Tengo una buena relación con mi espejo.
Aunque a veces preferimos no vernos por la mañana (como dos amigos que han pasado una larga noche de farra juntos y prefieren no compartir el desayuno para no ver en el rostro del otro las ruinas del propio), solemos llevarnos bastante bien.
No somos como esas parejas que habiéndose ido a la cama juntos, en algún momento de la noche lo racional (o irracional) se impone en uno de los dos (por lo general en el que está de visita), llevándolo a emprender una presurosa huida.
Eso jamás me haría mi espejo.
Lo que me gusta de él es, curiosamente, tanto su capacidad para quitarme años como para ponérmelos de más.
Porque hay días en que me los quita como un generosísimo y senil Papá Noel al revés y, en otros, me agrega hasta las décadas de los vecinos.
Pero nunca acierta.
Y ahí radica su encanto: en su incapacidad para determinar el número exacto de las hojas de mi almanaque.
A veces me río de sus errores y me enorgullezco de mi capacidad para despertarme unos días más joven y otros más viejo.
Pero sé que es así por miedo a la muerte: a esa guerrera ciega e incansable que, sin conocer a sus futuras víctimas, sabe que igual les pasará su particular factura el día menos pensado.
(Y debe reír por ello, hay que imaginar: por el poder y la pétrea determinación de su oscura lotería.)
Ese respeto viene de familia: para la que la muerte es un tema escabroso y, de ser posible, a evitar; como si así perdiera su vigor y -quién sabe- hasta su sentido.
¿Murió fulanito de tal, papá o la abuelita del vecino?
Mejor no lo digas: no vayan a morirse de nuevo por estar mencionándolo.
La verdad es que ignoro qué sería de mi familia si la historia la hubiera situado en, vamos a decir, Alepo o, salvando las inevitables coordenadas y las respectivas dimensiones, en Guernica.
Por mi parte, ni siquiera un espejo entero tendría.
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HjorgeV 28.11.2016