El caso del muchachito que refería en mi última entrada, me asombró por su caraduría (¿caradurez? ¿caradureza?) y su absoluta sangre fría.
Me llevó a pensar inmediatamente en mi compatriota Bryce, en sus plagios y sus absurdas mentiras para tratar de encubrir lo imposible.
¿A quién podía creer que engañaba el autor de Un mundo para Julius, cuando ya estaba claro (ver tabla correspondiente) que lo suyo no era ya simple casualidad, que había método, incluso?
El caso de Bryce Echenique cumple las tres circunstancias agravantes de un delito: premeditación, alevosía y ventaja.
Al muchachito que mintió delante de extraños y conocidos, lo comparé con Bryce, pero creo que mi comparación no era adecuada.
Porque, ¿cómo acusar de mentiroso a un fabulador profesional?
Lo que sí cabe es hacerlo responsable de sus actos ciudadanos. Pero no por mentir, que es lo suyo.
Lo tendría que haber comparado con otro personaje de la historia moderna que, espero, pase a la Historia como lo que es: una de las figuras más perniciosas para el planeta en estos años goznes de dos milenios.
El principal –pero no único- culpable de muchos de los grandes retrocesos de nuestra civilización en apenas un par de años: el regreso de la tortura como ‘herramienta’ humana válida, el encarcelamiento y privación de la libertad de personas por simple sospecha (o hasta por su aspecto o apellido) y sin derecho a poder defenderse, bastan como ejemplos.
Parece ciencia ficción.
A comienzos del siglo XXI, un país se ha tomado la prerrogativa de invadir a otro por simples intereses comerciales, basándose en mentiras –descubiertas- además.
El caso del muchachito mentiroso y caradura, me ha hecho recordar una anécdota que me refirieron mis amigos ecuatorianos de esta ciudad y que le habían puesto el bonito nombre de El No de Al Pacino.
La anécdota es simple y no pocos la han vivido en carne propia.
En este caso, el involucrado era un músico, estudiante del Conservatorio de Guayaquil que había optado por usar las instalaciones de su centro de estudios para pasar un momento de cierta intimidad con su amante. Un domingo, para más señas.
El estudiante le dice a su novia oficial que tiene un examen empezando la semana y que por eso le gustaría concentrarse en sus estudios, que por favor no se le vaya a ocurrir llamarlo para distraerlo.
Pero la novia no puede contenerse y lo llama a casa, sólo para decirle que lo quiere tanto, que es capaz de pasar por encima del pedido hecho.
Cuando llama, le comunican que su novio ha salido de casa con rumbo desconocido.
Desesperada por querer simplemente escucharlo, empieza a indagar por su paradero. Al no poder ubicarlo, acude a desfogar sus cuitas al único lugar que se le ocurre como el más idóneo y en el que ha conocido a su novio músico: el Conservatorio de Guayaquil.
EL NO DE AL PACINO
Como la anécdota ya está clara, sólo referiré que luego de pescar a su amado besando a otra, la muchacha vuelve a su casa víctima de una tremenda conmoción.
Unos días más tarde o al día siguiente, se siente nuevamente con fuerzas, llama a su novio y lo confronta con lo observado. Entonces, éste le responde fríamente con El No de Al Pacino.
En la película El Padrino, de Francis Ford Coppola, si mal no recuerdo, Michael (Al Pacino), el hijo de Vito Corleone (Marlon Brando) se encarga del asesinato de Carlo, el esposo de su hermana Connie. Ésta lo acusa de asesino delante de su propia esposa Kay (Diane Keaton).
Posteriormente, Kay, que desconoce en qué asuntos está metido en realidad su marido, se enfrenta a él, lo increpa y le exige que le diga la verdad.
Al Pacino, es decir, Michael Corleone, le responde algo así como lo siguiente:
-¡Es la única y última vez que voy a permitir que te metas en mis asuntos! ¡Y es la única vez que te voy a responder con la simple verdad! –le espeta él.
-Dímelo –le ruega ella, tratando de calmarse-. ¿Es cierto que tienes que ver con la muerte del esposo de tu hermana?
-No.
Si nos fijamos bien, lo que treinta y seis años atrás (El Padrino es de 1972) podía impresionar hasta el punto de endiosar a Al Pacino por su gloriosa interpretación histriónica, es ahora pan comido.
Lo puede cualquiera.
Muchachos provincianos, escritores y presidentes.
Bryce lo puede cada vez que lo entrevistan y Bush no tiene ningún empacho en seguir en su cargo después de sus mentiras comprobadas para poder realizar su invasión petrolera. (Que eso de invadir un país tampoco es poca cosa, cuidado.)
Y hasta un muchachito, un escolar provinciano de las periferias de Colonia lo puede.
Si antes se llegó a criticar a Coppola por presentar una imagen demasiado atractiva del mundo de la mafia y hubo quien llegó a pensar que ese tipo de modelos no era conveniente para la juventud, hoy esos modelos son elegidos por millones de ciudadanos y llegan a ser presidentes de la mayor potencia sobre la Tierra.
No hace mucho me atreví a afirmar que si el siglo XX había sido el Siglo de las Luces (por la televisión, el cine y la cibernética), éste sería el Siglo del Apagón.
Debo rectificarme. El XXI será -ya empezó galopando- el Siglo de las Mentiras.
Nos mienten los medios. Nos miente el Estado y sus representantes. El vendedor que no le interesa otra cosa que vender. Nos mentimos a nosotros mismos.
Así estamos.
Con inmensas mentiras sobre nuestras espaldas y negando estar cargando un chancho (un cerdo, marrano, cochino, puerco o cuino: otro chiste de esos mismos ecuatorianos), incluso cuando nos pescan con el animal al hombro.
-¡Oiga! –grita el agricultor al intruso que ha pescado de madrugada en su granja-. ¿Qué hace usted ahí?
-¿Yo? Nada –responde el desconocido.
-¿Y qué es eso que lleva al hombro, entonces? –pregunta el agricultor sin esconder su sarcasmo, mientras carga su escopeta.
-¿En el hombro? ¿Yo? -contesta con voz aún más aguda el intruso.
-Sí. En el hombro, patán. ¿O no ve el chancho que lleva cargado?
-¡Ay, un chancho!, ¡un chancho! ¡Sí, un chancho! –empieza a exclamar el intruso, empezando a correr y zafándose del animal como quien se deshace de un insecto asqueroso sobre el hombro.
HjorgeV, 30-05-08
Me sorprende la poca mesura de muchos comentarios y ver que personas que escriben -que bien debieran saber que un libro es muchos libros, según el momento de uno mismo y la época en que se lo lee o relee, además del contexto particular en que ocurre esa lectura o relectura y del tipo de edición- olviden que nuestras opiniones siempre cambian.
Qué digo, ¡al nacer ni siquiera teníamos alguna!
Lamentable y sorprendente, eso sí, la ¿opinión? de Fresán, a quien tenía por un tipo lúcido.