Les voy a contar una historia real. Me sucedió aquí en Colonia.
Fue un hecho del que tal vez pude salir muerto.
Lo que me salvó, y que es algo que trato de inculcárselo a mis hijos y a quien pueda –y quiera-, fue mi convicción absoluta que detrás de todo ‘valiente’ abusador y abusivo (siempre contra alguien más débil o que no se puede defender convenientemente) se esconde un gran cobarde.
Demos un salto en el tiempo y en el espacio. Yo apenas un par de decenas de kilómetros. Ustedes miles. O, tal vez, más de una decena de miles.
Llevaba entonces la mitad de los años que llevo aquí en esta ciudad.
Mis hijos no habían nacido y empezaba recién, entonces, con el negocio gastronómico que tuve durante trece años y que cerré el primero de octubre del año pasado.
Nuestra cocinera -como muchas veces más a ella misma y a todos los cocineros y cocineras que tuvimos en todos esos años demasiadas veces les sucedió- se había olvidado de incluir a su debido momento un par de productos en la lista de compras.
Con uno de mis hermanos menores, con Plín, nos dirigimos entonces a una especie de mercado medio clandestino que opera u operaba casi las 24 horas del día, escondido detrás de un establecimiento de comida rápida turca. Estoy hablando del año 93 del siglo pasado. Recién en esta centuria es posible en toda Alemania comprar algo después de las 18:30 horas.
Antes había sido ley severa desde la segunda guerra mundial en este país, poder hacerlo sólo hasta esa hora. Tan severa, que esos turcos amables te vendían las cosas pero con el miedo permanente de ser descubiertos en algo que nunca tendría que haber sido ilegal, como es ahora.
Como en toda gran ciudad es muy difícil estacionar o aparcar cerca del lugar que es nuestro objetivo, le dije a mi hermano que él fuera comprando las cosas y que yo me daba una vuelta y lo recogía al vuelo.
Cuando volví por él, me dijo que un tipo le había dado un golpe en la cara. No me lo pude creer.
-¿Cómo que te ha dado un golpe en la cara, Plín? -le dije.
-Así, mira –me replicó él, haciendo el amago de pegármelo a mí-. ¡Bum!
Como el asunto me pareció muy raro y justo encontré un lugar donde estacionar mi Cherokee negra, le dije que me mostrara quién había sido.
-Ése –me dijo, una vez dentro del establecimiento-. El grandote de la capucha.
Ajá, pensé. Sin poder todavía imaginármelo. Pero bueno, me dije, derechos son derechos. Y más si son humanos. Por peores cosas he pasado.
-Disculpe usted –le dije al ropero muscular, supuesto agresor-. Mi hermano dice que usted le ha pegado un golpe.
-¡¿Para qué me pregunta cosas que yo no sé?! –me respondió él en voz alta e irritada, llamando la atención del resto de la gente esperando para pagar y también del dueño.
Verdaderamente, en ese momento, al ver su mirada y escuchar su argumento, debí notar que no tenía ningún sentido siquiera tratar de discutir con él. Pero me consideraba -y lo sigo haciendo- como una persona capaz de no callar sus propias ideas y convicciones. Intenté decirle por lo menos mi opinión sobre su conducta.
-Lo siento mucho, joven- le dije-. Pero no creo que el solo hecho de preguntar algo a alguien, le de derecho a éste a pegar un golpe.
-¡¿Qué es lo quiere usted?! –ladró el cañón delante mío.
Como no sabía bien lo que quería, me quedé callado. Traté de sopesar la, por lo demás absurda, situación. No era la primera vez que alguien más fuerte y más grande que yo trataba de intimidarme. ¿Sentía miedo? La verdad, en ese momento, no. No lo recuerdo, por lo menos. Tal vez porque sabía que había mucha gente que había escuchado nuestro intercambio de palabras y que estábamos en Alemania.
Sigo creyendo en la gente con sentido de justicia.
(Ahora no me quiero si siquiera imaginar la misma situación en un país aficionado a las armas de fuego, repasando temas más actuales, me digo.)
-Por favor –dijo el dueño, haciendo un gesto de solicitud de calma con las dos manos y guiñándome, a la vez, y sólo a mí, un ojo.
-Está bien. Disculpen –dije, interpretando bien su guiño. El tipo ese estaba por lo menos loco, era lo que me quería decir.
Salimos a la calle e interrogué a mi hermano sobre la forma cómo le había hecho la pregunta. Si con frases corteses o así, no más, a lo joven. Quería saber qué podía haber irritado al mortero ése.
En ese momento se coloca junto a mí el tipo de la capucha.
Llevaba en su mano derecha un póster o cartel enrollado.
-Así que usted era el que me quería seguir molestando, allá dentro, ¿no?
-¿Qué quiere usted? –le pregunté, mirándolo fijamente y empezando a indignarme.
-¿Sabes que te puedo hacer desaparecer en un instante? –me preguntó, pasando a tutearme, de forma tan amenazadoramente convincente que yo estaba seguro que era cierto lo que me decía.
Pero mi indignación ya estaba allí. Y yo allí con ella.
-¿Usted es un tipo muy fuerte, no? –le pregunté, en voz alta, pero serena y hablando muy claramente. Había apenas transeúntes por ese lado de la calle, bastante oscura por lo demás, a pesar de ser central.
-Usted es más fuerte, más alto que yo, más joven. ¿No es cierto? –le vuelvo a preguntar, indignado, con miedo, pero seguro de mí mismo y alerta.
Mi cerebro empieza a trabajar en un par de segundos todas las posibilidades. Sabía que si se armaba una pelea, podía terminar muy mal para mí. Pero allí estaba mi indignación que me hacía casi olvidar el resto de la película. Se me pasa por la cabeza aplicarle un buen cabezazo y correr. Allí está mi hermano, reflexiono, todavía atemorizado y al que no puedo comunicarle mis posibles planes.
El tipo empieza a acercarse mucho más a mí, tensando toda su musculatura.
Se me ocurre aplicarle un rodillazo en los testículos. Pero desecho la idea por la misma razón anterior.
-¡Claro! ¿No lo ves? –gruñe él. Ya puedo sentir casi toda la tensión de su cuerpo bien entrenado a la corta distancia que nos separa.
-¿Pero es usted valiente? –le pregunto.
-¿Qué hablas, gusano? –me responde él-. ¿Qué mierdas estás hablando?
-¿Es usted valiente o no? –subiendo el volumen de voz.
-¡Claro, imbécil! ¿No lo ves?
En ese momento veo que lo que lleva en la mano no es un póster o cartel, sino un bate de béisbol.
Ahora entiendo por qué mi hermano se ha quedado como paralizado.
Mi mente vuelve a trabajar a veinte mil revoluciones por segundo. Por un momento me arrepiento de haberle dirigido la palabra. Pero no me puedo volatilizar.
-¿Usted me tiene miedo?
-¡¿Yo miedo a ti?! –grita él, casi riéndose.
-¿Usted me tiene miedo, sí o no? -insisto.
-¡Por supuesto que no, imbécil! –responde él, medio confundido.
-Entonces, ¿por qué lleva un bate de béisbol en la mano?
-¡Yo llevo lo que me salga de los huevos, insecto!
-Pero me tiene miedo –le digo, lo más tranquila y determinantemente que puedo.
-¿Miedo a ti? ¡Primero muerto!
-Pero llevas el bate en la mano. Eres más grande, más fuerte, entrenado, más joven. Y llevas además un bate de béisbol en la mano. Tienes miedo.
El tipo se me acerca peligrosamente. Por un momento me siento más inseguro, pero considero rápidamente que el bate es menos peligroso a muy corta distancia. Nuestros rostros están casi juntos. Los de él brillan con un fuego que no he vuelto a ver en gente normal.
-Te propongo una cosa –le digo, sin poder creer que lo estoy diciendo-. Si te crees un valiente y estás dispuesto a una pelea conmigo, vamos a hacerlo. Pero tienes demasiadas ventajas. Dame una, por lo menos, si de verdad eres valiente.
El tipo bufa y resopla delante de mis ojos.
En ese momento se aparece alguien, que debe ser su amigo, lo coge de un brazo y nos ordena alejarnos.
Lo hacemos. Subimos a la camioneta, respiramos. Volvemos a la vida.
Hay que desenmascarar a los verdaderos cobardes.
HjorgeV
Sinthern / Colonia, lunes 30-04-2007
P.D.: Ojalá no me canse de hacerlo. Y estoy en mi derecho de opinar.
No sé cuántas cartas he enviado desde hace años a El País tratando de hacer notar la relación que existe entre la tauromaquia y la violencia doméstica. Entre estos dos y la abominable paliza estatal de cuatro policías a un detenido y cuyas imágenes incluí aquí ayer.
¿En qué consiste la valiente ‘fiesta’ taurina?
Es una valiente práctica que consiste en acosar a un animal para regocijo y aplauso de los presentes y al que terminan matándolo cobardemente, por que no se puede defender convenientemente.
¿Por qué defiende El País la valiente ‘fiesta’ taurina?
Porque tienen una sección dedicada a aplaudir esa práctica que debería ser prehistórica.
Los señores (¿o también hay alguna mujer por allí en la directiva?) de ese importante y exitoso medio informativo son patrocinadores ‘taurinos’ (en verdad son antitaurinos, ¡ja!), por lo tanto, es difícil, claro, que esos valientes varones se atrevan a publicar cartas contrariando su gusto y placer por esa diversión tan testosteronil y en la que los demás valientes, el público, se relaja y esparce sobre sus asientos viendo las agresiones que sufre un pobre animal.
¿Es tan difícil verdaderamente encontrar la relación que existe entre estos tres actos: la violencia de género, la valiente ‘fiesta’ taurina y el video de los cuatro bravucones estatales contra un detenido?
¿No está claro que en los tres casos se trata del ensañamiento del más fuerte y –además- en clara ventaja, contra el más débil y que no se puede defender, por lo menos, no convenientemente?
¿Qué es lo importante para mí?
El futuro. Los niños.
Si queremos inculcarles que es VALIENTE aquél que se enfrenta a los más rápidos, más capacitados y mejor preparados; y que es COBARDE aquél que lo hace con los más débiles o que no se pueden defender convenientemente, ENTONCES, no puede un medio informativo de la posición e importancia de El País –ni ningún otro- seguir permitiéndose dar tan pésimo y macabro mal ejemplo.
Ojo, que sé que no es España el país que encabeza la lista de mujeres muertas por el maltrato doméstico:
Pero por lo menos nuestra Madre Patria podría dar un gran paso adelante -indirecto, pero paso- en los derechos humanos, que son también los de todas las mujeres.
HjV