EL SIGLO DE LAS MENTIRAS

El caso del muchachito que refería en mi última entrada, me asombró por su caraduría (¿caradurez? ¿caradureza?) y su absoluta sangre fría.

Me llevó a pensar inmediatamente en mi compatriota Bryce, en sus plagios y sus absurdas mentiras para tratar de encubrir lo imposible.

¿A quién podía creer que engañaba el autor de Un mundo para Julius, cuando ya estaba claro (ver tabla correspondiente) que lo suyo no era ya simple casualidad, que había método, incluso?

El caso de Bryce Echenique cumple las tres circunstancias agravantes de un delito: premeditación, alevosía y ventaja.

Al muchachito que mintió delante de extraños y conocidos, lo comparé con Bryce, pero creo que mi comparación no era adecuada.

Porque, ¿cómo acusar de mentiroso a un fabulador profesional?

Lo que sí cabe es hacerlo responsable de sus actos ciudadanos. Pero no por mentir, que es lo suyo.

Lo tendría que haber comparado con otro personaje de la historia moderna que, espero, pase a la Historia como lo que es: una de las figuras más perniciosas para el planeta en estos años goznes de dos milenios.

El principal –pero no único- culpable de muchos de los grandes retrocesos de nuestra civilización en apenas un par de años: el regreso de la tortura como ‘herramienta’ humana válida, el encarcelamiento y privación de la libertad de personas por simple sospecha (o hasta por su aspecto o apellido) y sin derecho a poder defenderse, bastan como ejemplos.

Parece ciencia ficción.

A comienzos del siglo XXI, un país se ha tomado la prerrogativa de invadir a otro por simples intereses comerciales, basándose en mentiras –descubiertas- además.

El caso del muchachito mentiroso y caradura, me ha hecho recordar una anécdota que me refirieron mis amigos ecuatorianos de esta ciudad y que le habían puesto el bonito nombre de El No de Al Pacino.

La anécdota es simple y no pocos la han vivido en carne propia.

En este caso, el involucrado era un músico, estudiante del Conservatorio de Guayaquil que había optado por usar las instalaciones de su centro de estudios para pasar un momento de cierta intimidad con su amante. Un domingo, para más señas.

El estudiante le dice a su novia oficial que tiene un examen empezando la semana y que por eso le gustaría concentrarse en sus estudios, que por favor no se le vaya a ocurrir llamarlo para distraerlo.

Pero la novia no puede contenerse y lo llama a casa, sólo para decirle que lo quiere tanto, que es capaz de pasar por encima del pedido hecho.

Cuando llama, le comunican que su novio ha salido de casa con rumbo desconocido.

Desesperada por querer simplemente escucharlo, empieza a indagar por su paradero. Al no poder ubicarlo, acude a desfogar sus cuitas al único lugar que se le ocurre como el más idóneo y en el que ha conocido a su novio músico: el Conservatorio de Guayaquil.

EL NO DE AL PACINO

Como la anécdota ya está clara, sólo referiré que luego de pescar a su amado besando a otra, la muchacha vuelve a su casa víctima de una tremenda conmoción.

Unos días más tarde o al día siguiente, se siente nuevamente con fuerzas, llama a su novio y lo confronta con lo observado. Entonces, éste le responde fríamente con El No de Al Pacino.

En la película El Padrino, de Francis Ford Coppola, si mal no recuerdo, Michael (Al Pacino), el hijo de Vito Corleone (Marlon Brando) se encarga del asesinato de Carlo, el esposo de su hermana Connie. Ésta lo acusa de asesino delante de su propia esposa Kay (Diane Keaton).

Posteriormente, Kay, que desconoce en qué asuntos está metido en realidad su marido, se enfrenta a él, lo increpa y le exige que le diga la verdad.

Al Pacino, es decir, Michael Corleone, le responde algo así como lo siguiente:

-¡Es la única y última vez que voy a permitir que te metas en mis asuntos! ¡Y es la única vez que te voy a responder con la simple verdad! –le espeta él.

-Dímelo –le ruega ella, tratando de calmarse-. ¿Es cierto que tienes que ver con la muerte del esposo de tu hermana?

-No.

Si nos fijamos bien, lo que treinta y seis años atrás (El Padrino es de 1972) podía impresionar hasta el punto de endiosar a Al Pacino por su gloriosa interpretación histriónica, es ahora pan comido.

Lo puede cualquiera.

Muchachos provincianos, escritores y presidentes.

Bryce lo puede cada vez que lo entrevistan y Bush no tiene ningún empacho en seguir en su cargo después de sus mentiras comprobadas para poder realizar su invasión petrolera. (Que eso de invadir un país tampoco es poca cosa, cuidado.)

Y hasta un muchachito, un escolar provinciano de las periferias de Colonia lo puede.

Si antes se llegó a criticar a Coppola por presentar una imagen demasiado atractiva del mundo de la mafia y hubo quien llegó a pensar que ese tipo de modelos no era conveniente para la juventud, hoy esos modelos son elegidos por millones de ciudadanos y llegan a ser presidentes de la mayor potencia sobre la Tierra.

No hace mucho me atreví a afirmar que si el siglo XX había sido el Siglo de las Luces (por la televisión, el cine y la cibernética), éste sería el Siglo del Apagón.

Debo rectificarme. El XXI será -ya empezó galopando- el Siglo de las Mentiras.

Nos mienten los medios. Nos miente el Estado y sus representantes. El vendedor que no le interesa otra cosa que vender. Nos mentimos a nosotros mismos.

Así estamos.

Con inmensas mentiras sobre nuestras espaldas y negando estar cargando un chancho (un cerdo, marrano, cochino, puerco o cuino: otro chiste de esos mismos ecuatorianos), incluso cuando nos pescan con el animal al hombro.

-¡Oiga! –grita el agricultor al intruso que ha pescado de madrugada en su granja-. ¿Qué hace usted ahí?

-¿Yo? Nada –responde el desconocido.

-¿Y qué es eso que lleva al hombro, entonces? –pregunta el agricultor sin esconder su sarcasmo, mientras carga su escopeta.

-¿En el hombro? ¿Yo? -contesta con voz aún más aguda el intruso.

-Sí. En el hombro, patán. ¿O no ve el chancho que lleva cargado?

-¡Ay, un chancho!, ¡un chancho! ¡Sí, un chancho! –empieza a exclamar el intruso, empezando a correr y zafándose del animal como quien se deshace de un insecto asqueroso sobre el hombro.

HjorgeV, 30-05-08

EN LA PERIFERIA DE COLONIA (Continuac.)

BRYCE PINOCHIQUE

-¿En qué dirección? -le pregunto.

-Hay una sola –me responde el conductor-. Después de avanzar dos estaciones, baje y pregunte por la línea de autobús que lo debe llevar a Pulheim. No estoy seguro del número.

Al descender del ómnibus, después de agradecerle su cordialidad, una rubia platino de curvas inciertas pero llamativas cruza mi camino. Después de ver solo mujeres mayores, jubilados y un par de escolares, me llama la atención, pero no precisamente por su supuesto atractivo.

Es una figura que no encaja con el resto. Tal como no debe encajar la mía: la de un latinoamericano que trata de llegar sin prisa a su destino.

A los dos o tres segundos, un tipo de paso simiesco y aspecto neandertaliano se aparece detrás de ella, controlando a todos los –pocos- hombres que se la han quedado mirando.

Sin querer, me he incluido en ese conjunto y no puedo evitar sentir su mirada cobradora, su gesto viscoso exigiendo tributo por su propiedad privada.

Por romperle los esquemas, me siento tentado de preguntarle por la ruta que debo seguir, pero abandono la idea, porque supongo que no debe hablar bien el alemán por su aspecto y su forma de portarse.

Por romper otros esquemas, me acerco a un pequeño grupo de jóvenes con estética neonazi, pero lo suficientemente discreta como para pasar bastante desapercibida, y les pregunto con esmerada educación por el camino.

Sé que me van a responder sin tener tiempo para reaccionar.

Sé que los buenos modales funcionan tan bien como los malos en las correspondientes circunstancias. Luego se avergonzarán de haberme dado una información que normalmente me negarían –me imagino- por mi condición de extranjero no anglosajón, pero entonces será muy tarde.

Después de haber seguido las instrucciones de uno de ellos, echo una mirada por el rabillo del ojo y veo que los demás se están burlando de él con gestos y toqueteos.

Valió la pena, me digo. Nunca está demás hacer algo por la comprensión entre los pueblos. Aún con sus subgrupos de energúmenos.

Al subir al autobús, observo que el chofer –un turco, por su aspecto- está exigiendo de pie la presentación del boleto o carné correspondiente. Saco el mío y lo mantengo en el aire con dos dedos. El muchacho que va delante en la fila dice algo ininteligible y se pasa de largo, ignorando el control.

El chofer alza la voz para hacerse entender, pero el muchacho, un escolar de unos catorce o quince años, argumenta tranquilamente que tiene su boleto en la mochila. Demasiado tranquilamente, para mi gusto.

-No he preguntado dónde lo tienes –replica el chofer, irritado-. Te exijo que lo muestres.

Todos los demás pasajeros nos quedamos observando el insólito espectáculo.

-Nunca tengo que presentarlo –responde el muchacho y sigue su camino hacia el fondo del vehículo.

La gente continúa entrando, nos repartimos en los asientos, todos libres porque se trata de la estación final. Observamos que el conductor toma asiento y se prepara para partir. Antes de hacerlo, se dirige al muchacho:

-Si no presentas tu boleto, me veré obligado a llamar a la policía.

Se trata de una escena insólita. Un joven alemán negándose a cumplir su obligación ante un conciudadano suyo que es obviamente turco o tal vez árabe. ¿Qué pensará el resto de los pasajeros?, me pregunto, todos alemanes, salvo una mujer de aspecto tailandés que viaja con el que debe ser su esposo, y yo.

Una anciana anuncia en voz alta que el chofer está en todo su derecho de exigir la presentación del boleto.

Como el muchacho no reacciona, el hombre se levanta y se dirige a la parte trasera del ómnibus. Cuando está más o menos a mi altura, vuelve a hacerle recordar al muchacho que no partirá mientras no muestre su boleto y que si éste no quiere abandonar el vehículo, piensa llamar a la policía.

-Usted no tiene derecho a controlar los boletos -dice el muchacho.

Sin saber bien por qué, giro sobre mi asiento y me dirijo al muchacho con una tranquilidad que a mí mismo me sorprende.

-No sé a qué hora llegaré a mi destino. Pero si llego tarde mi hijo no va a tener quién lo recoja de su kindergarten -le digo-. Y eso no le va a gustar a nadie.

Sorprendiéndonos a todos, el joven se levanta, murmulla algo ininteligible y se dirige hacia adelante.

-Siempre llevo mi boleto -empieza a decir en voz alta, rebuscando monedas en uno de sus bolsillos-. Ahora no lo encuentro.

El chofer turco o árabe pulsa los botones correspondientes, le da el boleto, recibe el dinero del muchacho y luego enciende el motor.

El escolar regresa a su lugar, todos evitan mirarlo.

¿Sentirá vergüenza? ¿Se burlarán sus compañeros de él? Aguzo mis oídos para tratar de discernirlo a partir de sus voces.

Tratando de volver a concentrarme en mi libro, no consigo notar ningún cambio notable en el tono de las voces del grupo de muchachos que acompañan al joven mentiroso.

¿Creerá que ha estado a punto de pasar por héroe?

Trato de hacer memoria y recuerdo momentos de mi adolescencia. Lo primero que se me ocurre pensar es que a un tipo así yo -personalmente- no le podría volver a creer nada nunca más. Sin querer, me pongo a pensar en el caso de mi compatriota Alfredo Bryce Echenique.

A Patricia Kolesnicov, periodista del diario Clarín de Argentina, le llegó a decir:

«Lo niego completamente, lo he considerado un complot. Lo negaré cuantas veces sea necesario».

En la misma entrevista añadió:

«Los hechos los niego rotundamente. Es algo montado por un periodista muy poco ético y que profesa un odio contra mí que viene de años, Augusto Álvarez Rodrich, el director de Perú.21».

Luego, al ser preguntado por una explicación a tantos plagios comprobados, Bryce agrega:

«Yo creo que alguien ha mandado un montón de artículos (con mi nombre), a lo largo del tiempo, un tiempo que no sé cuánto es».

En otra oportunidad, se expresa de la siguiente manera:

«Creo tener un estilo literario lo suficientemente propio como para que cualquier lector atento aprecie si hubo o no plagio textual, como irresponsablemente se ha afirmado. He publicado 24 libros (.) prueba más que suficiente de que puedo escribir por mí mismo».

El principal problema del mentiroso es que no puede haber un punto de inflexión en su discurso.

Si él mismo lo quiere crear, los demás no pueden creerle ya nada. Si los demás se deciden a creerle en un determinado momento, el mentiroso incurre en su compulsividad y vuelve a mentir.

El segundo principal problema del mentiroso es que, por perder toda credibilidad, pasa a una especie de existencia fantasmagórica, irreal.

Si de allí no sale, los demás se lo pueden agradecer.

Pero, ¿qué lleva a alguien a mentir tan descarada y absurdamente como en los dos casos mencionados? ¿No se tratará de algo patológico, incontenible?

¿Por qué nadie ha recomendado a Bryce visitar a un psicólogo para empezar un tratamiento?

¿No se podía dar cuenta el muchacho de que con su bufonada, tal vez podría haber ganado cierto ‘respeto’ entre sus compañeros, pero al precio altísimo de destaparse como una persona sin escrúpulos?

¿Qué se puede aprender, en cambio, del caso de Bryce?

HjorgeV, 29-05-08

EN LA PERIFERIA DE COLONIA

De vez en cuando se me ocurre pasear por los lugares que tenemos por conocidos o comunes.

Tratando de mirar lo que forma parte inmediata del escenario de nuestras vidas con otros ojos. No con los de la rutina. Como si fuera posible prestarse la óptica de otra persona.

Una que tiene mucho en común con nosotros, pero, además, que goza de la potestad de volver al lugar de nuestros pasos y de nuestros movimientos como si ya no perteneciéramos a esta vida.

La oportunidad la tuve hace pocos días.

Tenía que dejar mi automóvil en el taller y regresar a casa en un medio de transporte público o a pie.

La posibilidad de hacerlo por la vía pedestre ni siquiera la consideré, debido a la distancia de unos 15 kilómetros y porque no conocía el camino adecuado o más corto. Además, porque tenía que estar de regreso a una hora determinada para poder recoger al menor de nuestros hijos de su nido o jardín de la infancia.

Lo fascinante de moverse entre estas localidades de la periferia de Colonia radica en su variedad puebleril.

Desde los puebluchos tradicionales de un puñado de habitantes dedicados a la agricultura (uno de ellos, Orr, tiene nueve habitantes registrados), pasando por los más pintorescos y los nuevos asentamientos de las nuevas clases sociales emergentes, hasta las urbanizaciones obreras que casi se codean con cierta clase media de este país.

Darse una vuelta pausada por ellos es como descubrir un país nuevo. Otra gente. Otras formas de percibir y asumir la vida.

Me gustan las mujeres y su trato, no solo porque me crié entre ellas y porque soy un admirador de la belleza femenina, con todo lo de relativo que esto pueda tener.

Me caen bien las mujeres sobre todo por su particular percepción y concepción del mundo.

Lo he vuelto a ver y notar en esta vuelta que me he dado para recorrer 15 kilómetros a través de los campos y las localidades de esta región, a una hora en la que apenas había hombres en mi camino.

Para este tipo de actividades suelo llevar un libro y un diario.

El primero por si puedo llegar a concentrarme en la lectura de mi libro de turno y el segundo por si hay que llenar los posibles espacios vacíos de un corto viaje de esta naturaleza.

No sé cómo será en la localidad en la que usted vive, lectora o lector incógnito, pero aquí en Alemania –por lo menos en este estado- la información disponible en los paraderos o paradas de autobuses, tranvías o trenes se ha vuelto poco confiable.

Lo tengo que constatar cada vez que tengo que hacer un recorrido así sin mi automóvil.

Tiene que ser una mezcla de arrogancia, incapacidad y desidia la que debe llevar a los empleados responsables de colocar la información para los posibles viajeros, de tal manera que:

1. Su lectura siempre es incómoda.

2. Hay que descifrar con mucho cuidado la información disponible y tener el tiempo suficiente para hacerlo.

3. Hay que ser del lugar y conocer mínimamente el sistema de transportes para poder entender de qué se trata.

4. Hay que tener la suerte de que los paneles se encuentren intactos y hayan sido actualizados.

Gente como yo, que, a pesar de saber leer y escribir, lo tiene dificilísimo hasta en las máquinas expendedoras de boletos de las estaciones de tren alemanas.

¿Quién las concibe?

¿Ha tenido que usarlas alguno de los que las concibieron en un momento de verdadero apuro?

Si a todo esto le sumamos el deporte de moda –destrozar por aburrimiento el mobiliario del servicio de transporte público- ya tenemos al viajero rural como yo que, llegado el caso, no sabe cómo diablos hacer para llegar a un lugar situado a sólo tres pueblos más allá.

Pero allí también está el encanto de esta actividad.

Empiezo, sencillamente, a preguntar y dejo que la gente decida mi camino.

¿Usted dice que así llego a mi destino? Sonrío y sigo el consejo.

Ya me ha pasado que he tenido que pasármelas más de dos horas en el transporte público, o perdido y caminando por un pueblo desconocido, pero para mí –si es que no tengo prisa- es una experiencia anormal, fuera de lo común. Turismo rural, vamos a decir.

Así es que después de dejar mi automóvil en el taller, me dirijo al paradero del transporte público más cercano.

No sé cómo llegar a casa. No me interesa. Sé que tengo casi medio día para hacerlo.

Me alegro de poder ver con otros ojos mi entorno más cercano. De reconocer en mis vecinos el contorno físico y humano de mi hogar alemán.

Respiro hondo, me alegro por el buen clima reinante y me preparo para mi corta odisea.

He planeado unas dos horas para este trayecto, porque sé que no existe un único camino y que es necesario hacer por lo menos dos y hasta tres conexiones.

La última vez me tomó poco más de una hora alcanzar mi destino.

Para llegar a mi pueblo, me dijeron esa vez, tenía que tomar tal y tal línea de autobús. Tenía que llegar a la iglesia de un pueblo llamado Sinnesdorf, de allí dirigirme a otro de nombre Pulheim y finalmente allí tomar el ómnibus que me debía dejar a unos 500 metros de mi casa.

¿Qué me depararía esta vez la suerte?

La primera persona a la que le pregunto debe ser una norafricana, por su aspecto y por el pañuelo que lleva en la cabeza. Espera en la caseta del paradero balanceando el cochecito de su bebé.

También podría ser una turca, por lo del pañuelo, pero cuando le pregunto por cómo llegar a mi pueblo y me responde con cierto entusiasmo en su alemán quebrado, que ella también está un poco perdida, comprendo que no puede serlo.

Las mujeres turcas que llevan pañuelos no suelen ser tan abiertas ni tan comunicativas.

(La única excepción que he visto en estos numerosos años que llevo en Alemania, la viví el domingo pasado, en una ‘discoteca’ de salsa. La muchachita turca de pañuelo y vestido cubriendo sus pantalones ceñidos que nos había flanqueado en un par de semáforos en nuestro camino hacia ese lugar, resultó siendo una experta bailarina salsera, una bailadora.)

Por inercia, y solo por inercia, echo un vistazo al panel de información.

Aparecen dos hojas correspondientes a dos líneas de autobuses: la 961 y la 928.

Leo todos los nombres que aparecen en su lista de recorridos y ninguno me parece conocido.

Intento con el mapa del servicio público de Colonia que aparece al lado de las dos hojas y vuelvo a constatar que el o los responsables se lo han hecho más fácil aún que la última vez, porque ahora figura el mapa completo de toda la ciudad y sus alrededores.

Estoy parado frente a una maraña indescifrables de líneas de todos los colores.

De todas maneras, lo intento.

La zona correspondiente está arriba, a la izquierda, adonde apenas llega mi vista y compruebo que ésta, además, es entorpecida por un pequeño grafito, de esos imposibles de descifrar, salvo que pertenezcas a una de las bandas especializadas en ese tipo de inscripciones clandestinas.

Me ordeno relajarme.

Abro mi libro, tomo asiento y dos o tres minutos después, se detiene un ómnibus delante de nosotros.

Me acerco al chofer y, con mi mejor alemán y mis mejores modales, le pregunto cómo llegar a mi pueblo.

Una mujer se encuentra parada junto a él. Una conocida, seguramente, quien, obviamente, le está haciendo conversación mientras conduce. Algo que va claramente contra las reglas y que hace recordar que estamos en la periferia de la gran ciudad. Aquí las reglas suelen tener otro valor.

El tipo se luce explicándome la conexión y me invita a subir.

Después de adquirir el correspondiente boleto me vuelve a explicar la ruta, para cambiar de opinión un par de minutos después y decirme que simplemente tome asiento, que él me avisará cuándo tenga que bajar y me dirá qué tengo que hacer entonces.

Las localidades que vamos atravesando tienen el aspecto de las primeras que vi al llegar a este país.

Idilio semirrural, campos de pastoreo, animales que pacen, vegetación que cubre todo el resto, como si de una gran selva baja moteada de grupos de árboles o pequeños bosques se tratara.

Si alguna vez los alemanes tuvieran que administrar una autarquía agrícola, no faltarían terrenos para cultivar, me digo.

Tal como se está desarrollando el precio del petróleo y de los combustibles derivados de él, y teniendo en cuenta que ahora ya está claro que los gobiernos poco pueden hacer para controlar la especulación asesina (¿cuántos niños más mueren de hambre o familias enteras empobrecen por esta nueva ola especulativa capitalista?), un escenario en el que la gente tuviera que vivir del trabajo de sus manos empieza a dejar ciencia ficción pura.

Absorto en mis pensamientos, entregado a posibles escenarios futuristas nada halagadores para el Occidente que sigue pensando en cómo llegar a otros planetas, mientras apenas puede con éste, la voz del conductor me despierta.

-Baje aquí. Saliendo a la derecha tome el tranvía y avance dos estaciones.

-¿En qué dirección? –le pregunto.

Continúa mañana…

HjorgeV, 28-05-08

OFENSAS Y DISGUSTOS (poesía)

…..

Oscuro, converso y

necio,

regurgito lo que he sido.

Apunto las maldades del día, protegiendo

a los seres más pequeños y

apenas

trascendentes.

…..

Hay un animal que ríe por mí.

Hay una ofensa en la lluvia que cae

allá afuera

detrás de todas las posibilidades

de la ventana,

un eco que reverbera temblando en la savia de

cada órgano,

que impide que la vida

y sus patrones

condenen el improperio mayor.

…..

Hay un azul desgonzado que nos

ha buscado hoy en cada niño, una

esperanza que es como

el hueco

accesorio

en el bolsillo del pobre.

…..

Dilecto en su materia, ameno en

su mirada,

tras la lámpara que lo esconde

proyectando su sombra

está el que aplaude

cada Error

y lleva Nota del Hambre.

…..

Hasta apagar por lo menos esa luz

debe vivir el hombre.

Pisoteado,

deberá llegar.

…..

HjorgeV, martes 27-05-08

«LO SUYO NO ES REALISMO MÁGICO»

Tiene que haber sido allá a finales de los 80, aquí en Colonia.

Un amigo escritor me había pasado la voz para que me presentara a un programa estatal de apoyo a escritores jóvenes.

-Seré joven, pero no alemán –le había replicado a mi amigo, tratando de zafarme de su propuesta.

-Inténtalo de todas maneras–me había aconsejado él-. Dicen que también aceptan a extranjeros. Con suerte puedes dedicarte a escribir un buen tiempo sin preocuparte de qué vivir. Te recomiendo ir vestido de negro.

Un día me armé de valor y me acerqué a la oficina correspondiente.

La responsable era una señora seria hasta los zapatos. Una de esas profesionales de la mirada, que se creen capaces de saber quién eres y cómo piensas con solo observarte, haciéndote pasar todo el tiempo por el molino de carne de su observación y de su juicio.

Recuerdo que me tuvo un par de minutos esperando a que pusiera orden en su escritorio, antes de saludarme siquiera. Algo que le debía servir como simple pretexto para observarme, se me ocurrió.

Como me gusta la actuación, bien podía haber adoptado el aire del escritor maldito -vestido de negro y con barba de varios días-, pero me habría parecido una falta de honradez y opté finalmente por presentarme con mi aspecto y mis ropas de todos los días.

Dentro de los requisitos estaba el de mostrar un avance o un ejemplo de lo que uno estaba escribiendo.

En ese entonces lo más fresco que tenía era un manuscrito que se perdió con todos mis textos de todos esos años en una mudanza, y que trataba de la vida de un estudiante extranjero que terminaba aislándose cada vez más del mundo que lo rodeaba, a pesar de la cercanía de sus vecinos, asistiendo a la deformación física de ese mundo.

Se trataba de una historia más o menos real, con ribetes fantásticos que habían ido naciendo y creciendo a lo largo de la misma escritura, y reflejaba la vida que llevaba en la rara comuna estudiantil a la que había llegado a parar.

A esa comuna, la caracterizaba su ausencia de una cocina y de un salón común, de tal manera que los únicos contactos entre nosotros –cinco estudiantes universitarios, todos varones- se reducían a los encuentros casuales que se producían en el pasillo que llevaba a la ducha, al retrete y a la puerta de entrada.

Era una especie de hotel o posada universitaria con ducha y retrete aparte compartidos.

Recuerdo muy bien la habitación en la que apenas cabían una cama, un ropero, un sofá y un escritorio. El cuarto no era muy pequeño –como otros que conocía-, pero con los masivos muebles mencionados, apenas quedaba espacio para moverse.

-Esto no es realismo mágico –me dijo la funcionaria, después de darle un rápido vistazo a mi manuscrito en alemán.

-Qué bueno –le dije.

-No sé qué es –añadió-. Pero no puedo recomendarlo para la beca.

Recuerdo que quise preguntarle si era debido a que podía dar la impresión de que me burlaba de los alemanes con mi relato. Quise explicarle que esa no era mi intención y que también me burlaba de mí mismo, de mi incapacidad para comunicarme con mis vecinos, que la absurda y tragicómica atmósfera no era un invento.

Quise decirle también que la versión en castellano debía ser más pasable porque, como ella podía notar por mi acento, el alemán recién empezaba a ser mi segunda lengua.

Pero no hubo modo.

Me miró con cierto desprecio. Me volvió a tasar, para cerciorarse de que no estaba cometiendo ningún error y me animó a intentarlo nuevamente.

-¿Intentar qué? –le pregunté.

-A reescribir su historia.

-Tengo otras.

-Concéntrese en una.

Quise preguntarle sobre cómo podía juzgar mi relato si apenas le había echado un vistazo, pero no me atreví.

Creo que ni siquiera me atreví a hacerle la pregunta que me venía haciendo ya antes de asistir a ese encuentro vano: ¿Existían criterios definidos o todo dependía del ojo de la responsable entrevistadora? ¿Había que ser un ‘realisa mágico para entrar a ese club?

Recuerdo que el asunto me deprimió aún más en mi ambigua e indefinida situación como estudiante extranjero e inmigrante. (En esos momentos estaba por decidirme si quedarme en Alemania o no, después de uno de mis grandes desamores.)

Mi ingenuo sueño juvenil había sido ser profesor de matemáticas de una ciudad de provincias de mi país –Trujillo o Arequipa-, ganarme la vida discreta y humildemente como docente universitario y escribir más o menos secretamente poesía.

Cuando me di cuenta de que el Perú empezaba a desbarrancarse –viví de forma directa la evaporación del sueldo de mi padre, profesor de una universidad limeña- y de que cada vez me atraía más la idea de salir de mi país rumbo a Europa, donde ya había estado tres meses con una beca justamente en Alemania, abracé un nuevo sueño: estudiaría Cinematografía y trataría de especializarme en escribir guiones.

Era el mismo sueño pero en otra escenografía.

Cuando me negaron esa ayuda para escritores noveles, me volví a dar cuenta de que una cosa eran los sueños y, otra, la realidad como estudiante extranjero, en un país como el alemán, además.

En la historia que había presentado, mis compañeros de piso o comuna, se transformaban en objetos conforme nos relacionábamos más.

En vez de humanizarse debido a la profundización de nuestro trato –desvelándonos-, se deshumanizaban adquiriendo una nueva materialización.

Así, uno de ellos había pasado a convertirse en un par de zapatos aburridísimos como la cháchara que me soltaba cada vez que nos encontrábamos en el pasadizo común.

Sus ‘conversaciones’ eran en realidad unos largos monólogos que tenía que tragarme dos y hasta cuatro veces por semana y que formaban parte de su terapia como alemán: la compulsividad que tienen los habitantes de este país por hablar es algo que me sigue fascinando.

(En ese entonces me parecía sólo negativo.)

Recuerdo que me había resignado a encontrármelo en el pasillo y soportar su perorata de por lo menos media hora, al final de la cual yo ya apenas lo escuchaba y terminaba con la mirada fija en sus zapatos, de lo tanto que me cansaba su rollo verbal.

De tal manera que había empezado a ‘alucinar’ que no era él quien hablaba sino sus zapatos.

(No estaba bajo el influjo de alguna droga.)

Al empezar a considerarlo como un simple par de zapatos capaces de hablar y de llevar una vida propia, había conseguido solucionar mi tedio y soportar mi vida allí.

“Allí viene Zapatos”, pensaba yo entonces, cada vez que coincidíamos en el pasadizo y sabía que no tendría forma de escapar a su ‘charla’.

Y con Zapatos me ponía a ‘conversar’. A Zapatos me dirigía cuando tenía que decir algo y en sus zapatos reales concentraba casi todo el tiempo mi mirada.

Caricaturizándolo, había aprendido a soportarlo.

(Sigo sin saber por qué nunca me atreví a decir abiertamente lo aburrido que era. Y me pregunto si esa no fue la estrategia -temporal- que me permitió completar mi adaptación a esta mi segunda patria.)

Otro de los inquilinos del piso era Maletín y otro más Papel, por su manía de llevar su propio papel higiénico al retrete. El cuarto era Pelos, por sus recuerdos capilares dejados en la ducha.

El relato se había vuelto en ese sentido fantástico, pero no porque yo me lo hubiera propuesto así, como una alternativa o recurso técnico de la narración, sino porque, simplemente, era más o menos fiel reflejo de la confusa vida que llevaba en ese momento.

-¿Qué es lo que escribe usted? Lo suyo no es realismo mágico. Es muy burdo, muy directo –insistió, finalmente, la dura funcionaria.

-No lo sé. ¿Es importante? Quiero decir, ¿cambia algo el saberlo? -pregunté, inocentemente.

-Tal vez cuando lo sepa, pueda volver a intentarlo, jovencito –alcanzó a decirme ella, antes de señalarme la puerta y llamar al siguiente candidato.

Hoy, que esta bitácora ‘cumple’ cien mil visitas desde su creación -en enero del 2007- y que me encuentro inmerso en la elaboración de un largo relato ‘fantástico’, he vuelto a preguntarme cómo debo responder cuando alguien me pregunta qué es este ridículo Cuaderno Borrador.

Buscando una imagen para acompañar esta entrada, volví a encontrarme con los fascinantes y desconcertantes trabajos del arquitecto y pintor canadiense Rob Gonsalves, hijo de gitanos rumanos.

Y me pareció una buena forma de celebrar lo mío y el trabajo de un representante de una etnia que nunca -ahora menos en España e Italia- lo ha tenido fácil. A su trabajo lo llaman realismo mágico. (La imagen de arriba es un ejemplo de su arte.)

Tratando de responder a la cuestión anterior (sobre qué es lo que escribo aquí), me acordé de la respuesta que le di a esa funcionaria y que, agradeciéndote a ti -lector@ incógnit@- la lectura en tu visita a este sitio, sé que puedo repetir:

-No lo sé. ¿Es importante? Quiero decir, ¿cambia algo el saberlo?

HjorgeV 22-05-2008

WOODY ALLEN: MIDNIGHT IN BARCELONA

VICKY WOODY CRISTINA MANHATTAN ALLEN NIZA BARCELONA

Dicen que cuando Woody Allen aterrizó en Niza, exclamó:

-Llegué hace una hora y estoy entusiasmado: ¡Llueve!

También se dice que el mismo cineasta, que ha escrito y dirigido su primera producción bilingüe, habría desechado un título clásico como Midnight in Barcelona por el más guiri actual: Vicky Cristina Barcelona.

Si no supiéramos que se trata de una obra de uno de los cineastas –vivos- primordiales del Séptimo Arte, podríamos calificar al título de estúpido o descerebrado.

De esos que sólo se le pueden ocurrir a un turista para atraer a más turistas.

(Aquí en Colonia tenemos varios ejemplos brillantes:

Hay un bar que se llama Johnny Turista –de dueños alemanes y Johnny es el nombre de su loro.

Otro que se llama Chilli -así con doble ele, son iraníes-.

Y uno muy bien ubicado en el centro urbano con el enigmático nombre de Papacitas, de dueños turcos, si no me equivoco.)

Vicky Cristina Barcelona bien podría ser el nombre de un bar o de una tienda de modas.

O el de una ruta de ómnibus.

Pero, no; es una película de Allen y el título es, incluso, suyo.

Como muchos, sin ser aficionado cinéfilo acérrimo ni feroz, estoy ansioso por conocer, ver, palpar emocionalmente, tocar con los ojos y con el entendimiento la última película de Allen Stewart Konigsberg (apellido alemán, sin la diéresis correspondiente sobre la o), el –ya- inmortal Woody Allen.

De lluvias, por lo menos cinematográficas, él sabe.

Como soy de los que se siguen quedando con su obra maestra en blanco y negro (qué lujo para una obra de arte moderna: gran homenaje a la Gran Manzana, Manhattan, y a la música de Gershwin), aún guardo en la memoria la escena en la que el pelirrojo personaje y Diane Keaton corren a refugiarse al planetario del Parque Central neoyorquino.

Tal como en la vida diaria (la pública, la que se juega en las calles, en los contactos con otra gente y la naturaleza), en nuestra vida privada (la personal, la íntima, la que se juega entre el esternón, la espalda, las plantas de nuestros pies y nuestro cabello) también puede llover.

Lo curioso es que muchas veces no reparamos si llovía o hacía un magnífico buen tiempo cuando alguien nos partió el corazón al punto de tener que llevarlo escayolado (con yeso se decía en mi país, en mi chiquititud, Tulio Loza dixit) o sujeto por un pañuelo atado al cuello por un buen tiempo.

Como si ciertas reglas rotas de los sentimientos hicieran perder a nuestros sentidos su capacidad para percibir su entorno físico inmediato.

El verdaderamente enamorado o el realmente dolorido olvida si su historia está transcurriendo en verano, invierno, si llueve o torra el sol. Por lo menos, no lo percibe como los demás en ese momento.

O, por el contrario, muchas veces podemos recordar cierto hecho trágico o especialmente feliz en nuestras vidas por la casi automática correlación con cierto detalle climatológico particular del momento o situación vividos y que se ha quedado claramente grabado en nuestra memoria, pasando a convertirse en parte de nuestra simbología biográfica.

A una de las mujeres de este país con la que estuve a punto de unir mi vida y que llegó a quedarse embarazada (voy a suponer que de mí) durante nuestra relación de pareja, la recuerdo por un fuerte chaparrón y porque tal vez me dejó por otra mujer, como le sucede al Woody Allen actor en una de sus películas. (¿Cuál era?)

Llovía a cántaros ese día que me animé a visitarla por primera vez atendiendo a su invitación hecha en la discoteca subterránea que poco después se convertiría en el Petit Prince, la pequeña catedral de la salsa y los bailes latinos de esta ciudad.

Era domingo y otoño. Y recuerdo que salí a las calles de esta ciudad, después de haber reunido valor suficiente para atreverme a visitar a la muchacha de marras, estudiante de Cinematografía, para más señas.

Como copiaba mis costumbres limeñas en Alemania, andaba sin paraguas.

¡Qué me podía importar la lluvia si mi corazón latía de ansiedad!

Me había dado su dirección en un papelito, sin apenas conocerla, acompañándolo con un beso bien dado en ese límite entre la mejilla y el centro de la boca que no deja espacio para muchas dudas.

-Pásate uno de estos días por casa –me había dicho, entre el barullo de la gente, la obnubilación del alcohol y el retumbar de la música en la discoteca que había alquilado para celebrar su cumpleaños.

A pesar de llevar recibiendo un par de buenos golpes en ese sentido, porque ya me había sucedido más de una vez y me había ganado un par de plantones por creer a pies juntillas en ese tipo de invitaciones, me lancé a las calles mojadas, a la ducha urbana de ese día.

Pero no encontré mi planetario.

No sé cómo manejará Allen ahora sus imágenes, porque me he perdido gran parte de su cinematografía última.

Pero me gusta el cineasta Allen no solo por su (primer y segundo) cine, sino porque, como escritor, es de los que han comprendido que en el mundo de las ventajas, una vez que éstas se han alcanzado, uno recién se da cuenta que de qué tan poco sirven.

(Es la gran paradoja del éxito, de la extremada riqueza y de las grandes empresas.)

Como escritor, sabe que la mezquindad es una moneda fea, por más quilates que pueda acreditar en su corazón de metal.

Como escritor se expresa con la claridad del que tiene algo que decir y sabe para qué sirven las palabras, allí donde muchos piensan que están hechas para hacerse un complicado y sólo semitransparente traje de oropeles colmado de brillo falso. (El brillo, en estos casos, siempre es falso.)

Pero volvamos a lo visual, para terminar.

He entendido que la película es un compendio de estereotipos en la que no faltan la pareja de españoles en la que ella es celosa a morir (a matar, más bien), ni las dos turistas gringas –Vicky y Cristina- buscando remover y que les remuevan el cuerpo y los sentidos en la Europa mediterránea.

Bardem y Cruz personifican a esa pareja estereotípicamente extrema de la que en la misma España los españoles se avergonzarían (¿o me estoy equivocando?).

Empero, si es Woody el que propone que ella amenace con un cuchillo a su pareja, esa barrabasada cavernaria pasa a tener repentinamente glamour.

(Cómo serán el influjo y la sombra del gran Allen, que hasta el mismo Carlos Boyero, el por lo común mordaz y zahiriente crítico cinematográfico de El País, sólo le muestra las uñas recortadas al músico y cineasta de padres judíos en su correspondiente artículo. Para que no quede duda del homenaje, lo titula Woody Allen llena Barcelona de inteligencia. No lo dudo, me refiero al título; pero, ¿y qué hacemos con el cuchillo?)

Woody Allen lo dice, pero yo estoy seguro de que los españoles siguen sin enterarse: España es Europa.

Lo es, incluso, antes que Inglaterra; la cual, opina él, no lo es.

Con la muchacha que rompió nuestra relación anunciándome que interrumpiría su embarazo y que se iría vivir con otra mujer, estaba cometiendo ese domingo de fuerte lluvia un pecado venial sin saberlo.

Pues a los alemanes no los puedes visitar (no puedes caerles) así nomás.

Tienes que sacar cita. Llamar por teléfono. La otra persona tiene que consultar su agenda. Tienes que pasar primero por los terrenos de la burocracia cívica y social.

Si algo sigo añorando de mi Lima, la del Cielo Color Panza de Burro ®, es precisamente lo contrario: la posibilidad de salir a cualquier hora de la tarde o del atardecer (conforme dejábamos la niñez se volvía del anochecer) a tocar timbre.

(Es lo que hacen ahora los vecinitos, los amiguitos de nuestros pequeños hijos, quienes no muestran ningún empacho al tocar el timbre varias veces seguidas y preguntar si los nuestros pueden salir a jugar. ¿A partir de qué edad se empieza a podrir esa espontaneidad en las relaciones amistosas para burocratizarse al infinito? ¿Serán las nuevas tecnologías las que revivan esa costumbre de tocar timbre sin aviso, aunque ya no sea a las puertas?)

¿Y qué decir de esa otra costumbre tan limeña de citarse junto a un árbol, un semáforo o en una anodina o concurrida esquina?

Una vez se lo propuse a otra muchacha, una hamburguesa (una muchacha de Hamburgo, no la comida cartón), con la que me llegué a casar juvenilmente y que volvió de unas de sus vacaciones (¡precisamente de Barcelona!) embarazada.

No de mí, se entiende.

Harto de tener que escoger un lugar adecuado para encontrarnos sin que se me ocurriera ninguno apto para alemanas, un día le propuse simplemente uno de los semáforos de la ciudad.

-¿Y si llueve? –me preguntó.

Ahí tendría que haberme dado cuenta de que ella no había visto Manhattan de Woody Allen.

HjorgeV 20-05-2008

LOS PLAGIOS DE ALFREDO BRYCE ECHENIQUE

¿TANTAS VECES PEDRO? ¡VAN MÁS DE 30!

La primera vez que escuché hablar o leí sobre el asunto me pareció una broma de mal gusto. ¿Quién se permitía tal descaro con Bryce Echenique?

La segunda vez me abstuve de opinar sobre mi compatriota hasta no saber más.

A la tercera vez me dije: “Si ya es conocido por presentarse en estado etílico en la televisión, es posible que su otra personalidad le esté pasando la cuenta”.

Para mí, había, obviamente, dos Bryce.

Cuando las pruebas ya eran demasiado contundentes -y masivas, además- y él seguía defendiéndose y atacando como podía, pensé en la condición humana, en lo insondable de nuestro comportamiento.

Cuando Bryce declaró que había mentido al atribuir (cobardemente) los plagios a errores de su secretaria, y empezó a considerarlos ‘homenajes’, ya estaba claro que no se trataba de un invento.

Justo anoche, después de buscar inútilmente un listado completo de los plagios que se le imputan, me tomé la molestia de empezar uno a mano.

Paso a paso, plagio a plagio. Calco a calco. (Los posibles errores son míos.)

Descubrí, además, que en los últimos años Alfredo Bryce ni siquiera se tomaba la molestia de alterar los títulos de los artículos que copiaba a/de otros autores.

Hay que agradecer, especialmente, el trabajo de documentación de la profesora, periodista e investigadora chilena María Soledad de la Cerna en el desentrañamiento de algo que parecía una simple ficción.

Pero es un engaño documentado.

Al final incluyo mis fuentes.

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HjorgeV 19-05-2008

ORIGINAL AUTOR: Título(s) Publicación original PLAGIO Título Publicación plagio
GUILLERMO ‘WILLY’ NIÑO DE GUZMÁN (escritor peruano): ‘Cortázar, enormísimo cronopio’ En el libro Relámpagos sobre el agua (Jaime Campodónico Editor, 1999) ‘Rayuela, Cortázar y un Cronopio muy grande’ En el volumen Crónicas perdidas (Peisa, 2001)
ÁNGEL ESTEBAN (profesor español): ‘Mi amigo Alfredo Bryce Echenique’ En el Ideal de Granada, viernes 19 de enero de 1996 ‘Amistad, bendito tesoro’ (plagio parcial) La Nación (Argentina), domingo 29-12-1996; y revista Somos Nº 540 de El Comercio del 12 de abril de 1997
HERBERT MOROTE (historiador y ensayista peruano): ‘Pero…¿tiene el Perú salvación? (Inédito en el momento del  plagio, luego apareció el libro) ‘La educación en ruinas’ (81%: 331 de 408 líneas) El Comercio (Lima), 25-06-2006
OSWALDO DE RIVERO (ex embajador del Perú ONU): ‘Potencias sin poder’ Quehacer (edición de marzo-abril del 2005). Título idéntico (pequeños cambios: reconocido por Bryce como plagio el 20-03-2007) Domingo 18 de marzo del 2007, El Comercio
‘Potencias sin poder’ Íd. Ídem Jano (España) N° 1646, 6 de abril del 2007
‘La nueva amenaza nuclear’ Edición 160 (mayo-junio de 2006) de Quehacer ‘La amenaza sin fin’ (CCT=copia casi textual) 18 de mayo de 2007, otra vez en Jano
FRANCESC-MARC ÁLVARO: ‘Ségolène, de corazón’ La Vanguardia, 20-11-2006, ganador del Premio Nacional de Periodismo de España ‘Un latido llamado Ségolène’ Nexos (México) N° 352, abril del 2007
ODILE BARON SUPERVIELLE: ‘La correspondencia entre Pound y Joyce’ 07-10-1998, La Nación de Argentina ‘La amistad de dos grandes de la literatura’ (CT=copia textual) El 18-01-2003, en El Universal de Caracas
JOSEPH MARÍA PUIGJANER: ‘¿Cómo combatir el terrorismo?’ La Vanguardia, 29 de julio del 2005 Título idéntico (CT) Nexos (México) N° 348, diciembre del 2006
CRISTÓBAL PERA: ‘Cuerpos distorsionados y desfigurados: Lo grotesco y lo freak en la cultura actual’ Jano N° 1379, marzo del 2001 ‘Lo grotesco y la moda freak’ 11 de julio del 2001, La Nación de Argentina
GRAHAM E. FULLER (ex miembro de la CIA): ‘El declive del poder estadounidense’ La Vanguardia, 7 de diciembre del 2005 ‘La decadencia del imperio americano’ (adaptaciones de tiempo y tergiversaciones) 5 de marzo del 2006, El Comercio
CARLOS SENTÍA: ‘Londres busca detectives’ La Vanguardia, 29 de julio del 2005 Título idéntico 23-07-2006, El Comercio
EULALIA SOLÉ: ‘Uso social del tabaco’ La Vanguardia, 29 de julio del 2005 (¡el mismo día!) ‘Tabaco y mujer’ 15-10-2006, El Comercio
JUAN CARLOS PONCE (periodista español): ‘La angustia de Kafka’ Jano N° 1404, octubre del 2001 Título idéntico (CCT) El Comercio, 22-06-2003, y La Nación de Argentina, 21-12-2003
‘John Steinbeck, el novelista de los oprimidos’ Jano N° 1423, marzo del 2002 ‘John Steinbeck, la voz de los oprimidos’ (CCT) La Nación de Argentina, 29-06-2003
‘Sartre y la literatura’ Jano N° 1498, noviembre del 2003 ‘El verdadero Sartre’ (80%) El Mercurio de Chile, 12-05-2006
JOSÉ MARÍA PÉREZ ÁLVAREZ Chesi: ‘Las esquinas habitadas’ Jano y Galipress, marzo del 2005 ‘La tierra prometida’ 12-11-2006, El Correo de Lima
‘La locura’ Jano y Galipress, 2005 Título idéntico (CCT) Nexos N° 351, de marzo del 2007, México
NACHO PARRA: ‘La leyenda de John Lennon genera cerca de 19 millones de euros al año’ El periódico, Extremadura, 08-12-2005 ‘Los muertos más rentables del mundo’ Domingo 10-12-2006, El Comercio
JUAN SOTO VIÑOLO & CARMEN SOTO VILLA (padre e hija): ‘Cary Grant, un ícono del cine’ Jano N° 1414, enero del 2002 ‘Cary Grant y el sueño americano’ (CCT) La Nación, 4/4/2004
‘Andy Warhol: El arte como negocio’ Jano N° 1424, marzo del 2002 ‘Un artista de los negocios’ (CCT) La Nación, 2 de marzo del 2003
BLAS GIL EXTREMERA (médico): ‘John Ford, la épica del western’ Jano N° 1564, mayo del 2005 Título idéntico (CCT) Nexos N° 343, de julio del 2006
‘El intrigante Antonio Salieri’ Jano N° 1359, octubre del 2000 ‘El envidioso Antonio Salieri’ Revista de Libros de El Mercurio (Chile), 1 de setiembre del 2001
CRISTÓBAL PERA: ‘Culturas y civilizaciones’ Jano N° 1581, octubre del 2005 Título idéntico (CT) 17 de setiembre de 2006, en El Comercio
JORGE DE LA PAZ: ‘William Blake y los proverbios del infierno’ Revista de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior, de México (ANUIES), N° 59, año 1986 ‘Las andanzas de ultratumba de William Blake’ (CCT) El Universal de Caracas, 23-11-2002
‘El psicoanálisis en el cine de Woody Allen’ Jano N° 1425, de marzo del 2002. ‘PsicoWoody’ (CT) 15 de febrero del 2004, en La Nación de Argentina
BENJAMÍN HERREROS RUIZ (médico): ‘El psicoanálisis en el cine de Woody Allen’ Íd. ‘La cabeza del cine psico: Woody Allen’ (CT) 5 de abril del 2003, en la Revista de Libros de El Mercurio (Chile)
ALBERT MALLOFRÉ: ‘El divorcio de Woody Allen’ Jano N° 1490, octubre del 2003 Título idéntico (CT) Nexos N° 324, de diciembre del 2004
‘El divorcio de Woody Allen’ Íd. Título idéntico (CT) 24 de enero del 2005, La Nación
VICTORIA TORO: ‘1905, el año milagroso’ Jano N° 1561, abril del 2005 Título idéntico (CT) El Comercio, 16-10-2005
LUIS M. IRUELA: ‘La enfermedad de la nostalgia’ Jano N° 1580, octubre del 2005 Título idéntico (CCT) El Comercio, 28-05-2006
JOSEP PERNAU: ‘Contra las fotos de ataúdes con soldado dentro’ Jano N° 1523, de mayo del 2004 Título idéntico (CCT) El Comercio, 31-07-2005
SERGI PÀMIES: ‘Estrellas médicas’ Jano N° 1517, de abril del 2004 Título idéntico (CT) Nexos N° 342, de junio del 2006

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Fuentes y enlaces de interés:

http://www.emol.com/noticias/magazine/detalle/detallenoticias.asp?idnoticia=294843

http://www.elpais.com/articulo/cultura/plagio/halago/elpepucul/20070324elpepicul_7/Tes

http://www.poemas-del-alma.com/blog/noticias/se-suman-las-acusaciones-de-plagio-contra-bryce-echenique

http://www.radio.uchile.cl/notas.aspx?idNota=42375

http://www.soitu.es/soitu/2008/03/03/info/1204559239_054612.html

http://www.ourensedixital.com/_hemeroteca/_becheniq/070322_08.htm

http://www.peru21.com/impreso/html/2007-07-18/imp2especiales0755937.html?

http://www.peru21.com/P21Impreso/Html/2007-07-18/ImP2Cultura0755840.html

http://pospost.blogspot.com/2007/07/alfredo-bryce-plagio-y-contagio-son.html

http://www.peru21.com/impreso/html/2007-10-20/imp2cultura0801185.html

http://www.peru21.com/impreso/html/2007-10-18/imp2plaza0800303.html

http://www.peru21.com/impreso/html/2007-09-03/imp2cultura0779373.html

http://www.peru21.com/impreso/html/2007-06-22/imp2ciudad0743335.html

http://juancarlosbondy.blogspot.com/2007/03/nuevo-artculo-aparentemente-plagiado.html

¿VALLEJO Y BENEDETTI AL MISMO TIEMPO?

Paseando por el sitio de la Revista de Cultura Ñ argentina, me encontré con un par de interesantísimas bitácoras cuya existencia desconocía.

Con especial deleite -qué palabra tan anticuada, pero exacta: placer del ánimo, placer sensual- mi vista se detuvo en dos de ellas.

En la primera, del poeta y periodista argentino Jorge Aulicino, el título de una de sus entradas me llamó de golpe la atención porque reconocí inmediatamente a su autor -Vallejo-, en apenas dos palabras: Tahona estuosa.

En la segunda, del periodista Ezequiel Martínez, también el título me llevó a indagar más a fondo por su contenido –Escritores contra escritores- porque se trataba de opiniones de autores sobre (contra) otros autores.

La asociación mental fue, entonces, directa, porque me vino a la memoria enseguida la pregunta que le habría hecho Clemente Palma -hijo escritor de uno de los padres de la narrativa peruana, Ricardo Palma- al poeta recién llegado de Santiago de Chuco a Lima, de la provincia serrana a la capital costeña:

«¿Usted cree señor Vallejo que colocar una imbecilidad encima de otra es hacer poesía?»

Entre otras perlas (recomiendo la visita o inspección porque también son muestra mayormente mezquina del alma humana, que, bien sabemos, no es exclusividad de los escritores), ya conocidas algunas, me encontré con una que me llamó la atención, del escritor y periodista argentino Rodrigo Fresán:

«¿Benedetti? Ughs.»

No soporté, entonces, la tentación de escribir -y enviar- el siguiente comentario:

Me sorprende la poca mesura de muchos comentarios y ver que personas que escriben -que bien debieran saber que un libro es muchos libros, según el momento de uno mismo y la época en que se lo lee o relee, además del contexto particular en que ocurre esa lectura o relectura y del tipo de edición- olviden que nuestras opiniones siempre cambian.

Qué digo, ¡al nacer ni siquiera teníamos alguna!

Lamentable y sorprendente, eso sí, la ¿opinión? de Fresán, a quien tenía por un tipo lúcido.

Un lector o lectora, Brega, ‘indignado’ -supongo- ‘me’ respondió:

¿Cómo se puede admirar a Vallejo y al mismo tiempo a Benedetti? (Aludo al comentario de HjorgeV, de quien leí otro sobre el gran cholo en el blog de Aulicino.) Y sobre todo: ¿cómo considerar lúcido a Fresán? Ughs!!

Como me hizo reír, en un tema que da para más fiebre y mayor profundidad, tampoco pude resistir a la tentación de responderle.

Copio aquí mi réplica, deseándoles un domingo mental.

Respetable Brega:

Permítame agregar un par de comentarios.

De Fresán conozco sólo artículos periodísticos (de El País) y el comienzo de una novela suya, leído de pie en una librería española, y que no terminó de convencerme.

Al Fresán que me refiero, es, entonces, al de esos artículos. Mantengo lo dicho y agrego: me entretuvo -y divirtió- lo suficiente como para terminarlos y memorizar su nombre.

Con Vallejo la cosa es diferente.

Entre otras razones, porque murió hace muchos años y conocemos la totalidad de su obra. Creo que en su caso es fácil hablar de admiración y sencillo contribuir con un ladrillo nuestro para la ampliación de su altar.

(Por más que gran parte del resto de su obra menos famosa nos parezca a algunos –como a mí- más que floja.)

Con el uruguayo Benedetti -ahora me entero, visitando sitios y bitácoras argentinas- la cosa es más compleja aún.

No lo sé, pero me pregunto si en su caso no sucederá lo mismo que con Mario Vargas en mi país: ¿admiramos a Vargas?

Es decir, ¿es válido (o sensato) hablar de admirar a un autor como persona, más aún si éste aún vive, quedándole aún textos por escribir y actos sociales por los que responder?

(No respondo a pregunta -para mí- tan obvia.)

A lo que iba -y que no terminé de exponer en mi corto comentario-: me parece por lo menos injusto que al juzgar o evaluar a alguien (a su obra), se olvide el contexto correspondiente y no se mencione a qué parte de su obra se refiere el ‘juez’.

Ni a qué momento particular vital suyo como evaluador.

Muchos hablan de admirar a un autor, habiendo leído solo un libro de él.

(Lo digo, justo ahora que he intentado por enésima vez pasar de las primeras páginas de El ruido y la furia, de Faulkner, sin conseguirlo, y empezado a preguntarme quiénes lo han conseguido voluntariamente sin que tenga que haber sido parte de su formación o labor profesional.)

Opino que nuestras opiniones y gustos no son algo definitivo.

De hecho –repito- nacemos sin ellos y quiero sospechar que en el último momento de nuestra vida es también lo último en lo que vamos a pensar.

Es decir, su importancia y trascendencia tampoco son incólumes, vamos a decir, a ‘nivel carnal’.

Lo que ayer nos gustaba, mañana tal vez no lo haga más. Y al revés. Con suerte, conseguimos completar nuestros gustos e inclinaciones. O enriquecerlos.

Entonces, admirar, de admirar, personalmente no admiro a Nadie. Admiro las Obras -o parte de ellas- de alguien y no conozco hasta ahora a ningún autor, del cual pueda decir que admiro TODA su obra.

(Tal vez Borges se podría salvar de esto. Y mire que soy de los que habrían querido que nunca se hubiera juntado a almorzar con Videla.)

Por lo demás, estoy seguro de que el Vallejo que yo llevo en mi mente, seguramente no mucho tiene que ver con el suyo, amigo (o amiga) Braga, perdón Brega, de bregar, luchar, reñir (y no del calzón).

Entre otras cosas, porque los peruanismos y regionalismos norteños de sus mejores versos, es algo que los no peruanos no pueden siquiera sospechar.

(No tiene por qué ser ventaja: eso es parte de su universalidad; solo digo que es motivo de diferencia en la óptica.)

Y el Benedetti que yo llevo conmigo es muy particular.

Es el único que conozco: el de Inventario, porque más no he vuelto a leer ni a saber de él en estos 22 años que llevo lejos de mi continente.

Y de ese libro sólo un puñado de poemas que guardo con especial dilección en la memoria, tal vez –quién sabe- solo por lo que significaron en su momento y porque me los sé de paporreta.

¿Que a usted –visto lo que expongo- le parece un despropósito ‘admirar’ a Vallejo y Benedetti ‘al mismo tiempo’?

Me parece muy bien.

Creo que nuestra condición de personas mayores y más o menos maduras (para evitar caer en este apartado sigo dándole a la pelota tres veces por semana, con el pie), nos lleva a asumir la falsa y anulante ilusión de creer que somos productos finitos, completos e inalterables. (Y lo mismo, aplicado a los autores.)

Y, como tales, con un sentido del gusto –literario, artístico- invariable y menos -aún- influenciable.

Si es su caso, lo felicito (¡qué quiere que le diga!) por esa completitud.

A mí me parecería por lo menos aburrido ese acartonamiento del ser y, sobre todo, sería elevadamente injusto con las posibles buenas obras que todavía podrían escribir algunos.

Saludos desde Colonia. Excúseme los comentarios.

HjorgeV 18-05-2008

CASA DE ENRIQUE PROCHAZKA

Justo había estado hablando días atrás aquí sobre las características que debe tener un buen libro, según mi opinión.

Un buen libro, afirmé, se podría definir como aquel capaz de substraerte a tu entorno, hasta el punto de hacerte olvidar ruidos, ajetreos, trajín y tramas y guiones externos a tu lectura.

Absorbentes incluso, estos dos últimos, si se sufre el sino de pasar por momentos más o menos terribles de la propia biografía.

Y esto, independientemente del juicio final que se pueda hacer de ellos. De nuestra evaluación final como lectores.

Un buen libro tiene que saber soportar rigores.

Un libro fascinante hace eso, justamente: fascinar; atraer irresisitiblemente, ofuscando, ‘engañando’ y alucinando al lector.

De mi primera juventud, recuerdo novelas y libros devorados parcialmente en el transporte público, camino a la universidad.

Recuerdo algunos libros que resisitieron parcialmente un ómnibus o microbús limeño, repleto y hasta en pleno verano, en esgrima permanente con brazos, torsos, cabezas, maletines, bolsos y hasta piernas.

Mencionaré algunos, sin ningún afán de orden o gradación y respetando el divertido requisito de haber sido leídos -parcialmente- en algún transporte público.

Conversación en La Catedral y La tía Julia y el escribidor de Vargas, El padrino de Mario Puzo, El jardín de al lado de José Donoso, varios libros de Cortázar, El mono desnudo de Desmond Morris, Inventario de Benedetti, La danza inmóvil de Manuel Scorza, varios relatos de Asimov, Retrato de grupo con dama y Opiniones de un payaso del colonés Heinrich Böll, la poesía de Pedro Salinas, cuentos de Tolstoi, Confieso que he vivido de Neruda, Trópico de Capricornio de Miller, Rojo y negro de Stendhal; entre otros.

Bueno, pues, algo parecido me ha sucedido con Casa.

Casa es una novela –un relato extenso- de un peruano casi desconocido fuera de un circuito que hasta no hace mucho se circunscribía a ciertos límites geográficos limeños y que un par de artículos de otro Enrique, Vila-Matas, han contribuido a ampliar.

Me estoy refiriendo a Enrique Prochazka (Lima, 1960).

La novela es un librito de 125 páginas que un amigo mío, a quien se la encargué en su reciente visita a nuestra ciudad común, no la compró en su momento, porque los 15 euros del precio en Lima, comparables a unos 60 euros (90 dólares) en Europa, le parecieron exagerados.

Así es que me hizo el gran favor de hacerme llegar el libro por otros medios y otros cauces.

Puedo decir que ha llegado a mis manos –préstamo temporal-, como en el billar serio, que tanto aprecio: a tres y hasta a cuatro bandas. Con efecto y fantasía.

Recibí Casa como quien toma en sus manos el gran Grial y con el encargo de devolverlo en dos semanas para que retorne al hogar de su dueño limeño, en Lima.

Fui leyendo las primeras páginas mientras conducía por la avenida Aachener de vuelta a casa del centro de Colonia, después de haber recogido el libro; aprovechando las paradas que los semáforos y el recargado tránsito de esa hora de la tarde colonesa imponían.

Las tres o cuatro primeras líneas son desconcertantes.

Transcribo el inicio:

Alguien (mucho más que él) se golpeó la cabeza contra el grueso pie de la lámpara al caer.

Nada. (Eso estuvo muy bien.)

Nada.

Quince años atrás, había estado recobrando el conocimiento. Ahora sonreía al recordarlo: siempre es muy gracioso no saber dónde estás, qué fecha es […]; pero debió haberle dolido mucho entonces, y sangre quince años mayor que él brotaba de una herida enorme en su cuero cabelludo.

Hay que prestar atención: ‘sangre quince años mayor que él‘.

(Tal vez fue esta expresión la que me impidió dejar reposar el libro hasta llegar a casa.)

Por otra parte, el doble uso de los paréntesis en tan corto trayecto textual constituye una clara y abierta provocación.

No cualquiera -en primer lugar- sabe usar los paréntesis. Ni menos, se atreve, usándolos para inaugurar una novela o un libro cualquiera.

En especial, me llamó la atención el segundo, cuyo contenido es completamente inesperado y misterioso. ¿Quién habla? ¿El narrador? ¿Se permite emitir él desde el comienzo juicios de valor?

En la frase ‘Alguien (mucho más que él) se golpeó la cabeza’, está condensado parte del universo de este escritor cuya literatura apenas conozco, pero que –hasta ahora- me mantiene fascinado.

Alguien (mucho más que él) es una frase sencillamente genial. Tiene de misterio, de poesía y de literatura fantástica.

Me quedé un tanto confundido, mientras avanzaba a retazos por la vía pública. (Mantenerte confundido parcial o temporalmente, puede ser parte de las buenas artes de un buen escritor.)

¿Qué es eso de ‘(Eso estuvo muy bien.)’?

¿A quién le habla, a quién o qué se refiere el narrador? ¿Por qué se permite emitir un juicio valorativo?

Es interesante notar –para todo aquél interesado en el quehacer narrativo- cómo Prochazka crea una atmósfera y una tensión en apenas dos páginas, que impiden al lector despegarse del libro.

Y esto a pesar de semáforos y frenadas. De ruido y tensión callejera, en mi caso.

En el inicio nos encontramos a un tipo que tras golpearse la cabeza contra una lámpara, se da cuenta de que ha perdido la memoria inmediata, pero, en cambio, ha recuperado la que había perdido quince años atrás.

El pavor y la sorpresa de despertar en un cuerpo tres lustros más viejo (“considerablemente más blando, más transitado por la gravedad”, son las excelentes palabras del narrador), de un hombre que desconoce quién ha sido en ese lapso y empieza a descubrir que tiene una casa, un mayordomo, un muchacho en el que ahora reconoce a su hijo de tres años que había tenido con su esposa, y una hija procreada, nacida y crecida en su segunda personalidad.

¿Quién ha sido en esos últimos 15 años, quién es ese Alguien?

¿Dónde está su esposa?

Cuando ‘despierta’ lo primero que hace es correr a verificarse frente al espejo.

Si hasta aquí estamos en un relato que bien podría haberse quedado y bastado con esas premisas, regodeándose su narrador en todas sus implicancias y juegos posibles (la de la persona que sufre un ataque de amnesia y se lanza a saber quién ha sido en esos últimos años), esa lectura fácil queda interrumpida con el siguiente golpe:

No dejó de caerse simpático, sin embargo; después de todo, seguía siendo él, y al parecer había conseguido hacerse de una casa en la que había un mayordomo. Que sin duda sería el asesino.

El lector suspicaz puede preguntarse ahora, ¿por qué siendo que no puede recordar nada de su personalidad de los últimos 15 años, en cambio, sí sabe algo de un asesinato ocurrido en ese lapso? Además, ¿por qué sospecha concretamente de su mayordomo?

(El mayordomo, como tal, tendría que ser posterior a la construcción de la casa que no conocía al perder la memoria y su ‘primera’ personalidad. Me imagino que son pocas las personas en el mundo que primero contratatan a un mayordomo y luego compran o construyen una casa.)

Poco a poco el relato va descascarando, así, el misterio de su segunda, extrema y díscola personalidad, maravillando al lector en cada paso dado, al descubrir al actual inquilino de Alguien, Hal Durbeyfield, un exitoso y famoso arquitecto que vive alejado del mundo y manteniendo a la prensa en vilo con ese apartamiento.

No voy a contar ni aclarar más, porque sería injusto convertirse en un aguafiestas de cualquier posible lectura.

Si todo buen libro es –por lo menos- varios buenos libros, dependiendo de la actitud mental de cada uno de sus lectores, Casa consigue que en nuestra mente se abran las puertas a varias otras -mentes/casas- más.

Casa es un juego inteligente con el tiempo y (el misterio de) las identidades.

Es un libro que he leído con el freno de mano puesto. Haciendo el inhumano esfuerzo de alargar la lectura –de apenas 125 páginas- a lo largo de días, para evitar que se terminara tan pronto.

Pero es, también –bien visto y dudando que se lo haya propuesto su autor así-, un ejercicio de humildad.

Porque, ¿qué somos sino desmemoriados que creemos recuperar cada mañana la completitud de nuestro ser pensante, la identidad perdida antes del sueño, mientras vamos perdiendo el (ser) físico inexorablemente y asombrándonos además de ello?

¿Acaso no nos despertamos cada día con sangre una noche mayor que nosotros?

Un ejercicio de humildad no manifestado solamente en el título de esta Mansión Prochazkiana y que tal vez sea lo último que muchos podrían esperar de un escritor tan críptico y gran mago de su propio mundo pensante.

HjorgeV 17-05-2008

DESPIERTO EN EL CAMINO (poesía)

…..

Despierto en el camino

De la sombra

Y descubro con pánico una linterna

En mi mano

…..

Asqueado, la arrojo lejos;

La veo caer, tropezar, revolcarse,

Lanzar sus miradas lacerantes

Entrelazándose con las sombras,

Alumbrando el túnel

Como un dado en el casino oscuro

…..

Luego avanzo, doy un paso

Cuando su luz se ha ya extinguido

Devorada por el istmo negro

De las fauces

…..

Doy otro más;

En la memoria de mi retina aún bailan

Sus geometrías,

Reconozco sus últimos haces de luz

Las postreras guías de una

Danza infinita

…..

Doy el tercer paso;

Me arremolino en mi intento

En la absoluta oscuridad

Y me toco las manos vacías

Con espanto

…..

HjorgeV, viernes 16-04-08