (Solo una mirada en nuestra lengua, Just one look en el original del 2004) de Harlan Coben.

La he leído en alemán, como acaso sospechará algún improbable lector distraído (sino no hubiera llegado a parar a este sitio).

Curiosamente, cinco novelas de Coben llevan títulos en alemán que empiezan con Kein (‘ninguno’) o Keine (‘ninguna’).

A los editores les debió parecer una gran idea.

Es terrible.

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Los editores alemanes alteraron también -por completo- el título de las novelas de la Trilogía Millennium de Stieg Larsson.

En el original son títulos interesantes, heterodoxos, raros, llamativos.

En nuestro idioma se consiguió recrearlos a la vez que exagerarlos (la bendita mercadotecnia) y extenderlos:

Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, La reina en el palacio de las corrientes de aire.

Se consiguió cierto efecto de asombro.

Indispensable -en mi opinión- para entender el Fenómeno Larsson y su éxito comercial.

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Pues, bien.

En Alemania la editorial Heyne decidió presentar la trilogía larssiana (¿larssoniana?) bajo los siguientes títulos:

Verblendung, Verdammnis, Vergebung.

Más o menos: Obcecación, Perdición, Perdón.

Gran Idea.

Consiguieron que Larsson -exageraré- pasara casi inadvertido en este país teutón.

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La novela de Coben que acabo de terminar hoy (a caballo entre el pasado y este nuevo calendario) arranca de forma bastante oscura y tambaleante.

[Antes había leído Das Grab im Wald (El bosque / The Wood, 2007) y me pareció bastante buena, casi excelente, a pesar de sus defectos.]

Con Solo una mirada sabes que tienes que irte con cuidado.

Sabes que el armazón (o armatoste) narrativo, que pronto empieza a volverse adictivo, te va a caer encima cuando menos te lo pienses.

Coben tiene algunas manías.

Entre ellas las de repetir casi hasta el cansancio las enrevesadas tramas de sus novelas, como si necesitara hacerlo para convencerse de su verosimilitud.

Con todo, la atmósfera que crea Coben en Solo una mirada te hace olvidar todos sus defectos y errores.

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Me fascina el género negro.

Sobre todo cuando puede ‘competir’ con la llamada literatura a secas (¿qué es?).

Leo novelas negras por placer, por afición y para aprender.

Justamente hoy leí lo siguiente en una entrevista/reportaje:

«Los escritores somos como urracas, robamos partes de los nidos de otras urracas para construir el nuestro propio, está en nuestra naturaleza actuar de esa manera.»

Me quedé tan asombrado por la sinceridad de lo expresado que me puse a indagar en la Red.

No conocía al entrevistado, James Sallis (Helena, Arkansas, 1944).

(En la entrevista de El País, ponen, equivocadamente, que nació en Nueva Orleans. Si hay que confiar más en la Wikipedia que en el diario español, claro. Personalmente, desde que se ha convertido en un negocio, he empezado a desconfiar de la Wikipedia.)

Me quedé más alelado aún con la información encontrada.

Sallis no solo ha sido tan galardonado como Coben en su país, EEUU.

También recibió el Deutscher Krimi Preis (premio alemán de novela negra) en el 2008 por su novela Drive (Driver en alemán; cómo se deben haber roto la cabeza los editores para decidir ese gran añadido de una sola letra).

Y «Drive», la versión cinematográfica y homónima, fue premiada en el pasado Festival de Cannes.

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Enseguida le he pedido a mi esposa -la experta en transacciones en línea en esta casa- que me consiga algún título de Sallis en nuestra lengua.

Pocas cosas me alegran más que esperar un libro por correo.

Tiene el encanto de las noticias de/sobre un amor perdido.

Al carajo con las tabletas y otros adminículos lectores en este caso.

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Ojalá que pueda, entonces, iniciar este año con una buena lectura.

Aunque solo se trate de una traducción.

Personalmente, me fascina con especial fervor pergeñar traducciones literarias.

Muchas veces me he pescado traduciendo por puro placer párrafos y hasta páginas enteras de alguna novela (o poema) si me han parecido especialmente bien escritos.

Se aprende a borbotones.

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Un buen trabajo de traducción (literaria) es una labor interesantísima.

Tiene de novela negra (por las pesquisas, la tensión y el misterio).

Tiene de investigación filológica, crucigrama, acertijo, adivinanza y rompecabezas.

Y de riesgo: porque hay que decidirse finalmente.

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Pero la industria editorial respeta cada vez menos el trabajo del traductor.

Tanto (es) así, que a veces me ha quedado la impresión de que no invierten más allá de lo que cuesta (el trabajo de) un corrector de una Traducción Gúglica.

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No hace mucho leí una de las novelas que más ha(n?) dado que hablar en los últimos años.

No mencionaré su autor (solo que es de EEUU) ni su título.

Gocen con esta perla:

«Un perro haciéndole el amor por detrás a una perra»…

¿No diría simplemente fucking en el original?

¿O ya leen (y practican) ahora los perros el Kamasutra (o varias posiciones) y no me he enterado?

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.HjorgeV 01-01-2012