LA ENSEÑANZA DEL QUELONIO (Engendro)

.

Soy un fantasma

que cruza los caminos

de los bosques

.

En el cielo los

ojos persiguen formas

sin contenidos

.

Sopla el viento:

tu perfume se esfuma de

la punta de mi nariz

incrédula

.

En mi recuerdo

Tu imagen calla

acosada por mi voz

.

Una tortuga

se desplaza oronda

por un sendero:

.

ah, qué respeto

puede inducir un simple quelonio

a la humanidad entera

.

Sol generoso:

tu luz es un pan que está

siempre caliente

.

El mundo se va ahora:

cuando cierro

y vuelvo a abrir mis ojos

ya es de noche

y los caminos se han quedado

desiertos

.

.

HjorgeV 29-09-2011

PEQUEÑOS PODERES DOMINICALES (Engendro)

.

Poder escribir

una palabra diente o

uña

.

Poder escribir:

«Dedos enmarañándose

en un gesto de

impotencia.»

.

Escribir también es llevar

a símbolos lo que no encuentra

orden en el pensamiento.

Sacándolo al aire, esperamos

que se abra una ventana

a otro vacío.

.

Poder

es cerrar los ojos

y decir ya no existo

hasta que vuelva a

despertar

sin tener que poner

un letrero en

la puerta

de mi última habitación

del día

para advertirlo.

.

Atrás nos han dejado los

dioses,

los indolentes

que todo lo

compran y lo

acaparan.

.

El hombre es un experimento

que alguien olvidó

ya no sabe en qué

planeta. Y nos busca

cada día.

.

Seguramente desesperado.

.

[Seamos sinceros:

Si dios existiera, habría que enjuiciarlo.]

.

Para demostrar

mi desvalidez

oteo mi prisión personal y

contemplo el alba:

la cárcel privada

del que ha añorado

cada respiro

.

No nos engañemos:

la historia es una

cortesana más

del paso del tiempo

por todo hueso

.

Las canciones son agua

sonora,

libertad del oído

para seleccionar

la melodía del lamento,

el dolor de la letra.

.

.

HjorgeV 25-09-2011

LLUEVE EN COLONIA (Engendro)

.

Llueve porque también el agua

necesita desahogarse

y la tenacidad cuando es

espina muele la garganta

.

Llueve porque es la hora del cielo

(con cinco minutos de retraso)

y los indigentes caen a sus pies

y se retratan en los charcos oscuros

.

Los otros seres se encorbatan

se engolosinan por miedo (al hambre)

salen tras sus sombras entre

otras sombras parturientas

.

Llueve porque una burbuja tuya

bastaría para salvarme y no

existe

(Demasiadas cosas, las que nos niega

la existencia)

.

Llueve esta tarde impunemente

sobre la mancha

más íntima de mi camisa:

.

Llueve simplemente en esta ciudad

hecha para recorrerse con las

palmas de las manos (o los

codos pelados)

y la lengua fuera

lamiendo tu propio

corazón

.

.

HjorgeV 21-09-2011

UN CASO PARA JORGE DIGAH: «LA NOVIA PRESTADA» (Novelita) (X y Fin)

*

Empecé a acercarme al «Dancing Queens» dando rodeos cada vez más cercanos. La zona se había llenado de grupos de jóvenes buscando diversión, parejas indecisas y los habituales solitarios.

Desde lejos no era posible distinguir a ninguno de «mis» bueyes dobles en la entrada del «Dancing Queens», pero yo sabía que el oscuro pasadizo de espejos era el escondite de por lo menos uno de ellos. Cada par de minutos un cliente entraba o alguien se paraba a contemplar los carteles del negocio.

Me planteé la posibilidad de volver a llamar a la policía para pedir ayuda. Luego descarté la idea. Sin tener ninguna prueba, bien podría empeorar las cosas.

*

Cuando sonó mi celular, me encontraba merodeando a escasos metros de la entrada de espejos y poco me importaba ya que pudiera verme alguien desde dentro.

Trataba de moverme como si tuviera un arma encima, dispuesto a usarla en cualquier momento, pero, en realidad, estaba preparado para pegar un salto y dar la carrera más rápida de mi vida.

Ya había visto los movimientos, al huir, de mi agresor y eso me había dado cierta confianza. El resto había sido trabajo de la cerveza. Mi mano se movió como en un zarpazo para agarrar el celular.

-Mueve tu culo, mi pana, como dicen los alemanes -dijo David Meneses al otro lado de la línea.

Quise gritarle algo, no sabía si de alegría por volver a escuchar su voz y saber que estaba sano y salvo, o de disgusto por haberme mantenido en ascuas durante dos horas. Me alejé instintivamente del «Dancing Queens» para poder hablar.

-¿Dónde estás, huevonazo?

-En la estación central. Toma un taxi y vente enseguida. Pide que te deje en la entrada trasera, yo estaré esperándote. No te lo voy a repetir.

-Espera -dije, sabiendo que ya había cortado.

*

Doritha Tállez parecía haber perdido toda su belleza en cuestión de horas. Lo cual era una ilusión creada por el hecho de haber estado contemplando su rostro y su cuerpo escultural en fotografías que ya debían tener por lo menos dos o tres años de antigüedad.

La mujer que tenía ahora delante de mí, sin la sonrisa ni la ayuda de zapatos con taco, bien podía ser la hermana fea, mayor y más pequeña de la Doritha Tállez del portal de «Reinas de Trujillo».

Vestía jeans claros que le bailaban alrededor de las piernas, zapatillas de deporte, un polo sencillo más bien incierto, y una chaqueta de cuero muy delgada que alguna vez debió estar de moda, pero no en Alemania.

Sus ojeras parecían hechas por un artista especializado en esculturas de cera. De esos que terminan ofreciendo sus servicios a restaurantes y panaderías para poder subsistir.

Lo mejor: tenía puesta una gorra de béisbol bajo la que escondía casi por completo su cabellera negra y que nos confería el aspecto de un trío común de amigos esperando su tren.

Le descubrí una sola cana, como el único polvo que le ha dedicado un cura a la viuda del pueblo en décadas de trabajo parroquial.

Lo peor: temblaba. Casi imperceptiblemente, pero temblaba sin pausa.

Había visto temblar así a adictos a la heroína. Pero sus ojos no eran los de una adicta al «caballo». Y, por lo poco que sabía, tampoco los de una cocainómana.

La conclusión me aterró: temblaba de miedo real, aquel que se funda en hechos y cosas concretas y no en la capacidad de imaginación del miedoso.

*

Nos encontrábamos esperando el tren en dirección a Colonia. Un error, como después se iría a comprobar.

Antes, había logrado convencer a Doritha de que mi madre era amiga de las hermanas Tállez (algo que ya le había mencionado Meneses para convencerla) y que tenía que venirse conmigo a Colonia.

Lo conseguí gracias a un detalle: llevaba conmigo el casete que me había dado mi madre en su última visita.

Nos había costado casi media hora ubicar a alguien que tuviera un reproductor de casetes, pero al fin encontramos a un joven «mendigo» que usaba su aparato para escuchar cedés, sin saber para qué servía la casetera.

Doritha se puso a llorar al escuchar la voz de su madre y de sus dos tías cantando. Ver sus lágrimas me convencieron de que había obrado bien.

Me la llevaría a Colonia y de allí a Sinners. La mantendría escondida hasta que pudiera trazar un plan y, luego, ya totalmente a salvo y esclarecido todo, la acompañaría al aeropuerto.

*

Hay pocas cosas que se pueden planear meticulosamente en la vida y sin que nada funcione de otra manera que la esperada.

Siempre existe algún detalle, un error menor, un mínimo olvido o una simple casualidad que salta a la pantalla de la realidad cuando uno menos lo espera.

Si no fuera así, no existirían grandes ejércitos, ni armas nucleares o cárceles; ni siquiera simples discusiones.

Bastaría con planear bien todo: hasta la elección de tu pareja.

Pero las cosas no funcionan así.

Lo sabe, aunque demasiado tarde, el que ve a un tren descarrilarse con él dentro. O el que observa a otro automovilista perder el control de su vehículo e intuye demasiado tarde que se dirige como un cohete a estrellarse contra el suyo.

Y eso para no mencionar los fenómenos climáticos extremos (la costa de mi país está plagada de restos de civilizaciones enteras -muchas aún sin descubrir- que sucumbieron a El Niño, terremotos, tsunamis o inundaciones) ni los actuales vaivenes de la economía mundial.

(¿Para cuándo la creación de la Quiebrología, el estudio de las grandes quiebras y bancarrotas?)

*

Sé que mi discurso suena cantinflesco, porque un mundo donde cada uno pudiera planear las cosas a su manera y que todo sucediera como planeado sería imposible.

(Salvo que el poder de decisión lo tuviera un solo ser o conjunto de seres y se pudiera hacer creer a todos los demás que su elección es libre, cuando en realidad se trata de la única forma de hacer encajar y coincidir millones de interacciones simultáneas por todo el planeta.)

(Esta es tal vez la razón por la cual los diferentes dioses no tienen tiempo ni para decir pío.)

Pero el hecho es que existe gente que cree que eso es posible.

Y eso es lo determinante.

Cada mañana, una buena parte de las 7.000 millones de personas que pueblan esta manzana contaminada, se levantan convencidas de que el día saldrá tal y como lo tienen planeado.

Es algo que no se puede cambiar.

*

Doritha fue la primera que vio acercarse a los dos gorilas. No eran los bueyes dobles que yo conocía, por eso es que no capté inicialmente el cambio en su semblante.

Meneses se encontraba telefoneando a su nueva novia a unos metros de nosotros y no se percató del abrupto cambio en el rostro de Doritha.

Ya habíamos conseguido animarla y, ahora que faltaban apenas unos minutos para que llegara el tren rumbo a Colonia, la sola visión de los dos hombres había bastado para convertirla en una estatua viviente de cera.

Mi primera reacción fue pararme delante de ella. A modo de protector.

Luego giré mi cabeza en busca de algún guardia o empleado del ferrocarril. Ya quedaban muy pocos pasajeros esperando el último tren de la noche y nadie parecía prestarnos atención.

Llegué a ver incluso la palanca de alarmas, pero no se me ocurrió dejar sola ni por un momento a Doritha. De todas maneras, dudaba de que la ayuda pedida podría llegar tan rápido como para poder ayudarnos.

*

Luego todo sucedió como en una presentación de pantomima: los movimientos un tanto absurdos de nuestros cuerpos, los movimientos calculados de los gorilas, la amenaza de dos pistolas invisibles a nuestros ojos pero presentes, el grito ahogado de Doritha al momento de ser sujetada por una muñeca.

El golpe que recibí del primer gorila me tumbó al suelo como un saco de paja. Esta vez tuve menos suerte: dos costillas rotas y una fisura en un codo. De eso me enteré mucho después. Lo mismo que del dolor.

Nuestra salvación fue Meneses.

Cuando por fin captó la escena, gritó, mostrando su celular en el aire:

-¡Lo tengo todo grabado!

*

El gorila que sujetaba a Doritha se detuvo. Ese fue su error.

De haber seguido su camino, otra habría sido la historia. Desconozco cuál.

El segundo gorila reaccionó de inmediato lanzándose hacia donde estaba Meneses para recuperar el celular y destruir lo grabado.

El venezolano lanzó su aparato hacia las vías del tren, a la altura de Doritha y su captor. Como muestra de agradecimiento, recibió un golpe en la clavícula que lo hizo caer y encogerse de dolor como un feto.

En ese momento escuchamos el pitido del tren que llegaba de Kiel y que tenía que habernos llevado a Colonia. Llegaba retrasado. Gran ironía en el país de la puntualidad (supuesta).

El segundo gorila, que había golpeado a Meneses y se encontraba más lejos del lugar donde había caído el celular, le hizo una seña a su colega. Le estaba indicando que recogiera el celular de las vías del tren y que él se encargaría de Doritha. Era el jefe de la pareja y no pensaba hacer el trabajo sucio.

Vimos las luces del tren apuntando desde lejos en nuestra dirección. El primer gorila soltó a Doritha y saltó a las vías obedeciendo la orden de su compañero.

Adiós Doritha, adiós celular, adiós pruebas.

Recuerdo que también se me cruzó por la cabeza un lamento: el haberle dado los 200 euros a Meneses.

Todo había sido por nada.

*

El segundo gorila sujetó inmediatamente de una muñeca a Doritha-estatua-de-cera y se dispuso a esperar que su compañero recogiera el celular y subiera al andén.

El tren que venía de Kiel volvió a hacer sonar su pitazo, ahora más cerca. Algunos pasajeros se acercaron al borde del andén, pero ninguno hizo el ademán de ayudarnos o de haber notado nuestro apuro. Cada quien quería llegar a su destino sin complicaciones.

Tal como lo tenían planeado.

El primer gorila recogió el celular y se dispuso a subir de un salto al andén. Falló en su primer intento. El tren se acercaba. El hombre sonrió levemente por su mal cálculo. Era alguien no acostumbrado a mostrar miedo o flaqueza.

Tal vez lo consideraba un pecado mortal.

El segundo gorila entendió que tendría que ayudar a subir a su compañero y se acercó hacia las vías del tren para hacerlo. No soltó a Doritha para hacerlo. Entonces sucedió lo inesperado:

Ese detalle, ese error con el que no se contaba, la motita o mancha que echa a perder la virginidad de una hoja en blanco o la camisa perfectamente lavada y planchada por una esposa especialmente cariñosa y sumisa.

Doritha empezó a forcejear con su captor.

El gorila que la sujetaba se dejó desconcertar. Ese fue su segundo error: ¿cómo podía atreverse un insecto a pensar que podía hacer frente a su fuerza?

Su compañero lanzó un grito de ayuda desde las vías del ferrocarril. El tren empezaba a detenerse pero su parada final estaba mucho más adelante.

El captor de Doritha la arrastró hasta el mismo borde de las vías del tren para no soltarla y poder ayudar a su compañero a la vez, y le gritó algo. Obscenidades. Ese fue su tercer error.

Cuando estiró su brazo libre para halar a su compañero y evitar su atropellamiento, Doritha le mordió la mano que la sujetaba.

*

Repasé durante días los detalles de lo sucedido en la estación de Hamburgo como un aparato condenado a repetir infinitamente la misma escena.

Lo volví a hacer cuando al fin pude viajar rumbo a Colonia con Rabitha (ya en mi camioneta) y cuando regresé a Hamburgo para visitar a Meneses en el hospital.

En verdad, me pasé varias semanas más perseguido por las últimas imágenes de los hermanos Ratic. Detesto la sangre no solicitada.

*

Cuando lo pude superar a medias, me costó un verdadero esfuerzo mental rastrear todos los detalles de lo ocurrido hasta dar con un momento determinado.

Buscaba el momento en que habían dado con mi identidad. A partir de ella habían podido deducir nuestro destino ferroviario y nuestro andén.

Que había llegado a Hamburgo en tren y que ese era mi medio de transporte, había sido algo obvio para Racke. Pero, ¿cómo diablos habían dado con el destino de mi tren, o sea, con mi andén?

La estación de Hamburgo posee 14 andenes.

Baumann, de nombre Jürgen, el dueño de «Abbas Enterprise», tendría que haber usado un ejército de por lo menos 28 hombres para poder buscarnos y detenernos, dos por cada andén.

Sin embargo, solo dos gorilas nos habían encontrado con relativa facilidad en la inmensa estación central de Hamburgo.

Obviamente, porque sabían hacia dónde me dirigía con Doritha Tállez.

Y lo más probable era que ya nos hubieran ubicado y estado esperando hasta el último momento para consumar el secuestro. Solo que la Deutsche Bahn (Trenes de Alemania) les falló con su acostumbrada impuntualidad.

*

Me costó esfuerzo, pero recordé el momento exacto:

Tenía que haber sido cuando llegó la policía y tuve que darle mis datos obligatoriamente.

De no haber deseado hacer una denuncia, tal vez no habría tenido que hacerlo, pero no había sido así.

Con todo, sigo sin querer saber cómo consiguió Baumann esa información, puesto que deseo mantener la buena impresión que tengo de la policía de este país.

*

Si meto o un gol o juego un solo partido en mi vida, ¿tendría derecho a ser llamado goleador o futbolista?

Si alguien escribe y publica una sola novela en su vida y no vuelve a escribir nada más, ¿puede tener el derecho a ser llamado escritor o novelista?

Con los goles que le meto a mi hija Mona en mi minúsculo jardín, ¿tendría derecho a pasar a la lista de los grandes goleadores de la historia?

¿Y ella, con los goles que me hace a mí, algunos por la «huacha»?

*

Lo digo porque en el hospital le conté a Meneses que era el tercer caso de gente desaparecida que resolvía.

Él se burló.

-¡Hostia! ¡Es que ya eres todo un detective, chaval! -me dijo, imitando el acento de Fernando, mi jefe de la oficina de traducciones. (Detesta que a su empresa la llamen así.)

Desde su lecho de convaleciente, David quiso saber en detalle cuáles habían sido los dos casos anteriores.

Le conté el caso de la mexicana secuestrada por su propio esposo y el de la mujer que había descubierto que su marido se encargaba de mantener todo un harén para la empresa multinacional donde trabajaba.

-Ese sí suena interesantísimo -me dijo con una sonrisa.

Le conté que la mujer, para salvarse tras denunciar el asunto ante la fiscalía, después había huido al Perú para iniciar una nueva vida.

Su esposo me había contratado para ubicarla en mi país, sin contarme todo lo anterior.

-¡Joder! Si no eres un detective de verdad, por lo menos eres uno «casero» -se burló Meneses al final de la historia.

Lo dejé a punto de dormirse debido a los analgésicos, no sin que antes me aclarara dos puntos oscuros:

¿Cómo diablos había hecho para sacar a Doritha del «Dancing Queens»?

La respuesta era sencilla. Existía toda una cadena de Reinas Danzantes en el norte de Alemania. Solo en Hamburgo había tres y Meneses ya había estado en uno de ellos.

Él ya sabía que, pagando determinada suma, era posible “convencer” a las chicas para visitar un hotel vecino. Prostitución encubierta era otro de los negocios del «Abbas Enterprise».

Volví a pensar en el destino de mis 200 euros. ¿Por qué había demorado tanto en llamarme esa noche? ¿Porque había llegado a usar el hotel con Doritha? No me atreví a preguntárselo.

Me contenté con saber que su clavícula sanaría pronto y con enterarme de que había fingido lo de la grabación en el andén.

Para mí, lo más importante era que Meneses no me guardaba rencor alguno por haberlo involucrado en un asunto en el que bien había podido terminar con más que con un hueso roto.

Me había creído mi cháchara sobre la imposibilidad de planear por completo las cosas y me dijo que se consideraba un hombre de buena suerte, porque no había planeado morir esa noche. No había perdido su sutil humor con el golpe.

*

Doritha me envió semanas después una fotografía donde se la veía con su hija de cinco años. La había dejado de ver casi dos.

Su rostro había cambiado. Pero como cambia el de la gente a la que le suceden cosas verdaderamente importantes y no simples acontecimientos rutinarios.

En respuesta, le envié el reportaje del Stadt Anzeiger, el principal diario colonés, sobre la captura de Jürgen Baumann, el destape de su empresa y la liberación de varias docenas de chicas que vivían como esclavas sexuales en los pisos superiores del «Dancing Queens».

Había sido un tema nacional a lo largo de varios días.

*

Tuve la suerte de que el comisario Peter Kaschuba aceptara mi propuesta de no dar a conocer mi nombre a la prensa.

Pero no lo hizo por consideración a Rabi.

Simplemente, porque le ofrecí, por mi parte, no mencionarle a la misma prensa cómo diablos había podido conseguir Baumann mis datos de un formulario policial de denuncias.

*

Baumann, por su parte, había cometido -curiosamente- un error similar al de Obama frente a la quiebra de Lehman Brothers, error repetido luego por los líderes europeos frente a la gran crisis financiera.

Cuando llegó el Caos Magno siguieron concentrándose en salvar a la banca, pensando en que ayudando a restablecer las grandes fortunas podrían resolver todos los demás problemas, incluido el del empleo.

Baumann, de forma análoga, había hecho crecer su imperio desnudista concentrándose en las inversiones, en el aspecto y ubicación de sus negocios y en su expansión, pero había creído que eso bastaría para conseguir trabajadoras atractivas y fiables de acuerdo a su necesidad.

Al ver que su pequeño imperio empezaba a cojear por la falta de «carne fresca», se había ideado la captación de chicas por medio de falsas ofertas de matrimonio.

Baumann había dividido el mundo en tajadas, como si fuera su torta.

Racke resultó ser solo uno de sus intermediarios de una de ellas.

*

Silke Raupach, la canciller alemana, y la segunda mujer en pasar por ese puesto después de Angela Merkel, se presentó en el programa de Rabi, encandilando a todo el país.

Los graves problemas por la bancarrota de Alemania continuaban, pero ahora los políticos se habían especializado aún más en convencer a la gente que era mejor dejar la administración del caos (que ellos mismos habían creado) a los profesionales del oficio antes que dejarlo en manos de sucios y caóticos advenedizos.

Programas como el de la madre de mi hija contribuían a fijar en las conciencias esa nueva paradoja de los nuevos tiempos alemanes:

Era mejor tener al gato -que a los ratones- de despensero, puesto que los últimos estaban acostumbrados a la basura y los desperdicios.

*

-Leí el reportaje con miedo -me dijo Rabi de buen humor cuando nos volvimos a encontrar. Mona aún seguía en la camioneta de su madre, preparando, de seguro, alguna sorpresa para mí.

La teleaudiencia de su programa había batido todas las marcas y eso se notaba en cada frase que pronunciaba.

-Pero tu nombre no aparece para nada en la prensa, Jorge -añadió-. Gracias.

No pude recordar cuándo le había escuchado pronunciar esa palabra por última vez.

Lancé un vistazo al interior de la camioneta de Rabi para disimular mi desconcierto. Mona estaba todavía dentro de la Land Rover, preparándose para bajar. Noté que había empezado a bajar la ventanilla de su lado. Como «premio» por no haberla involucrado en el «caso Dancing Queens», Rabi me había permitido pasar una semana entera con nuestra hija.

-Cosas de la policía -fue todo lo que se me ocurrió responderle a Rabi, mientras abría los brazos instintivamente para recibir en el aire a Mona porque acababa de saltar inesperadamente por la ventana de la camioneta. Sin previo aviso, se entiende.

La abracé con fuerza.

Como tal vez me habría gustado abrazar a Doritha Tállez cuando ya todo había pasado y tuve que contentarme con darle solo la mano a modo de despedida en el aeropuerto de Colonia-Bonn.

¿Cómo explicarle a mi hija que a veces era mejor planearlo todo, hasta el más pequeño salto?

…   

       Fin

HjorgeV 18-09-2011

UN CASO PARA JORGE DIGAH: «LA NOVIA PRESTADA» (Novelita) (IX)

*

-¡¿Te has vuelto loco?! -me ladró Rabi al otro lado de la línea.

La había llamado porque quería hablar con alguien, con cualquier persona que me conociera, mientras esperaba que la policía terminara de interrogar a la vendedora de entradas del «Dancing Queens» y pasara a interrogarme a mí.

-¿Sabes qué pasaría si un reportero de la prensa amarilla consigue establecer una relación conmigo, no? -volvió a ladrarme-. ¡Podría perder mi programa!

-Por favor, Rabi -traté de tranquilizarla. No había dicho «estúpido». Ya era todo un avance-. Tal como están las cosas en el mundo, bien podría aumentar el número de tus televidentes -traté de bromear.

-Estás loco, Jorge. ¿Quieres poner en peligro mi programa y que la gente sepa que mi ex esposo se dedica a visitar clubes porno? ¡¿Eso es lo que quieres?! ¡¿Que la madre de tu hija pierda sus ingresos y que Mona se perjudique directamente?!

La dejé hablar.

Estaba seguro de que Rabi había ahorrado lo suficiente para no tener que trabajar más en su vida, pero no se lo dije. ¿En qué momento se me había ocurrido llamarla para poder tener a alguien en la línea? La alternativa habría sido llamar a Fernando y ahora me parecía la más lógica. Hablar de los detalles de una traducción bien podía haberme caído mejor que una conversación con Rabi.

¿Por qué diablos no tenía amigos, alguien con quien hablar?, era una pregunta que me carcomía el cerebro cada par de meses, especialmente cuando me metía en líos. Conocidos tenía por docenas. El problema no era que fuera un ermitaño.

-Solo te llamé para decirte que estoy bien a pesar del combazo que he recibido en plena cara y que no tienes que preocuparte por mi salud -le inventé-. Con suerte, mañana estoy recogiendo a Mona por la mañana.

-¿Estás seguro de que quieres denunciar al gorila que te pegó? Olvida tu denuncia, Jorge. Olvida todo. Discúlpate con quien corresponda y vuelve a pensar como una persona normal -me soltó Rabi. Para mí hablaba como una demente, pero soporté su perorata-. Agradece que tengas todos tus dientes en su sitio y que no te hayas roto ningún hueso. Busca luego un hotel, por mí bébete todo el minibar y mañana pasa a recoger a tu hija. Nos harías un gran favor, incluyéndote a ti.

-Lo siento. Ha sido un error llamarte -mascullé.

Colgué enseguida para no tener que escuchar sus interpretaciones sobre mi última frase.

*

-¿Está seguro de que ya no quiere hacer la denuncia? -me preguntó el policía apellidado Stanberg.

Como no vivía en Hamburgo y si se realizaba un juicio tendría que venir desde Colonia y descuidar mi trabajo, además de correr el riesgo de que algún reportero pudiera utilizar el asunto para desprestigiar a Rabi, me esforcé por hacer el tonto.

-No, señor.

-La próxima vez, piénseselo bien antes de llamar a la policía -me regañó-. Tiene suerte porque es una noche tranquila y me ha agarrado de buen humor.

-Lo siento. Sentí miedo, eso es todo. Lo primero que se me ocurrió al ver mi vida en peligro fue llamar a la policía. He sido un cobarde -agregué.

-Bueno, bueno -dijo el funcionario, devolviéndome mis documentos a modo de despedida.

*

En el bar más cercano que pude encontrar, traté de hacer un recuento y, a partir de él, trazar un nuevo plan. ¿Me había traicionado Racke? ¿O simplemente había tenido mala suerte?

Deseé tener su número y llamarlo. Por un momento, pensé en tomar un taxi hasta Buxtehude y tratar de ubicarlo. No, sería una estupidez completa: la carrera me costaría un ojo de la cara y no existía garantía de encontrarlo.

Marqué el número de Michaela porque no sabía qué hacer. No contestó y me sentí aliviado porque no sabía qué habría podido decirle. Debía encontrarme todavía inmerso en una especie de estado de choque y sin ser dueño total de mis actos.

Balanceando mi HTC en la mano y sujetando con la otra mi segunda jarra de cerveza, volví a marcar el número de David Meneses.

No existía.

Probé a ubicar algún rastro suyo en 123people.

Encontré una coincidencia y un número de línea fija. Sin pensarlo dos veces, lo marqué enseguida. Era demasiado tarde para llamar a un alemán. Por suerte, Meneses no lo era.

*

-¡Ese número lo perdí cuando dejé mi departamento anterior, pana! -se rió David Meneses-. Pero de eso ya hace dos años, Jorge -se preocupó.

-¿Hace dos años que no nos vemos? -le pregunté, asombrado de haber creído que solo llevábamos meses sin vernos.

-Más, incluso, mi pana. Cuando te di mi tarjeta no tenía pensado separarme de mi novia de entonces. Y la pendeja se quedó al final con el departamento.

-Porque estaba a su nombre.

-¿Cómo lo sabes? -se asombró.

No le dije que algo parecido me había pasado a mí con Rabi.

Le pregunté si tenía ganas de tomarse un par de cervezas conmigo. Tenía un vago plan, pero no quería dárselo a conocer por teléfono.

-Puedo estar allí en una hora -me dijo Meneses.

*

El fracaso de mi relación con Rabi tenía raras coincidencias con la bancarrota de Europa.

Así como la quiebra de Lehman Brothers había llevado a los políticos a proponer refundar el capitalismo, tras nuestra primera gran crisis pensamos que solo se trataba de recomponer nuestra relación, que el resto se arreglaría entonces por sí solo.

Sin embargo, en el caos, siempre sube la escoria a la superficie y nada vuelve a ser como era.

Tal como le había sucedido a Europa, ante la siguiente crisis, pensamos que se trataba solo de una pasajera y que la prosperidad volvería.

Pero, así como los mercados no son instituciones con principios y valores, y quienes los manejan son simples apostadores, jugadores natos, las razones del amor no obedecen a un sistema o reglamento determinado.

También en el amor se juega, se apuesta y se pierde. Muy pocas veces se gana. Es más, no conozco a nadie que haya ganado, precisamente.

La economía mundial había estado demasiado tiempo en manos de quienes solo tenían un interés: enriquecerse. Al llegar el caos mundial se les había querido exigir responsabilidad.

Era para reír y llorar.

En nuestra relación, Rabi había querido siempre tener todas las ventajas y comodidades, hasta que la cosa había empezado a descoserse y había terminado estallando.

Para reír y llorar, ya lo digo.

*

-Guapa la peruanita -fue el comentario de Meneses cuando le mostré la fotografía de Doritha Téllez en mi HTC. Le había contado la historia más o menos completa que se había iniciado con la llamada de mi madre. Se iba por su tercer ron con cola sin hielo.

-La idea es que entres y trates de ubicarla -remarqué mis palabras.

-¿Y luego? ¿Le pido un baile privado o qué? -se rió él.

-Creo que bastaría con saber que trabaja allí -le respondí, sabiendo que podía ser insuficiente, puesto que desconocía su horario de trabajo y dudaba de que pudiera aguantar despierto hasta las cinco o seis de la mañana.

-¿Quieres rescatarla, no?

-Sería lo ideal para su familia en Trujillo.

-¿Estarías dispuesto a darme 200 euros? -me preguntó, como quien pregunta por una cerveza de invitación.

Me quedaban unos trescientos disponibles. Me asombró su pregunta, pero en ese momento habría dado mucho más por un poco de ayuda. Decidí pensar en que esa noche dormiría en su casa y me ahorraría el hotel. Le entregué cuatro billetes de cincuenta.

-De acuerdo -dijo Meneses tomando los billetes como si fueran las pruebas de un delito.

Se notaba que la idea de ayudarme le gustaba, pero no solo por la perspectiva de poder ver muchachas desnudas bailando, quise imaginarme. En su mirada se percibía el interés por la aventura, por saber cómo podía terminar la historia de Doritha Téllez.

Le di un par de recomendaciones y le hice un par de advertencias. Le describí la entrada del negocio y le rogué que hablara su mejor alemán posible. Era genial imitando acentos.

Nos despedimos a unas tres cuadras de distancia del «Dancing Queens» y me puse a dar vueltas por las inmediaciones. Sabía que la espera se me iba a hacer muy difícil.

*

Luego de una hora sin tener noticias de él, empecé a preocuparme.

No era una noche especialmente fría. No obstante, aunque había tomado la precaución de recoger mi casaca de la estación, sentía el relativo frío nocturno del fin del verano, multiplicado por la preocupación.

Me imaginé que lo habían visto conmigo y que lo estaban torturando para sonsacarle alguna información sobre mi persona.

De lo nervioso que estaba, me pasé de tabernas y de tragos y, en contra de lo acordado, cuando se cumplieron 80 minutos marqué el nuevo número que me había dado. Nadie contestó.

Tranquilízate, me dije. Seguramente su celular no tiene cobertura dentro del «Dancing Queens».

Muy bien, me dije luego, ¿pero qué diablos hace Meneses casi hora y media allí dentro? Si hubiera entrado a un burdel me lo podría haber explicado de otra manera.

Reflexioné, caminando un largo rato para despejar la ligera borrachera. Llegué a la conclusión de que era muy improbable, casi imposible, que nos hubieran visto juntos.

Existía otra posibilidad.

Que él hubiera reconocido y contactado a Doritha, y que, al empezar a interrogarla, hubiera alertado a los compinches de los bueyes dobles.

Decidí esperar quince minutos más.

Volví a llamarlo.

Nada.

.

…   Termina el domingo…

       HjorgeV 16-09-2011

UN CASO PARA JORGE DIGAH: «LA NOVIA PRESTADA» (Novelita) (VIII)

La tormenta se desató tan inesperadamente como luego se disipó, dejando el cielo abierto como un gran cofre de luz y espacios azules.

Cuando volvió a radiar el sol, ya libre de mantos, parecía un anciano regresando a casa después de haber pasado sus mejores años en otro país. O como una moneda de cobre que vuelve a un mercado donde hace tiempo se ha impuesto otra divisa.

Pensando en cómo pasar el tiempo hasta las diez, recordé que Michaela, mi compañera de viaje, me había dicho que su novio era músico y que cantaban juntos en la calle.

Después de una hora de estar deambulando por los alrededores de la estación central sin haberlos ubicado, recordé que me había dado su número. La llamé como quien llama a una casa que sabe desierta.

A la octava timbrada escuché voces, acordes de una guitarra y ruidos callejeros.

-¿Quién eres?

-Michaela, soy Jorge. Viajamos juntos en el automóvil de Andrea.

-¿Andrea? No conozco a ninguna Andrea.

Hablaba muy fuerte, como si tuviera problemas para escuchar su propia voz. 

-Bueno, no pasa nada -me disculpé-. Me diste tu número y pensé que tal vez podría escucharte cantar. Eso es todo.

-Ah, ya sé quién eres -rió ella. En ese momento no me di cuenta de que era la primera vez que la escuchaba reír.

Me explicó dónde se encontraban. Ahora parecía contenta y orgullosa. Corté y me dirigí al lugar que me había indicado.

*

Los reconocí desde lejos, pero hice un rodeo para acercarme.

La pareja no podía ser más dispareja.

Él era mayor y se le veía sucio y descuidado; ella, jovencísima y con ropas con las que no le negarían el paso a ninguna discoteca, por más que se había esforzado en hacer más huecos en sus pantis y no parecía sentirse incómoda sentada sobre el asfalto.

Él lucía trenzas rastafari que hablaban de meses evitando el champú y el jabón, mientras que el cabello de ella se veía lozano y bien cuidado.

Musicalmente, la asimetría era más patente.

Él era un verdadero músico desconocido, ella solo una aficionada con una voz de cuerpo excepcional, pero nada más salvo eso.

Escucharla, medio escondido entre turistas, paseantes y curiosos, me hizo recordar a un loco que frecuentaba el mercado de Surquillo.

El hombre se paraba bajo el arco de la entrada para cantar a todo pulmón el inicio de La donnaèmobile.

Lanzaba su potente voz a la bóveda del antiguo mercado, hasta que conseguía que todos se detuvieran un instante para escucharlo.

El tipotenía una voz interesante y bien formada, pero como desafinaba y adolecía de claros problemas rítmicos, el efecto era terrible, casi terrorífico: como el de un cirujano plástico que hubiera confundido los riñones con las orejas de su paciente y los hubiera intercambiado sin querer.

*

Me sentí incapaz de acercarme a Michaela. En caso de que me preguntara lo que pensaba sobre su arte, no sabría si decirle la verdad cruda y madura u optar por disimular.

Sabía que, en caso de mentirle, ella lo notaría aún en mis posibles falsos halagos.

Seguí mi camino, me compré un helado. Lo comí hasta la mitad y arrojé el resto a un basurero. Divisé una librería espaciosa de varios pisos y decidí refugiarme en los libros.

*

En la sección de Literatura Extranjera encontré El túnel junto a El perfil del viento y Los huevos del ángel. Tomé el primero y ocupé un sillón junto a un ventanal.

Había terminado de leer, o no, alguna vez, la primera novela de Sabato. No lo recordaba con precisión. Pero sí que había sido un tema en mi vida en la época de estudiante en La Católica.

La publicación que tenía entre mis manos era de Ediciones Cátedra, famosa por sus pulcras ediciones comentadas.

*

De arranque, me llamaron la atención tres detalles.

El título de la editorial figuraba en la carátula en mayúscula y sin la tilde respectiva: CATEDRA.

Por el contrario, el apellido del escritor argentino aparecía en la misma portada con una tilde apócrifa que no figura en su partida de nacimiento.

Sabato se suele pronunciar como esdrújula -Sábato- y muchos lo escriben así, con tilde, pero no era su nombre oficial y menos como el mismo Sabato lo escribía.

No solo eso, en la misma cubierta, el nombre del responsable de la edición, Ángel Leiva, aparecía sin la tilde inicial correspondiente.

Un misterio (editorial).

Mi curiosidad por el contenido del libro se sintió espoleada. Me quedaban un buen par de horas hasta que tuviera que dirigirme al negocio de desnudismo.

*

¿Se imaginan entrando a una casa para conocer a alguien y encontrar a esa persona recién en la cuarta o quinta habitación, tras la obligación y el tedio de haber tenido que ser presentado y conversar con otras gentes que no eran de nuestro interés?

¡La novela empezaba recién en la página 61, de un total de 165!

Abandoné el prólogo tras leer que Sabato había nacido en Rojas, «pueblecito de la provincia de Buenos Aires, comprendido, hacia el final del siglo XVIII, dentro de la zona fronteriza con el indio».

«Zona fronteriza con el indio».

La frase me causó escalofrío y no quise saber si existía un uso usamericano de la misma. ¿Hablarían así los nazis, también?

*

El tercer, cuarto y quinto comentarios (de la edición comentada) eran explicaciones del significado de las palabras ‘vereda’ (acera), ‘chofer’ (aguda como en su original francés) y ‘apartamento’.

Pensé que se trataba de una broma.

Tendría que haber devuelto el libro a su lugar, hastiado, pero la primera frase de la novela ya me había enganchado:

«Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne».

Además, comprobé que no habían muchos más comentarios a lo largo del cuerpo de la novela.

Cuando volví a levantar la vista, el gran reloj de pared de la librería marcaba las ocho. Me acerqué con el libro a la caja.

*

Empezaba a oscurecer cuando distinguí desde lejos los tubos de neón que formaban el nombre del establecimiento: Dancing Queens.

Después de comer un sánguche seco y sin gracia en un puesto de comidas al paso, había llamado a mi madre y le había dicho que seguía sin saber qué aspecto tenía Doritha Tállez. Me dijo que la podía encontrar en el portal «Reinas de Trujillo».

Después de ubicarla sin ninguna dificultad, entendí mejor la historia de Racke.

Las chicas que contactaba debían tener cierta inclinación por el exhibicionismo o, en todo caso, poco temor a mostrar su rostro y su cuerpo en la Red.

Pensando en que el dueño del Dancing Queens debía ser también el cerebro de la «empresa», consulté en mi HTC por la razón social del negocio.

Me encontré, como era de esperar, solo con el nombre de una sociedad de responsabilidad limitada. Tenía un nombre que hablaba de la cultura musical del propietario: Abbas Enterprise. Y la dirección era la misma, con toda seguridad, una simple dirección postal.

En un bar cercano, bebí dos cervezas para aplacar la tensión que se me iba acumulando como la basur ntía.

*

Para ingresar al Dancing Queens había que pasar por un corredor que era muy oscuro a pesar de los grandes espejos en las paredes. El pasadizo terminaba en una caseta muy luminosa en la que una bella rubia cobraba la entrada.

-Lo sentimos, pero la casa se reserva el derecho de no permitirle el ingreso -me dijo la joven cuando me disponía pagar la suma correspondiente.

Primero no entendí, porque me había concentrado en el aspecto de la mujer y en su forma de hablar, una eslava a todas luces: rubia natural, rostro especialmente simétrico y frente amplia, ojos claros ligeramente rasgados y bastante separados, y un fuerte acento del este al hablar.

Lo repitió en forma resumida al notar que seguía con el billete sobre mi mano extendida.

-La casa se reserva el derecho de admisión, caballero.

Me señaló un cartelito que lo repetía en varios idiomas. La música se filtraba desde el interior del negocio aún vacío.

Hice como que no le había entendido, puse el billete sobre el pequeño mostrador de la caseta sin preocuparme por el vuelto y crucé la puerta de ingreso abriendo dos cortinas de color bermellón y pesadas como alfombras.

*

Una mano dura como la pezuña de un cerdo, pero prensil como la mano de un mono apareció desde la oscuridad, me levantó sin ninguna dificultad varios centímetros por encima del suelo y me devolvió al otro lado de las cortinas de la puerta.

Cuando quise reaccionar, dos simios del tamaño de roperos para jugadores de la NBA y anchos como dos bueyes juntos, me hicieron avanzar por el pasadizo de espejos a trompicones y sin necesidad de ponerme una mano encima. Les bastaba el empuje de sus cuerpos.

Caí a la vereda, rodé un par de metros y me levanté de un salto.

-¿Por qué dos contra uno solo? -pregunté, rabioso como un niño al que le acaban de hacer caer su helado favorito-. ¡Cobardes!

*

Los roperos se quedaron mirando. Uno de ellos empezó a avanzar lentamente hacia mí.

Comprendí que Racke tenía que estar en algún lugar, probablemente detrás de alguno de los espejos o le había advertido por teléfono al dueño del Dancing Queens de mi presencia. Me sentí traicionado, además de estafado.

Ciego de ira, pero intuyendo que el buey doble se acercaba para amenazarme o golpearme, introduje mi mano al bolsillo de mi casaca. Me encontraba en la vía pública, ya no en los territorios del club. Usaría mi HTC para llamar a la policía. Después de todo, podíamos estar en un barrio rojo, pero seguíamos en Alemania.

Si no eran capaces de guardar ciertos modales, la presencia de un patrullero en la puerta de su negocio les echaría a perder parte de la ganancia de la noche.

El buey doble se acercó hasta una distancia de un metro. No supe si retroceder o mostrarle que en la vía pública yo podía pararme donde quisiera.

Cuando pensaba que iba a decir algo, intuí un movimiento de su mano derecha y tensé la mandíbula. Me lanzó un golpe con el que no había contado para nada.

Todo fue demasiado rápido para saber si había sido un puñetazo o una bofetada, lo cierto es que volé un par de metros, me sentí flotar por unos instantes y luego caí sobre mi codo derecho como un arquero que acaba de salvar a su equipo. Aún mantenía mi mano en el bolsillo empuñando mi celular. Me pasé la mano izquierda por la boca y noté con alivio y sorpresa que mi mentón y mis dientes seguían en su lugar.

Me levanté de inmediato, absurdamente más rabioso que antes. Pero mi rabia era simplemente cívica: quería llamar, ahora con más razón, a la policía.

*

Revolví mi puño con el HTC dentro del bolsillo y tuve que contenerme para no usarla como un arma arrojadiza. Empecé a sacar lentamente el celular de mi bolsillo, conteniéndome para no lanzárselo por la cabeza. Tenía el rostro congestionado de rabia e indignación. Los tipos me la pagarían. Haría la denuncia correspondiente por agresión. Mi mano derecha temblaba dentro del bolsillo.

Entonces escuché que el otro buey doble le gritó algo a su compañero en un idioma que me sonó a polaco.

Mi agresor pegó un salto y empezó a alejarse corriendo. Recién entonces me di cuenta de que algunos transeúntes habían detenido su paso para observar qué sucedía.

Me tomó un instante entender que los bueyes habían pensado que llevaba un arma de fuego en el bolsillo de mi casaca.

Sin entender que estaba comportándome como un demente, empecé a perseguirlo como si tuviera un batallón detrás de mí. Deseé tener la Walther PPK que mi padre había mantenido escondida hasta su muerte repentina. No me pregunté cuándo diablos había dejado de pensar como un pacifista.

Vi zigzaguear, resbalarse, agacharse y agazaparse a mi agresor detrás de los automóviles estacionados, para luego volver a saltar y correr hasta que se perdió en la oscuridad de una calle lateral.

.

…    Continúa…

       HjorgeV 13-09-2011

UN CASO PARA JORGE DIGAH: «LA NOVIA PRESTADA» (Novelita) (VII)

Cae su bolsa y escucho el sonido de varias botellas rompiéndose. Me ataca un malestar insoportable.

No solo acabo de asustar a este pobre hombre: también le he echado a perder parte de su trabajo. Oficial, reconocido, digno o no. Recoger botellas vacías es su trabajo, su forma de ganarse la vida y la bebida.

Mientras me queda observando con el miedo de quien ha pasado por todo tipo de tragos amargos con diferentes tipos de autoridades y poderes y nunca ha podido defenderse, trato de inventarme una historia.

El hombre empieza a temblar y mi malestar aumenta.

Gran parte de su rostro parece pasado por un molino de carne y reconstruido por un cirujano de buen corazón pero de escasos recursos y menos tiempo.

Su tez es una compleja geografía de piel repartida a la mala, cicatrices, heridas mal curadas y venitas azules y rojas.

El tipo parece haber trabajado un tiempo en una kermés especializada en niños problemáticos y agresivos. Su puesto fijo tiene que haber sido el de blanco o diana en el «Tiro a la cabeza del borracho».

Sus ojos azules tienen una luz perdida: la del que hace mucho tiempo que ha dejado de ver la vida y sus habitantes como algo hóspito (hospitalario) y comprensible.

Su esclerótica, si fue alguna vez blanca, hoy es un mapa amarillento y tupido, recorrido por inquietas venillas rojas.

*

-Disculpe -tartamudeo.

El hombre se balancea, como un marinero al volver a tierra después de meses.

Empiezo a entender que acaba de levantarse y todavía no ha tomado su «desayuno».

Le alcanzo la botella de cerveza que llevo medio escondida y vislumbro un primer gesto de humanidad en Racke. No una sonrisa, no un agradecimiento. Es algo mucho más complejo que no alcanzo a comprender.

Mientras levanta la botella para «sincronizarse» con el mundo exterior, recojo la bolsa y devuelvo los cristales rotos al basurero contiguo que parece haber estado observándonos todo el tiempo.

Racke me devuelve la botella con el gesto de quien quiere compartir algo, pero el asco puede más que mi sentido de solidaridad o compasión.

Consigo hacer un gesto para darle a entender que se la puede quedar.

-Le devolveré el importe de las botellas rotas -atino a decirle.

El hombre hace un amago de sonrisa por primera vez y ahora detecto una nueva constelación en el iris de sus ojos, algo como el gesto de perros sedientos ante la caricia que acompaña el ofrecimiento de un tazón de agua fresca.

-No se preocupe -me dice. Ahora me parece descubrir vergüenza en su rostro.

*

-La madre de Doritha Tállez está muy preocupada por su hija -le digo.

-¿La peruana guapa, no? -me dice Racke.

Respiro aliviado.

Con suerte podré ubicarla y conocerla dentro de las próximas horas, podré llamar a mi madre o pedirle a la misma Doritha que llame a su familia y regresar a Colonia esta misma noche.

-Bueno -empiezo a decir, como si todo ya estuviera resuelto y solo nos quedara cumplir con simples formalidades-. Dígame dónde se encuentra y del resto me puedo encargar yo.

Roman Racke hace un gesto extraño.

-Hace mucho que no sé de ella.

*

Trato de hacer funcionar mis neuronas a gran velocidad. Enseguida llego a lo más obvio: ¿cómo diablos he supuesto que una guapa extranjera puede haber tenido alguna relación sentimental con este alcohólico indigente?

Mi primer impulso es el de llamar a mi madre y pedirle que me explique la historia. Algo que he debido haber hecho mucho antes. Antes, incluso, de aceptar hacerle el favor a sus amigas, las hermanas Tállez.

-Está bien -trato de tranquilizarme-. Ayúdeme a encontrarla y me mostraré especialmente generoso con usted, señor Racke -añado, pensando en el dinero que podría ahorrar si consigo regresar hoy día mismo a Colonia. Se lo digo-: Puede contar con el dinero que pensaba gastar en un hotel. Más una propina adicional.

Espero un gran brillo en sus ojos, pero este no llega.

Racke hace un gesto más bien penoso, como el que se hace frente a las cosas perdidas irremediablemente. Calle Sin Retorno, número Desconocido.

El cielo se oscurece de golpe. Una nube especialmente oscura, aunque de escasa extensión, hace las veces de telón en un teatro.

Cuando la luz solar vuelve de golpe, decido aclarar las cosas.

*

-Dígame la verdad -lo conmino.

-No puedo -me responde Racke.

La sangre se me sube a la cabeza debido a la confusión que experimento: toda la compasión que sentía instantes atrás por este hombre parece haberse difuminado y en su lugar solo hay ahora una premura: la de terminar esta bendita historia de las hermanas Tállez.

Lo sujeto por un hombro fuertemente. Los ejercicios diarios en el gimnasio, que inicié a raíz de una lesión a mis meniscos, me confieren una confianza que no me conocía.

-No estoy para bromas, señor Racke.

-No -dice el hombre, agitando su cabeza. Hay un miedo superior, todopoderoso, en el fondo de sus ojos.

Expulso el aire contenido en mis pulmones.

-Está bien. Le pagaré por un par de datos que me permitan continuar mi búsqueda. ¿De acuerdo? Nada que lo pueda poner en peligro a usted.

Racke parece respirar aliviado e intuyo que he dado en el clavo. ¿Cuál es la maldita relación entre este guiñapo y Doritha Tállez?

-Para empezar -añado-. Será mejor ir a otro sitio donde nadie nos vea para poder conversar.

*

El parque que ha escogido Roman Racke está desierto a esta hora de la tarde. No son aún las tres, pero las temperaturas han descendido como si se acercara la noche. Nada especial para comienzos de septiembre en Alemania.

Le ofrezco otro cigarrillo de la cajetilla que he comprado expresamente para él y que pienso entregarle al despedirnos, junto con su «sueldo».

Para mí he comprado dos latas de cerveza tipo «pils» y ya estoy por terminar la segunda. Un litro en total.

La historia que he escuchado en la última media hora me ha dejado entre estupefacto y escéptico. Pero sé que este hombre me está diciendo la verdad y que tiene miedo de sufrir represalias por hacerlo.

El resumen del relato es el siguiente.

*

Para poder financiar y gozar su vida disipada, Racke dejó su empleo en la empresa de manijas y aceptó un trabajo bastante sui géneris.

Su nueva tarea consistía en ubicar en la Red ofertas, anuncios y mensajes de muchachas latinoamericanas interesadas en relacionarse con un hombre alemán.

Una vez establecido el contacto, Racke les enviaba una fotografía suya en la que posaba al pie del Mercedes del año de su nuevo jefe.

El paso siguiente consistía en crear una relación más profunda solo a través de mensajes y esperar hasta que fueran las mismas muchachas las que hablaran de una relación más profunda.

Llegados a ese punto, Racke les ofrecía una teleconferencia, con el fin de demostrarse mutuamente que las fotografías intercambiadas hasta ese momento no eran falsas.

Para aumentar la confianza de las chicas, se comunicaba con ellas desde algún lugar público del mismo centro de Hamburgo.

Picaban muchas.

*

-¿Cuándo empezó con todo eso? -pregunté, tratando de calcular en qué espacio de tiempo había perdido su rostro Racke y lo había reemplazado por una bolsa de carne molida, cicatrices y recubierta por venitas rojas y azules.

-¿Dos años? -respondió con una pregunta.

Le pedí que continuara.

-En apenas tres meses conseguí varias ofertas de matrimonio.

El resto me lo podía imaginar. Por lo menos así lo creía. Callé, esperando que continuara sin tener que pedírselo.

-A las chicas más bonitas les decía que me gustaría conocerlas, pero que por cuestiones de trabajo no podía ausentarme del país.

-Entonces les ofrecía un boleto de avión -intuí.

-Así es.

-¿Las vendían a un solo burdel o a varios? -volví a barruntar.

-A ningún burdel -me respondió Racke, asombrándome.

Decidí esperar su explicación. En muy poco tiempo había aprendido a sonsacarle cosas con simples gestos de mis ojos.

Tabledance.

-¿Table dance? -repetí, sabiendo a qué se refería y que en alemán no se escribe separado.

Racke asintió con la cabeza. «Esta historia no le gustará nada a las hermanitas Tállez», pensé.

-Salvo eso, Doritha está bien, ¿no?

Levantó los hombros.

-Ya le dije que hace tiempo que no sé de ella.

*

Dejé Buxtehude a eso de las cinco de la tarde con la sensación de estar siendo perseguido por dragones invisibles.

En mi asiento del tren, junto a la ventanilla, pude contemplar el desarrollo y avance de un grupo de nubes muy cargadas que terminaron liberándose sobre la estación justo al llegar a Hamburgo.

Racke no me había dicho mucho más sobre Doritha. Pero por lo menos me había indicado cómo llegar al club donde había trabajado la última vez que la había visto.

En lo que respectaba a su «empresa», me contó que a las muchachas así cazadas las obligaban a bailar durante un mes para pagar el viaje de ida y otro mes si deseaban pagarse el viaje de regreso. En caso de oponerse, las amenazaban con entregarlas a las autoridades migratorias.

Racke me contó que la historia no terminaba allí.

Muchas de las chicas terminaban participando en fiestas donde corría abundante cocaína y se volvían dependientes de la droga andina.

El siguiente paso de su «jefe» consistía entonces en usarlas como «burriers».

Para «convencerlas», les retenía el dinero que habían ganado y les prometía devolverlo una vez cumplida su misión, dejándolas entonces libres. No quise preguntarle cuántas habían terminado en la cárcel.

*

El error de Racke había sido enamorarse de una de esas chicas.

-¿De Doritha? -le pregunté.

Negó con la cabeza.

Había sido de una «tica» que le había hecho perder de golpe la cabeza.

Cuando intentó rescatarla, los esbirros de su jefe le dieron una paliza que casi lo lleva a la otra.

Sin trabajo, amor ni dinero había caído pronto en la indigencia.

Me despedí entregándole dos billetes de cincuenta euros en una mano y la cajetilla empezada en la otra. Supongo que para evitar tener que darle la mano.

*

De la estación de Hamburgo me dirigí directamente al lugar que me había indicado Racke.

Recién empezaba a funcionar a las diez y no pude encontrar nada ni a nadie que pudiera proporcionarme alguna información sobre el negocio.

Decidí rescatar mi casaca de mi maletín que había dejado en la consigna de la estación central porque la lluvia había hecho disminuir aún más la temperatura ambiental.

Desde el tranvía llamé a Fernando.

-Estoy buscando a una pariente que ha sido vendida a una mafia. ¿Podrías dejarme en paz durante un par de días, por favor? Mañana espero haber solucionado todo.

Mi jefe tartamudeó e intentó disculparse. Colgué antes de poder escuchar qué pensaba decirme.

Luego me dirigí a dar una vuelta por el centro de Hamburgo esperando a que dieran las diez. Me sentía como un boxeador que tiene que enfrentarse a varios rivales a la vez y ya ha conseguido noquear a dos de ellos.

De paso, los dragones invisibles parecían haber dejado de perseguirme.

En cambio, hormigas de grandes patas y tenazas rojas habían pasado a ocupar gran parte de mi estómago, mientras que el cielo encapotado de Hamburgo empezaba a anunciar una verdadera tormenta.

.

…    Continúa…

       HjorgeV 09-09-2011

UN CASO PARA JORGE DIGAH: «LA NOVIA PRESTADA» (Novelita) (VI)

A pesar de que Buxtehude es una localidad relativamente pequeña, no deseo perderme mientras persigo a mi personaje, así es que vuelvo a encender mi celular.

Enseguida suena La flor de la canela, la melodía que he asignado a las llamadas de mi madre. Mi personaje examina con la mirada el contenido de un basurero público y extrae una botella vacía de agua mineral.

La melodía de Chabuca Granda la he escuchado solo una vez desde que Fernando nos entregó hace un año a todos sus empleados un HTC: esta.

-Mami, deja que te devuelva la llamada.

-Su apellido materno es Robledo, hijito -me dice mi madre.

Antes de que pueda responderle o darle las gracias, ella ya ha colgado.

Siempre ha sido una mujer con sentido práctico.

*

A continuación se escucha Tengo el corazón contento en mi HTC. Es Fernando. Suele enviarme solo mensajes al celular. Pero cuando se trata de algo urgente, me llama directamente.

No respondo su llamada. En cambio, le envío un mensaje de texto: «Estoy ausente».

Él sabe lo que detesto escribir SMS.

Para alguien acostumbrado a escribir con diez dedos y a ciegas, escribir un mensaje de texto es comparable a querer comer arroz grano por grano y con palitos chinos.

«POR K NO ME CONTESTAS?» es su respuesta. Con mayúsculas, como un grito.

«Porque estoy ausente», escribo. Luego hago enmudecer a mi telefonito.

*

Mi personaje está recogiendo varias botellas de cerveza amontonadas alrededor de un basurero más que repleto. Distingo su sonrisa de satisfacción desde la distancia.

Este hombre que busca en la basura su alimento ‘espiritual’ diario es una radiografía de la Europa actual. La gente tiene suficiente dinero como para despreciar los centavos que recibiría por botellas vacías, pero tiene la impresión de estar pasando por un gran mal momento.

Y tienen razón. La economía mundial ha empezado a tambalearse de verdad.

El desconcierto es total: los países han acumulado deudas que nunca van a poder pagar pero no se atreven a poner un dedo en el modelo, por más que esté claro que se ha convertido en una ilusión peligrosa.

Se originan conflictos, disturbios y manifestaciones, pero nadie parece tener claro si su carácter es social, generacional, racial, económico o laboral.

Hasta los ricos han propuesto pagar más impuestos en Alemania. No es bonito vivir con la angustia de que en cualquier momento se produzcan estallidos sociales. No son tontos.

Pero su reacción es tardía.

*

Media hora después, estamos acercándonos a la caja del supermercado LIDL, famoso por el mal humor de sus empleados, es decir, por sus malísimas condiciones de trabajo.

Mi perseguido tiene el boleto que le ha entregado la máquina automática para envases vacíos y dos «sixtos» de cervezas sobre la cinta transportadora. Me mantengo alejado debido al olor a berrinche que despide. Me dispongo a pagar una botella de cerveza y una latita de nueces.

Veinte minutos más tarde, lo he seguido hasta un pasaje cercano a la oficina estatal de empleo. Dos hombres -debo suponer- aún duermen dentro de sus respectivas bolsas de dormir y uno más se alegra al ver los dos «sixtos». El cielo sigue nublado, lo que hace la temperatura de esta tarde veraniega soportable.

Paso delante de la entrada del pasaje y doy toda una vuelta hasta llegar al otro extremo. Me siento sobre el pavimento de tal manera que mis personajes no me puedan ver y aguzo el oído. De vez en cuando el viento cambia de dirección y me llega un olor a orina, sudor, miedo, a ropa muy sucia y alcohol.

*

-No me quisieron dar hoy tampoco el diario -dice uno de ellos. Supongo que es el que ha estado esperando. Estiro con cuidado la cabeza para observarlos sin ser descubierto.

-Son unas mierdas -dice mi perseguido, empezando a abrir las botellas de plástico de cerveza. Da un largo trago y sus ojos adquieren inmediatamente un tono más vivaz. La cabeza la menea como un perro satisfecho.

-Me han vuelto a decir que tengo que dar una dirección para que me puedan enviar mi dinero.

Vuelvo a esconderme. Sé que están hablando de la ayuda social. Y puedo imaginar el círculo vicioso en el que se encuentra: como no tiene un domicilio fijo, no puede recibir dicha ayuda ni encontrar trabajo. Como no tiene trabajo, no tiene domicilio fijo y tiene que depender de esa ayuda.

Escucho unos minutos más, hasta que decido intervenir.

*

-Le debo un favor a mi compadre Racke -les digo con la cara más tonta que debo haber puesto en mi vida-. Y no puedo encontrarlo para pagárselo.

Los dos se quedan mirando.

-Me ayudó a reclamar mi ayuda social -continúo-. Así es que le debo un gran favor. Me han dicho que lo puedo encontrar por la estación central pero aún no ha llegado -me lamento. Destapo mi botella y le doy un largo trago. Miro hacia la eternidad con el brillo en los ojos que acabo de observar.

-¿Racke? -pregunta uno de ellos-. ¿Quién es?

-Trabajaba en una fábrica de manijas.

-No conocemos a ningún Racke -dice uno de los que aparentemente estaban durmiendo. Levanta su cabeza y sonríe al ver las cervezas. Toma una con mano temblorosa. Su desayuno.

-Qué pena -digo, empezando a retirarme porque no quiero tener líos-. Tendré que devolverle el favor en el cielo.

Los tres personajes despiertos ríen.

Levanto mi botella y hago un gesto para brindar.

-¡Por Racke! -proclamo.

*

-¿Cuál es su nombre? -pregunta el otro personaje que yo creía dormido, retirando la bolsa de dormir hasta quedar descubierto hasta la cintura. Se soba las manos y luego toma una botella.

Imagino que esa debe ser su mejor manera de despertar: acabas de llegar al infierno y te encuentras con tu boleto al cielo a la mano.

No quiero saber el lado oscuro del alcoholismo.

-No sé -respondo-. Nunca me lo dijo. Todos lo llamaban Racke en su empresa. Acabo de estar allí.

Digo la dirección en voz alta.

-Ese solo puede ser Roman -dice mi perseguido.

Mis ojos empiezan a brillar como los suyos.

-Diez euros para el que me ayude a encontrarlo -anuncio. Inmediatamente me doy cuenta de que es una suma insignificante. ¿O no?

-Sigueme, extranjero -me dice, empezando a caminar como un mesías o como alguien que sabe que no tiene que mirar atrás para saber que es seguido por una muchedumbre de fieles.

*

Racke es un personaje parecido al primero en varios sentidos. Cuando lo encontramos también está recogiendo envases vacíos dentro de los límites de su particular coto de caza.

Le entrego los diez euros a su «colega» y le guiño un ojo.

-Voy a seguirlo hasta que le pueda dar una buena sorpresa -le explico, haciéndole el gesto infantil de guardar silencio con un índice sobre mis labios.

Cuando se ha alejado lo suficiente y ya no es posible que me pueda escuchar, me acerco a Roman Racke.

-Policía del Perú -le ladro, mostrándole mi DNI peruano como si fuera una placa policial y fingiendo un acento de un latino hablando muy mal el alemán. El de las películas que se ven en la televisión y el cine de este país-. La señorita Doritha Tállez Robledo tiene que regresar inmediatamente a su país.

El hombre me queda mirando como quien acaba de escuchar su sentencia de muerte.

Su bolsa con botellas y latas vacías cae con estrépito sobre la calzada.

.

…    Continúa…

       HjorgeV 08-09-2011

UN CASO PARA JORGE DIGAH: «LA NOVIA PRESTADA» (Novelita) (V)

-¿Por qué se ríen? -les pregunto a los dos.

Mi celular vuelve a emitir un pitido. Tengo un nuevo mensaje, pero no me dejo distraer y lo dejo en su lugar. Fernando debe estar hirviendo en su oficina de Colonia.

-¿No lo conoce, no? -dice el más joven del grupo. Están casi listos con su almuerzo.

Niego con la cabeza. Porque no sé siquiera si Herr Racke es una invención.

-Agradecería cualquier información que me pudieran dar sobre él.

-Es un pobre diablo -interviene el mayor-. Un borrachín. Ninguna mujer querría acercarse a él.

-¿Dónde lo podría encontrar?

-Ni idea -dicen los dos a coro.

-Tiene que vivir en algún lugar.

-Lo dudo -dice el mayor de los dos.

Quiero preguntar «¿Cómo que lo duda?», pero entonces entiendo que me está dando entender que se trata de un indigente, de un sin techo.

-De acuerdo. No tiene domicilio fijo. Pero, ¿saben dónde lo podría encontrar?

-¿Conoce Buxtehude?

-Mi primer día aquí.

-Pregunte a los borrachines de la estación central por él -dice el mayor.

Luego los dos se levantan y pasan a ignorarme como una mujer de la calle a un cliente despreciable tras concluir su trabajo.

Me quedo un rato sentado, manoseando la salchicha y comiendo un par de papas fritas. Luego me doy cuenta de que ni siquiera sé cuál es el nombre del señor Racke, de exisitr.

Me animo a echarle un vistazo a mi celular, para olvidar mi contrariedad. El mensaje no es de Fernando sino de Rabi, la madre de mi hija.

Sin leer el mensaje, me levanto de mi asiento, dejo el plato a medio terminar sobre el mostrador, me despido y empiezo a recorrer el camino de regreso. Marco el número de Rabi.

-¿En qué te puedo servir? -trato de ser lo más diplomático posible.

-¿Has salido de Alemania, Jorge? Pronuncia mi nombre con la jota y la ge como aspiraciones de un enfermo terminal como casi todos los alemanes que conozco.

«¿Qué te importa?», debería ser mi respuesta de cajón.

-¿En qué te puedo servir? -le repito.

-Necesito que te quedes con Mona dos o tres días.

-No puedo. Lo haría con gusto. Pero estoy muy lejos de Sinners.

-Pero en Alemania. Mira, Jorge, se trata de una emergencia -me dice mi ex mujer, alterando su voz hasta un punto que no puedo reconocer. ¿Se está rebajando a pedirme un favor? No lo puedo creer.

Rabi es una figura famosa de la televisión. Dirige un programa considerado «raro» porque conjuga política, cultura y glamour. Suele invitar a conocidos políticos, escritores, artistas y deportistas, con los que luego entra en un proceso dinámico que ella llama «desmascaramiento».

Lo que podría ser un buen método de crítica y esclarecimiento siempre termina en un final feliz para los participantes, su especialidad.

-¿Qué emergencia? -piso el palito, porque le doy a entender que tengo interés en su propuesta. O sea, en ver a mi hija más allá de las horas convenidas. Hace mucho tiempo que no ha pasado más de dos días seguidos conmigo y su castellano ya empieza a cojear.

-Alemania está a punto de aceptar que vamos camino de la suspensión de pagos -me dice su madre.

Si quería sorprenderme con esa noticia, no lo ha conseguido. Los mercados llevan meses anunciando la quiebra de Grecia, Italia, Portugal o España. Lo que nadie había previsto era que Alemania podría verse afectada por los grandes especuladores. Pero eso es lo que ha empezado a ocurrir. Para mi modo de ver las cosas, el dinero ha entrado en una dinámica tan propia y particular dinámica que la quiebra de Alemania será una de las menores preocupaciones del planeta.

-¿Y? No veo la emergencia -le digo.

-No seas tonto -me dice, denotando una sonrisa que no puedo ver. Rabi es de las personas que te demuestran su afecto haciéndote daño: un golpe en la espalda, un empujón o un insulto menor-. Pero he convencido a la canciller para que asista a mi programa. ¿Te lo puedes imaginar?

-No veo la emergencia -repito.

-¡Por favor, Jorge! -empieza a exasperarse-. Necesito tiempo para preparar la entrevista y escoger a los otros invitados. Tú lo sabes. Es la oportunidad de mi vida.

La vida de Rabi está llena de «oportunidades de su vida».

La conocí así, cuando estaba a punto de recibir su primer premio Gala, gracias a sus atrevidas e inteligentes entrevistas a famosos políticos. Yo era un simple «cargacables» en la ceremonia y la ayudé a coser su vestido que se había descosido al tropezar con uno de los cables. Con uno de los míos, para ser más preciso. Se tuvo que levantar el vestido delante de mí y terminamos haciendo el amor de pie. Y 40 semanas después nació Mona. Hoy Rabi ya no hace entrevistas exclusivamente políticas y ha aprendido a mezclar el segundo motor que mueve el mundo -el glamour-, con los representantes directos e indirectos del primero: el dinero.

-Estoy a 500 kilómetros de Colonia y no sé cuándo regresaré. Además, Fernando me espera para sentarnos a revisar una traducción. O sea, me espera trabajo.

-Lo que te ofrezco también es un trabajo -me sorprende.

Pero no piso el palito. Sé que sería capaz de usarlo en mi contra en caso de tener que volver a vernos frente al juez.

-¿Para cuándo me necesitarías? -le pregunto, esquivando su oferta, pero dándome por vencido.

Su programa se emite los viernes a las nueve. Parte de él se graba dos y hasta tres días antes. Sé que en principio me necesitaría para quedarme con Mona durante las horas de grabación, pero también sé que cuando tiene invitados especialmente famosos, su vida se vuelve en los días previos a su programa un torbellino:

Citas con el responsable del canal, almuerzos con los redactores, reuniones con posibles invitados, ese tipo de cosas. En esas reuniones se suele beber mucho y Rabi detesta que su hija le pregunte si ha bebido. De allí que prefiera tener esos días completamente libres.

Para mí es una suerte poder quedarme más tiempo del fijado por el juez con mi hija. Pero tengo que adoptar el gesto del jugador de póker. Y eso es algo que Rabi también lo sabe.

Sin embargo, nos dejamos llevar por la farsa. Como casi siempre.

El teatro del mundo.

-Espero estar listo mañana -le digo finalmente-. Supongo que podría regresar en la noche a Sinners y estar pasado mañana al mediodía recogiendo a Mona. ¿Te parece una oferta aceptable?

-¿No podrías recogerla mañana a las seis de la tarde o antes de las ocho? Yo te la podría llevar a tu depa. Es que tengo una cena de trabajo con el dueño del canal.

-Entonces no te parece una oferta aceptable -agravo al máximo mi voz.

-Bueno, bueno, quedamos como dices.

Para odiarme, pienso después de colgar, me ha tratado esta vez bastante bien.

*

En la estación central de Buxtehude no encuentro a ningún borrachín.

Después de darme una vuelta por el vestíbulo, por los andenes, por las tiendas vecinas y por los túneles que comunican los andenes, me siento a pensar.

El cielo ha empezado a nublarse.

El verano promedio alemán se compone de 38 «días veraniegos» (por encima de los 25ºC) y de 6 «días tórridos» (por encima de los 30ºC).

En total seis semanas que este año han parecido solo dos o tres. Como siempre. Trato de usar mi cabeza.

Es demasiado temprano para encontrar a un borrachín en la calle, es mi conclusión.

*

Mi HTC empieza a sonar, salvándome del sopor que he empezado a sentir en mi lugar sobre una banca de metal de la estación.

Es Fernando, mi jefe.

Debe estar molesto por haber ignorado sus mensajes y por no haberlo llamado.

Estoy dudando entre pulsar el botón verde o apagar del todo mi teléfono, cuando veo a un tipo con el talante del que no tiene prisa y la nariz roja y deformada como un olluco. En su mano lleva una bolsa de compras arrugada y casi vacía. Me lo quedo observando.

Apago del todo mi celular y me levanto para seguir al hombre.

En la siguiente hora voy a acompañarlo en un recorrido meticuloso por los basureros públicos de las cercanías en busca de envases vacíos. Por cada uno de ellos luego le darán de 10 a 20 centavos.

Sé que cuando haya recibido el dinero, lo «invertirá» inmediatamente en su hígado y entonces tal vez pueda llevarme tras el rastro del señor Racke.

Me queda el resto del día y todo el día siguiente para tratar de encontrar a Doritha Tállez.

.

…    Continúa…

       HjorgeV 06-09-2011

UN CASO PARA JORGE DIGAH: «LA NOVIA PRESTADA» (Novelita) (IV)

Me despierto debido a un sueño recurrente: bandidos extraterrestres me lanzan proyectiles de frío y no sé cómo defenderme.

Es una pesadilla que conozco y que me angustia especialmente porque (en el sueño) nunca sé qué hacer. La única solución siempre es despertar, pero llega sorpresivamente, sin que yo pueda controlarla ni decidirla.

Abro los ojos. Por un instante me asombro de estar en una habitación que no conozco, luego veo la frazada y la sábana caídas a un lado de la cama y sonrío como un tonto.

Como un tonto a quien se le ha repetido decenas de veces el mismo chiste y ríe una y otra vez sin entenderlo realmente.

El sueño en el que los extraterrestres me atacan con armas de frío lo tuve por primera vez a los pocos días de llegar a Alemania.

Era febrero, hacía un frío histórico (todos los inviernos lo son para mí), acababa de comenzar el carnaval colonés y el dueño del departamento se había olvidado de llenar el tanque de petróleo del sótano.

Pasé un frío terrible mientras Herr Wancker se dedicaba a comparar los precios del mercado.

-Con un poco de paciencia se puede ahorrar verdadero dinero, ¿sabe usted? -era una de sus frases favoritas.

Tenía tantos años que bien podía haber participado en las dos guerras mundiales, pero su obsesión seguía siendo el ahorro.

El descuento que tendría que haberme hecho, por supuesto, ni siquiera lo mencionó.

*

Después de un duchazo, bajo al comedor del hotelucho.

El anunciado y promocionado bufé es una mesa con cuatro ingredientes básicos: café, pan, grasa y azúcar.

Me he acostado sin comer, pero la visión de animales entrando a un molino por el que salen luego embutidos en diferentes formatos, apenas anima a mi apetito.

Es muy temprano por la mañana y somos cuatro las personas presentes.

Como sin verdaderas ganas. Los otros tres se levantan una y otra vez para llenar sus platos porque el precio del desayuno está incluido en el de la habitación.

«Gratis», dice un letrero.

Es la palabra de moda en este país.

«¡Ahorre tanto!» es el lema publicitario más usado. Se puede «ahorrar» hasta miles de euros comprando determinados productos.

Los clientes son gente que ha ido a la escuela y saben leer y escribir, y las cuatro operaciones.

*

Al salir, el empleado de la recepción me pregunta si voy a pasar otra noche en el hotel. La noche anterior he pagado por adelantado.

-¿Usted que cree? -le pregunto a modo de despedida.

-No lo sé -me responde, sorprendido.

-Yo tampoco -le devuelvo el disparo.

*

Hace frío para ser una mañana de verano.

En los años que llevo acá, he comprobado que aunque en invierno siempre hace frío, el verano alemán solo es nominal. Y muy chúcaro e inestable.

Puede aparecerse al comienzo de la temporada o recién al final.

Otras veces saca cada par de semanas la cabeza como jugando a las escondidas y ya he sido testigo de un verano que empezó en abril, terminó en mayo y no volvió hasta el año siguiente.

Los inviernos, en cambio, siempre son históricos y especialmente memoriosos.

*

No estoy lejos de la estación central y tomo la primera decisión del día. Dejaré mi pequeña maleta en la consigna. Detesto desplazarme con equipaje, aunque solo sea un morral.

Por el contrario, conozco mucha gente que se pone con gusto una mochila a la espalda aunque no lleve prácticamente nada dentro.

Otro de los grandes misterios de este mundo para mí.

*

Buxtehude no está lejos de Hamburgo. El ritmo de los trenes es de 20 minutos. Me entretengo echando un vistazo a la tienda de libros y periódicos de la estación.

Un pitido de mi celular me hace recordar que sigo sin escuchar el mensaje de Fernando, mi jefe de la agencia de traducciones.

«La gente de M.B. está insatisfecha con tu trabajo, Jorge. Tenemos que reunirnos cuanto antes para corregirlo juntos. Llámame urgentemente. ¿Dónde diablos te has metido?» es su primer mensaje.

Sonrío.

El año pasado cancelé mis vacaciones porque se presentó una gran posibilidad de trabajo en la Feria de la Fruta en Berlín.

Este año ya está por terminarse el verano y aún no he tomado mis vacaciones de ley. Pero basta que me aleje de Colonia para que Fernando se ponga nervioso.

Soy su muchacho para todo.

No tengo familia (solo una hija), vivo solo. Localizable siempre. Permítaseme una escapada.

*

El detalle es que los clientes de la M.B. son alemanes que no hablan nuestro idioma.

No pueden, por lo tanto, juzgar la calidad de mi trabajo.

Decido borrar su segundo mensaje sin escuchar su contenido y postergar la llamada que me pide.

Después de ubicar a Dorita Tállez, podré saber cuándo estaré de vuelta en Sinners.

*

El tren atraviesa puebluchos que parecen todos hechos por el mismo constructor.

No he viajado mucho por Alemania, pero encuentro la arquitectura inquietantemente homogénea.

Rabi me contó una vez que a su padre no le dejaron construir su casa con un techo plano porque los techos vecinos eran todos inclinados.

Recuerdo que le dije entusiasmado que yo me hubiera ido hasta la ONU para luchar por mis derechos y me quedó mirando como quien acaba de descubrir una masa pastosa de color mostaza en el borde de su zapato y que viene desde la suela.

*

Un pasajero deja sobre su asiento un ejemplar del Stern, la segunda revista del país.

El título de la portada no me sorprende después de haber pasado por el bufé del hotel: el sobrepeso ya no es cosa de unos cuantos.

43% de las mujeres y 60% de todos los hombres alemanes son obesos.

Los políticos no han conseguido siquiera implantar un sistema «semáforo» para alertar a los consumidores sobre el contenido de grasas y azúcares de los productos alimenticios.

Los cabilderos o lobistas son el nuevo poder en la llamada democracia occidental.

*

Buxtehude es una localidad de 40.000 habitantes. Es lo primero que leo en la página de la oficina de turismo.

He recurrido finalmente a mi HTC, harto de buscar un café-internet y no encontrarlo.

En plena Era de las Comunicaciones, hasta un simple teléfono público se ha convertido en toda una rareza en este país.

Sé que Fernando podrá ver qué visitas he hecho en la Red (por lo menos es lo que me dijo al entregarme el aparato), pero acabo de entrar en una fase autodestructiva, por así decirlo: si desea despedirme, es su potestad, no la mía.

En los mapas gúglicos ubico rápidamente la dirección que busco.

Como la información sobre las conexiones de autobús es condenadamente complicada, decido recorrer los cuatro kilómetros a pie.

*

Cuando mi caminata deja la zona urbana y continúa hacia una zona claramente industrial, me detengo y vuelvo a consultar la información que poseo.

Reviso el emilio de mi madre en mi HTC, copio la dirección que me menciona y la vuelvo a introducir a los mapas de Google.

La ruta que estoy siguiendo es la correcta.

Continúo caminando con una rara sensación en el estómago.

*

Encuentro la calle. Pronto será la hora de la pausa del mediodía y empieza a haber más tráfago de personas y vehículos. La atención es siempre más rápida antes del cierre.

El número que busco corresponde a una empresa especializada en manijas para puertas y ventanas. Me dirijo con decisión a la entrada.

-He hecho un largo viaje -le digo a la empleada que atiende detrás de un largo mostrador, después del «Guten Tag» de costumbre. Al fondo hay decenas de repisas, anaqueles y estantes. Hay cajas y más cajas de manijas (debo suponer) por todas partes.

-La vida es un largo viaje -me responde.

-Busco a una joven peruana que ha dado esta dirección como la suya -le digo, sin dejarme inmutar con su rara respuesta.

-¿Tengo aspecto de policía o trabajadora social? -me lanza la mujer. Debe estar por dejar los cuarenta y debe fumar lo suyo a juzgar por el pitido que acompaña sus palabras y que sale de algún lugar de sus pulmones.

Me retiro un poco del mostrador porque detesto el aliento de los fumadores. Nunca quiero imaginarme qué partículas de todo tipo debe contener.

No sé qué responder ni qué hacer.

Mis largos años en Alemania no me alcanzan ni siquiera para intentar una parodia de respuesta.

-¿Qué edad tiene su hija? -le pregunto, iluminado por una repentina idea: el ahogado que da el último manotazo esperando encontrar una soga, un tubo, un tronco.

-¿Y a usted qué le importa qué edad tiene mi hija? Usted no la conoce, no se meta con ella -me suelta.

Respiro profundamente. Por lo menos ya sé que tiene una hija, aunque no sé qué edad puede tener.

-Imagínese -continúo mi manotazo- que su hija se enamora de la persona equivocada, que se va de la casa y que usted la está buscando desesperadamente.

Los ojos de la mujer se agrandan y achican. Sé que he tocado por lo menos una mínima fibra. Mira en dirección de la zona de oficinas. Por si alguien la necesita, me imagino.

-Solo quiero hacerle un favor a esa madre desesperada -concluyo. Me he esforzado por hablar con cierto tono militar y con el aire de un loco que no soltará a su presa hasta que no consiga su objetivo.

-¿Una muchacha peruana, me dice? -pregunta ella, como si hubiéramos tenido hasta ese momento una interesante y agradable conversación.

Alemania y sus gentes. Una permanente caja de sorpresas para mí.

*

-¿Conoce a alguna chica peruana? -pregunto, como un niño emocionado, olvidando mi actuación anterior. Mi propia caja de sorpresas.

-No. No conozco a ninguna.

Bajo mis hombros.

-Entonces, ¿por qué lo ha mencionado? -reanudo el ataque.

Hace un gesto de burla.

-No sé. A Herr Racke le gustaba decir que alguna vez se casaría con una latina.

Se trata de una clara mofa sobre el deseo imposible del tal Racke, pero, por lo menos vislumbro un hilo de luz.

-¿Podría hablar con él, por favor?

-¿Con Herr Racke? Ya no trabaja con nosotros -me dice la mujer, con un acento o dialecto que apenas soy capaz de discernir y con una de esas sonrisas que se reservan para borrachines sin remedio.

-Pero sigue bebiendo -intento adivinar.

La mujer lanza una corta carcajada.

-Yo bebo -me dice ella, a modo de despedida, porque acaba de entrar un cliente y pronto serán las doce, la hora de la sagrada pausa-. Él succiona las botellas.

Guten Tag -saluda el cliente detrás de mí.

-¿Y dónde podía encontrar a Herr Racke? -alcanzo a decir, pero mi pregunta se pierde en el aire, entre las descripciones de un pedido y la mención de varios precios en un dialecto alemán que me resulta imposible de entender.

Salgo del negocio.

*

¿Qué hago?

Mi búsqueda inicial me ha llevado a un callejón sin salida.

Suele suceder en toda búsqueda, no es para desesperarse.

Lo raro sería que ya hubiera encontrado a Dorita Tállez, suponiendo que ese sea su apellido.

Entonces, nada más pensar así, me doy cuenta de que he cometido otro error. He supuesto que ese es su apellido, porque así se llaman las famosas hermanas de Trujillo. Pero Dorita debe llevar el apellido de su padre.

¿Y se llama Dora o Dorita?, se me ocurre preguntarme. Lo segundo sería raro, pero no imposible.

¿Cómo buscar a alguien sin saber siquiera su nombre completo?

Intento no desesperarme.

*

Calculo lo que podría costar una llamada al Perú desde el HTC de la empresa para la que trabajo. Sé que varios de mis colegas hacen algunas llamadas personales a cuenta de la agencia. Pero ninguna, seguramente, al extranjero.

Pensando en que se trataría de una rara forma de compensación, marco el número de mi madre. Recién cuando escucho su voz somnolienta, me doy cuenta de que he olvidado tener en cuenta la diferencia de siete horas.

-Ay, hijito, a qué horas llamas, mi amor.

-Sí, mami, disculpa. Pero estoy en la dirección que me has dado y no vive aquí la tal Dorita. ¿Se llama Dora?

-No, Doritha, con hache después de la te. ¿Por qué?

Quiero decirle que en su emilio no figuraba así, pero no quiero hablar más de dos o tres minutos.

-¿Y cuál es su apellido?

-Tállez, pues -me dice mi madre, como si fuera la cosa más natural del mundo que las hijas se apelliden como sus madres en el Perú.

Para no entrar en discusiones, pregunto:

-¿Y su segundo apellido?

-Ah, eso sí que no sé, hijito. Pero te lo puedo averiguar.

-Tengo que cortar, mami.

*

«Doritha Tállez» apunto en mi libreta y me pongo a pensar qué hacer a continuación. Ya me había parecido una estupidez llamar a una mujer de 25 años por el diminutivo de su nombre. Es mi propio caso. Sé de lo que hablo. De lo estúpido que me siento cuando alguna de mis tías me encuentra en la calle y me lanza un «¡Jorgito!»

Una posibilidad sería llamar a un taxi y dirigirme al centro de Buxtehude para iniciar el segundo intento de búsqueda.

¿Por qué?, me pregunto.

Si no sé adónde me tengo que dirigir, da igual en qué lugar me encuentre.

Escucho voces. Tres empleados están saliendo del negocio de manijas y por dentro la mujer con la que he hablado cierra con llave.

Veo que se dividen en dos grupos y voy detrás del dúo en el que va el de mayor edad.

De vez en cuando los hombres se voltean para mirarme, pero continúo caminando como quien sabe adónde se dirige exactamente.

*

El quiosco de comidas al paso empieza a llenarse cuando llegamos finalmente.

Para no llamar la atención pido lo mismo que mis perseguidos: una salchicha en salsa de curry, papas fritas con mayonesa industrial y una cola.

Nos disponemos a esperar delante del mostrador hasta que todo esté listo.

-Acabo de estar en su negocio -le digo al mayor de los dos.

Me quedan mirando con abierta desconfianza.

-La «simpática» empleada detrás del mostrador no supo decirme dónde encontrar al señor Racke -añado, subrayando el adjetivo.

Los dos lanzan una carcajada potente. Primero quiero avergonzarme y saber por qué ríen, pero enseguida me doy cuenta de que he ganado varios puntos sin habérmelo propuesto.

-¡Es la dueña! -dice uno de ellos.

Suelto un «Ahhh» larguísimo, de alivio y de alegría, que se confunde con el grito anunciando que nuestro pedido está listo.

Me adelanto para pagar y digo:

-¿Me permiten?

Los dos suben los hombros y ríen.

Pago el consumo de los tres. Lo hago con una sonrisa y con el desparpajo de quien está acostumbrado a hacerlo todos los días con absolutos desconocidos. ‘Gratis’ es latín, el nuevo idioma que está de moda en el país.

Tomo asiento en la última mesita libre de la pequeña terraza del negocio, junto a la de los empleados del negocio de manijas. No quiero que piensen que mi invitación conlleva la obligación automática de hablar conmigo.

Empiezo a comer en silencio. Sé que están esperando que diga algo.

De solo pensar en el reportaje del Stern que he leído en el tren me resulta difícil masticar la comida.

*

-¿De dónde conoce a Racke? -me dice el mayor del dúo. Debe estar por cumplir los sesenta y llevar varios años como empleado en el negocio.

-No lo conozco -me sincero.

Los dos se quedan mirando.

-Estoy buscando a una guapa chica peruana que tal vez se ha casado con el señor Racke -lanzo un cohete de prueba.

Las nuevas carcajadas son esta vez más fuertes y sinceras. Los clientes del negocio se voltean y también empiezan a reír, de puro contagio.

¿Quién diablos es ese Racke?, me pregunto.

.

…    Continúa…

       HjorgeV 01-09-2011