«UNA ROSA ES UNA ROSA MAS NO MI ROSA» (Engendro)

.

Rosa caliente

rosa pudorosa

rosa de la brasa

conjuntiva

.

A tu paso los mendigos

nos descubríamos un hueco en el

pecho y uno mayor en el deseo

.

(Tenías la despedida cincelada

en tus labios:

solo besándolos se podía

conocer la

distancia prohibida)

.

Rosa hermosa

pleonásmica

rosa olorosa

recién bajada del

altar de los sentidos

.

(Sobre tu cuerpo la sal

resbalaba por gotas

como pecados de los

insomnes mortales:

mi lengua soñaba con

recogerla pacientemente del

contacto más puro con tu piel)

.

Rosa melindrosa

rosa del dolor telepático

rosa de la palabra tentación

.

(Impedías la maculación de

tus pétalos:

el dolor de lo no tenido

el color y

la pena de lo ubicuo)

.

Una rosa no era una rosa:

no era mi rosa sino eras tú mi rosa

.

No habría que cantarlo:

la señora Stein

jamás habría dejado que te llamaras

de otra forma

.

Obligado a buscar

en el fondo de los días

indagando por las oscuras razones del tiempo

que, intentándolo todo, en el fondo nada puede:

.

Obligado a decir

este rostro es mío y

reconocer que mi inocencia

no había sido tal:

.

Obligado a

deambular entre un pasado que solo

acierta a presentarse embozado y un

presente que se escapa cada

segundo como un individuo

temeroso de su destino

y los jueces:

.

Suelto la rosa que llevo entre

los dientes y tu ambigua

imagen cae sobre la hierba:

.

Dos, cuatro pétalos que

no pueden sobrevivir

a la mención de la palabra

Olvido

.

.

HjorgeV 28-04-2013

«RABI: UN BOLERO ALEMÁN» (Fragmento)

A Rabi la conocí cuando acababa de darme cuenta de que ya llevaba demasiados años en Colonia haciendo cosas que no deseaba realmente hacer y que solo se justificaban desde un aspecto económico inmediato o por cierta bohemia incorregible.

Necesitaba un cambio radical.

Nuevos aires, otras calles, un camino diferente al ir de mi cuarto al baño, o al salir a la panadería.

Todavía no quería cambiar de país. No, sin haber cumplido mis planes.

*

Ya había empezado a rastrear los pueblos del extrarradio de la ciudad, famosos por sus bajos alquileres.

Había revisado las ofertas de los barrios coloneses fuera de moda; había incordiado a amigos y conocidos e indagado en la Red.

No podía haber nada ni nadie que pudiera detenerme en mis nuevos planes.

Buscaba una vivienda acorde con mis intenciones.

Valía decir, me contentaba con un cuartito con baño y entrada propios. Un lugar donde pudiera instalar una cama, un ropero, una mesa y una silla, lejos del bullicio de la gran ciudad.

Me contentaba con una sola vista o ventana al exterior. Poder abrir mi computadora sin pedirle permiso ni molestar a nadie.

*

En verdad, no sabía lo que buscaba.

Tal vez buscaba con la vaga esperanza de quien busca sin querer reconocer que, en el fondo, desea ser encontrado. Pero a mi manera, claro.

O quizá lo de la nueva vivienda solo era un pretexto como búsqueda.

El pretexto para tener que buscar.

Simplifiqué mi deseo, diciéndome que quería un nuevo lugar donde recibir el correo y poder llamar «mi dirección».

Encontré algo que me gustó de buenas a primeras a pesar de su rareza como construcción (una casa semirrural dividida en varios departamentos independientes, el mío daba al patio interior).

Y, apenas pocos días después de la mudanza, Rabi me encontró a mí.

*

Llegó a mi vida con rabia, casi como una rabieta, como las que a veces le solían dar (tuvo en nuestra primera noche una cuando notó que mi desnudez no era completa porque no me había despojado de los calcetines) y la ponían tan hermosa.

Llegó a mis días como uno de esos retratistas habilísimos y duchos que con solo un par de trazos, zas, zas, y haciéndolo como quien respira, arman todo un personaje y te dejan con la boca abierta.

Llegó y trastornó, me cambió la vida.

Tenía otro nombre que no me gustaba especialmente, así que le puse Rabi.

(En su descargo, debo decir que, cuando se enteró de que el origen de su sobrenombre era ‘rabieta’, un término sin sentido en su idioma, no se alteró en absoluto. Llamémoslo autocontrol o simple rabia contenida. Para entonces lo nuestro ya se despeñaba barranco abajo y el cariz de los acontecimientos ya habían desbordado todo lo desbordable en nuestras vidas.)

*

En mis noches solitarias, cuando, acompañado de una cerveza fría o un buen caldo vinícola, me da por observar el cielo estrellado a través del techo acristalado de mi segunda habitación y se me antoja contemplar el parcial pero aceptado desastre de mi vida, y quisiera entonces que mi simple e ignoto deseo solo fuera un poco de compañía por unas horas, una voz amable y un cuerpo femeninos a mi lado, me acuerdo de ella.

Entonces reconozco en lo nuestro lo intenso y garrafal, lo pasional y lo equívoco de un auténtico bolero.

Fui un tatuaje más de tu cuerpo, bien podría haber sido el título o uno de sus versos. Un capricho, una veleidad. De esas que, luego, cuando te arrepientes, solo te lleva a recordar las huellas, muchas veces imborrables, y ahondar en sus heridas.

Creo que Rabi corporizó mucho más: ese deseo inconfeso de llegar a poseer una pareja que nos dé de todo sin poner en riesgo nada (pero que por lo general termina poniendo en riesgo todo sin habernos dado casi nada).

Una especie de amor prohibido que se anhela tanto como se teme.

El placer que anhelamos a pesar de que sabemos que su fuego nos quemará.

Un bolero cantinero, en suma. Alemán, para más señas. De risa.

*

Al mudarme a las afueras de Colonia perseguía una simple y clara meta en mi vida: entregarme a mi novela y terminar de escribir mi historia futurista.

Quería escribir lejos de la presión de Herr Schneider, mi probable editor, y eso a pesar de que lo admiraba por su gran virtud y peor defecto en uno: sin haberme adelantado un céntimo me seguía exigiendo como si llevara pagándome años. (Tal vez empecé a tenerle miedo; miedo a descubrir que tal vez nunca podría terminar mi novela a pesar de sus esfuerzos.)

Quería escribir lejos también de los amigos escritores que habían empezado a aprovechar cualquier oportunidad para hablar de las ventajas de la autoedición y que ahora se pasaban más tiempo promocionando su obra que escribiéndola.

Aspiraba simplemente a escribir en solitario, sin sueños, sin esperanzas ni metas concretas.

Escribir, simplemente; como un futbolista tercermundista que llega precariamente a Europa con la esperanza de ser descubierto, sin sospechar que terminará triturado por el engranaje del sistema, sin la posibilidad siquiera de poderle dar a la pelota. En mi caso, me bastaba y me contentaba con tener una pelota. Y la tenía.

*

Lo mío no era el trillado sueño vargasllosiano de la buhardilla del escritor latinoamericano en París. Tampoco la onda depre del aguacero de Vallejo.

En mi sueño habían dejado de ser interesantes las juergas y las reuniones de intelectuales envueltos en densas atmósferas de humo y para los que, despotricar sobre dios y el mundo, solo era un pretexto para beber hasta el amanecer o hasta que se acabara el vino.

En mi simple sueño tenían sus grandes cajones el sudor, el tedio, la tenacidad. El saber que gran parte del oficio de un delantero centro consiste en merodear paciente y meticulosamente bajo del árbol carroñero: de hacer de tripas corazón y de cualquier carroña un buen fruto, el gol.

Lo tenía claro: había jugado fútbol en la calle y descalzo en la playa. Casi nunca con un uniforme de equipo ni zapatos de fútbol.

Conocía, por lo tanto, la diferencia entre lo básico y lo accesorio. Entre lo fundamental y lo decorativo.

En lo que respectaba al vino, no conocía a ningún escritor bien casado con ninguna botella. Al contrario.

*

A Rabi le divertía escuchar todo esto.

Debo suponer que me tomó por un loco, por uno más de esos que urde a diario la gran ciudad.

Pero lo mío era cierto.

Simplemente quería terminar mi novela. Anhelaba sentarme a escribir a solas. Escribir sin ninguna otra responsabilidad que la de pasar la mayor cantidad de horas posibles frente al teclado o dándole al lápiz sobre el papel.

No necesitaba contárselo, ni, menos, rendirle cuentas a nadie. Ser un forastero en Alemania con una biografía tan abrupta y desmembrada como la mía me daba dos ventajas patentes: la de la irresponsabilidad de mis actos y la ausencia de justificación ante nadie.

Me contentaba con ser capaz de apartarme de la bohemia y vivir como un ermitaño moderno a solas con mi lápiz, mis libretas y mi computadora.

Rabi no se podía creer que estuviera rogándole dejarme solo. Tal vez fue eso lo que afectó su orgullo y la hizo confundir deseo con amor.

*

Cuando la conocí, yo llevaba apenas pocos días en Sinterndorf y ya había decidido que ese sería mi hogar y que no volvería a mi país por un buen tiempo.

Había llegado a Alemania convencido de haber tenido un padre ex nazi y uno de los últimos fugados a Sudamérica que habían llegado vivos al siglo XXI. Su fallecimiento había sido un gran golpe para mí.

Encontrarle un segundo pasaporte en un doble fondo de su escritorio, uno aún mayor.

Había terminado comprobando, sin embargo, que lo de mi padre había sido algo más banal, aunque también criminal: una especie de gestor bancario de oscuras fortunas de ambos lados del Atlántico.

De esos encargados de blindarlas en bancos suizos o panameños bajo la protección del secreto bancario y para desgracia de un ingente ejército de enfermos y desocupados por toda Europa.

*

Para cumplir mis intenciones escritoriles tenía pensado seguir ganándome la vida dando clases pero solo hasta cubrir mis necesidades básicas: pagar el alquiler y los demás costos fijos, cubrir la alimentación y el combustible de mi camioneta para poder movilizarme. Eso era todo lo que necesitaba para vivir.

Mis pasatiempos ya los tenía asegurados: un viejo piano difícil de afinar y cuyo transporte había superado de lejos su precio; una guitarra cuya madera lloraba literalmente cuando la tocaba de lo vieja que era, y mis lecturas habituales.

Quería, además, releer Rayuela y La danza inmóvil con toda calma, el Quijote en una edición civilizada, o sea sin ayuda de una lupa; las novelas de Böll y Grass en el idioma original.

Darle a la pelota, afición y ejercicio, era algo que ya había aprendido que se podía hacer en cualquier parte del mundo. Me acompañaba un balón del número cinco traído de España.

Treinta y dos paños con diversión incorporada.

*

Antes de conocer a Rabi también había llegado a la conclusión de que ya había alcanzado una edad en la que era poco probable que me pudiera acostumbrar a compartir con alguien mi sueño, mi baño, mis costumbres o hasta el mal aliento al despertar.

Partía, así, de que ya no llegaría a formar una familia en mi vida.

Mi nueva vivienda agrandó esa sensación: el grado de intimidad, concentración y aislamiento que podían dispensarme sus reducidas dimensiones y complicadas líneas, me pareció el justo, exacto, para mis fines.

Para pasar a mi cuarto de trabajo (el del techo acristalado), por ejemplo, tenía que agacharme porque no había habido otra forma de evitar una escalera exterior al construir el departamento. Eso explicaba en parte su relativo exiguo precio.

Me gustaba mi nueva morada. Mi pedacito de techo sobre la cabeza.

*

Recuerdo que cuando conocí a Rabi tuve la inmediata y diáfana sensación de haber recibido del cielo, y por equivocación, una invitación irrenunciable.

Pensé inmediatamente en esa arqueológica película de Peter Sellers, La fiesta inolvidable (El guateque en España.)

Pensé también, aunque sigo desconociendo por qué, en lo ocurrido con Queremos tanto a Glenda, un cuento de Cortázar: el mismo año de su publicación, la actriz Glenda Jackson, a quien estaba dedicado, había filmado Hopscotch, ‘rayuela’ en nuestro idioma.

Enterado de esa extraña coincidencia, Cortázar había sentido miedo y escrito:

«Haber llegado de México trayendo un libro que se anuncia con su nombre, y encontrar su nombre en una película que se anuncia con el título de uno de mis libros, valía ya como una bonita jugada del azar que tantas veces me ha hecho jugadas así.»

No sé si Cortázar era/fue consciente de que la palabra azar la llevaba incorporada en su apellido.

Pensé también en la extraña paradoja y asimetría que significaba el haberme convertido en una especie de brichero (el típico cazaturistas de mi país), pero en país contrario, por así decir.

*

Ahora recuerdo los paseos por la ciudad en su convertible del año de la pera, con su pañuelo sobre la cabeza y sus gafas oscuras al modo de las películas de los años sesenta.

Recuerdo sus escapadas repentinas en algún punto de la ciudad, jalándome repentinamente de una mano para alejarnos. Recuerdo su deseo de evitar los lugares públicos, su manía por los lugares solitarios o apartados, aunque siempre dentro de la misma ciudad.

Todas, cosas que en su momento yo no había podido entender.

*

Todo ese corto primer tiempo lo debió saborear Rabi a su manera.

Sabía, mejor dicho, yo intuía, que ella jugaba a algo.

Una representación, un esquema, que no podía ni quería imaginarme.

Sabía que Rabi era un imposible para mí y lo acepté desde un principio. Si mi reciente mudanza para alejarme de la gran ciudad me deparaba una casualidad así de placentera, ¿qué podía yo oponer a los designios de doña Fortuna?

Pero faltaba el detalle que recién conocí la tercera noche de cama compartida.

*

Habíamos bebido y no estábamos ninguno de los dos en condiciones de conducir un automóvil hasta las afueras de Colonia. Propuse entonces pasar la noche en su casa, que aún no conocía.

-No te va a gustar -me advirtió.

Quise imaginarme un caos tremendo y suciedad. Pero no pude, porque era incompatible con su aspecto pulcro y sus modales.

El motivo me impresionó igual.

Lo supe apenas pisé la sala de su departamento de Rodenkirchen. Las fotos y los diplomas enmarcados en las paredes fueron de lo más que elocuentes.

Mi caso era raro porque desde mi primer año en Alemania me había negado a pagar la cuota televisiva estatal obligatoria y había preferido renunciar de raíz a la caja tonta.

De modo que me había pasado un buen par de años sin ver la televisión. Conocía algo, por supuesto, pero nada en detalle.

Resultó que Rabi era una estrella ascendente y ya figura conocida de la televisión de pago.

*

Siempre es fácil olvidar que justamente lo peor y lo mejor de cada existencia suele ser lo que nos lleva a creer en un plan o ser superior, bueno o malo.

Por detestar toda imagen o pensamiento de esa posibilidad, ateo acérrimo que soy, encima, no fui capaz de mantener los ojos abiertos, de reconocer que el peligro ya estaba acechando demasiado cerca.

Me aturdió primero saber que se había quedado embarazada inmediatamente, pero más que no había sido casual el habernos conocido. Me lo confesó ella misma una noche de especial cariño.

-¿No crees en la casualidad, en el destino, en el azar? -le pregunté, pensando en que tal vez estaba diciendo una inmensa tontería.

-No -me respondió Rabi-. Te buscaba por un asunto relacionado a los negocios de tu padre cuando te encontré.

.

.

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HjorgeV 21-04-2013

LA DAMA DEL FRÍO HIERRO

La muerte une. Pero también separa.

Emparenta personas, cosas, sentimientos, memorias colectivas.

Los recuerdos (siempre selectivos: sino nuestra memoria -humana- no sería tal, solo un chip de silicio y germanio) nos juegan malas pasadas cuando surgen a raíz de la muerte de un personaje.

En esos casos, los recuerdos y homenajes tienden a limpiar mucho. A veces, todo un cuerpo, todo un mito.

Hay quienes creen que no es digno hablar mal de una persona muerta.

Así, la simple muerte de muchos, es también su redención, su reivindicación. Muchas veces es, también, su renacimiento como fuerza viva.

Muérete si quieres ser salvado, podría decirse. En el mejor de los casos: para revivir.

Me empezaba a sentir mal, pésimo, con tantos vivas, vítores, enardecidos a la Dama de Hierro.

Hay quien, incluso, le dedica aplausos especiales (Thatcher, libertadora argentina); a costa, debo deducir, de su tirria, de su inquina particular contra cierto país. (¿Tanta vulgaridad permite ahora El País?)

La inmensa mayoría de (¿los?) medios de comunicación (de lo que llamamos Occidente, por lo menos) se ha rendido, postrado literalmente de rodillas, ante el peso histórico de la figura de Margaret Thatcher.

Pero muy pocos («Bajo una dictadura, el coraje es de pocos», como bien dice la escritora Ben Pastor) se han atrevido a contrariar el masivo homenaje a la mujer de quien se decía/dice que tenía más testículos que un hombre.

Esto último, para mí -hombre que soy- todo un insulto.

Porque ha sido justamente el exceso de testiculitis lo que ha llevado a este planeta a sus más desgraciados momentos.

Salvo, claro, que ensañarse con un sin techo o quitarle el pan a un hambriento, se considere como un acto corajudo.

Liberador, tranquilizador, por eso, me ha resultado, encontrar por lo menos tres ejemplares disidentes en este maremágnum de aplausos férricos.

1. Iñaki Gabilondo: Su recuerdo me produce frío.

(O muchos escalofríos, como a este servidor.)

2. José María Izquierdo: ¿Hierro sin óxidos?

(Desconocía la trayectoria del esposo de la británica.)

3. El tercero es un artículo de Der Spiegel alemán con subtítulo programático.

Christoph Scheuermann: Dividió el país en ricos y pobres diablos.

Me permito transcribir de este último, en mi floja traducción:

«»La forma en que vivimos hoy en día es el resultado directo de los tumultuosos acontecimientos de los años ochenta», escribe el periodista británico Andy McSmith en su retrato histórico de la década más característica de la posguerra. Los años ochenta fueron la década Thatcher, años que ahora azotan el Reino Unido como una pesadilla. Generaciones de banqueros de la City londinense le agradecen sus Porsches y sus fiestas plenas de champán a la dama que les regaló la libertad de hacer sus negocios sin ser molestados por el Estado. Manchester, Birmingham, Liverpool, todas las antiguas ciudades industriales del norte, en cambio, yacen como ruinas. Medio país es una especie de museo al aire libre de la era industrial.»

No todo, por suerte, es fanfarria y aplausos.

Tampoco en las propias huestes. 

Porque, curiosamente, pocos días atrás, antes del deceso de la Dama de Hierro, Ben Macintyre (Inglaterra, 1963), autor, historiador y columnista británico, acababa de decir:

«A mí me enseñaron que Gran Bretaña ganó la guerra porque éramos buenos y nobles. Actualmente sé que ganamos en buena medida porque éramos malos y mentíamos.» 

Algo aplicable, con toda seguridad, a toda guerra. Y a todo país.

Algo aplicable, con

toda seguridad, a toda guerra. Y a todo país...

HjorgeV 09-04-2013