No lo olvides, ha escrito su ex debajo de la contraseña: No debes abrir la puerta del Tresor (el término en alemán procede del latín thesaurus, tesoro) más que unos centímetros ni mirar dentro. Recuerda: ese ha sido el trato. El viajero asiente. ¿Por qué me tomaste la foto?, susurra. Desde el otro lado de la puerta ella revolotea un índice para indicarle que más tarde se lo explicará. El viajero enciende entonces la minilinterna que lleva en el llavero y se cubre la cabeza, los hombros y las manos con un abrigo de visón. Luego se agacha y, con un inesperado tremor en sus manos, empieza a introducir las ocho cifras, preparándose para oír el pitido final, que debe ser más largo y fuerte que los ocho anteriores. Pero no sucede nada y, pensando que se ha equivocado, repite la operación. Y vuelve a repetirla.
De pronto, el abrigo se eleva como si hubiera cobrado vida propia y le hubieran crecido alas. El viajero, desprotegido, gira de golpe. ¿Qué pasa?, clama su ex. No funciona la clave. No puede ser, mi tía me la repitió hace dos semanas. Es el día de su boda. No funciona, qué quieres que te diga. Se pone de pie, fastidiado hasta los huesos, sin saber del todo por qué. ¿Y ahora? Qué quieres que te diga, repite él. Está harto, cansado y no ha debido salir sin desayunar. ¿A qué se puede deber?, insiste ella. Quedaste en familiarizarte con este tipo de cajas fuertes. Era parte del trato.
¿Por qué me tomaste la foto?, vuelve a soltarle el viajero, notando que han empezado a hablar en voz alta. ¿Ese es todo tu problema?, dice ella. Respóndeme, exige él. Bien, dice ella, con ese brillo metálico en la mirada que el viajero ya conoce y que suele ir a contracorriente de sus palabras. Par que Mona supiera cuál es tu aspecto actual. Hace mucho que no la ves. El viajero se queda tan desconcertado que su boca dibuja varias curvas cerradas, una más boba que la otra. Enternecido, piensa. Ese es el término. ¿Puedo hablar con ella ahora? Cuando termine todo, responde su ex.
Creo que hay dos posibilidades, dice el viajero, recobrando el ánimo. Que alguien haya intentado introducir una falsa contraseña hace muy poco. Por lo menos es obvio que no he sido yo, pues tengo la correcta, lo interrumpe ella. ¿Hace cuánto?, añade. Lo ignoro. ¿Y la otra posibilidad? Que las pilas estén bajas. ¿Podrías cambiarlas? Necesitaría más espacio y luz. El viajero cuelga el abrigo, dando a entender que ya no lo necesita. Has traído las herramientas, ¿no? Por supuesto. Señala la riñonera que lleva a la izquierda, sobre su cintura. Entonces empieza, dice ella. Klar, doch.
Solo una cosa, añade él. Te escucho, dice ella, debiendo notar que algo ha cambiado en el tono del viajero, pues la voz le ha temblado. Si resulta que la has matado para que yo pueda hacer esto con calma, pronuncia exageradamente él, le entregaré a la policía la grabación con tus llamadas.
Su ex se lo queda mirando con sus ojos de acero azul, ese par que guarda solo para ciertas ocasiones. No te atreverías. ¿Por qué? Porque también te joderías. Ya estoy jodido. Hace mucho. Su ex ahoga una carcajada, que el viajero no sabe si es de burla o compasión. ¿La has matado tú? ¿Sí o no? Un silencio demasiado extenso. ¿Por qué crees que está muerta?, dice ella, ya con otro tono de voz. Acabas de reconocerlo. ¿Pero cómo lo sabías? El olor, dice él, haciendo revolotear un índice en el aire. El olor, repite.
Murió anoche. Por eso el cambio de planes. No quise decírtelo antes para que no te asustaras. Podrías haberte llevado todo tú sola. No me funcionó la clave, como hace un mes, por eso te pedí ayuda. Otro silencio maldito. ¿Cómo te enteraste de su muerte?, pregunta él. Me avisó una… colaboradora, alguien que mi tía maltrataba. Con solo observar sus ojos, el viajero sabe que le está mintiendo, pero solo dice: En todo caso, no has llorado una sola lágrima. Sabes cómo me odiaba, dice ella. A mí y a toda mi familia, o sea a mi madre. Por lo menos, dice él empezando a sacar sus herramientas, podrías haberme ahorrado todo el teatrito, ¿no crees?
¿Qué esperas encontrar?, vuelve a hablar el viajero después de varios minutos de silencio pringoso. Ahora ha empezado a colocar las nuevas pilas que ha traído. El creciente nerviosismo y tensión de su ex es tan palpable, que lo ha dicho como quien pregunta por la hora en un tren. Pero ella vuelve a estar un paso por delante y responde: Lo puedes saber, ahora ya no importa, ¿sabes? ¿Y bien?, insiste él, pues ya solo le falta hacer la última conexión y quiere saberlo antes. El testamento, responde ella.
Ajá, es todo lo que se le ocurre decir al viajero. Le pregunté si quería dejar arreglado todo ahora que se había puesto tan enferma, pero me dijo que ya había hecho uno, añade ella. ¿Y por qué crees que está aquí, en la caja fuerte? He hablado con su abogado. ¿Y? Dice que no sabe nada al respecto. Bien, dice él, empezando a introducir las ocho cifras. Pero ahora yo también quiero ver qué hay dentro, agrega antes de introducir la última cifra. Ella asiente, como si ya lo hubiera sabido y le diera ya todo igual.
El interior es un abigarrado tesoro de dispares saquitos, bolsitas, cajitas y estuches que, en total, deben pesar más que un niño, piensa el viajero. Como solo ha visto piedras preciosas en fotografías o leído descripciones, solo ve colores, tamaños, arreglos y formas diversas, y oro, oro, oro, más oro, además de plata y platino, y varios relojes de los heredables, todo en sus correspondientes fundas, cubiertas y envolturas. Además de monedas más que doradas y unos diminutos cristales que semejan corazones, cojines y peras, y que brillan demasiado como para no ser diamantes, aunque el viajero nunca ha visto uno ni entiende su valor.
Ningún testamento, dice repasando con la mano los tres anaqueles vacíos de la caja fuerte. Tiene que estar en algún lado, dice ella, arrodillada a su lado y sin haber tocado nada aún, tal es estupor. Pero enseguida se repone y empieza a introducir todo en un maletín deportivo plegable. El viajero observa fascinado la escena, imaginando cómo sería una huida masiva de la Tierra. Concluida su acción, ella se levanta y abre del todo la puerta del aposento principal. El viajero la sigue. Sobre la cama, la tía de su ex parece dormir, aunque su rostro ya es de cera y la cánula nasal que rodea su faz ya no le sirve en absoluto. El viajero se derrumba al verla.
Nos llega alguna vez a todos, trata ella de consolarlo. En el ambiente, el olorcillo dulzón, almizcleño, obsceno, entre melifluo y mefistofélico, mezcla de pañales de bebé y anciano, el olor de la vida y de la muerte pugnando por salir de una habitación que está con la calefacción al máximo, y que el viajero ha percibido al entrar sin haberlo entendido primero, le impide erguirse enseguida. Finalmente se pone de pie y se dirige a una de las ventanas para abrirla, pero su ex levanta una mano: No debe enfriarse tan rápidamente, le advierte mordiéndose el labio superior.
Una simple autopsia te dejaría en ridículo, dice él, ya más dueño de sí mismo, empezando a repasar con la mirada el compacto caos que los rodea. En Alemania se hacen muy pocas autopsias y aquí en la residencia nunca, dice ella. Te has informado muy bien. Pero ella no responde y, por lo demás, no se ha tratado de una pregunta. No podemos perder más tiempo, insiste ella, tratando de disimular el pánico de su voz al consultar su reloj. A las nueve en punto llega la primera empleada y hasta entonces tendremos que haber revisado cada rincón y todos los cajones y puertas. En alguna parte tienen que estar también sus libretas de ahorro. ¿Pretendes esquilmarlas? Estoy autorizada. Mi tía me firmó esos papeles a tiempo.
¿Cuál es el apuro?, quiere decir el viajero, pero enseguida se concentra en la búsqueda, que es pesada y fatigosa, agobiante, como un recorrer de laberintos circulares sin salida; no solo por el aire recargado del ambiente. Es la meticulosidad y el cuidado con los que todo ha sido catalogado, administrado, separado, ordenado, amontonado y vuelto a entreverar lo que más le cuesta, como si estuviera destrozando todo un cadáver solo para recuperar el oro de su dentadura. El potente y absurdo poder del brillo, del destello; mortal, incluso masivamente, como enseña la historia.
Hay de todo -como en botica- y nada, porque todo sobra ya, no solo ahora que su dueña está muerta, antes también: llaveros de diverso tamaño y estilo; linternitas y pilas múltiples; tarjetas, catálogos, libretas, cuadernos y agendas; lápices, lapiceros y plumas; relojes diversos, en sus correspondientes estuches; haces y pilas de revistas, libros y catálogos; ficheros con recortes de periódicos y facturas, más facturas; y aún más archivadores, carpetas y legajos; amén de fotos, documentos y recuerdos diversos; más prendas de vestir, porcelana y vajilla variopinta y ubicua, chucherías, baratijas, oropeles, cachivaches.
Todo repartido en los cajones, compartimentos y estantes de varias cómodas, vitrinas y escritorios atiborrados sobre innúmeras alfombras persas, pero también recubriendo su superficie como vegetación sin control y contenta de su libertad. Y por fin, por encima y debajo de todo, la peor soledad: la que se da en medio de la gran ciudad, en pleno centro para más inri. Es para llorar. Y es lo que hace el viajero mientras rebusca todo.
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HjorgeV 03-03-2019