UN LIBRO MENOS

Había comprado el libro en una librería vecina al último negocio que tuve durante más de una década en el barrio universitario de Colonia.

(La librera, una mujer en la mitad de su particular siglo, nunca llegó a saber qué recomendarme en mi época en ese Quartier Latin -así es como se le conoce a ese barrio- colonés. Sobre todo porque mis lecturas en alemán se suelen regir más por lo atractivo que pueda encontrar el lenguaje de un escritor que por los temas que trata. Así, debo haber leído en alemán seguramente sobre temas más variados de los que me interesaría por lo general en mi propia lengua.)

De tal manera que tenía la versión alemana del libro en cuestión.

Me lo ofreció un día que quería llevarme algo para leer, pero no me decidía por nada en especial.

-¿Y este? -me debió preguntar.

Debo haberla mirado con gesto de ¿qué-ofrece? porque enseguida añadió:

-El autor es argentino. Lo tiene que conocer.

Leí el nombre. Y no, no lo conocía para nada.

Ya no lo sé, pero debo sospechar que terminé echándole un vistazo al libro por el nombre –Jorge- a pesar de que el apellido –Bucay- no había despertado ningún resorte en mi memoria.

Sinceramente, el libro -como objeto- no me agradaba nada. Tenía el aspecto de uno de esos hechos más para agradar a la vista que al intelecto.

Pero le eché un vistazo, finalmente, acaso también porque la librera no sabía, no supo, no había sabido decirme si se trataba de una novela, de un libro de cuentos o de un libro científico.

Luego lo abrí en una página cualquiera y me encontré con una historia que me fascinó (lo sigue haciendo hasta ahora): la de los elefantes que aprenden desde cachorros a no escaparse.

El libro era, en realidad, un compendio de historias, que se servían de la relación de un paciente y su psicoterapeuta como pretexto para contarlas.

¿Cuál era la historia con el elefante?

El protagonista, o el propio autor, había notado alguna vez que en el circo el elefante era sujetado por una cadena a una estaca clavada en el suelo a muy poca profundidad.

Al preguntar por ello, le habían dicho que eso era posible porque el elefante estaba amaestrado.

Si estaba amaestrado, ¿entonces para qué la cadena?, se había seguido preguntando el protagonista o autor.

El truco radica/ba en que los elefantes son amarrados desde muy pequeños a una estaca y crecen creyendo que nunca podrán arrancarla a la fuerza como les había sucedido en sus primeros intentos.

Una clara metáfora de cómo los humanos crecemos y vivimos con una serie de cadenas atadas a estacas de profundidad muchas veces inexistente.

(La historia pueden leerla aquí. Agregando, de paso, que Bucay, quien se define como ayudador profesional, ha reconocido haber plagiado por lo menos a una autora española, Mónica Cavallé, para su libro Shimriti.)

Cuento esto porque he perdido, ganando, ese libro –Déjame que te cuente es el título original- hace unos días.

¿Cómo es eso de perder ganando?, se preguntará alguno.

Debo decir, antes de continuar, que disfruté mucho con el libro de Bucay.  Como leí la versión alemana, desconozco si la fluidez y el encanto de la lectura se debían también a la traducción.

(Una buena traducción puede llegar a «mejorar» un libro, porque puede llegar a reconocer posibles «errores y flaquezas» de un texto que el autor mismo no pudo llegar a descubrir y que el traductor, amparándose en su trabajo, tiene la oportunidad de «corregir»: desde la elección del lenguaje y las metáforas, pasando por el ritmo del relato y el estilo mismo de este. Muchas veces es recién gracias a la labor de la persona que traduce que un determinado autor llega a hacerse conocido y apreciado.)

Regreso a mi libro perdido-ganado.

Me encontraba acompañando a nuestro perro -y como casi siempre leyendo- por uno de sus dos paseos diarios y obligatorios por los campos vecinos, cuando divisé a lo lejos a un hombre con el andar típico del depresivo: paso lento, hombros caídos, cabeza gacha, tanque de gasolina casi vacío.

Curiosamente, al pasar por su lado y aprestarme para saludarlo (como acostumbro a hacer cada vez que me cruzo con alguien), me sonrió de una forma verdaderamente agradable, casi enigmática. Algo que me impidió continuar con mi lectura, que es lo que suelo hacer normalemente después de los cortos saludos de rigor.

Como su sonrisa había sido de clara invitación, me decidí a hablarle.

Sin saber qué decirle, le conté que acababa de leer una historia que acaso podría interesarle.

Mi fascinación era la siguiente: una persona a la que muchos deben evitar, me había sonreído con una de las sonrisas más agradables y francas que debo haber experimentado en toda mi vida.

Sin saber qué hacer, aturdido como estaba por mi fascinación, al hombre le resumí la historia de la sortija o anillo de uno de los capítulos del libro de Bucay.

Es la metáfora de lo que nos sucede a todos cuando esperamos ser reconocidos por alguien que no tiene la capacidad ni los conocimientos o aptitudes para hacer ese reconocimiento.

Es decir, cuando olvidamos que para ser reconocidos por o en algo, quien lo hace tiene que ser apto para emitir un veredicto.

Luego le pregunté si leía.

Creo que me respondió que no tenía tiempo o algo así, una de esas disculpas que nadie cree ni siquiera el emisor, pero enseguida me di cuenta de que le había entendido mal.

Me había dicho que sufría de algo.

-¿De qué? –le pregunté, sabiendo de antemano cuál sería la respuesta.

-De depresión.

-Ah –le respondí, tontamente con una sonrisa, como quien te acaba de decir que es hincha de un equipo del cual jamás has oído.

-¿Me permite hacerle un regalo? –le pregunté.

El hombre hizo varios gestos con sus músculos faciales sin saber qué responder.

-Este libro me ha acompañado en varios de mis paseos. No sé si le servirá de algo a usted, pero por lo menos tiene historias interesantes.

Todo dicho, con un nudo en la garganta, que exigía un, control absoluto, de, mi, parte.

Y así fue como perdí mi libro.

Pero gané algo, con un ejemplo práctico además.

La certeza de que a veces nos aferramos a cosas que no necesitamos (por lo menos no para sobrevivir) ni vamos a volver a usar, pero nos creemos con la potestad de regir su destino solo por el hecho de haber llegado comercialmente a nuestras manos.

Quiero decir que el libro lo puedo volver a comprar si me apetece.

Pero una oportunidad para regalarlo como la que tuve, probablemente nunca más se repetirá en mi vida.

Que empiecen bien la semana.

Se me cierran los ojos de sueño.

HjorgeV 29.11.2009

CÓMO APRENDER UN IDIOMA (y V / Fin)

¿Es posible aprender (nuevos) idiomas con relativa facilidad?

Mi caso es el siguiente: me pasé más de dos décadas aprendiendo inglés (en el colegio y en dos escuelas de idiomas posteriormente) y, a pesar de mis buenas notas y de saber bien las reglas gramaticales, apenas lo podía hablar.

Sin embargo, aprendí italiano en tres o cuatro meses.

(Sin pagar profesor, sin conocer Italia ni ir a clases.)

¿Cómo lo conseguí?

Más o menos de pura casualidad y sin esfuerzo aparente.

Después aprendí portugués copiando más o menos el mismo método y, aunque lo hablo muy poco, por lo menos puedo seguir las transmisiones de partidos de fútbol y otros programas de la televisión brasileña, entender cuando me hablan en portugués y hacer –aunque con muchas limitaciones- como si lo hablara bien por lo menos al comienzo de una conversación.

¿Por qué me fue tan difícil entonces con el inglés?

Sospecho varias razones.

Antes que nada.

Presten atención.

Estoy convencido de que cualquiera puede aprender un nuevo idioma y luego otro y otro más.

Unos con más dificultad que otros, más o menos gracia, acento y profundidad, pero todos, absolutamente todos podemos conseguirlo.

Creo que una de las grandes trabas está en que el aprendizaje de idiomas foráneos es una faceta relativamente nueva de la vida humana en nuestra historia.

Hoy, no solo por la Red, las nuevas tecnologías, las nuevas formas de comerciar y los viajes aéreos relativamente baratos, la humanidad empieza a interesarse por otros idiomas, no solo por el inglés.

Está obligada, casi se podría decir.

Antes no era así.

(También el efecto producido por la Unión Europea ha jugado un papel importante en este desarrollo. El solo hecho de que un europeo comunitario pueda trabajar y vivir en otro país de la Unión, le abre a los interesados la posibilidad de interesarse por lenguas foráneas, por ejemplo.)

Describiré sucintamente mi caso, porque creo que tiene bastante de típico.

Como cualquier latinoamericano más, cuando terminé el colegio se suponía que debía saber inglés, pero lo que sabía era reglas gramaticales aprendidas de memoria, muy poca práctica y un vocabulario limitado por el poco uso en esa lengua.

Pasé después por el Instituto Cultural Peruano Norteamericano y saqué buenas notas en el Británico, pero mi inglés no me habría servido para moverme cómoda y directamente en un país de habla inglesa en ese entonces.

Es más, apenas podía entender a alguien cuando hablaba inglés, a pesar de mis bastantes regulares notas y de que en nuestro colegio, en las tardes de la primaria, todo se hacía en inglés.

¿Por qué entonces esa mediocridad?

Porque la enseñanza de idiomas suele ser una especie de engaño es mi primer aserto.

Porque se ha tratado y se sigue tratando la enseñanza de un idioma foráneo de forma equivocada.

No asustarse.

Lo mismo sucede con la escuela normal, especialmente en la media o secundaria: los alumnos asisten a una demostración de cómo los profesores saben sus materias y cumplen sus programas de trabajo más o menos impacientes porque lleguen las vacaciones y su jubilación, pero casi sin preocuparse por si sus pupilos verdaderamente entienden y están aprendiendo.

Aún en países desarrollados como este alemán sucede eso.

(Lo acabo de experimentar con mi hija mayor y sus problemas con las parábolas geométricas. Quise ayudarle y aprovechar para recordar mis conocimientos de matemáticas y me di con que lo único que le interesaba a mi hija era aprenderse las fórmulas de memoria. No quería entender. Lo que quería era poder aprobar el examen, que era, a su vez, la exigencia principal de su profesor.)

La única ventaja que me dio el inglés en mi época post-escolar fue el poder utilizar libros de texto universitarios en inglés y escribirme con una chica noruega, mi pen pal o pen friend de entonces.

(A los jovencitos de hoy esto les puede sonar a leyenda o mito, pero antes esa era la única forma de comunicarse con gente de otros países: escribiendo y enviando una carta por el correo postal. Por eso el nombre: pen es lapicero, bolígrafo, birome. Hoy uno hace  ‘amigos’ de todo el mundo sin mayor esfuerzo y casi instantáneamente.)

Hablar inglés era otra cosa, otro mundo, una gran imposibilidad.

De haber sabido lo que ahora sé y aquí quiero exponer, otro habría sido el cantar.

Permítanme hacer un salto.

De pronto, a mis veinte años, se me ocurrió aprender alemán.

Me matriculé en el Instituto Goethe y tuve la suerte de tener una buena profesora.

Tuve también la suerte de descubrir un truco para aprender más: la acompañaba hasta su casa en el ómnibus de la línea 73 después de las clases y “hablábamos” alemán en el trayecto.

(Ella hablaba, yo escuchaba y soltaba una palabra o una frasecita cada media hora, avergonzadísimo, como si los demás pasajeros pudieran criticarme en cualquier momento por mis errores.)

Pero no piensen mal por eso de acompañarla hasta su casa . (Con mi siguiente profesora si podrían hacerlo, pero esa ya es otra historia.)

La señora D. era una persona mayor, mayor aún que mi propia madre.

¿Cómo empezó todo?

Una noche después de la clase nos pusimos a conversar y cuando me di cuenta ya la había acompañado hasta su casa y ella se estaba despidiendo con un: “Bueno, aquí vivo y ahora me tengo que despedir” (en alemán).

Luego se hizo costumbre.

Como en el ómnibus yo recibía, sin habérmelo propuesto, clases extras de alemán, saqué las mejores notas de mi año y gané una beca de tres meses en el Instituto Goethe de Mannheim.

¿Por qué lo menciono?

Tenía, como  he dicho, las mejores notas de mi año, sin embargo, a la primera persona que le pregunté por una calle en Mannheim, ya en Alemania, no le entendí ni papa.

Ahora sé que hablaba una especie de dialecto de la región o simplemente alemán con un acento muy marcado. El hecho es que no le entendí nada.

¿Qué sucedía?

Había aprendido un alemán académico, me sabía las reglas gramaticales, pero tanto los alemanes tenían dificultades para entenderme (por mi acentote) como yo a ellos (por su acentote).

Había aprendido, además, un alemán culto, propio de cierta región de Alemania. Es decir, me había sucedido como con el inglés.

Seré concreto.

Hasta ahora tengo problemas para entender el alemán de ciertas regiones, aún de esta renana. Cuando la gente habla en el dialecto o con giros propios del colonés, muchas veces me quedo completamente fuera de la conversación. (Sobre todo porque pierdo el interés rápidamente.)

Me sucedía y me sucede, por ejemplo, con la gente con la que juego fútbol.

Curiosamente, un día, harto de no poder entender siempre y sentirme profundamente frustrado (algo que no me había sucedido cuando vivía en Colonia: empezó recién en este pueblucho semirrural al que nos mudamos hace más de cinco años), lo comenté entre otros jugadores y resultó que aún los mismos alemanes tenían/tienen exactamente el mismo problema que yo.

Algo que me alivió en parte.

Con el alemán, como digo, sigo teniendo problemas, sobre todo cuando se trata de versiones provincianas muy cerradas.

Pero permítanme llegar al italiano, que ya debo –deseo- irme a la cama y ya es tarde.

El italiano lo aprendí –y bastante bien- más o menos de casualidad, sin proponérmelo.

Sucedió así.

Trabajando en un establecimiento italiano en mis primeras épocas aquí en Alemania, conocí a un colega veneciano que tenía la costumbre de hablarme en las pausas.

El tipo lo hacía sin pausa.

Me hablaba sin pausa en las pausas.

(Y eso que no estábamos casados, diría un pesado.)

Me hablaba, me hablaba y me hablaba.

Como yo no tenía la posibilidad de pasar la pausa en otro lugar y no quería ser descortés con él, no me quedó otra cosa que escucharlo y escucharlo, pero sin entenderle ni un pito.

Las pausas se hicieron una costumbre.

En ese tiempo creo que yo todavía fumaba y, así, le permitía que acompañara mi envenamiento placentero (en ese entonces, ahora me produce asco solo oler la ropa o el pelo de un fumador) con sus palabras.

Hasta que al cabo de dos o tres meses, empecé a reconocer como por parte de magia una o dos palabras claramente.

Y luego tres o cuatro.

Luego todo lo que decía, salvo alguna palabra rara.

Hoy, sin apenas practicarlo, puedo entender el italiano y hablarlo bastante bien.

Como no lo aprendí en una escuela, no sé escribirlo. (Aunque tal vez alguna vez me anime. Pero para eso primero tengo que aprender a leerlo. En los últimos días he estado buscando información para un artículo que estoy escribiendo sobre Italia y me he visto obligado a usar fuentes en ese idioma. Ha sido muy duro, pero poco a poco estoy leyéndolo también.)

¿Y cómo aprendí portugués?

Escuchando durante semanas seguidas todos los días durante una hora por lo menos (mientras conducía) un disco de Jobim.

¿Qué tan bueno es mi portugués?

Limitado.

Tal como mi forma de aprenderlo.

Pero hace dos semanas me encontré con un brasileño, le pregunté cómo se llamaba, de dónde venía y esas cosas, y me preguntó luego de qué parte de Brasil… era yo.

Le contesté que hasta allí llegaban mis conocimientos.

¿Mis consejos?

Consejo 1

Oír y escuchar (‘escuchar’ es ‘oír’ prestando atención) hasta el cansancio todo tipo de manifestaciones en el idioma a aprender: música, radio, televisión, entrevistas, mucha música. A diferentes personas, de diferentes edades y sexo. La Red ahora lo permite mucho más que antes, y casi gratuitamente.

Consejo 2

Después de un tiempo, tratar de imitar los sonidos y la forma de hablar sin preocuparse mucho por las palabras ni por el contenido: como un imitador al que solo le importa hacerse pasar por un francés, mexicano o argentino sin entender nada. Todo esto complementarlo, paralelamente, con lecturas y, de ser posible, escritura.

Consejo 3

No pensar en castellano.

Consejo 4

No tratar de hacer de traductor todo el tiempo.

No continúo, porque con esto tienen suficiente por ahora. Tal vez alguna vez me anime a continuar estos consejos si a alguien le interesa.

Termino diciendo que he aplicado en los últimos años estas mismas reglas a lo que sabía de inglés y me ha ido mucho mejor con ese idioma.

Acaso paradójicamente, me cuesta mucho hacer lo mismo con el alemán.

Hoy, justamente, escuché a una cubana hablando como una alemana, es decir, reproduciendo el acento de la región casi perfectamente.

Eso es lo que yo tendría que hacer, retomar el alemán como una melodía a la que imitar.

Curiosamente, eso es lo que más me cuesta.

¿O será que detesto –por vulgar- la de esta región?

Sé que tiene que ver con la forma como aprendí el alemán: de memoria y anteponiendo la gramática a todo lo demás.

Ojo, puedo imitar un acento alemán: el de los soldados que aparecían en la serie usamericana Combate de mi niñez.

Y tal vez esa sea mi gran dificultad (ahora me doy cuenta): tener que pasármela hablando como un nazi.


HjorgeV 26.11.2009

DÍAS Y TARDES DE CARTÓN (Poema)

Días y tardes de

cartón

 

Ayer hemos vivido Vida

Hoy solo la bebemos

como un

Deseo con letras de cristal

puesto en una

Botella de papel

arrojada a un charco dejado por la lluvia

 

Es tarde

Pregunto

Oteo

Busco en la memoria de esta habitación

Y lo hallado no alcanza para comprender siquiera

su significado como palabras del diccionario

 

Busco en los ardores viejos

En las ansias que nacen en este momento

Sé que alguien me vive en estos contados

metros de superficie y me atrapa

 

Sé que alguien me respira

y que por mis pies viven sus manos

como el sabor de las cosas cuando se acaban

sin lucha

 

Vamos, regálame apenas una

hojita de certeza

de tu Árbol de las Verdades

 

Algo de qué sostenerme

En esta tarde de cartón

 

En esta tarde que se abre como una herida en el papel

 

 

HjV 23.11.2009

SABIOS AUSENTES

 

La razón por la que hay ruego y no palabra.

La razón por la que adquiero pecuniariamente

la herida del placer.

La razón por la que oculto el otro lado de mis venas

y olvido solemnemente enumerar las cosas.

 

El cabalgar cada día este fauno imposible

que apenas habla mi propio idioma

y me insulta y se ríe de mí.

 

La luz del sol cayéndome en el rostro de

lo que nunca me pertenecerá.

Miro al cielo y sé que alguien me está observando desde

hace siglos.

 

Dime cuál es el comienzo de las cosas, la razón por

la que vamos buscando nuestras propias semillas,

la fórmula del tiempo,

el avatar de las percepciones.

 

Lo que verdaderamente importa esta tarde

(hay tardes así, en las que puede caber toda una vida)

parece ser un simple asunto de sabios ausentes.

 

 

HjV 22.10.2009

TOMAR UNA PALABRA CUALQUIERA (Poema)

Hablar con la boca en la espalda

Callar como respuesta

Tomar una palabra cualquiera del diccionario o de un

Libro escogido al azar

Probar a lamerla, saborearla, a morderla, hacer gárgaras con ella

Tragarla, finalmente

La palabra Amor, por ejemplo

Pasado un tiempo (en cuestiones de tiempo siempre es

exacto el tiempo), probar a expulsarla por cualquier medio

A escupirla

A llorarla, a defecarla, a extraerla como cerumen

A miccionarla, a vomitarla

A sudarla

(Exaltando las diferentes posibilidades del cuerpo humano

para asimilar y luego expulsar una simple palabra cualquiera)

Ya fuera de nosotros, de vuelta al reino donde suceden las cosas

Reanimarla luego

Dándole masajes en el pecho si fuera necesario

Una buena alimentación, cuidados divinos y tacto en la mano

Tras intentar con la respiración boca a boca

Empezar finalmente con los interrogatorios, imprescriptiblemente

Sin bajar la guardia, sin perderse por las ramas

Ni llegar a la tortura

Pero sabiendo a dónde se quiere llegar

Preguntarle entonces por qué divinos diantres se

trata solo de una

palabra

más

HjV 16.10.2009

CÓMO APRENDER UN IDIOMA (IV)

APUNTES TONTOS Y PROBABLEMENTE INÚTILES

París.

La ciudad de ensueño que esconde más de un monstruo de mil cabezas en sus entrañas.

Me pasé allí dos meses sin entender ni una sola palabra de sus habitantes, si se me permite la exageración.

Es curioso.

Han pasado muchos años desde entonces, y todavía me cuesta soltar todo lo que viví en esa ciudad en la que tuve una maldita buena suerte.

(También podía haberme salido todo al revés.)

Intentaré concentrarme en el asunto del idioma.

¿Cómo?

¿Cómo puedo conseguirlo si ahora que he empezado a recordar a París, se me ha venido, por ejemplo, la imagen de la pareja que estuvo escuchando nuestra música durante una buena hora en la explanada del Centro Pompidou?

Al final de nuestro “concierto”, cuando ya habíamos guardado nuestros instrumentos y nos aprestábamos para retirarnos, se acercó él y me dio una rosa, sorprendiéndome.

El primer hombre (y espero que quede así, sin tener nada en contra de otras selecciones, inclinaciones o alternativas sexuales) que me regalaba una rosa en mi vida, nada menos.

Debo confesar que me asusté un poco, porque intuía una situación difícil o, por lo menos incómoda. Pero no.

Me habló en inglés, decepcionándome, porque había esperado por fin conocer a franceses. Por lo menos le entendí todo.

-Es de parte de mi amiga –me dijo, explicando la rosa.

(No estaría mal como título para una canción o un poema, esta última frase.)

Me sonrojé.

Pocas cosas hay peores para un hombre, en asuntos de vergüenza y pena ajenas, que ver a otro hombre sufriendo por la mujer que lo desprecia a él para irse con uno.

Luego se acercó la muchacha, se presentaron los dos, me ofrecieron de su botella de vino. Eran de EEUU, ella vivía en París y él vivía con ella.

O algo así.

En ese momento, curiosamente, no se me ocurrió nada más que agradecerles por los aplausos, la rosa y el vino.

Si algún hombre está leyendo estas líneas y ha pensado considerarme un bobo extremo, le daría toda la razón.

Pero no contaré más detalles de cómo terminé esa noche con ella, después de un largo y ardiente recorrido por bares parisinos en busca de la llave de un departamento que nos pudiera cobijar. (Sin su acompañante, debe entenderse.)

Llevaba dos meses en París, no entendía a nadie, vivía de prestado en el departamento de R., una francesa amabilísima que todas las noches bebía lo suficiente como para recordar muy poco a la mañana siguiente al irse a trabajar.

Al atardecer o al anochecer (era verano y oscurecía cuando ya era de noche para mi reloj interior limeño), después de haber concluido con nuestros “conciertos”, recorría solo y melancólicamente las calles del París turístico y en las noches me tomaba unas copas con R.

Luego me quedaba en la sala de su departamento viendo la televisión (sin entender nada) hasta que ella regresaba poco después de la medianoche y entonces yo podía irme a dormir.

R. me hablaba pacientemente en francés y se servía de gestos, señas y señales para hacerme entender amablemente las cosas.

La había conocido en uno de mis peores momentos de mis días en París.

Acortaré, diciendo que cuando me ofreció ayudarme con lo de la vivienda, le dije que no esperara que le devolviera el favor con sexo.

Por supuesto que no usé esa palabra.

Usé amor, que en francés –ya sabemos- para lo práctico significa lo mismo.

Me dijo, sin sonrojarse, que lo podía entender.

Esa fue nuestra suerte y así nos llevamos muy bien el poco tiempo que pasé viviendo de prestado en su departamento.

Un día, harto de no entender nada y decidido a aprender la lengua de Balzac, Flaubert y Baudelaire, empecé a estudiar a conciencia mi diminuto diccionario y me compré un par de revistas de Asterix.

Sabía inglés y había aprendido bien el alemán, ¿por qué diablos tenía que tenerle tanto miedo al francés solo porque no entendía ni papa de una lengua que me habían asegurado ser muy similar a nuestro idioma?

Seguí con el diccionario.

En los viajes que hacíamos en tren con el grupo, aprovechaba el tiempo para traducir palabra por palabra los textos con el diccionario en mano.

Con todo, apenas podía entender muy poco de la trama de las historietas de Asterix y su pandilla.

Paralelamente, sin embargo, mantenía abiertas las orejas como un niño que quiere enterarse de todo, en todas partes, en todo momento posible.

Seguía viendo la televisión (sin entender todavía nada) y si, por suerte, se daba la ocasión de poder escuchar hablar en francés a alguien, no desperdiciaba la oportunidad para acercarme y parar aún más la oreja.

¿Cuántas conversaciones ajenas habré escuchado (sin entenderlas) en esa época?

Entonces conocí a A.

Había asistido a una especie de feria o exposición de productos o libros latinoamericanos, ya no lo recuerdo, y vi pasar frente a mí a una muchacha de esas de las que se dicen que son capaces de robarle la respiración a uno.

A mí no me la robó, pero me dejó taquicárdico y con la presión arterial regionalmente elevada.

Recuerdo que la seguí por el recinto, desde lejos, como un perrito esperando que le arrojen el hueso que sabe que nunca le va a llegar.

Mi sueño de ese momento era uno simple y sencillo.

No deseaba acostarme con ella ni soñaba con darle un beso. Sabía que pensar en eso era una quimera, un llano imposible.

Deseaba, recatadamente, que por alguna circunstancia extraordinaria, tuviéramos que cruzarnos en algún lugar del recinto y que, justo en ese momento, la muchedumbre nos obligara a apretarnos el uno contra el otro.

Durante un solo segundo.

Era poco lo que pedía. Y tonto, muy tonto.

Sin embargo, algo más remoto fue lo que sucedió.

Mi sueño no se cumplió del todo (nos chocamos casi frente a frente: alguna vez he llegado a pensar que ella lo tenía planeado), pero, en cambio, empecé a tener compañía. Francesa, además.

Acortaré distancias, diciendo que con A. descubrí lo que significaba ser una mujer libre de mente y dueña de su cuerpo. (Había estado en Alemania pero lo vivido allí no se podía comparar con la lección que me estaba dando A.)

Otro día contaré, acaso, nuestros curiosos encuentros –siempre en un hotel, siempre coronados en algún restaurante del centro de París, todo organizado y pagado por ella-, lo importante ahora es que A. me hablaba más o menos sin pausa.

En francés.

Melodía infinita.

Lecciones enteras de Yo te amo, yo tampoco.

Y a volver a a entonar desde el principio la letra a en todas sus alturas y profundidades posibles.

Por mi parte, ya de vuelta en la calle, me dejaba tomar de la mano por su mano y la acompañaba por las calles parisinas, perfectamente consciente de ser un simple amante con fecha no muy lejana de caducidad a su lado.

Me acostumbré a hacer el tonto enamorado que prestaba atención a todo lo que le decía su amada, pero sin entender nada.

Un día le pedí que me enseñara a decir “¿Cómo se llama esto en francés?»

Así, nuestros paseos empezaron a parecerse a los de un niño de dos  o tres años que empieza a descubrir el mundo con una sola pregunta en su cartuchera.

Hasta que de un momento a otro, como por arte de magia, ese chorro ininteligible y oscuro de sonidos que brotaba de las bocas de A., de R. y de la demás gente de París, empecé a percibirlo como partes aisladas e independientes entre sí.

En la televisión empecé a reconocer algunas palabras y expresiones aisladas.

A R. empecé a entenderle el número de cervezas o copas de vino que se tomaría esa noche y a A. le entendí que pronto partiría a África.

Para todo esto, yo seguía sin atreverme a hablar todavía.

Como nuestro idioma es muy parecido, luego, cuando mi oído se acostumbró a deducir las palabras por simple comparación, el siguiente salto fue más rápido y pasé a entender cada vez más.

Mi escuela de idiomas “particular” empezaba a rendir frutos.

En otras palabras, sin habérmelo propuesto ni saberlo de antemano, había hecho lo que toda persona hace desde que puede oír en el vientre de su madre: escuché, oí, «ausculté», percibí, husmeé, siempre con mucho interés, los sonidos de las voces de mi entorno.

Hasta que empezaron a tomar sentido y separarse en sus elementos.

Y empecé a entender los noticieros casi al cien por ciento y parte de las conversaciones de la gente en la calle y en el metro. (Desde entonces, recomiendo los noticieros como parte fundamental del aprendizaje de un idioma.)

Los dos meses siguientes que pasé en Francia me permitieron pasar a entender casi todo.

Curiosamente, justo cuando había empezado a atreverme a hablar (imitando la melodía de A., como un bebé que recién después de varios meses de estar escuchando a su madre lo hace), ella partió rumbo a África tal como lo había anunciado.

Poco después conocí a B., una rubia alemana estudiante de danza con aspecto de modelo que no me creyó que me había dirigido a ella en plena calle solo para poder practicar mi alemán.

Pero esa es otra historia.

Baste resumir que mi aprendizaje del francés se interrumpió porque me vine a Alemania. (Todavía puedo hablarlo y engañar un poco a algunos.)

Me detengo aquí, notando que París sigue siendo un tema especial, casi candente, cuasi tabú, para mí.

No de otra forma pueden explicarse los tremendos rodeos que doy cada vez que me enfrento a mis recuerdos de la Ciudad Luz.

Me imagino que esos recuerdos siguen exigiendo un relato independiente, una novela -acaso- que alguna vez emprenderé.

En mi próxima entrada concluiré este tema idiomático.

Entonces contaré cómo aprendí italiano (ya sin sexo ni enamoramientos) aquí en Alemania y sobre mis grandes problemas con el idioma de este país.

Me olvidaba, por cierto.

Sigo sin haber pisado la Torre Eiffel.

Y Rayuela recién la leí aquí en Colonia.

 

Continúa…

HjorgeV 12.11.2009

CÓMO APRENDER UN IDIOMA (III)

Hablar de idiomas, de uno en particular o de simples palabras es algo que me fascina particularmente.

¿Por qué algunas personas aprenden más rápidamente una nueva lengua y otras no?

¿Será que poseen un don especial que les permite hacerlo?

¿Por qué pocas consiguen hablar un nuevo idioma casi como un nativo y en muchas se nota enseguida cuál es el idioma base?

Opino que cada uno de nosotros es capaz de aprender uno, dos o más idiomas.

Y que cada nuevo idioma aprendido allana la posibilidad de aprender más fácilmente otros más.

Solo que no lo sabemos.

SIN SABERLO DOMINAMOS VARIOS «IDIOMAS»

En realidad, dominamos varios “idiomas”, por así decirlo.

No me estoy refiriendo necesariamente a los llamados sociolectos o dialectos sociales, los hablados por una clase o grupo social.

Me refiero a que empleamos diferentes elementos lingüísticos de acuerdo al medio en el que nos hallamos.

Nuestra educación y cultura, y nuestro sentido común, nos permite usarlos adecuadamente según como convenga.

A nadie se le ocurriría hablar con el director del colegio o escuela como con el compañero de carpeta: evitaría, por lo menos, ciertas palabras y expresiones.

(Si lo consigue o no es otra cosa.)

Nadie habla con la gente del barrio como con la chica o chico de otro (de otro barrio, quiero decir) que acabas de conocer.

(La fascinación amorosa nos puede llevar a cambiar incluso de entonación, fuerza de voz y a esforzarnos por mejorar nuestra capacidad de expresión. Casi como si fuera «otro» idioma.)

El especialista, profesional o académico de cualquier rama no habla con sus colegas como con su abuelita ni con la gente con la que juega fútbol o sale de copas.

Pero, como en la música, si quieres aprender una canción, primero tienes que hartarte de escucharla. Y si has aprendido a cantarla, es que la has practicado (sin habértelo propuesto, por lo general) hasta la saciedad.

Opino que con mucho trabajo divertido se puede llegar a aprender cualquier idioma.

El interés disponible es la primera piedra y también el combustible, claro está.

Entre mis sueños está el de llegar a un país extraño en idioma y en casi todo.

China, por ejemplo (aunque no me atrae nada). O Grecia.

Y, suponiendo que no tenga que morirme de hambre y tenga donde dormir, dedicarme solo a escuchar y aprender el idioma.

En la calle, en los restaurantes y negocios, en reuniones y en contacto con los medios de comunicación; como un aventurero, como quien dice.

(Me imagino que para el chino como idioma, necesitaría más de los tres meses que necesité para el francés y el italiano, hasta que dejaron de ser un flujo continuo de sonidos y pasaron a separarse en grupos cada vez más definidos y empecé a reconocerlos como palabras independientes.)

Pero me interesaría el reto.

Me pasaría unos dos meses solo escuchando y aventurándome al comienzo a repetir los sonidos más fáciles. Luego me pasaría unos dos meses más hablando como un loro para practicar los demás.

No usaría jamás otro idioma para ayudarme a hacerme entender: ni el inglés ni el mío propio.

En la enseñanza tradicional comercial de idiomas (aquella entendida y ya establecida como un negocio y no como un intento serio de aprender un idioma foráneo) se hacía y se sigue haciendo todo al revés.

Se pretende que el alumno empiece a hablar desde el primer día, palabras y sonidos a los que su aparato fonador no está acostumbrado ni conoce.

(Un buen profesor escogería las palabras más parecidas al del idioma del aprendiz para empezar.)

Y se pretende que el novato aprenda primero la gramática.

Cuando es demasiado tarde, el alumno ya perdió el interés por el idioma y este se ha vuelto una carga académica y no una herramienta de comunicación con todo lo interesante que esto puede significar.

¿Y SI TUVIÉRAMOS QUE APRENDER A HABLAR RECIÉN A LOS 10 AÑOS?

Si tuviéramos que aprender nuestra primera lengua (la que llamamos ‘materna’, sin que esto tenga que ser necesariamente así, póngase el caso de los niños adoptados, por ejemplo)  a una edad “más avanzada” tendríamos grandes problemas para aprenderla y aprehenderla.

Aunque no existen grandes estudios al respecto, puesto que los casos conocidos son muy escasos, parece ser que los niños que han tenido que crecer aislados de la civilización –muchas veces en compañía y hasta, incluso, criados por animales- nunca llegan a dominar ningún idioma.

Ni siquiera el que tendría que haber sido el suyo “propio”, sea por razones geográficas o familiares.

Aunque no he podido encontrar ninguna fuente, estudio o investigación confiable, doy por plausible la suposición de que los doce años es la edad que marca el “umbral superior” para el aprendizaje de la primera lengua.

Quiero decir que traspasada esa edad, un niño que no ha aprendido a hablar ningún idioma no conseguirá dominar alguno nunca.

Por los casos documentados de lo que podemos llamar agudo aislamiento e incomunicación infantil, los afectados apenas llegan a expresarse con grandes limitaciones, después de su reinserción social, en la que debía haber sido su lengua propia.

Menciono todo esto por los puntos que nos interesan en el tema de aprender un nuevo idioma.

Parece razonable suponer que todo niño puede aprender con relativa facilidad –y dadas ciertas condiciones como la posibilidad de jugar y escuchar en ellos- uno o más idiomas hasta los doce años.

Por simple experiencia me atrevo afirmo que esa capacidad va disminuyendo hasta casi atrofiarse alrededor de los 18-20 años.

Lo cual no significa que a partir de esa edad no se pueda aprender ningún nuevo idioma, simplemente que, en quien lo haga, “se notará más” que no es su idioma principal.

(El reciente caso de la joven austriaca que vivió secuestrada por su propio padre, el electricista Josef Fritzl, es diferente, porque si bien vivió más o menos completamente aislada, no lo hizo en un régimen de incomunicación, puesto que tenía contacto con su padre y tenía un televisor en su covacha y zulo.)

Por lo visto, solo si se escucha (bien) se puede aprender a hablar.

Está comprobado que los bebés que nacen con atrofias o malformaciones en el oído, pueden tener graves problemas para aprender a hablar, dependiendo del grado de su afección.

De hecho, esos bebés se han perdido nueve meses de práctica auditiva, lo que los hace llegar al mundo con una gran desventaja que puede influir en toda su vida y en su desarrollo integral como persona.

Como las conexiones nerviosas entre el oído interno y el centro del lenguaje en el cerebro terminan de formarse en los dos primeros años de vida (extrauterina), si no se ha detectado a tiempo alguna malformación o atrofia, esto puede influir para siempre en el desarrollo de una persona. Además de ser algo que no es posible corregir por medio de una operación o una prótesis.

LA VERGÜENZA: UNO DE LOS INHIBIDORES MÁS PODEROSOS

El bebé no se avergüenza de hablar como habla.

Sobre todo porque aunque diga bapá, maná, pam para referirse a papá, mamá y pan, respectivamente, recibirá aplausos de sus progenitores, de los abuelos e, incluso, de los vecinos.

Así deberíamos aprender un nuevo idioma.

Equivocándonos al jugar con las palabras, riéndonos, imitando, volviendo a escuchar y simplemente oír y no prestando (demasiada) atención a nuestros errores sino a nuestros progresos.

Lamentablemente, no estamos preparados culturamente para ello.

La educación formal estatal de más o menos cualquier país del planeta está contaminada de antiguos vicios y errores que la lastran.

Sin que el hecho de conocerlos, sirva para hacerlos desaparecer.

Para poner un solo ejemplo.

La psicología moderna advierte que se aprende más por “premiación” que por “represión”, sin embargo, lo que prevalece en las pruebas y exámenes escolares es la búsqueda, represión y reprensión de los errores.

(Aquí en Alemania se ha dado un gran paso al permitir que en el primer año escolar no se usen notas calificatorias. Todos los niños pasan simplemente de año.)

De tal manera que desde muy pequeños estamos acostumbrados a concentrarnos en evitar cometer errores en el aprendizaje de cualquier materia y no en aumentar nuestro caudal cognitivo y nuestra práctica en ella.

Esta actitud es fatal en el aprendizaje de lenguas.

Crecemos con un temor a equivocarnos, azuzado por la escuela, los maestros, profesores y la misma familia.

Porque el que desea hablar un nuevo idioma y apenas lo practica (por temor a equivocarse), obviamente, estará en gran desventaja respecto a los que sí han tenido la oportunidad de hacerlo.

Quien quiere aprender a jugar fútbol o a bailar no puede hacerlo, sencillamente, sentado.

SOMOS APRENDICES NATOS

Salvo por malformaciones o atrofias fisiológicas, todo ser humano aprende su lenga (absolutamente) sin problemas.

No solo estamos premunidos de un aparato fonador y las correspondientes funciones cerebrales, también lo estamos de un excelente “aparato” de aprendizaje.

Opino que toda persona es capaz de aprender cinco o diez idiomas, manejar (o conducir) un avión, un cohete interespacial y construir una casa.

Si se lo propusiera.

Y tuviera acceso relativamente sencillo a los medios para conseguirlo.

Nuestra condición humana nos permite a africanos, anglosajones, latinoamericanos, asiáticos o árabes, judíos o alemanes, argentinos o esquimales, mucho más de lo que nos creemos capaces y la enseñanza tradicional nos hace creer.

Relataré en las siguientes líneas mis experiencias con los idiomas.

De cómo llegué a pensar que nunca aprendería alemán cuando tenía unos veinte años y de cómo, mucho tiempo después, a pesar de vivir en Alemania la misma cantidad de años, y de hablar, leer y escribir alemán, sigo con la sensación de no haber dado grandes pasos.

De cómo, sin embargo, a pesar de no haber estado jamás en Italia, puedo hacerme pasar por italiano con los mismos italianos. (Con grandes limitaciones, se entiende; pero mis conocimientos me pueden alcanzar para varios minutos de conversación hasta que se descubra el «engaño».)

De cómo me sucede algo parecido pero en menor medida con el francés, a pesar de haber vivido allí solo cuatro meses y haberme pasado casi tres sin decir apenas una palabra en ese idioma.

Y de cómo me he sorprendido a mí mismo no hace mucho rescatando mi inglés (que creía frustrado como idioma bien aprendido por la dificultad para perder el acento), usando el método de la imitación.

PARÍS

Llegué a París sin saber más de tres o cinco palabras en francés.

Una de las primeras sorpresas fue descubrir que los franceses solo hablaban (¿habrá cambiado algo?) francés. Es decir, que mi inglés y mi alemán no me servían prácticamente para nada.

La lección me la dio un empleado bancario, un cajero, al querer hacer una transferencia bancaria hablándole en inglés.

No le entiendo, señor. Por favor, el siguiente -me dijo, debo suponer, en su idioma.

-¿Y castellano? -le pregunté, en castellano, completamente aterrorizado porque aunque no le había entendido lo que me había dicho, su gesto con la mano indicaba claramente su intención.

Continúa…

HjorgeV 10.11.2009

CÓMO APRENDER UN IDIOMA (II)

Exageré notablemente en mi entrada anterior, con el fin de dejar clara mi intención:

Para poder aprender un idioma deberíamos retomar estrategias y usos de los niños pequeños.

Ellos son gente que sin «profesores» (empezando por su madre y su padre, todas las personas que entran en contacto verbal con un niño, en realidad, lo son), sin libros, apuntes, grabaciones ni grandes esfuerzos aprenden cualquier idioma.

Recomiendo, por lo tanto:

→ En una fase inicial, jugar sin miedo con las nuevas palabras. Saber que al comienzo las pronunciaremos mal y que eso forma parte natural del aprendizaje.

→ Recuerde que los bebés al nacer llevan varios meses de “incógnito” escuchando los sonidos y las palabras de su entorno. Hasta que un infante empieza a hablar transcurren varios meses más, que se suman a ese periodo de solo dedicarse a escuchar.

→ Tenemos una ventaja y una desventaja respecto a los niños que aprenden a hablar. La ventaja es que nuestro aparato fonador ya está completamente desarrollado.

→ Pero esa también es la desventaja: nos sirve poco o menos para ciertos idiomas (aquellos con sonidos muy diferentes a los nuestros).

→ Los bebés no se avergüenzan de de cometer errores al practicar. Al contrario, cualquier esfuerzo es alabado por sus progenitores y la gente de su entorno.

→ Los niños aprenden sobre todo por imitación.

→ Los niños empiezan por las cosas más sencillas y con el tiempo su lenguaje se vuelve más complejo. Al final, un adulto puede crear un número ilimitado de comunicaciones a partir de un número finito de elementos (lingüísticos).

¿Por qué aconsejar imitar a los niños en este asunto de aprender un nuevo idioma?

Porque la enseñanza tradicional de una lengua está plagada de una serie de errores, vicios y manías que, en vez de facilitar el aprendizaje, lo dificultan.

Para empezar, cualquier aprendizaje de un nuevo idioma debería estar precedido de lo que me permito llamar Fase de Inmersión Acústica.

Lo digo partiendo de mi experiencia.

¿En qué consiste?

FASE DE INMERSIÓN ACÚSTICA

En familiarizarse lo más posible con la lengua a aprender: escuchando la radio, viendo videos o televisión, escuchando discos y la mayor cantidad posible de personas en el idioma a aprender.

Aquí está el primer gran defecto del aprendizaje tradicional: la única referencia que tiene el aprendiz es la voz del profesor o profesora.

Como somos seres que hemos aprendido inicialmente casi todo por imitación, no solo es algo (una capacidad) que llevamos dentro y que probablemente perdemos recién al morir, también solamente escuchando se va despertando nuestro instinto imitador.

(Los imitadores profesionales se pasan horas de horas escuchando una y otra vez a los que desean imitar. Con el tiempo adquieren práctica y experiencia, y les cuesta cada vez menos, obviamente.)

Antes de pasar a exponer en qué me baso para aconsejar esta primera fase (aprendí el inglés y el alemán tradicionalmente, sin embargo, casualmente, aprendí algo de francés, más o menos bien el italiano y un poco de portugués pasando por una fase de inmersión acústica inicial y me resultó más fácil que aprender las dos primeras lenguas) es importante hacer una diferenciación vital.

Aprender una lengua no significa dominar su teoría gramatical. Es decir:

APRENDER UN IDIOMA NO EQUIVALE A ESTUDIARLO

Aprender una lengua no es estudiarla.

Cualquier persona del mundo domina su propio idioma.

Sin haberlo estudiado.

Sin poder –necesariamente- explicar ni entender sus reglas gramaticales..

Mil millones de chinos nos demuestran que no debe ser difícil aprender el chino.

Sin embargo, perviven ciertas falsas creencias.

Tomemos un ejemplo de la Wikipedia sobre el tema (“Cómo aprender lenguas”):

“En resumen, para la adquisición de un idioma, el estudiante o hablante requiere entrenarse en la adquisición de las cuatro estrategias língúísticas que estructuran el dominio de una lengua: escucha, habla, lectura y escritura.”

Un niño de cinco años, por ejemplo, ha “adquirido” su idioma y, sin embargo, por lo general no sabe escribir ni leer.

Este es un claro ejemplo de cómo sigue vigente la enseñanza tradicional: el creer que “adquirir” o saber un nuevo idioma equivale a dominarlo en todos sus aspectos o estrategias lingüísticas.

Por supuesto que al intentar aprender una nueva lengua es deseable terminar no solo entendiéndola y hablándola, sino también sabiendo leer y escribir en ella.

Sin embargo, muchas veces se invierte la lógica del aprendizaje y se insiste en enseñar primero lo que es secundario (a leer y escribir) echando a perder el todo, la meta principal: poder comunicarse con otras personas en la nueva lengua en cuestión.

Justamente lo contrario del “método natural” de todo bebé y niño de este planeta.

¿O qué niño aprende primero a escribir antes que a hablar?

De allí mi insistencia en aprender de ellos, de los infantes.

Si continuamos con el ejemplo tomado, podremos leer:

«Con el dominio de la lecto-escritura, se estima que ya el hablante está capacitado para la adquisición de las reglas gramaticales de dicha lengua, que le permitirán conversar, leer y escribir con ciertos niveles de corrección en el marco de la lingüística.»

Gran falsedad.

Los niños, ya a los pocos años de edad, dominan el uso de todas las reglas gramaticales, incluso antes de saber leer y escribir y antes de entenderlas como tal.

De hecho, un analfabeto en cualquier lengua, puede desenvolverse escuchándola y hablándola a la perfección.

Y la mayoría de personas apenas conocemos las reglas elementales de la gramática de nuestros respectivos idiomas, salvo por interés o necesidad profesional.

Sin embargo, ese es uno de los pilares de la enseñanza tradicional: se invierte el orden natural del aprendizaje y se empieza con la enseñanza de la llamada lecto-escritura.

En la próxima entrada de esta bitácora, expondré mi propia experiencia con las lenguas que aprendí tradicionalmente (inglés y alemán) y con las que tuve la suerte de hacerlo de una manera casi natural (francés, italiano, portugués).

Parto de las siguientes convicciones, basadas en mi experiencia y la observación, tanto propias como ajenas:

  1. Toda persona es capaz de aprender uno o varios nuevos idiomas. Independientemente de su procedencia geográfica, social y cultural.
  2. A mayor número de idiomas, aumenta la facilidad para aprender más aún.
  3. Es mejor concentrarse en métodos autodidactas que en los de la enseñanza tradicional.
  4. En la imitación (de sonidos, expresiones, formas y estilos de hablar) es la clave.

Si se fijan bien, salvo en el segundo punto, todos los demás son aplicables a cualquier bebé o niño de este planeta.

Continúa…

HjorgeV 07.11.2009