AL PIE DE LOS ACANTILADOS

-¿Sabes lo que me jode del capitalismo, especialmente? -me preguntó La Diva.

Negué con la cabeza. No lo podía saber, obviamente. Pero no lo dije.

-Que al final te convence de que tu bienestar depende de tu capacidad para verte por encima de los demás -continuó-. Es muy sutil, ¿sabes? Y esa es su fuerza.

Miró por encima de mis hombros estirando el cuello, para ilustrar lo que decía.

Nos conocíamos del colegio. La había encontrado en la terraza del «Haití» (una mezcla de restaurante, café y bar, en la mejor esquina de Miraflores) unos días atrás y habíamos quedado en volver a encontrarnos.

Nunca la había soportado ni ella a mí, pero los años nos habían hecho más sociables. La tirria mutua se debía, básicamente, a «La Mancha», el grupo del colegio que «editaba» (lo hacíamos todo a mano) el semanario del mismo nombre. Con ese panfleto nos burlábamos de muchos profesores y, especialmente, de ella: La Diva, con mayúsculas, la gran actriz, la poetisa.

Era inquietante en cierta forma: un par de cervezas y el mundo empezaba a caerte bien sin distinciones.

Con todo, éramos conscientes de que habíamos adoptado cierta indolencia como estrategia.

-¿Y a qué te dedicas en Alemania? -me preguntó.

Me acababa de contar que primero se había hecho un nombre como poetisa y que ahora era una exitosa promotora cultural, la que decidía si Madonna venía a Lima, esas cosas.

De lanzar piedras a los ventanales de los bancos en su época de estudiante revolucionaria (algo que había visto con mis propios ojos, como se suele decir), a negociar jugosos contratos con las mismas instituciones a las que les había roto los vidrios. No veía «absolutamente ninguna contradicción, al contrario». Lo del «contrario» lo dejó sin explicación.

-Tengo un negocio de comidas -respondí. No añadí que había dejado de ser cierto más de un lustro atrás.

Me miró como debe mirar un millonario a una puta callejera fea.

Si me atrevía a rectificar la información, contándole que ahora me dedicaba a escribir, a la vez que sobrevivía con una serie de pequeños trabajos alimenticios, sería peor. Se me ocurrió que podría pensar que solo la había citado para solicitarle un favor. Para que me ayudara a publicar mi primera novela, por ejemplo.

Me quedé callado, simplemente, observando esos ojos que alguna vez nos habían odiado con rabia adolescente. Reconocí en su mirada que me estaba imaginando entre platos sucios, clientes exigentes y cuentas que no cuadraban a fin de mes.

-Bueno -dijo finalmente, poniendo las palmas sobre la mesa con una máscara de indolencia sobre otra de tristeza y que, yo sabía, ocultaba una más profunda de burla y triunfo por todo lo que le había hecho «La Mancha»-. Mi nuevo libro de poesías está por salir y tengo que revisar las galeradas, ¿sabes?

-No, no lo sé -sonreí estúpidamente. Suavicé al máximo mi voz-: Pero lo entiendo perfectamente.

Me había dirigido a Miraflores, a esa cita, a ver a La Diva, con la esperanza de conversar de literatura, del oficio de escribir, del arte en general.

La vi alejarse.

Su pequeño triunfo consistía en haberme dejado con la cuenta por pagar y aplastado como un gusano sobre el pavimento.

Lo comprendí. Nuestras burlas y las caricaturas del Chato Flores (un maestro con el lápiz) acababan de pasarme factura.

No me lo tomé del todo mal. Siempre es buena cierta justicia divina. Una pieza del mundo que por fin termina de encajar entre tanta injusta arbitrariedad.

La vi perderse entre la ávida muchedumbre que recorría la Diagonal a esa hora, como todas las noches: seres atentos a cualquier detalle fuera de su propio caos.

Me imaginé viviendo en Lima. Escribiendo por las mañanas, bebiendo unas cervezas al caer la tarde y viendo fútbol por las noches. Las madrugadas las dedicaría a caminar y el resto del día a leer.

(Me fascinan especialmente los acantilados de Miraflores y Barranco al pie del Pacífico: esa sensación de estar al borde de un mundo desconocido y misterioso, disimulado tras la niebla que puebla mi ciudad como un mendigo de luz.)

En algún momento mi cuerpo solitario tal vez no lo resistiría, pensé. Pedí la cuenta y eché a caminar en dirección a los acantilados.

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HjorgeV 28-02-2015

UN DESEO CUMPLIDO EN EL «HAITÍ»

Había ocupado una mesita en la terraza del Haití

y cerré los ojos para hacer

el ejercicio de imaginarme

un mes después,

ya acá al otro lado del

charco, aquí

de vuelta en casa, y me deseé

poder estar donde estaba en

ese momento.

.

Me lo deseé profundamente, con

los ojos fuertemente cerrados y el fervor de

un niño en Navidad: poder estar en mi ciudad, en esa

terraza del Haití, concretamente. Por

favor.

.

Lo deseé hasta que los ojos me

empezaron a doler y el camarero

se acercó para preguntarme

si todo estaba bien conmigo.

.

Asentí, abriendo los ojos con cara

de estúpido. El 

deseo se me había cumplido.

Obviamente. Le di las gracias

al empleado. Sonrió confundido.

.

Y entonces pensé qué cierto era

aquello de

que bastaba desear profundamente algo

para conseguirlo.

.

Que la mente humana siempre se presta-

ba para todo tipo de

cojudeces después de un par

de buenas cervezas.

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HjorgeV 14-02-2015

DOS, POR AMOR A LAS MADRES

Ya tenía quince y me encontraba en el último año del colegio.

Compartía carpeta (pupitre) con E., un compañero al que le gustaba moverse entre la sorna más cáustica y la más absoluta seriedad; por lo que siempre era bueno tomárselo muy en serio.

La profesora de OBE -Orientación y Bienestar del Educando-, una imponente mujer con un peinado vertical y frondoso como un bosque de las alturas (arreglo capilar que la obligaba a mantener la cabeza muy erguida para no caer hacia delante), nos dijo que nos iba a dejar solos para que escribiéramos una poesía a la madre.

E. se burló de nosotros: jamás podríamos escribir algo así.

-¿Por qué no nos jugamos mejor una partidita de ajedrez en nombre de tu madre? -propuso.

-Mejor a la tuya -brindé en seco empezando a armar el tablero que escondíamos debajo del pupitre.

En esa época nos fascinaba el ajedrez. Algo totalmente impensable hoy.

Faltando un cuarto de hora, la profesora del alto bosque se paró en la puerta.

-En diez minutos paso a recoger las poesías -anunció.

Añadió algo que no había mencionado antes: se pondría nota a los trabajos.

Todos en el salón de clase nos pusimos nerviosos, incluso aquellos que sí se habían tomado en serio la tarea poética.

-¿Y ahora? -dijo E.

Propuse escribir cualquier cosa y presentarlo como poesía vanguardista.

-Perfecto.

Unos días después, la profesora de OBE le pidió a E. que la acompañara a la dirección.

E. me quedó mirando como si le hubiera jugado una mala pasada en secreto. Negué con la cabeza, levantando los hombros.

E. regresó a los pocos minutos y me dijo que era a mí a quien buscaban.

-Ya te enterarás.

Entré a la oficina tan temida por todos. Me esperaban la profesora de literatura y la directora del colegio dentro. Dos grandes peinados, dos grandes mujeres en el recuerdo.

-Ya sabemos que tú has escrito la poesía ganadora -dijo la directora, una mujer de aspecto fiero pero con el corazón de la diosa Justicia.

Enrojecí y odié a E. a muerte.

-Tranquilo -dijo la profesora de literatura-. Solo queremos que nos digas cómo te llegó la inspiración.

-Sí, ¿cómo te inspiraste? -añadió la directora.

No supe si reír de alivio o burlarme.

Les dije cómo había sido. Y, por supuesto, no me creyeron.

-Algún día nos dirás la verdad -entonaron.

Me anunciaron que tendría que leer la poesía en el patio del colegio en la ceremonia por el Día de la Madre. Dije que jamás. Me amenazaron con suspenderme dos días si no lo hacía.

Cumplieron su palabra, porque también cumplí la mía.

A mi madre le mentí. Le dije que por su día habían suspendido dos días las actividades en el colegio.

-¿Dos días de celebración por el Día de la Madre?

-Dos. Por amor a las madres.

-Qué gesto tan noble… -dijo ella.

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HjorgeV 06-02-2015