Días atrás se me ocurrió encender el televisor. Suelo evitarlo.
Me he quedado varias veces un par de horas enganchado, como si cierta parte de mi cerebro se desconectara al encender la caja tonta y actuara como un simple adicto.
Esta vez tuve suerte y me topé con un reportaje de uno de los canales estatales de la televisión alemana.
El reportaje, como trabajo audiovisual, era malo.
Un reportaje es una historia. Hay historias bien o mal contadas. Y esta era de las últimas.
Pero el tema era fascinante.
Narraba el «sufrimiento» de algunos habitantes de un pueblo cercano a Bonn que se había llenado de negocios y visitantes árabes, atraídos estos por el eficiente sistema sanitario estatal alemán.
El principal entrevistado era un alemán de sesenta años que añoraba el antiguo aspecto del lugar que lo había visto crecer.
Deseaba que todo volviera a ser como antes y se dedicaba a recolectar firmas con ese fin.
Su problema, obviamente, no era recuperar un imposible (el pasado, pasado está), sino que no soportaba ver a gente extraña en «sus» calles.
Su caso me hizo recordar una experiencia personal reciente.
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No hace mucho nos mudamos de casa y fijamos una fecha con el dueño para devolverle su propiedad.
A la cita no llegó él sino su esposa.
La idea era repasar juntos todos los ambientes de la casa para hacer un protocolo de su estado: si había algo que arreglar o reponer, refaccionar, renovar, esas cosas.
Los problemas empezaron pronto.
En la cocina había una especie de barra de madera situada a unos 120 centímetros de altura, que la separaba del comedor.
La mujer hizo un gesto de horror cuando vio el estado de su superficie.
-Así no estaba cuando vivía aquí.
Era cierto, nosotros habíamos vivido quince años allí y a estos había que añadirle otros cinco de los inquilinos anteriores.
Era obvio que veinte años de trajín de vasos, tazas, cubiertos, platos y ollas entre la cocina y el comedor tenía que notarse en la superficie de la madera.
Pero la esposa del dueño, después de veinte años, esperaba encontrarla como cuando ella vivía allí.
Como la entrega oficial recién sería en una semana, le prometí encargarme del asunto y me pasé un par de días lijando y barnizando la madera.
Quedó encantada.
Pero enseguida empezó a encontrar más detalles que no eran de su agrado.
En resumen: decidimos recurrir a un abogado, quien enseguida les hizo notar a los dueños que una casa se alquila para ser usada y que es imposible que ese uso no se note.
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Pensé en la barra de madera cuando vi el reportaje.
Si ni siquiera somos como ayer, y mañana nunca seremos como hoy (lo notemos o no), ¿cómo esperar que después de años todo siga igual?
Curiosamente, tanto la esposa del dueño como el vecino del pueblo alemán del reportaje, querían rescatar un pasado que ya solo existía en su memoria.
Solo los niños son capaces de pedir que el helado que se les acaba de caer regrese al cono.
Un adulto normal sabe que no es posible.
Y, sin embargo, ya son legión los adultos que se permiten pensar y desear como niños.
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Acá en Alemania han empezado a surgir grupos que afirman añorar el pasado.
«Devuélvannos nuestra Alemania de antes, cuando no había extranjeros ni pieles oscuras por las calles», dicen.
Bien, suponiendo que es justo su pedido, ¿retroceder hasta cuándo?
¿Hasta su niñez?
¿O solo hasta la juventud de los solicitantes? ¿Y si estas varían mucho?
¿Retroceder diez, quince, veinte años? ¿O más, hasta 1930, por ejemplo?
¿Por qué no hasta 1618, año de inicio de la Guerra de los Treinta Años que azotó Europa Central y fue iniciada en el Sacro Imperio Romano Germánico?
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Los alemanes que exigen un «regreso a las raíces» harían bien en ponerse de acuerdo.
Pues, si lo que, en realidad, desean es un país sin extranjeros: con un retroceso en el tiempo bien podrían terminar gobernados por un austríaco (un tal Adolfo) o un español (Carlos I).
Quien dice «Esta no es mi Alemania», en realidad está diciendo, «Esta no es mi niñez».
Pero la niñez nunca vuelve. (Ni se devuelve.)
Tampoco la juventud para los adultos ni la adultez para los ancianos.
Lo importante es que los cambios se hagan de acuerdo a las leyes y al orden establecido por estas, no de acuerdo a las bombas, como en Alepo.
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Vivimos en un permanente cambio, iniciado cuando nuestros primeros antepasados salieron de África.
Los más consecuentes entre los retrógrados deberían exigir, precisamente, esto:
El regreso a nuestra cuna africana.
Por lo menos así tendríamos la oportunidad de poder enmendar un mundo que cada vez se parece más a una misión mal explicada a un par de idiotas (y peor resuelta).
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HjorgeV 29.09.2016