Había comprado el libro en una librería vecina al último negocio que tuve durante más de una década en el barrio universitario de Colonia.
(La librera, una mujer en la mitad de su particular siglo, nunca llegó a saber qué recomendarme en mi época en ese Quartier Latin -así es como se le conoce a ese barrio- colonés. Sobre todo porque mis lecturas en alemán se suelen regir más por lo atractivo que pueda encontrar el lenguaje de un escritor que por los temas que trata. Así, debo haber leído en alemán seguramente sobre temas más variados de los que me interesaría por lo general en mi propia lengua.)
De tal manera que tenía la versión alemana del libro en cuestión.
Me lo ofreció un día que quería llevarme algo para leer, pero no me decidía por nada en especial.
-¿Y este? -me debió preguntar.
Debo haberla mirado con gesto de ¿qué-ofrece? porque enseguida añadió:
-El autor es argentino. Lo tiene que conocer.
Leí el nombre. Y no, no lo conocía para nada.
Ya no lo sé, pero debo sospechar que terminé echándole un vistazo al libro por el nombre –Jorge- a pesar de que el apellido –Bucay- no había despertado ningún resorte en mi memoria.
Sinceramente, el libro -como objeto- no me agradaba nada. Tenía el aspecto de uno de esos hechos más para agradar a la vista que al intelecto.
Pero le eché un vistazo, finalmente, acaso también porque la librera no sabía, no supo, no había sabido decirme si se trataba de una novela, de un libro de cuentos o de un libro científico.
Luego lo abrí en una página cualquiera y me encontré con una historia que me fascinó (lo sigue haciendo hasta ahora): la de los elefantes que aprenden desde cachorros a no escaparse.
El libro era, en realidad, un compendio de historias, que se servían de la relación de un paciente y su psicoterapeuta como pretexto para contarlas.
¿Cuál era la historia con el elefante?
El protagonista, o el propio autor, había notado alguna vez que en el circo el elefante era sujetado por una cadena a una estaca clavada en el suelo a muy poca profundidad.
Al preguntar por ello, le habían dicho que eso era posible porque el elefante estaba amaestrado.
Si estaba amaestrado, ¿entonces para qué la cadena?, se había seguido preguntando el protagonista o autor.
El truco radica/ba en que los elefantes son amarrados desde muy pequeños a una estaca y crecen creyendo que nunca podrán arrancarla a la fuerza como les había sucedido en sus primeros intentos.
Una clara metáfora de cómo los humanos crecemos y vivimos con una serie de cadenas atadas a estacas de profundidad muchas veces inexistente.
(La historia pueden leerla aquí. Agregando, de paso, que Bucay, quien se define como ayudador profesional, ha reconocido haber plagiado por lo menos a una autora española, Mónica Cavallé, para su libro Shimriti.)
Cuento esto porque he perdido, ganando, ese libro –Déjame que te cuente es el título original- hace unos días.
¿Cómo es eso de perder ganando?, se preguntará alguno.
Debo decir, antes de continuar, que disfruté mucho con el libro de Bucay. Como leí la versión alemana, desconozco si la fluidez y el encanto de la lectura se debían también a la traducción.
(Una buena traducción puede llegar a «mejorar» un libro, porque puede llegar a reconocer posibles «errores y flaquezas» de un texto que el autor mismo no pudo llegar a descubrir y que el traductor, amparándose en su trabajo, tiene la oportunidad de «corregir»: desde la elección del lenguaje y las metáforas, pasando por el ritmo del relato y el estilo mismo de este. Muchas veces es recién gracias a la labor de la persona que traduce que un determinado autor llega a hacerse conocido y apreciado.)
Regreso a mi libro perdido-ganado.
Me encontraba acompañando a nuestro perro -y como casi siempre leyendo- por uno de sus dos paseos diarios y obligatorios por los campos vecinos, cuando divisé a lo lejos a un hombre con el andar típico del depresivo: paso lento, hombros caídos, cabeza gacha, tanque de gasolina casi vacío.
Curiosamente, al pasar por su lado y aprestarme para saludarlo (como acostumbro a hacer cada vez que me cruzo con alguien), me sonrió de una forma verdaderamente agradable, casi enigmática. Algo que me impidió continuar con mi lectura, que es lo que suelo hacer normalemente después de los cortos saludos de rigor.
Como su sonrisa había sido de clara invitación, me decidí a hablarle.
Sin saber qué decirle, le conté que acababa de leer una historia que acaso podría interesarle.
Mi fascinación era la siguiente: una persona a la que muchos deben evitar, me había sonreído con una de las sonrisas más agradables y francas que debo haber experimentado en toda mi vida.
Sin saber qué hacer, aturdido como estaba por mi fascinación, al hombre le resumí la historia de la sortija o anillo de uno de los capítulos del libro de Bucay.
Es la metáfora de lo que nos sucede a todos cuando esperamos ser reconocidos por alguien que no tiene la capacidad ni los conocimientos o aptitudes para hacer ese reconocimiento.
Es decir, cuando olvidamos que para ser reconocidos por o en algo, quien lo hace tiene que ser apto para emitir un veredicto.
Luego le pregunté si leía.
Creo que me respondió que no tenía tiempo o algo así, una de esas disculpas que nadie cree ni siquiera el emisor, pero enseguida me di cuenta de que le había entendido mal.
Me había dicho que sufría de algo.
-¿De qué? –le pregunté, sabiendo de antemano cuál sería la respuesta.
-De depresión.
-Ah –le respondí, tontamente con una sonrisa, como quien te acaba de decir que es hincha de un equipo del cual jamás has oído.
-¿Me permite hacerle un regalo? –le pregunté.
El hombre hizo varios gestos con sus músculos faciales sin saber qué responder.
-Este libro me ha acompañado en varios de mis paseos. No sé si le servirá de algo a usted, pero por lo menos tiene historias interesantes.
Todo dicho, con un nudo en la garganta, que exigía un, control absoluto, de, mi, parte.
Y así fue como perdí mi libro.
Pero gané algo, con un ejemplo práctico además.
La certeza de que a veces nos aferramos a cosas que no necesitamos (por lo menos no para sobrevivir) ni vamos a volver a usar, pero nos creemos con la potestad de regir su destino solo por el hecho de haber llegado comercialmente a nuestras manos.
Quiero decir que el libro lo puedo volver a comprar si me apetece.
Pero una oportunidad para regalarlo como la que tuve, probablemente nunca más se repetirá en mi vida.
Que empiecen bien la semana.
Se me cierran los ojos de sueño.
HjorgeV 29.11.2009