POSTALES DE PORTUGAL (I): «MONTRA EM EXECUÇÃO»

Uno de los pánicos más frecuentes del escritor (aparte del de quedarse sin ideas o temas y del de estar escribiendo mal, muy mal, pésimo) es el de percibir que se está justo frente a un tema importante (ocasión) y no se sabe cómo asirlo, cómo agarrarlo para evitar que se vaya sin dejar huella (escrita).

Otro frecuente es el de que el tiempo se acaba (o pasa demasiado aprisa) como para poder plasmar en palabras todo lo que a uno le gustaría (o se cree capaz de) escribir.

Otro pánico recurrente es el de tener la impresión de que si no salimos a la realidad, a la calle, a la ciudad, afuera, al mundo real, podríamos estar perdiendo, dejando pasar o privándonos de algo.

¿De qué? No se sabe, por supuesto. Y eso aumenta la angustia.

Entonces uno se ve obligado a abandonar sus escritos, lecturas o lo que esté haciendo (o no pudiendo) para no perder un tren, un destino.

Acaso muchos trenes, muchos destinos. Quién lo sabe.

*

Muchas personas, sin ser escritores, también viven en un frenesí así:

Una vida llena de ajetreos. En un fragor continuo.

Siempre con la inamovible, pruritante percepción de que están perdiendo infinitud de trenes/oportunidades en alguna parte: allá, a la vuelta de la esquina, en algún rincón de la ciudad, en algún espacio del mundo de afuera.

Y así terminan viviendo todo a medias, en porciones, a fogonazos; o vicariamente, como dentro de un condón o preservativo.

Muchas veces sin haberlo notado siquiera, de lo frenético que viven todo.

*

Un escritor también puede llegar a vivir (con) una angustia tal.

Su consuelo es creer que la escritura es su remedio, su destino, su meta, su cueva. Una creencia, como cualquier otra, claro.

*

Pensaba en todo esto mientras paseaba muy temprano por las calles de esta feligresía (Portugal se divide en más de cuatro mil) al pie del Atlántico.

Su aspecto ha cambiado desde la última vez que estuve caminándolas, al filo de la medianoche: apenas unas horas atrás, las que han solicitado mi sueño nocturno.

Las ávidas masas ya han pasado y se han retirado como una marea, dejando toda una serie de restos y desperdicios sobre las veredas, aceras y pistas.

Feligreses, todos. Con y sin dios.

*

Continué paseando tras pagar 60 centavos por un café (un precio que no parece europeo) en una de las numerosas panaderías-cafeterías que pululan alrededor de la plaza principal.

El viajero puede no llevar equipaje, pero sí -siempre- el sentimiento de pertenecer a todo y a nada a la vez.

Si no fuera así, no podría avanzar. Dejaría de ser viajero.

Otros viajan constantemente sin moverse un solo centímetro de su quicio.

*

Me quedaba en las callejuelas, auscultando sus detalles, evitando acercarme al mar; asombrado de la cantidad de negocios con el mismo letrero que se repetía en sus escaparates:

MONTRA EM EXECUÇÃO

Quise recurrir a mi fono para consultar la Red, pero recordé que podría salirme muy caro por ser mi servidor de otro país. De modo que me resigné a esperar.

(¿Escaparate en obras? ¿Aún en preparación? ¿No terminado? ¿En construcción?)

*

Continué caminando asombrado, también, de la cantidad de letreros escritos a mano que cuelgan por todos lados, algunos incluso estorbándose unos a otros:

Como si cada cierto tiempo los dueños encargaran poner un aviso y sus empleados cumplieran el encargo ciegamente, sin ponerse a pensar en el sentido o utilidad de la medida: por lo menos en su visibilidad para el paseante.

Tal vez solo es una simple falta de empatía, pensé.

Porque solo se puede entender a un turista, pensar como él, cuando uno mismo lo ha sido.

Pero enseguida me atacaron como dardos-bumeranes otras preguntas:

¿Por qué comprendemos entonces tan poco a los niños y muchas veces nada a los adolescentes?

«Y a los pecadores», añadiría algún feligrés.

*

Hasta que, andando, mirando, por una de esas callejuelas avisté el mar.

Estaba al final de un callejón y parecía observarme como una fiera enjaulada desde el otro lado: encrespado y gigante, como queriendo salirse de sí mismo, de su piel ondulante.

Entonces me di cuenta de que no me acercaba más a él para dejar intacta la esfera de mis recuerdos, de mi infancia transcurrida -precisamente- junto al mar.

Me sucedieron dos o tres lágrimas. Tal vez dos por cada órgano visual. Y me vi obligado a apurar mi paso.

*

Suceder, he escrito.

Es correcto. Porque las lágrimas nos suceden.

Como todo lo demás en la vida.

*

Tras regresar a nuestro alojamiento, busqué enseguida en la Red.

Y me topé con un mar de quejas: en Portugal hay miles de «montras em execução» amonestan los navegantes lusos. 

Pues, como la ley exige que los artículos mostrados (valga la redundancia) en las montras (galicismo inútil para vitrina o mostrador) lleven el precio debidamente señalado, con ese simple letrero muchos tenderos se saltan la ordenanza.

(Con todo, no he visto ese peculiar hambre por el sablazo al turista que sí he experimentado en otras partes, Alemania incluida. Aquí no mostrarán los precios. Pero estos son mínimos, casi irrisorios, y nadie los falsea.)

*

Todo esto me llevó a otra vía de ideas, haciéndome recordar una conversación reciente.

El tema era si el veganismo podía ser también una forma de llamar la atención: esa leche mundana sin la que muchos no soportarían (¿soportaríamos?) vivir.

Pensé en todos aquellos seres tan convencidos (y relajados) de lo suyo, que no tienen necesidad de alardear ni de ir gritándolo a los cuatro vientos. Ni de denostar a los demás.

Pensé entonces en cómo muchos deben burlarse de esos letreros ‘montruosos’.

Porque uno se puede quejar de ellos.

Pero toda la vida, cada día, cada minuto, cada segundo que se va y viene, viene y se va, pendula y huye, ¿no es también una permanente montra em execução?

¿Un escaparate de lo no terminado, de lo incompleto o malogrado, de lo por concluir y ejecutar?

Todos deberíamos llevar ese letrero.

Como un presidiario su número sobre el pecho.

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HjorgeV 27-07-2015

UNA PEQUEÑA GRAN SONRISA

F. me llamó tras décadas sin vernos.

Lo hizo para preguntarme si tenía ganas de un encuentro y de que lo acompañara en un viaje. De ser así, llegaría a visitarme y luego volaríamos juntos a Londres.

Lo llamaré Felixiano, la deformación de su nombre que más me gusta para él.

Con esa llamada me enteré de paso de que, por razones laborales, se había venido a vivir temporalmente a Alemania, que se había casado con una norteamericana y tenía dos hijos.

Le dije, por supuesto, que sí.

Me rogó que le mostrara Colonia y me contó que un grupo de chicas de nuestra promoción preparaban una reunión en Londres.

La idea era que voláramos y regresáramos juntos a Alemania, pero cuando nos presentamos en el aeropuerto resultó que yo necesitaba una visa para el Reino Unido (algo que ignoraba por completo) y no podía embarcarme.

Felixiano tuvo que arreglárselas solo hasta el aeropuerto de Heathrow, el más concurrido del mundo con sus 200.000 pasajeros internacionales diarios; donde, por suerte, había una excompañera del colegio esperándolo.

Posteriormente lo fui a visitar a su casa en el sur de Alemania, conocí a su familia y conversamos hasta la madrugada.

En Lima él vivía en la avenida Bolivia, muy cerca de la Alfonso Ugarte, en una de esas casas que alguna vez debieron ser el orgullo de la zona, cuando el dinero le llovía al país por el auge del guano y del caucho, y solo había campos de cultivo alrededor.

Recuerdo mi primera visita a su casa: una mansión de amplias estancias, escaleras y pisos de mármol, columnas y techos altos, y un bello jardín interior con forma de laberinto; aunque de esto último ya no estoy tan seguro.

Esa vez Felixiano me sorprendió sacando una guitarra y cantando un tema dedicado a una tal Jude. Después me hizo escuchar, del mismo grupo, un elepé (todo blanco) de su hermano mayor.

Solo mucho después entendí que ese había sido mi primer contacto consciente con la música de los Melenudos de Liverpool.

Cuando visité a Felixiano acá en Alemania un par de décadas después, también sacó su guitarra y nos emborrachamos entonando -gritando más bien- canciones del recuerdo.

A su esposa no le gustó nuestra juerga y me expresó que le parecía altamente irresponsable de mi parte.

Quise decirle que su esposo siempre había sido un alegre -aunque más bien discreto- fiestero y que el último año del colegio yo lo había recogido varias veces de su casa para ir a alguna de las innumerables fiestas de entonces.

Decidí no decir nada y soportar la crítica.

Y tampoco le conté que en más de uno de esos viernes y sábados me sucedió que íbamos caminando y conversando de lo más bien cuando, de pronto, me veía obligado a girar con la sensación de que Felixiano no me estaba escuchando.

Entonces volteaba y recién descubría que se había chocado contra un árbol o un poste y yo no me había dado cuenta. Tal era su naturalidad al caminar.

Él nunca se quejó.

Más aún: incluso para esos desagradables momentos siempre guardaba y debe seguir guardando (estoy seguro) una sonrisa.

No solo para esos momentos, claro.

Cuando me visitó acá en Colonia y salimos a recorrer la ciudad, en la alameda junto al Rin más de una vez me apretó con fuerza el brazo derecho para indicarme que me detuviera.

Entonces, aflojando el apretón y dirigiendo el rostro hacia el cielo, acaso para percibir mejor la brisa del río, con sus brazos abiertos exclamaba: «¡Qué bonita es Colonia!»

Muchas veces me he preguntado qué veía, a qué belleza se refería.

Pues en esa visita me contó que se había quedado completamente ciego poco después de salir del colegio y que ya en el último año veía muy mal, algo que algunos apenas intuíamos.

Al final de un día especialmente duro o complicado, cuando apago la luz y procuro hacer borrón y cuenta nueva de lo sucedido, a veces evoco su agradable sonrisa.

Me digo entonces que tal vez ella se deba a su nombre de pila:

Félix; que, como todos sabemos, significa feliz.

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HjorgeV 12-07-2015

ABBA: «DANCING QUEEN» (1976)

¿Qué ocurre en el cerebro para que una canción de hace décadas pueda seguir emocionándome con su simple comienzo?

Una vez -me habían invitado a un fastuoso cumpleaños- me atreví a pedírsela al tipo que ponía la música y que se pavoneaba de tener para todos los gustos y edades.

Me miró con desprecio, como solo puede hacerlo quien va sobre la ola y mira de reojo a los miserables que se han quedado detrás (o debajo).

Compuesta en 1975 en una cabaña de las afueras de Estocolmo con solo una guitarra y un piano, se dice que Frida rompió a llorar cuando la escuchó por primera vez.

Agnetha, Björn, Benny y Anni-Frid enseguida supieron que sería un éxito masivo y la eligieron para presentar el logotipo oficial del grupo.

Sin embargo el desaparecido Stig Anderson -productor y compositor de la banda- eligió la somnolienta Fernando como primer lanzamiento de ese año.

(Un dato curioso: ABBA la estrenó en marzo del 76 acá en Alemania, en Musikladen, un programa televisivo de horario y duración irregulares.)

Si hoy los sueños pueden ser perseguidos las 24 horas del día con miles de canciones en el bolsillo, el sueño juvenil de los setenta era simple: salir a bailar.

Eso de pasarse toda la semana pensando y esperando la noche del viernes para moverse al ritmo de la música preferida, es hoy incomprensible y algo que no volverá.

Pues, bien.

Esa noche del cumpleaños no me rendí y volví a insistirle al ponemúsica con Dancing Queen.

Había bebido lo suficiente como para salir a bailar solo en medio del gran salón incluso si nadie más lo hacía.

De ser así, el DJ quitaría la canción a los pocos segundos.

No lo hizo, por supuesto.

Y vi salir a muchos a la pista con los ojos de quien acaba de escuchar la melodía más recóndita del universo y se arroja con los brazos abiertos al vacío, al cielo infinito, para bailarla en medio de esas cosas que brillan y llamamos estrellas.

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HjorgeV 05-07-2015