«OTRAS LENGUAS»

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Se me enredó

la lengua cuando quise

preguntarte si querrías volver otra de

esas mansas tardes; empero la serpiente me obligó a toser y tuve que

contentarme con ver cómo te alejabas por el sendero que te

había sustraído por error del futuro y ahora te conducía

al pasado como a una sustancia común.

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Las palabras habían sido innecesarias

en medio de los inesperados abrazos emergentes: animalillos

ciegos tratando de reconocerse sobre la superficie de un

espejo derribado por nuestra propia torpeza.

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No alcanzamos a intentar el verbo.

Demasiados gestos y caricias acumulados durante centurias resbalando

por el enrevesado, simple y universal tobogán del deleite.

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Solo carne, y más enigma (te bastó tocar el timbre equivocado)

al despedirnos con signos de edades ya obsoletas.

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Llegué a entender que eras

vegana; y yo no, negué con la punta de mi lengua

balanceándose sobre

todas tus

lenguas.

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HjorgeV 24-03-2019

«MINUTO O DÍA»

 

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Ser como un minuto o un entero día a

cada momento: solo

callar, mientras se escapa el tiempo a

tiempo de sí

mismo

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O como un río flotante

cuyos meandros bosquejaran en este instante todas

las variedades de tu sonrisa sobre el mapamundi

de mi silencio

(mientras, alguien se pregunta por la

paz mondando una manzana

bajo la sombra de un árbol que se

desangra de sed)

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Ser tu boca en la mía. Tu cuerpo, caudal

de sabores esquilmados a

recetarios milenarios

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Uno a uno todos los cenotes ignotos del tiempo se

van confabulando ante la expectativa de

un solo roce

tuyo

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HjorgeV 19-03-2019

«BERLÍN» (IX y fin)

Mi tía ya estaba muy mal desde hacía días, semanas incluso, dice su ex mientras levanta su vaso de café humeante. Se encuentran al final de un pasadizo de los bajos de la inmensa residencia para ancianos, una especie de sótano que desemboca en el negocio contiguo: una cafetería regentada por una familia turca, cuyos amplios ventanales dan a la Kürfursten y que, por sus nobles muebles, altos techos y su decoración decimonónica, debió ser uno de esos selectos negocios que medraron en todas las grandes ciudades alemanas hasta finales del siglo pasado y que ahora coletean como peces moribundos en la orilla al retirarse la marea.

Diez minutos, le ha dicho él: Tienes ese tiempo para explicármelo todo. Así que ahora sostienen sendos vasos de espuma plástica que han comprado a la volada en el negocio contiguo y que beben como si estuviera por anunciarse la extinción de la cafeína. Llevo casi una semana en la residencia, continúa ella, y todo el personal sabe que mi tía estaba moribunda. Por eso no me preocupa que me hayan visto entrar o salir de su apartamento anoche. Tu caso es diferente: No puedes salir a la calle con una bolsa que no tenías al entrar. Hay demasiadas cámaras por todo el centro de Berlín.

O sea que sí, dice el viajero. ¿Que sí, qué?, pregunta ella. Le cortaron el oxígeno, ¿no?, dice él. Por favor, dice ella, más como una queja que como un ruego. Piensa lo que quieras, añade. Me preocupa mi hija, dice él. Igual ya no puedes hacer nada, replica ella: Tuviste tu oportunidad y la dejaste pasar. ¿Qué dejé pasar?, se indigna el viajero, sujetando una de las muñecas de su ex, pues ha vuelto a revivir la dolorosísima y absurda separación. Aunque lo ha hecho con controlada rudeza, de todos modos retira su mano como si lo hiciera del fuego y se disculpa. ¿Lo ves?, dice ella: Otra oportunidad desperdiciada. No tienes remedio, ¿sabes?

¿Cuál ahora?, clama el viajero. La de demostrar que no estás moralmente por encima de los demás, responde ella. Jamás, de nadie, dice él. ¿Ah, sí?, dice su ex con una mezcla de burla, compasión y pena en su gesto, mientras se soba la muñeca con su mano libre, acción que interrumpe porque su teléfono acaba de emitir pitido. Tenemos que regresar, nos queda menos de media hora para encontrar el testamento.

No conmigo, dice el viajero, harto ya de todo, del teatro de la vida y de las fractales complicaciones humanas. ¿No piensas cumplir con tu parte del trato? ¿Por qué es tan importante el testamento?, pregunta él. ¿Temes tener que compartir la herencia de tu tía con tu hermano desaparecido? Ni siquiera sé si vive, dice ella. ¿Cuál es tu temor entonces? El club de gatos de mi tía, suelta ella tras un largo silencio. Katzenfreunde, recuerda el viajero: El club de amigos de los gatos, del que la anciana era una entusiasta socia. Una vez me amenazó con dejarle toda su fortuna a los gatos, dice ella. ¿Qué habría de malo en eso?, dice él. Sabes muy bien que los animales no manejan cuentas bancarias.

Entonces no solo te preocupaba tu hermano, dice el viajero. Ella hace un gesto de rabia, que inmediatamente controla. ¿Vas a cumplir o no con tu parte del trato?, espeta. Puedes seguir buscando sola, dice él. Ya no me necesitas. ¿Y si una de las empleadas ya ha encontrado a mi tía?, dice ella. Constatará su deceso y alertará a la responsable del hospicio, pero no sabrá cuántas horas lleva muerta, replica él. En todo caso, pídele ayuda a tu nueva pareja. No he dicho que lo sea, dice ella. ¿Ah, no?, dice él. ¿Sabes qué?, dice ella aplastando su vaso vacío como si contuviera vísceras invisibles: Ocupémonos de sacar la bolsa por el garaje y ya está.

El viajero se lo piensa un momento, pero luego levanta la bolsa y enfila el oscuro pasillo por el que han llegado. Están en una especie de zona de nadie, en la que se comunican los sótanos, escaleras y ascensores menos usados de tres negocios con el lúgubre parqueo interior que comparten. ¿Adónde vas?, dice ella a sus espaldas. A cumplir con mi parte y así poder largarme de Berlín. Este no es el camino, dice ella. Cualquier camino es bueno para largarse de esta ciudad, dice el viajero. No es ese el tema, dice ella. Ha habido un cambio de planes, dice él. ¿Cómo que un cambio de planes? Pero él no se detiene.

Hey, hey, hey, la escucha ladrar mientras da varias zancadas para alcanzarlo. Pero él ya ha llegado a otra puerta, detrás de la que hay un pasadizo mal iluminado. Hay otra forma de llegar a la zona de parqueo, le dice el viajero, notando que su ex ha perdido la orientación en ese pequeño laberinto. ¿Estás seguro? Por supuesto. He estudiado a conciencia los planos del edificio. Todo esto fue alguna vez un gran hotel. Pero fue cayendo en desgracia y empezó a desprenderse de sus partes, como un leproso. El café que ahora es regentado por una familia turca, fue alguna vez el bar del hotel. Y la agencia de alquiler de automóviles, la recepción, añade sin detenerse.

Aquí es, dice finalmente, abriendo una pesada puerta de metal para señalar otra, de la que cuelga el letrero «Parkhaus». ¿Lo ves?, dice. Pero esta es otra puerta, reclama ella. ¿Me das las llaves de tu auto?, dice él ignorando sus palabras. Cambio de planes, dice ella: Markus está al otro lado de la puerta. Él llevará la bolsa al BMW. ¿Has traído a tu nueva pareja porque pensabas que podía quedarme con algo de tu botín?, dice él. Salgo y voy con quien quiero adonde quiera ir, sin necesidad de dar explicaciones a nadie, le responde ella. Y ahora a cumplir la última parte del plan.

Dime primero si Mona es mi hija, dice él con voz firme. Jamás, responde su ex. Ya te he dicho que yo misma no lo sé. ¿Me dejarás verla regularmente como hemos pactado? Si le entregas la bolsa a Markus, por supuesto, dice ella. Ese no era el trato, dice él. ¿Sabes por qué estás aquí?, le pregunta ella. Porque pensabas que podíamos volver a pasar una noche juntos, se responde a sí misma. Lo he hecho por Mona, dice él, sin poder creer lo que escucha. Lo nuestro fue siempre solo sexual, dice ella. Lo sentía. Lo percibía. Lo olía. Era lo único que nos unía. No es cierto, dice él. Basta, dice ella: Tenemos que terminar con esto. Totalmente de acuerdo, dice él.

Por un segundo el viajero lee en los ojos de su ex su temor de que él pueda huir corriendo. Ve determinación en sus ojos de acero. Pero también pánico. Y derrota. Y otra vez ganas de luchar. No huiré, dice él, no te preocupes. No me preocupo, dice ella. ¿Ah, no?, dice el viajero, abriendo de golpe la puerta y lanzándose al otro lado como quien escapa de un incendio, pero no ve a nadie y arroja la bolsa lo más lejos que puede. Ya he cumplido, escupe, sintiendo que ha terminado una larga contienda, de la que no sabe si ha salido vencedor o vencido, o ambas cosas a la vez.

¡Markus!, empieza a gritar su ex, parapetada detrás de la pesada puerta de metal como escondiéndose de fuego enemigo. ¡Markus!, grita más fuerte al ver que su ex empieza a girar y avanzar hacia la salida para automóviles como si hubiera dejado de importarle el mundo. El viajero sabe que ella no se atreverá a recoger la bolsa: por su terror a las cámaras de vigilancia. Pero sufrirá hasta que llegue el tal Markus desde el otro lado del inmenso garaje o cuando pase un automóvil que podría aplastar la bolsa con las joyas.

Mas todo eso ya no le importa, como ha dejado de importarle el último hilo del que se sostenía su relación. Solo sabe que ha renunciado a ser cómplice de un posible asesinato, que ahora solo quiere alejarse de ahí y que el precio principal a pagar será el no poder ver a su hija hasta su decimoctavo cumpleaños.

Pensando así llega a la callecita lateral que comunica la Kürfusten con la plaza Wittenberg, donde ve que ha empezado a nevar, por lo que empieza a correr para no enfriarse, pues ha dejado su abrigo en el apartamento de la occisa.

Pronto se ve corriendo por la Tauentziehen, como le indica su particular navegador interno. No sabe del todo por dónde va, solo que ha decidido regresar a su país y que antes desea hacer una especie de escala religiosa.

Un par de minutos después (ha empezado a sudar a pesar de la nieve acumulada sobre su cabeza, hombros y miembros) se detiene frente a la Iglesia Memorial Kaiser Wilhem, como un peregrino ante su meta.

Alguna vez, cuando Mona cumpla dieciocho, dice en voz muy baja y con el tono de quien ruega por un milagro a un santo desconocido, la buscaré y le contaré, entre otras cosas, sobre las joyas perdidas (o no) de su tía abuela de Berlín.

Ojalá que nada le importen a ella como nunca le han importado a él, le implora al edificio que dejó en ruinas la última guerra mundial y que ahora es un monumento a la insensatez de todas las guerras.

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HjorgeV 17-03-2019

«BERLÍN» (VIII)

Era mi tía, dice ella, empezando a revisar los cajones de una de las dos cómodas del recinto, mientras el viajero se encarga de uno de los escritorios. El abigarrado interior de la estancia reposa sobre una serie de alfombras persas, que, por estar parcialmente superpuestas (su dueña no ha querido deshacerse de ninguna), hacen que los muebles presenten ciertas raras inclinaciones y que el suelo se vea irregular, casi ondeante, como si estuvieran en pleno vuelo sobre ellas.

Por supuesto que lo era, dice él, sin mirarla. Lo digo, porque la lloras como si fuera sangre de tu sangre y eso que ni siquiera llegamos a casarnos, replica su ex. Hablé con ella todos los lunes del último medio año, dice él. No añade que muchas veces, especialmente en las últimas semanas, la tía lo trató mal, pero a él no le importaba pues se trataba de una moribunda. Tenemos una hija común, dice en cambio. No sabes si realmente es tuya, dice ella. Ni siquiera yo lo sé, añade. Lo siento. El viajero calla y continúa revisando carpetas y folios, cajitas y ficheros, legajos y cuadernos en busca del testamento y las libretas de ahorro de la occisa.

Necesito aire fresco, rompe él el silencio esta vez. Ella se levanta, abre una ventana y la bate dos, tres segundos, cerrándola enseguida: Para que no entre ninguna mosca ni baje la temperatura, dice al hacerlo. El viajero, de pie a su lado, absorbe el aire gélido de Berlín y vuelve a sentarse. Al hacerlo, nota que ha pisado una especie de cable que pasa debajo de una alfombra. Siguiendo la delgada protuberancia con la mirada, comprueba que un extremo llega a un tanque de oxígeno y el otro se pierde por entre las frazadas de la cama.

Tal vez gracias a mis llamadas semanales tu tía no rompió del todo el vínculo contigo, dice al sentarse, aún confundido por lo que acaba de ver. ¿Por qué lo dices? ¿No eras su último familiar vivo? Por supuesto, responde ella. Pero te expulsó varias veces de esta habitación y ordenó en la dirección, incluso, que no le pasaran ninguna de tus llamadas, le recuerda el viajero. ¿A qué quieres llegar?, dice ella. No lo sé, responde él.

Finalmente, agitando su cabeza, el viajero vuelve a concentrarse en la búsqueda. Acaba de abrir un nuevo cajón, cuando ve que está lleno de fotos muy antiguas y se alegra, pues le fascinan los túneles del tiempo. Está por comentárselo a su ex, pero lo que ve lo deja tan pasmado, que solo atina a hurtar una de las fotos y cerrar el cajón. Tengo que ir al baño, anuncia poniéndose de pie. Puedes usar el de mi tía. No podría, dice el viajero. Además tengo que respirar, añade, empezando a salir. Al pasar por el pequeño vestíbulo, como si una voz interna se lo hubiera ordenado perentoriamente, levanta la bolsa con las joyas y sale con ella.

Lo hace hacia la izquierda, donde se encuentra la zona de huéspedes. No hay nadie en el pasillo, como siempre. Sabiendo que su ex solo lo seguirá a una distancia prudente sin atreverse a correr ni forcejear con él, el viajero se esfuerza por mantener un paso tranquilo y sereno, algo que ella imita. Al final del pasillo alguien sale de un ascensor y se aleja en la dirección contraria, sin mirarlos. El viajero ha estudiado a conciencia los planos de la residencia y sabe que solo hay cámaras de vigilancia en la zona de parqueo, la que es compartida con una agencia de alquiler de automóviles contigua.

¿Qué quieres a cambio?, escucha a sus espaldas. El viajero no altera su paso a pesar de que carga un peso considerable. No todo tiene un precio, responde sin detenerse. No he hablado de ningún precio, dice ella, solo dime lo que quieres a cambio. Están por llegar al final del pasillo y, de seguir por esa ruta, pronto empezarán a cruzarse con residentes y empleados. La llave de tu cuarto, dice él, finalmente. ¿Para qué? Preguntaste qué quería a cambio, ¿no? Igual tendrás que dármela cuando tenga que llevar la bolsa a tu auto, añade.

Ahora sí el viajero se detiene, levantando una mano para que ella no se le acerque, lo que, sorprendentemente, obedece sin objeción alguna. Has encontrado el testamento, ¿no?, pregunta ella. No creas que no vi cómo te guardabas algo. No, responde él. He encontrado esto. Levanta la fotografía. Ella parece dudar, pero finalmente dice: Es mi hermano. Entonces no eras el único familiar vivo. ¿Por qué me lo ocultaste? No te oculté nada. Benja hace mucho que desapareció de nuestras vidas. ¿Ese era su nombre? Benjamín, pero le decíamos Benja.

Pero eso no puede ser todo, dice él controlando ambos extremos del pasillo, mientras nota que su ex ha empezado a avanzar hacia él. Solo ganarás que me aleje corriendo y será peor, le advierte el viajero, consiguiendo que ella se detenga y diga: No sé a qué te refieres. ¿Dónde pasaste la noche? No es nada de tu incumbencia. Pero sí el hecho de que me hayas mentido. Vamos, cuéntame el chiste completo, dice él con absoluta seriedad.

Bien, no estoy sola, dice por fin su ex. He venido con alguien, añade. Lo sabía, dice él. ¿Es tu nueva pareja? Eso no tiene por qué importarte. Por supuesto, dice él. Ja, lanza ella una sola y triste carcajada, como para recordarle las innumerables discusiones que han tenido al respecto. Dime simplemente qué quieres a cambio. Ningún asesino cerca de mi hija, dice él. ¿Qué diablos estás hablando?, rezonga ella. Salvo que la idea con el oxígeno haya sido tuya, le aclara el viajero.

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HjorgeV 10-03-2019

«BERLÍN» (VII)

No lo olvides, ha escrito su ex debajo de la contraseña: No debes abrir la puerta del Tresor (el término en alemán procede del latín thesaurus, tesoro) más que unos centímetros ni mirar dentro. Recuerda: ese ha sido el trato. El viajero asiente. ¿Por qué me tomaste la foto?, susurra. Desde el otro lado de la puerta ella revolotea un índice para indicarle que más tarde se lo explicará. El viajero enciende entonces la minilinterna que lleva en el llavero y se cubre la cabeza, los hombros y las manos con un abrigo de visón. Luego se agacha y, con un inesperado tremor en sus manos, empieza a introducir las ocho cifras, preparándose para oír el pitido final, que debe ser más largo y fuerte que los ocho anteriores. Pero no sucede nada y, pensando que se ha equivocado, repite la operación. Y vuelve a repetirla.

De pronto, el abrigo se eleva como si hubiera cobrado vida propia y le hubieran crecido alas. El viajero, desprotegido, gira de golpe. ¿Qué pasa?, clama su ex. No funciona la clave. No puede ser, mi tía me la repitió hace dos semanas. Es el día de su boda. No funciona, qué quieres que te diga. Se pone de pie, fastidiado hasta los huesos, sin saber del todo por qué. ¿Y ahora? Qué quieres que te diga, repite él. Está harto, cansado y no ha debido salir sin desayunar. ¿A qué se puede deber?, insiste ella. Quedaste en familiarizarte con este tipo de cajas fuertes. Era parte del trato.

¿Por qué me tomaste la foto?, vuelve a soltarle el viajero, notando que han empezado a hablar en voz alta. ¿Ese es todo tu problema?, dice ella. Respóndeme, exige él. Bien, dice ella, con ese brillo metálico en la mirada que el viajero ya conoce y que suele ir a contracorriente de sus palabras. Par que Mona supiera cuál es tu aspecto actual. Hace mucho que no la ves. El viajero se queda tan desconcertado que su boca dibuja varias curvas cerradas, una más boba que la otra. Enternecido, piensa. Ese es el término. ¿Puedo hablar con ella ahora? Cuando termine todo, responde su ex.

Creo que hay dos posibilidades, dice el viajero, recobrando el ánimo. Que alguien haya intentado introducir una falsa contraseña hace muy poco. Por lo menos es obvio que no he sido yo, pues tengo la correcta, lo interrumpe ella. ¿Hace cuánto?, añade. Lo ignoro. ¿Y la otra posibilidad? Que las pilas estén bajas. ¿Podrías cambiarlas? Necesitaría más espacio y luz. El viajero cuelga el abrigo, dando a entender que ya no lo necesita. Has traído las herramientas, ¿no? Por supuesto. Señala la riñonera que lleva a la izquierda, sobre su cintura. Entonces empieza, dice ella. Klar, doch.

Solo una cosa, añade él. Te escucho, dice ella, debiendo notar que algo ha cambiado en el tono del viajero, pues la voz le ha temblado. Si resulta que la has matado para que yo pueda hacer esto con calma, pronuncia exageradamente él, le entregaré a la policía la grabación con tus llamadas.

Su ex se lo queda mirando con sus ojos de acero azul, ese par que guarda solo para ciertas ocasiones. No te atreverías. ¿Por qué? Porque también te joderías. Ya estoy jodido. Hace mucho. Su ex ahoga una carcajada, que el viajero no sabe si es de burla o compasión. ¿La has matado tú? ¿Sí o no? Un silencio demasiado extenso. ¿Por qué crees que está muerta?, dice ella, ya con otro tono de voz. Acabas de reconocerlo. ¿Pero cómo lo sabías? El olor, dice él, haciendo revolotear un índice en el aire. El olor, repite.

Murió anoche. Por eso el cambio de planes. No quise decírtelo antes para que no te asustaras. Podrías haberte llevado todo tú sola. No me funcionó la clave, como hace un mes, por eso te pedí ayuda. Otro silencio maldito. ¿Cómo te enteraste de su muerte?, pregunta él. Me avisó una… colaboradora, alguien que mi tía maltrataba. Con solo observar sus ojos, el viajero sabe que le está mintiendo, pero solo dice: En todo caso, no has llorado una sola lágrima. Sabes cómo me odiaba, dice ella. A mí y a toda mi familia, o sea a mi madre. Por lo menos, dice él empezando a sacar sus herramientas, podrías haberme ahorrado todo el teatrito, ¿no crees?

¿Qué esperas encontrar?, vuelve a hablar el viajero después de varios minutos de silencio pringoso. Ahora ha empezado a colocar las nuevas pilas que ha traído. El creciente nerviosismo y tensión de su ex es tan palpable, que lo ha dicho como quien pregunta por la hora en un tren. Pero ella vuelve a estar un paso por delante y responde: Lo puedes saber, ahora ya no importa, ¿sabes? ¿Y bien?, insiste él, pues ya solo le falta hacer la última conexión y quiere saberlo antes. El testamento, responde ella.

Ajá, es todo lo que se le ocurre decir al viajero. Le pregunté si quería dejar arreglado todo ahora que se había puesto tan enferma, pero me dijo que ya había hecho uno, añade ella. ¿Y por qué crees que está aquí, en la caja fuerte? He hablado con su abogado. ¿Y? Dice que no sabe nada al respecto. Bien, dice él, empezando a introducir las ocho cifras. Pero ahora yo también quiero ver qué hay dentro, agrega antes de introducir la última cifra. Ella asiente, como si ya lo hubiera sabido y le diera ya todo igual.

El interior es un abigarrado tesoro de dispares saquitos, bolsitas, cajitas y estuches que, en total, deben pesar más que un niño, piensa el viajero. Como solo ha visto piedras preciosas en fotografías o leído descripciones, solo ve colores, tamaños, arreglos y formas diversas, y oro, oro, oro, más oro, además de plata y platino, y varios relojes de los heredables, todo en sus correspondientes fundas, cubiertas y envolturas. Además de monedas más que doradas y unos diminutos cristales que semejan corazones, cojines y peras, y que brillan demasiado como para no ser diamantes, aunque el viajero nunca ha visto uno ni entiende su valor.

Ningún testamento, dice repasando con la mano los tres anaqueles vacíos de la caja fuerte. Tiene que estar en algún lado, dice ella, arrodillada a su lado y sin haber tocado nada aún, tal es estupor. Pero enseguida se repone y empieza a introducir todo en un maletín deportivo plegable. El viajero observa fascinado la escena, imaginando cómo sería una huida masiva de la Tierra. Concluida su acción, ella se levanta y abre del todo la puerta del aposento principal. El viajero la sigue. Sobre la cama, la tía de su ex parece dormir, aunque su rostro ya es de cera y la cánula nasal que rodea su faz ya no le sirve en absoluto. El viajero se derrumba al verla.

Nos llega alguna vez a todos, trata ella de consolarlo. En el ambiente, el olorcillo dulzón, almizcleño, obsceno, entre melifluo y mefistofélico, mezcla de pañales de bebé y anciano, el olor de la vida y de la muerte pugnando por salir de una habitación que está con la calefacción al máximo, y que el viajero ha percibido al entrar sin haberlo entendido primero, le impide erguirse enseguida. Finalmente se pone de pie y se dirige a una de las ventanas para abrirla, pero su ex levanta una mano: No debe enfriarse tan rápidamente, le advierte mordiéndose el labio superior.

Una simple autopsia te dejaría en ridículo, dice él, ya más dueño de sí mismo, empezando a repasar con la mirada el compacto caos que los rodea. En Alemania se hacen muy pocas autopsias y aquí en la residencia nunca, dice ella. Te has informado muy bien. Pero ella no responde y, por lo demás, no se ha tratado de una pregunta. No podemos perder más tiempo, insiste ella, tratando de disimular el pánico de su voz al consultar su reloj. A las nueve en punto llega la primera empleada y hasta entonces tendremos que haber revisado cada rincón y todos los cajones y puertas. En alguna parte tienen que estar también sus libretas de ahorro. ¿Pretendes esquilmarlas? Estoy autorizada. Mi tía me firmó esos papeles a tiempo.

¿Cuál es el apuro?, quiere decir el viajero, pero enseguida se concentra en la búsqueda, que es pesada y fatigosa, agobiante, como un recorrer de laberintos circulares sin salida; no solo por el aire recargado del ambiente. Es la meticulosidad y el cuidado con los que todo ha sido catalogado, administrado, separado, ordenado, amontonado y vuelto a entreverar lo que más le cuesta, como si estuviera destrozando todo un cadáver solo para recuperar el oro de su dentadura. El potente y absurdo poder del brillo, del destello; mortal, incluso masivamente, como enseña la historia.

Hay de todo -como en botica- y nada, porque todo sobra ya, no solo ahora que su dueña está muerta, antes también: llaveros de diverso tamaño y estilo; linternitas y pilas múltiples; tarjetas, catálogos, libretas, cuadernos y agendas; lápices, lapiceros y plumas; relojes diversos, en sus correspondientes estuches; haces y pilas de revistas, libros y catálogos; ficheros con recortes de periódicos y facturas, más facturas; y aún más archivadores, carpetas y legajos; amén de fotos, documentos y recuerdos diversos; más prendas de vestir, porcelana y vajilla variopinta y ubicua, chucherías, baratijas, oropeles, cachivaches.

Todo repartido en los cajones, compartimentos y estantes de varias cómodas, vitrinas y escritorios atiborrados sobre innúmeras alfombras persas, pero también recubriendo su superficie como vegetación sin control y contenta de su libertad. Y por fin, por encima y debajo de todo, la peor soledad: la que se da en medio de la gran ciudad, en pleno centro para más inri. Es para llorar. Y es lo que hace el viajero mientras rebusca todo.

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HjorgeV 03-03-2019

«BERLÍN» (VI)

El viajero abre la puerta dispuesto a preguntarle a su ex por la foto que le ha hecho la noche anterior, y que se ha repetido en su sueño, pero se topa con una empleada del hotel. Su esposa me ha rogado que lo despierte, dice la joven. Ya, gracias, dice el viajero. ¿Y ella dónde está? ¿Ya abajo?, añade. No sabría decirle, responde la mujer, un tanto azorada.

Antes de darse un duchazo, el viajero comprueba su fono y ve que su ex le ha enviado un par de mensajes media hora atrás. Lee el último: No quise correr ningún riesgo y he decidido adelantarme. Nos encontramos a las 06:50 delante de la escalera de emergencia del quinto piso de la residencia. Lo del taxi no ha cambiado. Estará a las 06:30 en la puerta del hotel esperándote. Recuerda: no puede fallar nada, termina el mensaje.

Con menos de media hora por delante, el viajero opta por postergar su duchazo matutino y a las 06:20 ya está delante del hotel. Esta vez no nieva, en cambio corre un viento gélido que abofetea todo lo que encuentra a su paso, hurtándole de paso varios grados de temperatura. Por suerte, la puerta del hotel es de cristal y muy amplia, por lo que el viajero decide esperar al taxi dentro para evitar congelarse. La empleada le sonríe al verlo entrar aterido de frío y el viajero le devuelve la sonrisa. ¿A qué hora partió mi esposa?, le suelta. No sabría decirle, responde la mujer.

El viajero se queda pensando y, luego, como en una charada, pregunta: ¿A qué hora pidió que me despertaran? La empleada se queda pensando. Tiene que haber sido anoche, porque he encontrado la nota al empezar mi turno, dice por fin. ¿Sabe en qué habitación pasó la noche?, pregunta él. La empleada enrojece, por lo que el viajero añade: En verdad, estamos separados, por eso dormimos en habitaciones separadas. Y ya sé que no pasó la noche en el hotel. Ah, bueno, dice con alivio la empleada.

Para llegar a la habitación 522 sin pasar por la zona de la recepción de la residencia en cuestión, el viajero tiene que atravesar diversos pasillos y estancias, cada una más sorprendente que la anterior. El lugar es una especie de inmenso hotel para europeos, pero de esos ubicados en un lugar tan remoto del planeta, que cualquier detalle de la recargadísima decoración que no consiga recordar a Europa se perdona. Por lo demás, el mosaico de estilos, épocas y materiales le resulta tan absurdo y exagerado, que no puede evitar la sensación de estar atravesando un extenso almacén de antigüedades o el atrezo de un gran teatro ya cerrado, por fracaso.

En cada nueva sala (y son numerosas, de ahí el plan de su ex), se repite más o menos la misma escena: ancianos con la mirada perdida, algunos ya desayunando, otros simplemente sentados, contemplando las diferentes capas del aire, mientras un televisor cómplice se esfuerza por captar su atención, sin conseguirlo del todo. A su alrededor, aunque no siempre, un par de empleados prestos a llevárselos a sus respectivas habitaciones o limpiarlos en el acto. El olor que despiden alfombras, moquetas y cortinas, debe ser el producto de décadas de diversas excreciones humanas. ¿Y si así resultara ser el cielo?, se pregunta el viajero, quien, como no creyente, suele asombrarse de la poderosa imaginación de la población devota.

En eso, un empleado que empuja la silla de ruedas de un anciano, se detiene para dirigirse al viajero: ¿Puedo ayudarlo en algo, señor? El viajero, con una mínima, aunque nerviosa sonrisa, dice: Solo soy un huésped y aún me estoy orientando. Ah, dice el empleado, ¿no necesita ayuda, seguro? Ya voy entendiendo el laberinto, vuelve a sonreír el viajero, convenciendo al hombre finalmente.

Cuando este gira para alejarse con la silla rodante, el viajero ve la inscripción que lleva tatuada en la nuca: Born Free. De alguna manera, piensa, todo tatuaje es una especie de oxímoron ambulante: para empezar, si es para expresar abiertamente algo, ¿por qué muchas veces no suele entenderse para nada el mensaje?; y, de ser íntimo o secreto, ¿para qué mostrarlo? Soy el dueño de mi destino y el capitán de mi alma. Nacido libre. Nada me vencerá. Volando con mis propias alas. Forever young. Where is my mind? Dei fortioribus adsunt. Expresiones de impotencia, que, alguna vez, serán irreconocibles. Alea jacta est, en realidad.

El viajero llega finalmente al pie de la escalera de emergencia del quinto piso, pero no ve a su ex. Consulta la hora en su fono y se da cuenta de que ha llegado cinco minutos antes de la hora fijada, lo que le permite laxarse. No es la primera vez que visitan a su tía. De hecho, hubo un tiempo en que lo hacían a menudo, cuando su ex buscaba labrarse un destino en Berlín y ambos venían a visitarla desde Colonia. Más de quinientos kilómetros de esperanza carcomidos por el viento. Siempre, cada viaje.

¿Repasamos el plan?, escucha un susurro, por detrás. Es ella. ¿O lo tienes todo claro?, agrega con un retintín nervioso en su voz. El viajero sabe que en esos casos su ex suele recubrirse de cierta capa reptílica y solo dice: Hola. A seguir el plan entonces, dice ella. Subes por las escaleras hasta el sexto piso y bajas luego con el ascensor. Juntaré al máximo la puerta. Solo tendrás que empujarla para entrar. La otra puerta la dejaré entornada. Si me escuchas hablando fuerte, es que mi tía se ha despertado y tendrás que esconderte detrás de sus abrigos hasta que salgamos.

¿Y si se le ocurre ponerse uno?, replica él, ya imaginándose escondido detrás de un muro de ropa. Nunca lo hace, no te preocupes. Solo cuando sale a la calle y hace mucho que no sale, dice ella. Me preocupo, dice el viajero, por eso lo pregunto. Entonces la asustas y haces como si se tratara de una broma, replica ella. ¿Y si le da un ataque? Su estado es delicado. No seas tonto, se burla su ex. El viajero se la queda mirando. Así empezó la separación: con adjetivos y reproches aparentemente inocuos que fueron reproduciéndose como virus letales. Quedamos en que evitaríamos las ofensas, le recuerda. Sin inmutarse, ella dice: Lo siento. Como un escupitajo.

El viajero, asqueado, sube enseguida hasta el sexto piso y baja luego con el ascensor, donde se da cuenta de que ha olvidado preguntar por la bendita foto, prometiéndose hacerlo apenas vuelvan a verse. No hay nadie en el pasillo cuando avanza hacia la puerta con el número 522. Tampoco hay cámaras; para que no exista ningún tipo de pruebas contra el establecimiento, según su ex. Por fin, empuja la puerta y nota enseguida que ella está hablando en voz baja, como repitiendo una letanía, señal de que su tía sigue dormida. La caja fuerte sigue en su lugar, debajo de la irregular fila de abrigos especialmente gruesos y, todos, del siglo pasado.

El viajero cierra la puerta tras de sí y, como han pactado, avanza dos pasos e introduce su mano por la abertura de la puerta entreabierta que da al aposento principal. Ahora su ex debe pasarle un papel con las ocho cifras del código de la caja fuerte, que él deberá introducir correctamente después de colocarse uno de los abrigos encima, para ahogar los pitidos del sistema de apertura. Pero la nota no solo contiene las ocho cifras de marras.

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HjorgeV 01-03-2019