ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (VI)

De pronto, por entre los miles de libros de la exposición que ocupaba varias salas del Les Halles, apareció Francine como desplazándose sobre pausados patines.

Un hada escapada de su mundo fantástico a través de un repentino intersticio o fractura de su revestimiento dimensional.

Aparte de su aura, me fascinó enseguida su manera de vestir (un hada), así como la de desplazarse por entre los pasillos de la exposición, como si pudiera leer sin tener que abrir los libros, ni siquiera tomarlos entre sus manos.

Como ya lo había hecho con Babsy, me imaginé a su lado.

Nos imaginé hojeando juntos novelas y poemarios, comentándolos en nuestros respectivos idiomas.

*

La seguí con la mirada, desde muy lejos, temeroso de que pudiera notar mi presencia y mi anonadado interés.

Me contentaba con seguir sus gráciles movimientos mientras me dedicaba a hojear un libro tras otro, levantando la vista de cuando en cuando para embriagarme con su visión.

Con todo, en un momento dado se produjo una congestión en uno de los pasillos, quise huir para disimular mi mirada embelesada, pero terminamos coincidiendo uno o dos segundos, cuerpo a cuerpo, en un atasco, ella detrás de mí.

Un instante eterno, extendido sensorialmente por el tacto de sus turgentes pechos contra mis omóplatos.

Tendría que haberme quedado paralizado, pero, en cambio me invandió un pánico glacial y huí.

*

Todo el mundo tiene su McGuffin.

Lo sepa o no, lo quiera o no, se mueve de acuerdo a él.

Quieres ser médico. O ingeniero. Quieres que tus hijos crezcan sanos. Que tu pareja sea feliz contigo. O simplemente no pasar hambre. Comprarte una casa, un automóvil.

O quieres servir a un dios.

A la patria. A un partido o grupo.

Ser millonario o tener un simple sueldo decente. O llegar a ser un personaje importante, famoso.

Astronauta. Vendedor, futbolista, premio nobel, profesor, científico, escritor, periodista, arquitecto, cocinero, gastrónomo, carnicero, conductor de bus, maestro de escuela, panadero.

Salvar refugiados.

Cambiar el mundo. O solo tu vivienda (con la ayuda de Ikea).

*

En el ámbito cinematográfico, un McGuffin es un objeto o persona que desencadena, azuza o potencia la trama, pero sin ser importante en sí mismo; vale decir: es intercambiable.

Su función es mantener la tensión, no dejar que decaiga esta. Lo que es (su naturaleza) no importa mucho.

En la vida de cualquiera (la vida es, después de todo -y nada-, una simple y cortísima película) siempre hay un McGuffin, que es, por así decir, lo que nos permite (con o sin ideología o filosofía, y/ni conciencia de ello) esperar a Godot.

(En Esperando a Godot, una obra teatral de Samuel Beckett, dos vagabundos esperan en vano a un tal Godot, con quien no está claro si tienen una cita. Al final, el público no llega a saber quién es Godot ni qué asunto tienen que tratar con él.)

(Teatro del absurdo. O sea, de la vida.)

*

Dos días antes de la exposición de libros en Les Halles, me había citado con el primo de Carloncho, tras marcar en una cabina telefónica el número que llevaba meses escrito en mi Libreta de Viajes y Apuntes.

(Tenía direcciones y teléfonos de diferentes puntos de Europa en ella: de unos chicos de Winterthur, en Suiza, con los que había recorrido los Caminos del Inca hasta Machu Picchu y habíamos compartido un fondue.

De una alemana de Bremen, que me había encandilado con su mirada de fuego azul y me había pasado con mano temblorosa sus datos.

De Elke, la chica que me había visitado en Lima tras concluir mi beca en Mannheim y con la que había estado a punto de iniciar una larga relación.

Además de otra gente de París: conocidos de conocidos de conocidos, todos solo por referencias o recomendaciones.)

*

Había contado con que el primo de Carloncho me invitara a pasar por su casa, pero solo me nombró un café donde citarnos, que resultó ser una especie de pequeño palacio con vistas a una plaza de ensueño.

(Que París estaba llena de plazas así, ya lo sabía. Pero esta me pareció singularmente especial, acaso porque pronto podría ser el escenario de un nuevo cambio de rumbo en mi vida. No fue así.)

D. llegó con el aspecto y la prisa de un director de un banco durante su pausa del mediodía, pidió dos cafés y me preguntó si deseaba comer algo.

Aunque no era cierto, respondí cortésmente que no tenía hambre y luego me descerrajó un cuestionario que respondí más cortésmente aún:

Cuándo había llegado a París, qué hacía, qué había hecho en el Perú, dónde vivía, qué planes tenía. Solo le faltó preguntarme cuánto dinero tenía.

Y no sé si le habría dicho la verdad, pues el poco dinero que había traído conmigo de Lima ya casi se me había agotado y no tenía la más mínima idea de cómo haría después.

D. se despidió después de pagar el precio equivalente a dos kilos de café, añadiendo, como si hubiera estado a punto de olvidarlo, que lo llamara si tenía algún problema o necesidad.

No me atreví a decirle que por eso lo había llamado y solo le hice adiós con la mano.

*

En mi cobarde huida (de los turgentes pechos de Francine) no reparé en lo que sucedía a mi alrededor.

Recién volví a la realidad cuando, varios minutos después de ese contacto inesperado y volcánico, levanté la vista del libro que había escogido para refugiarme en un rincón de otra inmensa sala de la exposición y vi que avanzaba en mi dirección.

Aún sentía el rescoldo en mis omóplatos, que enseguida se trasladó a mis mejillas.

Quise desaparecer cuando ella se detuvo, a escasos dos pasos. Solo le faltaban las alas. Y yo necesitaba un par urgentemente.

Sin saber qué hacer, la miré y vi que me sonreía tímidamente.

(Música: una mezcla de Matándome suavemente con su canción, en la versión de Roberta Flack, y The most beautiful girl, de Charlie Rich. Entorno: libros, nada más que libros. Luz: cenital, disminuyendo poco a poco.)

*

Entonces, en plenas entrañas de ese monstruo llamado Metro de París, y como si mi destino fuera un sencillo logaritmo que, seguido al pie de la letra y con paciencia, solo podía conducirme al éxito, el día anterior me había encontrado con W., el músico que en Lima me había animado a dar el salto a la Ciudad Luz.

Desde que había llegado a la capital francesa, lo había llamado repetidas veces al número que me había dado en un bar en el que habíamos compartido memorables veladas, pero nunca había contestado.

Encontrarlo en la mayor estación subterránea del mundo, Châtelet-Les Halles, provista de varios niveles y por la que hoy pasa casi un millón de pasajeros diariamente, era algo parecido a una verdadera hazaña. Y eso sin considerar que yo no sabía dónde vivía ni por dónde se movía W., pues solo tenía su número telefónico.

*

En uno de los niveles subterráneos de Châtelet-Les Halles lo reconocí desde lejos.

Iba con su guitarra, marcando un paso muy firme, casi militar.

Enseguida corrí hacia él, con la mente puesta en las veladas que habíamos compartido en Lima y en su ofrecimiento de «armar un buen grupo en París».

Sin detenerse, me dijo que no tenía tiempo ni ganas de hablar conmigo.

Quise decir algo, recordarle lo que me había dicho en Lima, pero apresuró aún más su paso y se perdió entre la muchedumbre.

Al día siguiente conocí a Francine.

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HjorgeV 30-09-2018

ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (V)

Recorrer las páginas de tu propia existencia:

Las veces que no te atreviste, las que te quedaste callado sin protestar, las que te comiste todo el estiércol de la humanidad por cobarde: las que decidiste descobrártela, y terminaste estiercolándola; las veces que diste todo vanamente y las que no diste nada.

Hacer ese recorrido como si todos tus momentos no fueran propios, sino celdas de una exposición museística centrada en recrear la vida de un sujeto X, al que observamos con ojos de entomólogo o de experto en arte.

O repasar todos tus pasos terrestres como si fuera el encargo de un productor cinematográfico, de quien aún no sabes siquiera cuáles son sus intenciones.

*

Con todo, poner todo nuestro empeño en la recuperación de la memoria, sin renunciar a la complicadísima maraña de nuestro imaginario actual ni a nuestra particular paleta de colores y sus raídos pinceles, testigos de nuestros avatares y derrotas.

Cumplirlo, pero sabiendo que, en el fondo (y en la superficie), somos solo un inmenso vacío rodeado de mayor vacío aún. La física puede explicarlo mejor:

Si un átomo de carbono tuviera el tamaño de la Tierra, su núcleo (el lugar de los neutrones y protones) sería apenas el de un campo de fútbol y el resto sería vacío hasta la superficie (terrestre), que es la cárcel donde divagan los electrones.

Somos, fundamentalmente, vacío rodeado de más vacío.

*

Empecé a frecuentar el Beaubourg -el Centro Pompidou– cuando no tocaba con el grupo, especialmente en las pausas del mediodía.

Las mejores horas para vender cedés en las entrañas de ese cíclope llamado Metro de París eran las primeras de la mañana y las últimas de la tarde, cuando los parisinos regresaban de trabajar, de modo que me quedaba bastante tiempo libre el resto del día.

Sin buscarlo, pronto encontré mi particular paraíso.

El Beaubourg: una inmensa biblioteca pública junto a una de las colecciones de arte moderno y contemporáneo más completas del mundo, y eso en pleno centro de la Ciudad Luz.

El simple acceso al edificio de estructura industrialista y con conductos y escaleras visibles desde el exterior, era, por sí solo, como el inicio de un escape perfecto de la Tierra. La Evacuación Final.

*

Allí los vi por primera vez:

Ella, una rubia alta, de perfectos rasgos simétricos, cabello sedoso y boca bardotiana.

Él, un tipo más alto aún, sin hombros apenas. Su cabello lacio y muy negro sobresalía de un sombrero tan negro como el resto de su vestimenta. Chino, imaginé, por sus rasgos faciales.

*

Constituían una pareja rarísima, plena de contrastes de todo tipo: su belleza frente a la simpleza -casi fealdad- de los rasgos de él. Sus gestos armoniosos, frente a los fríos de él. Ella parecía flotar sobre el suelo. Él, llevar una carga que apenas le permitía seguir a su lado.

Por su forma de desplazarse y conversar, con continuas pausas y cambios imprevistos de rumbo, como influidos por los temas que tocaban, imaginé que conversaban sobre arte o filosofía.

Me imaginé en su lugar, en el de él, contentándome con recorrer las calles del viejo París con una edición de Rayuela deshaciéndose entre mis dedos debido al sudor de mis manos nerviosas: pero a su lado. Así de bella era ella.

Cada vez que los descubría en la explanada del Pompidou, o ya en su interior, los seguía y espiaba  un par de minutos desde lejos.

Así descubrí que nunca se besaban ni intercambiaban demostraciones de cariño.

También, que sus atuendos no eran tan ‘naturales’ como me habían parecido la primera vez, y que debían dedicar mucha concentración, tiempo, dinero y esfuerzo en conseguir esa aura de pareja recién llegada del planeta más filosófico y artístico del Universo.

*

Hay un fenómeno que apenas capta nuestra atención, y eso a pesar de que probablemente será el factor más determinante de nuestro futuro como especie.

Nos hemos convertido en una sociedad exponencial.

La gran paradoja es que los humanos, aparte de nuestra capacidad para producir arte y autoextinguirnos, nos caracterizamos por nuestra incapacidad para entender, concebir siquiera, las funciones exponenciales.

Baste un ejemplo:

Si pudiéramos doblar una hoja de papel (A4, 80 g/m2) por la mitad y nos fuera posible repetir esta operación 50 veces:

¿Qué altura alcanzaría el papel doblado: la de un ropero, la de una casa o la de la torre Eiffel?

Le faltaría muy poco para llegar al sol. Esa sería la respuesta.

¿Suena a imposible o, incluso, necio?

De acuerdo.

Esa es nuestra humana incapacidad, precisamente.

*

La Wikipedia define el síndrome de Diógenes como un trastorno del comportamiento caracterizado, además de por el total abandono personal y el aislamiento social, por la acumulación de grandes cantidades de basura y desperdicios domésticos.

Quitémosle el abandono personal y social, y tendremos el síndrome que tal vez más contribuirá a nuestra extinción como especie.

Es el poder del coleccionismo, ya convertido en acumulación compulsiva: de discos, libros, amistades, mensajes, fotos, videos, películas, series, contactos en la Red, fonos, pantallas.

Los antiguos coleccionaban esclavos, posesiones, territorios, castillos, joyas, arte, muebles, amantes, crímenes.

Lo que para nuestros antepasados recolectores y cazadores había sido alguna vez una cuestión de vida o muerte (almacenar alimentos), con la agricultura se convirtió en algo compulsivo, azuzados por el miedo ancestral de morir de hambre. Así nacieron los primeros grandes silos de granos y su uso como moneda.

Hoy es posible llevar cien millones de canciones en el bolsillo, piezas musicales que no podríamos terminar de escuchar en toda una vida aunque lo hiciéramos sin interrupciones.

(Mi vecino, un ingeniero retirado, es dueño de 14 bicicletas y algunas de ellas tienen hasta un cuarto propio. Suelo encontrármelo en el supermercado y le gusta contar sobre su última adquisición.)

El ser humano actual es un gran acumulacionista.

*

Pero no solo acumulamos, forzamos a los demás también a hacerlo.

Como sociedad seguimos acumulando automóviles, por ejemplo, y el ‘laisse-faire’ ya se ha entronizado de tal forma en la economía mundial, que nadie se atrevería a plantear la limitación de su producción y venta.

Aunque fuera para salvar al planeta.

Si consideramos, por otra parte, que la industria armamentística sigue produciendo a su propio ritmo independiente, llegará un momento en que será necesario hacer un gran espacio en el armario para poder renovarlo. Pura lógica industrial.

Llamémoslo, o no, Tercera Guerra Mundial, lo cierto es que en esta misma Alemania, que alguna vez se juró no volver a hacer la guerra, en estos días se está discutiendo la aprobación de un ataque militar en Siria. Y eso, nada menos que con el voto de los Verdes.

La paradoja en este caso es que tal vez sea mejor que la III GM ocurra pronto y, así, poder recapacitar a tiempo, pues de aquí a unos pocos años seremos capaces de producir armas que podrían barrer -literalmente- con media vida planetaria.

*

No pensaba, no podía pensar en todo esto, cuando una mañana, al final de mi primera semana en París, me encaró en la puerta de la cocina la esposa del amigo chileno que me había acogido en su departamento.

Vivían en un pueblucho burguesón de las afueras y se habían conocido en el Cuzco, mientras visitaban Machu Picchu.

No pudieron separarse más y siguieron juntos a Lima, donde se comprometieron antes de que ella regresara a París. Por esos días los conocí. Me fascinaron sus lelos gestos de recién nacidos en otra dimensión o de recién bautizados en una novísima religión.

Me nombraron testigo de su noviazgo y, cuando les conté que había pensado estudiar cinematografía en París (en ese momento la idea solo era una mota de polvo entre decenas que se desplazaban por el éter de mi mente), me prometieron que, si verdaderamente llegaban a casarse, y yo a concretar mi viaje, me alojarían en su casa parisina.

Así llegué ahí.

*

¿Me habría atrevido a dejar mi país sin boleto de regreso sin esa invitación?

Lo ignoro.

Pero, por si acaso, tenía un par de boletos más en el bolsillo.

Un excompañero de mi colegio vivía en París, por ejemplo, y Carloncho tenía un primo medio millonario que estaría dispuesto a ayudarme en caso de emergencia; además de que un músico que había conocido en Lima, me había dicho que si alguna vez pasaba por París lo buscara para armar un buen grupo.

*

La esposa del chileno me reprochó que hubiera dejado entrar a otra persona en su ausencia, durante el fin de semana.

No podía negarlo. Era cierto.

Había conocido a Francine, una parisina con la que había coincidido de una forma bastante surrealista en una feria de libros, y habíamos terminado pasando la noche en el departamento de la pareja francochilena.

Le dije que lo sentía. Que no había sido consciente de haber estado cometiendo un error tan grave.

Añadió, aún con mayor dramatismo, que había vuelto a encontrar un pelo mío en la ducha.

Quise decirle que bien podría ser de su esposo, pero solo permanecí callado, en ese limbo intocable de quien acaba de cerrar su caparazón al mundo.

*

Una media hora después ya había abandonado el departamento de la pareja franco-chilena y me desplazaba rumbo al resto del inmenso mundo, hacia mi particular ‘Centro’ de París, que en mi caso lo constituían la zona del Beaubourg, Saint Denis, Châtelet, Les Halles y el Barrio Latino al otro lado del Sena.  Me había despedido como cada mañana, pero sin decir que esta vez era para siempre.

Dejaba atrás casi todos los instrumentos musicales que me había traído de Lima.

Debí dejar también parte de mi ropa, ya no lo recuerdo, pues en mi nueva etapa flotante en París y otras ciudades de la costa atlántica francesa participando en festivales, solo me recuerdo muy ligero de equipaje; que es la mejor forma para moverse por el mundo y también para dejarlo.

Los exponencialistas deberían enterarse.

*

¿Por qué dejé mi ciudad, mi país?

Dejar el lugar de origen es algo bastante común acá en Yérmani. (Forma parte de todo un conjunto de nuevas tradiciones y costumbres, entre las que figuran el no desear descendencia y  dejar que los propios padres vegeten en una residencia para ancianos hasta su muerte.)

Ya lo cantaba Hildegard Knef en los sesenta, refiriéndose a Berlín:

Eines Morgens stand ich dann am Bahnsteig
An dem Schienenstrang zur großen Welt
Und ich wusste plötzlich auf dem Bahnsteig
Dass mich nichts in dieser Stadt mehr hält

Lo traduciré libremente:

Una mañana, por fin, me detuve en el andén,

al pie de las vías que llevaban al resto del inmenso mundo.

Y de repente lo supe allí sobre el andén:

que nada había ya en esta ciudad que pudiera detenerme.

*

Salir para no volver, tal vez solo anunciando que sales a comprar cigarrillos.

Salir para pasarse décadas viviendo mentalmente en tu ciudad, sin abandonarla del todo; recreando una y otra vez las horas y las vivencias de tu niñez, las calles y las personas de tu adolescencia, tus juegos infantiles, tus sueños, tus pesadillas.

Vivir en la mente de la muchacha que inflamó por primera vez tus mejillas, inútilmente arrepentido de no haber sabido saborear mejor sus besos.

Vivir con tu madre al lado, ese fantasma benigno que nunca te abandonará y que aún sigue haciéndole adiós al bolbaguen de Carloncho desde la puerta.

*

¿Por qué nos enamoramos de una determinada persona y no de esta otra?

Tal vez no sea muy difícil proponerse no enamorarse de alguien. Sobre todo cuando ya sabemos de quién se trata.

El problema se presenta cuando esa persona nos toma por sorpresa y aparece a la vuelta de una de las esquinas menos pensadas de las calles de tu vida.

Mayor el problema cuando estas dos condiciones se dan a la vez.

Así conocí a Babsy.

*

Salía de la biblioteca del Pompidou, justo cuando yo había empezado a preguntarme, puesto que llevaba varios días sin verla, si ya habría abandonado París.

Cuando la avisté, se estaba despidiendo de otra chica, en un alemán que entendí sin problemas.

Giré discretamente para ver/escuchar en qué idioma le hablaría al Chino, pero no pude hallar a este por ninguna parte.

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HjorgeV 18-09-2018

ÚLTIMAS NOCHES EN PARÍS (IV)

¿Cuánto -y en qué- ha cambiado el mundo desde que me apeé del bolbaguen de Carloncho un 12 de junio de finales del siglo pasado para subirme a un vuelo chárter de Alitalia?

*

Hace pocos años, cuando me aprestaba a hacer el chequeo de mi equipaje para regresar a Alemania al final de mis espaciadas visitas a mi país, me topé con Susanne.

Ocurrió en los pasillos del mismo aeropuerto limeño al que me llevó Carloncho ese lejano día de junio.

Me alegré de golpe, como un niño que no puede ocultar su euforia al reconocer a un viejo amigo o familiar querido.

Un niño que aún no sabe que el mundo siempre cambia mucho más rápido e irreversiblemente de lo que aparenta y uno mismo quisiera.

*

Pero ella me ignoró casi por completo.

Apenas hizo una especie de gesto de negativa, o simple desprecio, sin mirarme, como el que se le hace a un vendedor callejero que intenta captar nuestra atención con un producto que no nos interesa en absoluto.

Fue una fiera bofetada.

Yo no quería venderle nada a ella.

La violencia emocional puede ser peor que la física. Es verdad.

*

Varias veces he recordado esa escena, preguntándome por las razones de Susanne para tratarme así.

¿Despecho retrasado?

Nunca le había prometido nada. Nunca nos prometimos nada.

¿Odio?

Nos despedimos como buenos amigos.

¿Por qué entonces?

¿Se había imaginado acaso formando una familia conmigo?

*

¿Y por qué no me enamoré de ella?

¿Porque sabía que lo nuestro no tenía perspectiva?

¿Lo sabía? ¿O solo lo intuía?

Y, de ser así, ¿es posible manipular los propios sentimientos?

*

¿Por qué me dolió tanto su desprecio?

Tal vez porque detestamos ser ignorados, pues eso nos convierte en seres inútiles, insignificantes; de la misma manera que aborrecemos no tener explicaciones para todo.

(Muchas veces preferimos el alto y absurdo precio de una pésima explicación. Basta ver las explicaciones que nos gastamos en cuestiones tan complejas y significativas como el sentido de la vida o el origen del universo.)

¿No se debe acaso el auge de la Red a las redes sociales, que quizás evitan que la mitad de la población mundial sea menos ignorada?

*

Una mujer dispara a un asaltante armado. La mujer es policía o militar. Después de dispararle en pleno pecho y desarmarlo cuando se desploma gravemente herido, le pone un pie encima, al estilo de un cazador de un safari.

El delincuente muere poco después en el hospital, pues no llega a ser atendido a tiempo de su herida.

La población, los políticos y la prensa aplauden el valeroso acto de la mujer. La historia es real.

¿Alguien se ha preguntado por qué no llamó la mujer o alguno de los presentes a la ambulancia inmediatamente?

*

Ya no basta con defenderse.

Ahora también es legítima la venganza. Y eso para no ahondar en el tema de las guerras preventivas.

Tomarse la justicia por mano propia, especialmente si se trata de un delincuente de poca monta o común, forma parte de la conducta moderna.

El monstruo interior vuelve a ser legítimo.

El retorno a las cavernas no se detiene ni ante el Tribunal Internacional de Justicia, como lo acaba de demostrar el gobierno de Trump.

¿Y cuando el odio y el desquite sangriento y cruel lo ejercen los ‘malos’?

*

En una escena de Bastardos sin gloria (Malditos bastardos en España), una película de Tarantino del 2009, un teniente del ejército estadounidense arenga a sus reclutas, anunciándoles que su tarea será simple: asesinar nazis.

-No sé ustedes -les dice-. Pero no bajé de Tennessee, de las malditas montañas, atravesé un océano de ocho mil kilómetros, luché en el camino por la mitad de Sicilia y después salté de un maldito aeroplano para enseñar a los nazis humanidad. Los nazis no tienen humanidad.

*

El método es conocido y se repite en la historia con asombroso parecido y constancia:

La deshumanización del otro: individuo, grupo o etnia.

*

¿No resulta asombroso que el método siga funcionando en una época en que se empieza a reconocer, incluso, los derechos de los animales?

(Me pregunto si alguna vez se reconocerá los de las plantas.)

El discurso del personaje encarnado por Brad Pitt bien podría ser el de un terrorista de estos días.

Entonces sí nos causaría terror, indignación, desprecio y asco.

El monstruo siempre son los demás.

El infierno son los otros, como dejó dicho Sartre.

*

Una ciudadana británica cae al mar y la prensa europea celebra su rescate tras diez horas de luchar por no hundirse y no perecer de frío. Apenas se menciona que ha ocurrido debido a una borrachera.

La decena de personas que se ahogan a diario en ese mismo océano en su huida o búsqueda de un mejor destino, no tienen, simplemente, la misma suerte. Su muerte apenas interesa al europeo. Le jode, más bien.

La solidaridad humana consiste, precisamente, en entender la lotería de la natalidad.

Que nadie escoge su país de nacimiento, familia ni época en la que le tocará vivir.

*

Si algo ha cambiado desde que bajé del bolbaguen de Carloncho para embarcarme en el avión de Alitalia que me llevó a otro continente y destino, es que todas estas preguntas no habrían tenido ningún sentido. O muy poco.

Entonces no existían la Red ni los fonos inteligentes.

Para no existir, no existían siquiera los televisores planos, los automóviles eléctricos, las redes sociales, las cámaras digitales, el veganismo ni las preocupaciones por el cambio climático.

Existían, en cambio, el Muro de Berlín, Alemania Oriental, la URSS, Yugoslavia, las dictaduras militares y las desapariciones en Latinoamérica.

La fiebre Pac-Man (Comecocos en España) acababa de desatarse. Y Video killed the radio star había inaugurado el primer canal musical de la televisión.

*

Mi primera mañana en París la dediqué a pasear por la ciudad. Hacía un día lindo, con temperaturas veraniegas más que agradables.

Nunca había estado en la Ciudad Luz.

No tenía la más mínima idea de la ciudad donde nacieron Sartre, Beauvoir y, vivieron Cortázar y Hemingway y murieron Vallejo, Víctor Hugo y Balzac. Salvo, claro, por postales y algunas escenas de películas que apenas recordaba.

Ingenuamente, empecé a buscar el ‘Centro’ guiándome por el número de joyas arquitectónicas.

Ignoraba que París era una gigantesca medusa. Un monstruo con incontables Centros (cuya construcción exigió el traslado de la población a las afueras de la ciudad).

Y menos sabía que  corría el riesgo de convertirme en piedra a cada paso.

*

La primera persona que conocí en París fue un hombre que hablaba como italiano (y seguramente lo era) y que detuvo su inmenso y flamante Benz a mi lado para darme la bienvenida.

-Tú eres sudamericano -me sonsoneó por la ventanilla.

Asentí. El hombre se apeó y me dio un apretón de manos.

-Soy de Lima -le devolví el saludo.

-Viví en la calle principal un par de años.

-¿En el jirón de la Unión? -me sorprendí.

-Sí, linda ciudad la tuya.

Quise decirle que era fea, más bien. Y gris. 

Me hizo varias preguntas y luego me dijo que tenía un problema para regresar a Italia porque se le había acabado la gasolina, pero que yo estaba de suerte pues aún tenía unas hermosas prendas de vestir en la maletera. Me explicó que era un comerciante viajero.

Me las mostró con un gesto de desprecio y pena:

-Cuestan unos tres mil francos, pero a ti te las vendo a quinientos para que puedas hacer negocio con ellas y gozar de París. Esta ciudad es maravillosa.

Calculé mis ganancias con los ojos entornados.

*

Cuando me aprestaba a entregarle el dinero que llevaba, y que era todo el que tenía, recordé que había mencionado el Jirón de la Unión. Una calle que era y sigue siendo netamente comercial.

-¿En dónde? -le pregunté, pues no me imaginaba que alguien con tanto dinero pudiera vivir allí.

-Al comienzo de la avenida.

-¿Avenida?

-Sí, en los primeros metros.

Dudé un momento. Finalmente dije:

-¿Junto al parque Kennedy?

-Exacto -respondió el italiano.

Bajé la cabeza para no ceder a mi impulso de abofetearlo.

Guardé mi dinero y seguí mi camino sin atender a sus voces de llamada.

*

El parque Kennedy está situado en Miraflores (el actual Centro limeño), a más de cinco kilómetros del Jirón de la Unión, que, como su nombre lo indica, es un jirón o calle, no una avenida.

En ese momento no lo sabía, pero acababa de sortear la primera de las varias trampas que me había preparado la Ciudad Luz; a mí, recién caído a ella.

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HjorgeV 11.09.2018