Alcanzó a distinguirlo cuando ya había empezado a pensar que la cabeza le comenzaba a fallar y que su mente inventaba continuamente caras y personas que no existían en realidad.
Lo ubicó entre la habitual muchedumbre que subía y bajaba de la línea 2 en el Neumarkt a esa hora, esta vez entremezclado en un grupo de estudiantes y jubilados, hecho que le dificultó su ubicación.
Precisamente por la mochila que llevaba a la espalda, había pensado que se trataba de un estudiante y lo había descartado inmediatamente.
Una vez que lo hubo reconocido sin lugar a dudas, el hombre salió rápidamente del tranvía antes de que cerrara sus puertas, y saltó al andén.
Aunque era imposible, pues nadie tenía ojos en la nuca, el sospechoso del tranvía intentó perderse rápidamente entre la muchedumbre, como si supiera que acababa de avistarlo.
Esta vez parecía acompañarlo una mujer. El hombre sabía que no era su pareja, solo una simple amistad pasajera. Venía observando al sospechoso del tranvía desde hacía más de veinte años y nunca le había visto repetir acompañante.
Creía saber mucho sobre el sospechoso. Lo intuía por su forma de mirar, de mover su cabeza hacia los lados: esa característica inquietud del que se sabe en el punto de mira de alguien y tiene miedo.
Más de veinte años observándolo. Tenía que saberlo.
Por tratar de aumentar su velocidad, el hombre tropezó con un grupo de adolescentes, se disculpó con una anciana y pronto perdió de vista al sospechoso del tranvía entre la muchedumbre. Como siempre.
Abatido, abandonó la zona comercial subterránea del Neumarkt y regresó a la superficie.
Se subió al siguiente tranvía en la dirección contraria y, como a lo largo de todos esos años, mientras regresaba a casa, se imaginó encontrando por fin al sospechoso del tranvía, descubriendo su casa, su guarida, su destino.
Se imaginó sabiendo qué hacía y adónde se dirigía.
Se imaginó descifrando el misterio una rutina que consistía en subir a la misma línea siempre a la misma hora, a veces solo y otras acompañado, y terminar perdiéndose irremediablemente entre el gentío.
Se imaginó descubriendo el secreto de todos esos seres que, como él, también subían a diario al mismo tranvía. Seres que se lo quedaban observando un instante: el preciso para hacer como si nunca lo hubieran visto.
Gente que evitaba su mirada y su presencia sin gestos de asco. Gente que subía de lunes a viernes o solo los fines de semana.
Gente a la que podría contarle de su madre muerta, pero sin añadir que seguían habitando la misma casa, haciendo como si ella aún viviera: continuando con las compras para los dos y arrojando su parte a la basura para que tampoco en ese detalle pudieran sospechar algo los vecinos.
Algún día conseguiría seguir al desconocido del tranvía hasta donde vivía y saber quién era, qué hacía, qué secretos terribles escondía.
Tenía que tenerlos.
Lo notaba en su forma de caminar, de mover la cabeza, de mirar a los lados como todo un sospechoso.
Esa forma tan temerosa de perderse en la muchedumbre cuando sabía que lo seguía ese otro sospechoso.
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HjorgeV 20.09.2015