De pronto, por entre los miles de libros de la exposición que ocupaba varias salas del Les Halles, apareció Francine como desplazándose sobre pausados patines.
Un hada escapada de su mundo fantástico a través de un repentino intersticio o fractura de su revestimiento dimensional.
Aparte de su aura, me fascinó enseguida su manera de vestir (un hada), así como la de desplazarse por entre los pasillos de la exposición, como si pudiera leer sin tener que abrir los libros, ni siquiera tomarlos entre sus manos.
Como ya lo había hecho con Babsy, me imaginé a su lado.
Nos imaginé hojeando juntos novelas y poemarios, comentándolos en nuestros respectivos idiomas.
*
La seguí con la mirada, desde muy lejos, temeroso de que pudiera notar mi presencia y mi anonadado interés.
Me contentaba con seguir sus gráciles movimientos mientras me dedicaba a hojear un libro tras otro, levantando la vista de cuando en cuando para embriagarme con su visión.
Con todo, en un momento dado se produjo una congestión en uno de los pasillos, quise huir para disimular mi mirada embelesada, pero terminamos coincidiendo uno o dos segundos, cuerpo a cuerpo, en un atasco, ella detrás de mí.
Un instante eterno, extendido sensorialmente por el tacto de sus turgentes pechos contra mis omóplatos.
Tendría que haberme quedado paralizado, pero, en cambio me invandió un pánico glacial y huí.
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Todo el mundo tiene su McGuffin.
Lo sepa o no, lo quiera o no, se mueve de acuerdo a él.
Quieres ser médico. O ingeniero. Quieres que tus hijos crezcan sanos. Que tu pareja sea feliz contigo. O simplemente no pasar hambre. Comprarte una casa, un automóvil.
O quieres servir a un dios.
A la patria. A un partido o grupo.
Ser millonario o tener un simple sueldo decente. O llegar a ser un personaje importante, famoso.
Astronauta. Vendedor, futbolista, premio nobel, profesor, científico, escritor, periodista, arquitecto, cocinero, gastrónomo, carnicero, conductor de bus, maestro de escuela, panadero.
Salvar refugiados.
Cambiar el mundo. O solo tu vivienda (con la ayuda de Ikea).
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En el ámbito cinematográfico, un McGuffin es un objeto o persona que desencadena, azuza o potencia la trama, pero sin ser importante en sí mismo; vale decir: es intercambiable.
Su función es mantener la tensión, no dejar que decaiga esta. Lo que es (su naturaleza) no importa mucho.
En la vida de cualquiera (la vida es, después de todo -y nada-, una simple y cortísima película) siempre hay un McGuffin, que es, por así decir, lo que nos permite (con o sin ideología o filosofía, y/ni conciencia de ello) esperar a Godot.
(En Esperando a Godot, una obra teatral de Samuel Beckett, dos vagabundos esperan en vano a un tal Godot, con quien no está claro si tienen una cita. Al final, el público no llega a saber quién es Godot ni qué asunto tienen que tratar con él.)
(Teatro del absurdo. O sea, de la vida.)
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Dos días antes de la exposición de libros en Les Halles, me había citado con el primo de Carloncho, tras marcar en una cabina telefónica el número que llevaba meses escrito en mi Libreta de Viajes y Apuntes.
(Tenía direcciones y teléfonos de diferentes puntos de Europa en ella: de unos chicos de Winterthur, en Suiza, con los que había recorrido los Caminos del Inca hasta Machu Picchu y habíamos compartido un fondue.
De una alemana de Bremen, que me había encandilado con su mirada de fuego azul y me había pasado con mano temblorosa sus datos.
De Elke, la chica que me había visitado en Lima tras concluir mi beca en Mannheim y con la que había estado a punto de iniciar una larga relación.
Además de otra gente de París: conocidos de conocidos de conocidos, todos solo por referencias o recomendaciones.)
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Había contado con que el primo de Carloncho me invitara a pasar por su casa, pero solo me nombró un café donde citarnos, que resultó ser una especie de pequeño palacio con vistas a una plaza de ensueño.
(Que París estaba llena de plazas así, ya lo sabía. Pero esta me pareció singularmente especial, acaso porque pronto podría ser el escenario de un nuevo cambio de rumbo en mi vida. No fue así.)
D. llegó con el aspecto y la prisa de un director de un banco durante su pausa del mediodía, pidió dos cafés y me preguntó si deseaba comer algo.
Aunque no era cierto, respondí cortésmente que no tenía hambre y luego me descerrajó un cuestionario que respondí más cortésmente aún:
Cuándo había llegado a París, qué hacía, qué había hecho en el Perú, dónde vivía, qué planes tenía. Solo le faltó preguntarme cuánto dinero tenía.
Y no sé si le habría dicho la verdad, pues el poco dinero que había traído conmigo de Lima ya casi se me había agotado y no tenía la más mínima idea de cómo haría después.
D. se despidió después de pagar el precio equivalente a dos kilos de café, añadiendo, como si hubiera estado a punto de olvidarlo, que lo llamara si tenía algún problema o necesidad.
No me atreví a decirle que por eso lo había llamado y solo le hice adiós con la mano.
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En mi cobarde huida (de los turgentes pechos de Francine) no reparé en lo que sucedía a mi alrededor.
Recién volví a la realidad cuando, varios minutos después de ese contacto inesperado y volcánico, levanté la vista del libro que había escogido para refugiarme en un rincón de otra inmensa sala de la exposición y vi que avanzaba en mi dirección.
Aún sentía el rescoldo en mis omóplatos, que enseguida se trasladó a mis mejillas.
Quise desaparecer cuando ella se detuvo, a escasos dos pasos. Solo le faltaban las alas. Y yo necesitaba un par urgentemente.
Sin saber qué hacer, la miré y vi que me sonreía tímidamente.
(Música: una mezcla de Matándome suavemente con su canción, en la versión de Roberta Flack, y The most beautiful girl, de Charlie Rich. Entorno: libros, nada más que libros. Luz: cenital, disminuyendo poco a poco.)
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Entonces, en plenas entrañas de ese monstruo llamado Metro de París, y como si mi destino fuera un sencillo logaritmo que, seguido al pie de la letra y con paciencia, solo podía conducirme al éxito, el día anterior me había encontrado con W., el músico que en Lima me había animado a dar el salto a la Ciudad Luz.
Desde que había llegado a la capital francesa, lo había llamado repetidas veces al número que me había dado en un bar en el que habíamos compartido memorables veladas, pero nunca había contestado.
Encontrarlo en la mayor estación subterránea del mundo, Châtelet-Les Halles, provista de varios niveles y por la que hoy pasa casi un millón de pasajeros diariamente, era algo parecido a una verdadera hazaña. Y eso sin considerar que yo no sabía dónde vivía ni por dónde se movía W., pues solo tenía su número telefónico.
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En uno de los niveles subterráneos de Châtelet-Les Halles lo reconocí desde lejos.
Iba con su guitarra, marcando un paso muy firme, casi militar.
Enseguida corrí hacia él, con la mente puesta en las veladas que habíamos compartido en Lima y en su ofrecimiento de «armar un buen grupo en París».
Sin detenerse, me dijo que no tenía tiempo ni ganas de hablar conmigo.
Quise decir algo, recordarle lo que me había dicho en Lima, pero apresuró aún más su paso y se perdió entre la muchedumbre.
Al día siguiente conocí a Francine.
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HjorgeV 30-09-2018