Uno de los pánicos más frecuentes del escritor (aparte del de quedarse sin ideas o temas y del de estar escribiendo mal, muy mal, pésimo) es el de percibir que se está justo frente a un tema importante (ocasión) y no se sabe cómo asirlo, cómo agarrarlo para evitar que se vaya sin dejar huella (escrita).
Otro frecuente es el de que el tiempo se acaba (o pasa demasiado aprisa) como para poder plasmar en palabras todo lo que a uno le gustaría (o se cree capaz de) escribir.
Otro pánico recurrente es el de tener la impresión de que si no salimos a la realidad, a la calle, a la ciudad, afuera, al mundo real, podríamos estar perdiendo, dejando pasar o privándonos de algo.
¿De qué? No se sabe, por supuesto. Y eso aumenta la angustia.
Entonces uno se ve obligado a abandonar sus escritos, lecturas o lo que esté haciendo (o no pudiendo) para no perder un tren, un destino.
Acaso muchos trenes, muchos destinos. Quién lo sabe.
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Muchas personas, sin ser escritores, también viven en un frenesí así:
Una vida llena de ajetreos. En un fragor continuo.
Siempre con la inamovible, pruritante percepción de que están perdiendo infinitud de trenes/oportunidades en alguna parte: allá, a la vuelta de la esquina, en algún rincón de la ciudad, en algún espacio del mundo de afuera.
Y así terminan viviendo todo a medias, en porciones, a fogonazos; o vicariamente, como dentro de un condón o preservativo.
Muchas veces sin haberlo notado siquiera, de lo frenético que viven todo.
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Un escritor también puede llegar a vivir (con) una angustia tal.
Su consuelo es creer que la escritura es su remedio, su destino, su meta, su cueva. Una creencia, como cualquier otra, claro.
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Pensaba en todo esto mientras paseaba muy temprano por las calles de esta feligresía (Portugal se divide en más de cuatro mil) al pie del Atlántico.
Su aspecto ha cambiado desde la última vez que estuve caminándolas, al filo de la medianoche: apenas unas horas atrás, las que han solicitado mi sueño nocturno.
Las ávidas masas ya han pasado y se han retirado como una marea, dejando toda una serie de restos y desperdicios sobre las veredas, aceras y pistas.
Feligreses, todos. Con y sin dios.
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Continué paseando tras pagar 60 centavos por un café (un precio que no parece europeo) en una de las numerosas panaderías-cafeterías que pululan alrededor de la plaza principal.
El viajero puede no llevar equipaje, pero sí -siempre- el sentimiento de pertenecer a todo y a nada a la vez.
Si no fuera así, no podría avanzar. Dejaría de ser viajero.
Otros viajan constantemente sin moverse un solo centímetro de su quicio.
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Me quedaba en las callejuelas, auscultando sus detalles, evitando acercarme al mar; asombrado de la cantidad de negocios con el mismo letrero que se repetía en sus escaparates:
MONTRA EM EXECUÇÃO
Quise recurrir a mi fono para consultar la Red, pero recordé que podría salirme muy caro por ser mi servidor de otro país. De modo que me resigné a esperar.
(¿Escaparate en obras? ¿Aún en preparación? ¿No terminado? ¿En construcción?)
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Continué caminando asombrado, también, de la cantidad de letreros escritos a mano que cuelgan por todos lados, algunos incluso estorbándose unos a otros:
Como si cada cierto tiempo los dueños encargaran poner un aviso y sus empleados cumplieran el encargo ciegamente, sin ponerse a pensar en el sentido o utilidad de la medida: por lo menos en su visibilidad para el paseante.
Tal vez solo es una simple falta de empatía, pensé.
Porque solo se puede entender a un turista, pensar como él, cuando uno mismo lo ha sido.
Pero enseguida me atacaron como dardos-bumeranes otras preguntas:
¿Por qué comprendemos entonces tan poco a los niños y muchas veces nada a los adolescentes?
«Y a los pecadores», añadiría algún feligrés.
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Hasta que, andando, mirando, por una de esas callejuelas avisté el mar.
Estaba al final de un callejón y parecía observarme como una fiera enjaulada desde el otro lado: encrespado y gigante, como queriendo salirse de sí mismo, de su piel ondulante.
Entonces me di cuenta de que no me acercaba más a él para dejar intacta la esfera de mis recuerdos, de mi infancia transcurrida -precisamente- junto al mar.
Me sucedieron dos o tres lágrimas. Tal vez dos por cada órgano visual. Y me vi obligado a apurar mi paso.
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Suceder, he escrito.
Es correcto. Porque las lágrimas nos suceden.
Como todo lo demás en la vida.
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Tras regresar a nuestro alojamiento, busqué enseguida en la Red.
Y me topé con un mar de quejas: en Portugal hay miles de «montras em execução» amonestan los navegantes lusos.
Pues, como la ley exige que los artículos mostrados (valga la redundancia) en las montras (galicismo inútil para vitrina o mostrador) lleven el precio debidamente señalado, con ese simple letrero muchos tenderos se saltan la ordenanza.
(Con todo, no he visto ese peculiar hambre por el sablazo al turista que sí he experimentado en otras partes, Alemania incluida. Aquí no mostrarán los precios. Pero estos son mínimos, casi irrisorios, y nadie los falsea.)
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Todo esto me llevó a otra vía de ideas, haciéndome recordar una conversación reciente.
El tema era si el veganismo podía ser también una forma de llamar la atención: esa leche mundana sin la que muchos no soportarían (¿soportaríamos?) vivir.
Pensé en todos aquellos seres tan convencidos (y relajados) de lo suyo, que no tienen necesidad de alardear ni de ir gritándolo a los cuatro vientos. Ni de denostar a los demás.
Pensé entonces en cómo muchos deben burlarse de esos letreros ‘montruosos’.
Porque uno se puede quejar de ellos.
Pero toda la vida, cada día, cada minuto, cada segundo que se va y viene, viene y se va, pendula y huye, ¿no es también una permanente montra em execução?
¿Un escaparate de lo no terminado, de lo incompleto o malogrado, de lo por concluir y ejecutar?
Todos deberíamos llevar ese letrero.
Como un presidiario su número sobre el pecho.
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HjorgeV 27-07-2015