¿VALIENTES O VERDADEROS COBARDES?

3-valientes.jpgLes voy a contar una historia real. Me sucedió aquí en Colonia.

Fue un hecho del que tal vez pude salir muerto.

Lo que me salvó, y que es algo que trato de inculcárselo a mis hijos y a quien pueda –y quiera-, fue mi convicción absoluta que detrás de todo ‘valiente’ abusador y abusivo (siempre contra alguien más débil o que no se puede defender convenientemente) se esconde un gran cobarde.

Demos un salto en el tiempo y en el espacio. Yo apenas un par de decenas de kilómetros. Ustedes miles. O, tal vez, más de una decena de miles.

Llevaba entonces la mitad de los años que llevo aquí en esta ciudad.

Mis hijos no habían nacido y empezaba recién, entonces, con el negocio gastronómico que tuve durante trece años y que cerré el primero de octubre del año pasado.

Nuestra cocinera -como muchas veces más a ella misma y a todos los cocineros y cocineras que tuvimos en todos esos años demasiadas veces les sucedió- se había olvidado de incluir a su debido momento un par de productos en la lista de compras.

Con uno de mis hermanos menores, con Plín, nos dirigimos entonces a una especie de mercado medio clandestino que opera u operaba casi las 24 horas del día, escondido detrás de un establecimiento de comida rápida turca. Estoy hablando del año 93 del siglo pasado. Recién en esta centuria es posible en toda Alemania comprar algo después de las 18:30 horas.

Antes había sido ley severa desde la segunda guerra mundial en este país, poder hacerlo sólo hasta esa hora. Tan severa, que esos turcos amables te vendían las cosas pero con el miedo permanente de ser descubiertos en algo que nunca tendría que haber sido ilegal, como es ahora.

Como en toda gran ciudad es muy difícil estacionar o aparcar cerca del lugar que es nuestro objetivo, le dije a mi hermano que él fuera comprando las cosas y que yo me daba una vuelta y lo recogía al vuelo.

Cuando volví por él, me dijo que un tipo le había dado un golpe en la cara. No me lo pude creer.

-¿Cómo que te ha dado un golpe en la cara, Plín? -le dije.

-Así, mira –me replicó él, haciendo el amago de pegármelo a mí-. ¡Bum!

Como el asunto me pareció muy raro y justo encontré un lugar donde estacionar mi Cherokee negra, le dije que me mostrara quién había sido.

-Ése –me dijo, una vez dentro del establecimiento-. El grandote de la capucha.

Ajá, pensé. Sin poder todavía imaginármelo. Pero bueno, me dije, derechos son derechos. Y más si son humanos. Por peores cosas he pasado.

-Disculpe usted –le dije al ropero muscular, supuesto agresor-. Mi hermano dice que usted le ha pegado un golpe.

-¡¿Para qué me pregunta cosas que yo no sé?! –me respondió él en voz alta e irritada, llamando la atención del resto de la gente esperando para pagar y también del dueño.

Verdaderamente, en ese momento, al ver su mirada y escuchar su argumento, debí notar que no tenía ningún sentido siquiera tratar de discutir con él. Pero me consideraba -y lo sigo haciendo- como una persona capaz de no callar sus propias ideas y convicciones. Intenté decirle por lo menos mi opinión sobre su conducta.

-Lo siento mucho, joven- le dije-. Pero no creo que el solo hecho de preguntar algo a alguien, le de derecho a éste a pegar un golpe.

-¡¿Qué es lo quiere usted?! –ladró el cañón delante mío.

Como no sabía bien lo que quería, me quedé callado. Traté de sopesar la, por lo demás absurda, situación. No era la primera vez que alguien más fuerte y más grande que yo trataba de intimidarme. ¿Sentía miedo? La verdad, en ese momento, no. No lo recuerdo, por lo menos. Tal vez porque sabía que había mucha gente que había escuchado nuestro intercambio de palabras y que estábamos en Alemania.

Sigo creyendo en la gente con sentido de justicia.

(Ahora no me quiero si siquiera imaginar la misma situación en un país aficionado a las armas de fuego, repasando temas más actuales, me digo.)

-Por favor –dijo el dueño, haciendo un gesto de solicitud de calma con las dos manos y guiñándome, a la vez, y sólo a mí, un ojo.

-Está bien. Disculpen –dije, interpretando bien su guiño. El tipo ese estaba por lo menos loco, era lo que me quería decir.

Salimos a la calle e interrogué a mi hermano sobre la forma cómo le había hecho la pregunta. Si con frases corteses o así, no más, a lo joven. Quería saber qué podía haber irritado al mortero ése.

En ese momento se coloca junto a mí el tipo de la capucha.

Llevaba en su mano derecha un póster o cartel enrollado.

-Así que usted era el que me quería seguir molestando, allá dentro, ¿no?

-¿Qué quiere usted? –le pregunté, mirándolo fijamente y empezando a indignarme.

-¿Sabes que te puedo hacer desaparecer en un instante? –me preguntó, pasando a tutearme, de forma tan amenazadoramente convincente que yo estaba seguro que era cierto lo que me decía.

Pero mi indignación ya estaba allí. Y yo allí con ella.

-¿Usted es un tipo muy fuerte, no? –le pregunté, en voz alta, pero serena y hablando muy claramente. Había apenas transeúntes por ese lado de la calle, bastante oscura por lo demás, a pesar de ser central.

-Usted es más fuerte, más alto que yo, más joven. ¿No es cierto? –le vuelvo a preguntar, indignado, con miedo, pero seguro de mí mismo y alerta.

Mi cerebro empieza a trabajar en un par de segundos todas las posibilidades. Sabía que si se armaba una pelea, podía terminar muy mal para mí. Pero allí estaba mi indignación que me hacía casi olvidar el resto de la película. Se me pasa por la cabeza aplicarle un buen cabezazo y correr. Allí está mi hermano, reflexiono, todavía atemorizado y al que no puedo comunicarle mis posibles planes.

El tipo empieza a acercarse mucho más a mí, tensando toda su musculatura.

Se me ocurre aplicarle un rodillazo en los testículos. Pero desecho la idea por la misma razón anterior.

-¡Claro! ¿No lo ves? –gruñe él. Ya puedo sentir casi toda la tensión de su cuerpo bien entrenado a la corta distancia que nos separa.

-¿Pero es usted valiente? –le pregunto.

-¿Qué hablas, gusano? –me responde él-. ¿Qué mierdas estás hablando?

-¿Es usted valiente o no? –subiendo el volumen de voz.

-¡Claro, imbécil! ¿No lo ves?

En ese momento veo que lo que lleva en la mano no es un póster o cartel, sino un bate de béisbol.

Ahora entiendo por qué mi hermano se ha quedado como paralizado.

Mi mente vuelve a trabajar a veinte mil revoluciones por segundo. Por un momento me arrepiento de haberle dirigido la palabra. Pero no me puedo volatilizar.

-¿Usted me tiene miedo?

-¡¿Yo miedo a ti?! –grita él, casi riéndose.

-¿Usted me tiene miedo, sí o no? -insisto.

-¡Por supuesto que no, imbécil! –responde él, medio confundido.

-Entonces, ¿por qué lleva un bate de béisbol en la mano?

-¡Yo llevo lo que me salga de los huevos, insecto!

-Pero me tiene miedo –le digo, lo más tranquila y determinantemente que puedo.

-¿Miedo a ti? ¡Primero muerto!

-Pero llevas el bate en la mano. Eres más grande, más fuerte, entrenado, más joven. Y llevas además un bate de béisbol en la mano. Tienes miedo.

El tipo se me acerca peligrosamente. Por un momento me siento más inseguro, pero considero rápidamente que el bate es menos peligroso a muy corta distancia. Nuestros rostros están casi juntos. Los de él brillan con un fuego que no he vuelto a ver en gente normal.

-Te propongo una cosa –le digo, sin poder creer que lo estoy diciendo-. Si te crees un valiente y estás dispuesto a una pelea conmigo, vamos a hacerlo. Pero tienes demasiadas ventajas. Dame una, por lo menos, si de verdad eres valiente.

El tipo bufa y resopla delante de mis ojos.

En ese momento se aparece alguien, que debe ser su amigo, lo coge de un brazo y nos ordena alejarnos.

Lo hacemos. Subimos a la camioneta, respiramos. Volvemos a la vida.

Hay que desenmascarar a los verdaderos cobardes.

HjorgeV

Sinthern / Colonia, lunes 30-04-2007

P.D.: Ojalá no me canse de hacerlo. Y estoy en mi derecho de opinar.

http://www.elpais.com/articulo/espana/justicia/investiga/video/ve/Mossos/agredir/detenido/comisaria/elpepuesp/20070427elpepunac_11/Tes

No sé cuántas cartas he enviado desde hace años a El País tratando de hacer notar la relación que existe entre la tauromaquia y la violencia doméstica. Entre estos dos y la abominable paliza estatal de cuatro policías a un detenido y cuyas imágenes incluí aquí ayer.

¿En qué consiste la valiente ‘fiesta’ taurina?

Es una valiente práctica que consiste en acosar a un animal para regocijo y aplauso de los presentes y al que terminan matándolo cobardemente, por que no se puede defender convenientemente.

¿Por qué defiende El País la valiente ‘fiesta’ taurina?

Porque tienen una sección dedicada a aplaudir esa práctica que debería ser prehistórica.

Los señores (¿o también hay alguna mujer por allí en la directiva?) de ese importante y exitoso medio informativo son patrocinadores ‘taurinos’ (en verdad son antitaurinos, ¡ja!), por lo tanto, es difícil, claro, que esos valientes varones se atrevan a publicar cartas contrariando su gusto y placer por esa diversión tan testosteronil y en la que los demás valientes, el público, se relaja y esparce sobre sus asientos viendo las agresiones que sufre un pobre animal.

¿Es tan difícil verdaderamente encontrar la relación que existe entre estos tres actos: la violencia de género, la valiente ‘fiesta’ taurina y el video de los cuatro bravucones estatales contra un detenido?

¿No está claro que en los tres casos se trata del ensañamiento del más fuerte y –además- en clara ventaja, contra el más débil y que no se puede defender, por lo menos, no convenientemente?

¿Qué es lo importante para mí?

El futuro. Los niños.

Si queremos inculcarles que es VALIENTE aquél que se enfrenta a los más rápidos, más capacitados y mejor preparados; y que es COBARDE aquél que lo hace con los más débiles o que no se pueden defender convenientemente, ENTONCES, no puede un medio informativo de la posición e importancia de El País –ni ningún otro- seguir permitiéndose dar tan pésimo y macabro mal ejemplo.

Ojo, que sé que no es España el país que encabeza la lista de mujeres muertas por el maltrato doméstico:

http://www.elpais.com/articulo/sociedad/paises/nordicos/encabezan/lista/mujeres/muertas/maltrato/elpepusoc/20070428elpepusoc_2/Tes

Pero por lo menos nuestra Madre Patria podría dar un gran paso adelante -indirecto, pero paso- en los derechos humanos, que son también los de todas las mujeres.

HjV

LA VALIENTE ‘FIESTA’ TAURINA Y SUS SECUELAS

A DIOS ROGANDO Y CON LA ESPADA DANDO

(Sigue más abajo…)

vineta-3.jpg

(A propósito de la valiente ‘fiesta’ taurina y la paliza que le propinaron cuatro policías a un detenido en una comisaría y que fue grabada -legalmente- por una cámara oculta.)

http://www.elpais.com/articulo/espana/justicia/investiga/video/ve/Mossos/agredir/detenido/comisaria/elpepuesp/20070427elpepunac_11/Tes

(Veo en ellas dos, ejemplos de una faceta muy clara y definida de nuestra civilización moderna: el ensañamiento del que se cree más fuerte con el más débil o con quien no puede defenderse adecuadamente. Sobre todo cuando hay impunidad de por medio.

Otra faceta de nuestra civilización moderna: la imposibilidad ciudadana para reconocer paralelismos en las conductas humanas.

Considero ejemplos de simple y auténtica cobardía y de lo que digo arriba, lo siguiente:

-La violencia de género o doméstica: casi siempre -lógico- del hombre contra la mujer.

-La invasión y la guerra en Irak.

-Las guerras, en general.

-Las torturas y los torturadores, los secuestros y los secuestradores.

-El excesivo autoritarismo -peor cuando es violento- paterno y materno.

-Las reglas actuales del comercio internacional respecto a los países pobres.

-Las penas de muerte y las penas exageradas de cárcel, en general.

-La pederastia y, en general, la violencia sexual.

-El racismo y las discriminaciones sexuales.

-El hecho que el 1% de la población mundial detente el 96% de todas las riquezas, etc.)

(Es auténtica cobardía evitar a los más fuertes y buscarse a los más débiles para abusar de ellos. ¿O no?)

(Como mis comentarios y opiniones en forma de cartas del lector que envío a EL PAÍS desde hace años, nunca son publicadas -es decir: SON CENSURADAS-, y creo que se trata de un tema que a todo ciudadano de cualquier país debería, por lo menos, preocupar, me he entretenido usando parte de mi domingo y mis ratos libres en plasmar el trabajo gráfico de arriba.)

(Aquel, por lo demás, magnífico diario, mantiene todavía en esta nueva centuria, una sección dedicada a esa especialidad muy varonil que consiste en acosar a un animal para regocijo y aplauso de los valientes espectadores, el cual debe morir, indefectiblemente, al final de tan corajuda ‘fiesta’. ¡De allí la censura a mi disensión! No hay que ir muy lejos para encontrarse con métodos antidemocráticos, me digo. Como siempre, o casi siempre, es el dinero el que pone la música.)

(¿Cómo explicarles después a los niños -que después serán policías, por ejemplo- que la violencia doméstica y el ensañamiento con el más débil es algo que debería ser inconcebible?, me pregunto.)

DISCULPAS DE JORSCHE(N) DIGAH

He recibido mensajes amenazantes, pifias y reclamos contra mi vecino y compatriota Jorschen Digah (ahora quiere que lo llamen Jorschen, como las chicas de mi equipo de balompié lo hacen).

Es gente, le explico, que ha esperado cuatro días por la última continuación de La esposa secuestrada. Y, ¿qué ha hecho mi compatriota? ¡Nos ha vuelto a dejar en ascuas!

Yo también soy de la opinión que eso no se puede hacer. A mí también me gustaría saber cómo sigue. He sido un poco duro con él, pero luego de una larga conversación, me ha prometido tener listo el siguiente capítulo para mañana o pasado mañana. ¡Como si él fuera el padre de cuatro hijos y con mucho trabajo pendiente, además! Algo es algo, me he dicho.

¡Que tengan un buen comienzo de semana!

HjorgeV

Sinthern / Pulheim, domingo 29-04-2007

P.D. Otro ejemplo, muy fresco:

 

http://www.elpais.com/articulo/sociedad/Detenido/hombre/Gernika/mantener/secuestrada/ex/novia/dias/elpepusoc/20070430elpepusoc_3/Tes

 

LA ESPOSA SECUESTRADA (V)

Vuelvo a sopesar todas las posibilidades mientras espero su respuesta. Creo saber de qué va la cosa. Conozco bastante bien a Andreas.

Pero la vida es la vida y tiene sus propios -insondables, muchas veces- sistemas de pesos y medidas.

Y don Carlitos Marx, ex vecino de una ciudad muy cercana –Trier-, tenía mucha razón cuando decía que el hombre es el hombre y las circunstancias que lo rodean.

(Muchos otros lo han expresado, ilustrado y demostrado de mejores y muy variadas maneras desde entonces.)

-¿Has llamado a los artificieros, a tus colegas? –vuelvo a insistir, sin quitar mi mirada de la suya.

¿Qué pasa, Andreas?, pienso.

Por un momento es que como si el hombre seguro de sí mismo, atlético, simpático, bonachón, pero extremadamente sensible que, en el fondo, es, pudiera romper a llorar en cualquier momento. ¡Crash!

Pero yo sé que no lo va a hacer. Es hombre, sí.

Pero, primero, es alemán.

Es decir, antes amputarse una mano que llorar en público. O demostrar fuertes sentimientos.

Si no fuera su amigo, aparte de no entender para nada lo que sucede con él, tampoco entendería que ese resquebrajamiento que acabo de descubrir en su ser a través de su mirada, es, en realidad, su forma de pedirme ayuda, de gritar auxilio.

-No los vas a llamar, ¿no?, por alguna razón –le digo suavemente, tratando de hablar por él y ponerme en su lugar.

Sé que su repentina mudez es su única forma de controlar sus emociones, de evitar que salgan disparadas millones de partículas de su ser por el aire.

Tal vez para nunca más poder hallar el correcto camino de regreso y confundir su posición original o anterior de fusión. Un posible caso que requiera ayuda psiquiátrica, llego a fantasear.

No conozco los procedimientos de la policía, pero me puedo imaginar perfectamente que ese tipo de cosas pueden costarle el puesto a uno de sus integrantes: el comisario segundo Andreas Süssmann queda suspendido temporalmente del servicio por haber dado claras pruebas de estrés mental. Punto. Trata de volver a tu antiguo puesto de trabajo después, débil emocional, si tienes suerte. ¿Es eso?

Ni siquiera pondrían emocional, estrés emocional, recapacito. Mala publicidad.

Él niega con la cabeza. No los va a llamar.

-Está bien –le digo-. ¿Quieres iniciar el interrogatorio aquí o en la comisaría?

Hace un corto y brusco movimiento con la cabeza hacia arriba, tratando de darme a entender que quiere oír mi opinión.

-Me faltan datos –le susurro.

No sé quién nos puede estar escuchando.

-La he cagado, Jorsche –me dice él, de pronto, saliendo de su mutismo.

Su voz no es la suya. Es la de alguien que se ha equivocado de cuerpo y de alma y desea abandonarlos inmediatamente. Huir.

Ahora soy yo el que le ofrece una mirada de acero puro y liso.

Le estoy ordenando controlarse. Sé que puede contarme todo ahora, pero sé también que no es posible porque allá atrás a unos metros están dos o tres de sus colegas, junto a la mujer y su niño, a quien los sanitarios están controlándole las constantes vitales.

¿En qué lío está metido, mi querido amigo policía?, me pregunto y dejo que varias posibles soluciones divagen rápidamente por mi mente. Alguna podría encontrar el camino más próximo hacia la verdad y ayudarme.

-No quieres que me meta, ¿no? –le digo, arrepintiéndome de haberlo hecho, puesto que no casa con el desarrollo de los acontecimientos. Si no hubiera deseado mi presencia, no tendría por qué haberme llamado. Pero él no responde nada.

Entonces, entiendo.

Quiere y no quiere, a la vez, mi presencia. En algo le puedo ayudar, pero, por otra parte, puedo perjudicarlo. Pero, ¿en qué?

-Estás saliendo con tu colega y está casada. Estás en líos y sabe que yo no debería trabajar oficialmente para la policía –lanzo un globo experimental, pero justo en ese momento suena su aparato de radio.

Él gira un poco, llevándose el aparato hacia su boca y dándome casi la espalda. Está haciendo ahora el reporte de la situación. Cuando termina, se dirige nuevamente a mí.

-Haz tu mejor trabajo, Jorsche. Te lo ruego. No, no salgo con ella, aunque ella lo quisiera. Pero ya se ha dado cuenta que aquí sucede algo raro. Y ahora no te lo puedo decir, Jorsche. Haz tu mejor trabajo, es todo lo que te puedo decir. Vamos, ahora.

-Ordena que se lleven al niño inmediatamente a un hospital –le digo, sujetándolo de un brazo.

Él me mira, como diciendo: ¿sabes de qué estás hablando?

Veo que ha conseguido relajarse un poco. La llamada ha despejado un poco su mente y el estrés emocional que debe estar sufriendo.

-Entonces tendría que ir la madre con él –me responde.

Me conoce. No suelo hablar por hablar.

-Puede ir tu colega. Es mujer. No está prohibido.

Me ha entendido. Me queda mirando, mientras sopesa sus posibilidades.

-Di que yo tengo poco tiempo y no puedo esperar a que la mujer regrese del hospital para hacer el interrogatorio correspondiente. Di cualquier cosa, que tus superiores no aceptarían que tengas que pedir a otro intérprete. Te cubro la retaguardia –le digo.

La primera esposa de Andreas no había querido darle el hijo que él tanto se deseaba. Ella había preferido hacer su carrera profesional y dejar el tema maternidad para una ocasión mucho más tardía en su vida.

Lo inconveniente era su edad. No era de las más jóvenes. Y su sueño –el de él- no podía esperar.

Si la simpatía y el amor los había unido. La carrera de ella y su deseo de esperar para ser madre, se trajo con el tiempo todo eso abajo.

Yo sabía que su problema principal era su profesión. Aunque él no lo reconocía abiertamente.

Como policía tenía que aceptar el sistema de horarios o turnos cambiantes. Sabiendo que en casa siempre lo esperaba su mujer y su o sus hijos, él podría haber vivido tranquilo. Pero sabiendo que en casa sólo lo esperaba -si lo esperaba- una mujer que podía cansarse de él o conocer a otro en cualquier momento, eso era algo que resultaba demasiado agobiante en su ser.

Cuando se lo quiso explicar a ella, aconsejado por un especialista, su esposa lo tachó de machista y misógino. Aunque seguramente no le faltaba razón, la razón más importante de su relación para él–el tener hijos- simplemente era algo que no era compartido.

En Brasil buscó consuelo y olvido después de su separación y lo encontró en una descendiente de alemanes; una chica más de diez años menor que él, atractiva y simpática, germanoparlante y dispuesta a iniciar una nueva vida en la patria de sus ascendientes con él.

Cuando lo de mi lío en el aeropuerto, él estaba viviendo justamente la mejor época de su vida con ella. Se habían ido a vivir a una casa en la que podrían formar una familia. Ella lo quería. Era su idea inicial. Pero, entonces, inesperadamente, él empezó a dudar.

Lo peor es que no sabía por qué.

En noches interminables, en las que nos ocupábamos de esos y otros temas en la primera época de nuestra amistad, tratamos de encontrar la respuesta a todas sus interrogantes, sin poderlo conseguir. Tuvimos que incluirlas en ese extenso capítulo dedicado a la insondabilidad del comportamiento humano.

Desde entonces la vida sentimental de Andreas había sido un completo desastre.

Y yo estaba seguro que ese aspecto chúcaro de su vida, le estaba pasando ahora la cuenta. Todavía no sabía cómo ni por qué, pero el aviso había sido totalmente claro.

Haz tu mejor trabajo, Jorsche.

Asiento con la cabeza y nos dirigimos al grupo.

-¡Señora! –le digo a la bella mexicana en castellano, en voz alta, consiguiendo enseguida que todos me queden mirando, sabiendo que no me pueden entender-. Dígame la hora con los dedos de la mano. No hable, dígame la hora aproximada con los dedos de la mano, por favor.

Ella mira confusa, aún más confusa de lo que ya está, con sus cabellos cubriéndole parcialmente el rostro, el llanto que se renueva una y otra vez.

Mueve la cabeza, haciéndome preocupar por un momento. Luego me mira con ojos como de loca, pero hace finalmente lo que le he pedido: ella alza una mano mostrando tres dedos y levantando ligeramente los hombros, como indicando que no está segura, para luego agregar un dedo más a la cuenta.

-¡Dice que le ha dado cuatro pastillas para dormir! –grito en alemán, haciendo saltar inmediatamente a los sanitarios que saben seguramente que no puede ser, pero el pánico que he conseguido crear no los deja reaccionar.

-¡Al hospital! ¡Inmediatamente! –brama Andreas, más seguro ya de sí mismo.

-No puedo acompañarlos –respondo yo, tratando de mantener el control de la situación-. Si me necesitan tiene que ser ahora. Además ella nos puede llevar al lugar exacto donde están los explosivos. Ya he traducido que están en el sótano.

Andreas le hace una señal rápida a su colega y ésta, también en conmoción por el pánico, solo atina a acceder, agitando la cabeza en señal de asentimiento.

Cuando los veo, por fin, alejarse al grupo con el niño en la camilla, vuelvo a respirar. ¿He contenido acaso el aire todo este tiempo?

Lo miro a él. La miro a ella.

Ahora quiero saber toda la verdad, Andreas, pienso.

(Continúa…)

HjorgeV

Sinthern / Pulheim, sábado 28-04-2007

MI DÍA D EN COLONIA

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Estoy pedaleando por las calles de Colonia. Es la segunda vez que estoy en Europa y no me puedo creer estar haciéndolo.

Es octubre de 1985, otoño europeo, el padre sol brilla allá arriba, fuerte, y empiezo a arrepentirme de haber escogido el saco de corduroy negro que llevo puesto, pero sucede que es mi primer día en la ciudad y estoy buscando trabajo.

-¿Y qué hacías en París? –me había preguntado hacía un par de días atrás, Andreas Maus, uno de los ex novios de la modelo por la que yo había dejado todo en París, para llegar a vivir –“para siempre” habían sido sus palabras- con ella, en un pueblucho cercano a esta ciudad.

Un lugar idílico y tierno, pero en el que pronto me había dado cuenta que no solo el amor se había muerto enseguida –si alguna vez había llegado verdaderamente a nacer- sino que también tenía mis días contados allí.

-Deseaba estudiar Cinematografía –le respondí.

-¿Y por qué no lo haces en Colonia? –me preguntó él-. Que yo sepa el nivel no es malo. ¿Por qué no haces la prueba? –me animó.

Le expliqué un poco la historia. Que había conocido a Babsi en París, que nos habíamos enamorado sin habérnoslo imaginado y que luego ella me había animado a dejar todo y venirme a vivir con ella.

-No son ni treinta kilómetros de aquí –añadió.

-Aunque fueran cinco –le repliqué-. Y tuviera que ir andando.

Había ahorrado un poco en París con la música, pero mucho no era. Y esta vez quería dejar el poco dinero que tenía para usarlo en casos verdaderamente extremos.

-No estaría mal como idea –añadí, sin mucha convicción.

La verdad es que no tenía ni la más mínima idea de qué iba a ser de mi vida en ese momento.

Después de haber vivido la experiencia París sin dinero, sin techo temporalmente y sin hablar el idioma al comienzo ni conocer a nadie, eso de estar en un país -Alemania- del cual sí dominaba el idioma, con un poco de dinero en el bolsillo y ningún compromiso, era de veras una buena forma de empezar de nuevo. No tenía miedo.

Y eso era lo que me permitía sonreír, mientras conversábamos.

-Deberías visitar la ciudad y darte una vuelta por la facultad. Colonia puede ser una ciudad fantástica. Además –añadió, con gesto cómplice pero cuidadoso-, no tienes ningún futuro aquí. No existe ningún hombre sobre esta tierra, disculpa que te lo diga, que pueda tener un futuro con Babsi. Es así. Simplemente es así. Te lo digo yo que estuve en la lista antes que tú.

Me lo quedé mirando sin saber qué decirle. Me gusta la gente franca.

-Lo malo es que no conozco a nadie allí –le dije, inocentemente. Era verdad.

-¿Cómo que no? –preguntó él, riéndose y fingiendo sentirse ofendido-. ¡Me tienes a mí!

Volví a mirarlo, fijamente. Esta vez con un poco de melancolía, que traté de que no se me notara. Empezaba a cansarme de las promesas gratuitas e irresponsables de la gente que me prometía de todo sin cumplirlo, pero no me atreví a decírselo ni a explicarle por qué.

-Mira –me dijo, golpeándome el dorso de una mano-. Un día de éstos me aparezco con pan fresco para tomar desayuno y te jalo a Colonia. ¿Qué te parece?

-Bien –le dije, sin mucho entusiasmo.

Mi padre hizo su tercera carrera profesional en este país.

-¿Cuál es la principal característica de los alemanes? –nos contaba allá en el Perú, cuando éramos todavía niños y no sabíamos bien qué era lo que nos quería decir con eso.

-¿Cuál es? –le preguntábamos nosotros, más para dejarlo contento a él que para satisfacer nuestra curiosidad.

-Cuando un alemán dice algo, lo cumple.

Andreas Maus se apareció al día siguiente con una barra de baguette fresco y de allí me llevó en su automóvil a Colonia.

Me mostró su apartamento, me prestó su bicicleta -uno de los medios de locomoción más admirados en este país-, me puso un mapa de la ciudad sobre la palma de mi mano derecha, me dio una copia de las llaves de su casa y me dijo:

-¡Échatelas a buscar!

Ahora estoy pedaleando por esta ciudad.

Sus edificaciones que se salvaron del salvaje bombardeo ‘aliado’ (¿fueron, en verdad, sólo los usamericanos?) constituyen apenas el 10 al 20 por ciento de las que había antes de la guerra. Como se trataba de atacar a la Alemania de Hitler, a nadie en el mundo –como ahora en Irak, otro es el pretexto- le interesó que se bombardearan objetivos claramente civiles.

La catedral, el Dom de Colonia, fue una de las pocas edificaciones que quedaron en pie.

Todavía estoy por aprender por qué se le llama a octubre el Mes Dorado, pero ya lo siento y lo agradezco en la piel de mi rostro y mis manos. El resto lo llevo cubierto. Basta que se cubra el sol –este limeño lo he aprendido por las malas- para que las temperaturas bajen abruptamente.

¿Llegaré a establecerme en esta ciudad que empieza a gustarme?, voy preguntándome, mientras recorro el Ring, la calle principal, me pierdo por callecitas pintorescas por las que apenas un alma transita y me voy acercando al verdadero centro de la ciudad, pero que también es uno de sus límites naturales porque unas decenas de metros más allá está el el río Rin: la catedral, el Dom. La construcción que en su época fue la más alta del mundo. El centro espiritual de esta metrópolis provinciana.

Hay que poder imaginárselo.

Llevo conmigo un corazón medio roto.

Pero no es nada grave, me digo. Babsi es muy linda y hemos estado enamorados, pero ya desde el primer momento de nuestro reencuentro –inesperado para ella, porque fue una sorpresa que le quise dar, después que me dijera al teléfono que le gustaría tenerme ‘para siempre’ a su lado- he debido darme cuenta que los motores se habían apagado y que tendría que seguir dándole con el pie o con los remos.

No tengo más miedo.

Andreas me ha ofrecido alojarme hasta que encuentre algo propio y parece ser serio y honesto su ofrecimiento. No me lo puedo creer. ¿Pero qué importa?

Le pregunto a alguien si podría decirme cuál es el camino más directo para llegar al centro.

Éste es el centro –me responde un hombre, con un acento que muchos años después, recién, voy a empezar a reconocer sólo parcialmente; como le sucede a los alemanes de otras regiones con el dialecto colonés. Tan dífícil de entender como si se tratara de otro idioma, que, realmente, lo es.

-¿Y cómo se llega a la catedral? –le pregunto. Sé que junto a la catedral se encuentra también la Estación Central y el correo.

-¿Al Dom? –pregunta él.

-Sí Aldom –le respondo yo, juntando inocentemente las dos palabras, entusiasmado y contento de empezar a reconocer un punto central de la ciudad que por primera vez visito y que aún no sé que será mi segunda patria, me dará trabajo desde el primer día, cuatro hijos y un suelo que he aprendido con humildad a querer, agradecer y apreciar. (Hace un momento llamé, expresamente, a mi esposa -alemana- para decirle que la quiero.)

-Siga de frente. No puede perderla, se va a dar cuenta. Todo recto –añade el hombre.

Y así me encuentro ahora buscando el Aldom, siguiendo las instrucciones que me ha dado ese transeúnte amable. Pero nadie más parece conocer el Aldom.

Junto a una imponente iglesia decido tomarme una pausa y le pongo la cadena a la bicicleta en uno de los lugares previstos para ello.

La plataforma delantera de la iglesia, ante la que me encuentro, es inmensa. Veo pintores ofreciendo su trabajo, retratistas y caricaturistas, estatuas humanas y un par de músicos ofreciendo su arte al aire libre. Un grupo de personas recuerda alrededor de una mesa informativa y unas pancartas el peor atentado terrorista conocido por la humanidad pero olvidado como el cumpleaños de la abuela: Hiroshima.

No sé cuán lejos todavía estará Aldom, pero con lugares como este, me digo, no sé si valdrá la pena seguir buscando. Se respira una atmósfera cosmopolita, sana y amable. Me siento en casa.

-¿Me podría decir qué tan lejos está de aquí Aldom, por favor? –le pregunto a un señor de unos ochenta años. Me fascina conversar con la gente de avanzada edad. Y sé que ellos se alegran de encontrar a gente mucho más joven dispuesta a conversar con ellos. Pero éste responde un tanto iracundamente.

-¿Aldom? ¿Qué es eso? ¿Un nuevo negocio? ¿Una zapatería?

Aldom. Una iglesia muy conocida debe ser –le digo, sorprendido de haberme equivocado en mi cálculo, pues pensaba haber elegido a un lugareño y no a un turista.

-¿Aldom? ¿No será la catedral de Colonia lo que usted busca? ¿El Dom?

-Sí, una iglesia, una catedral –asiento con la cabeza, como si estuviera dirigiéndome a un niño que no comprende bien lo que se le dice-. Eso.

-¡Allí! –vocifera y gesticula el anciano señalando el coloso a mis espaldas y sin poder soportar mi aparente ingenuidad-. Usted no busca ningún Aldom. Usted busca el Dom. Allí está, a sus espaldas. ¡Allí! ¡No se ha movido desde hace varios cientos de años, jovencito!

HjorgeV

Sinthern, miércoles 26-04-2007

LA BITÁCORA DE MARCELO FIGUERAS

Mi esposa pronto tendrá cumpleaños y se ha deseado de mi parte un libro: Kamtschatka, de Marcelo Figueras.

Me he dado con la sorpresa que a las librerías en cinco kilómetros a la redonda se les ha agotado la novela del bonaerense.

Como soy asiduo lector de las bitácoras de El Boomeran(g) y también suelo dejar mis comentarios en ese sitio, me he asombrado últimamente por lo fieros que algunos (comentarios) se han vuelto.

Lo cual tiene su aspecto positivo. Significa que se pone el corazón o parte de él, en hacerlos. El siguiente es el que incluí hoy en la lista correspondiente.

Pido disculpas.

Personalmente, no firmaría muchas de las opiniones vertidas por el escritor Figueras -de quien hasta ahora, lamentablemente, sólo he tenido la oportunidad de leer lo que escribe aquí- en el artículo que ya pasó pero todavía se discute. (Como no veo televisión, no tengo mucho que decir, últimamente.)

Y eso no sólo es válido para la mayoría de sus artículos. Vale también para los demás ‘bitacoreros’ de El Boomeran(g).

¿Hay algo de malo en eso?
Es algo normal, pienso. Espero, deseo, ruego.

Como me gusta tener ideas propias y defenderlas, comentar es algo que yo encuentro ‘natural’: dar la propia opinión, expresar cómo recibieron nuestra lengua, nuestros ojos, nuestros sentidos, nuestra mente tales o cuales planteamientos de los autores. Discutirlos.

Sin embargo, a pesar de ser éste un terreno más o menos ‘intelectual’ (no decaigo en esa esperanza), noto que a mucha gente le molestan los comentarios de otros. Lo que otros piensan, sobre todo de su autor favorito.

Y entonces –muchas veces- se dejan de lado los argumentos, para pasar al ‘equipismo’ o ‘camisetismo’. Al ‘subditaje’, por decirlo de alguna forma. Como si los autores fueran dioses que nunca se pudieran equivocar o escribir mal, o sin gusto.

Lo fascinante es que se ingresa a esta sección de comentarios por propio pie. O por propio ratón, más bien. Es decir, uno sabe lo que va a encontrar aquí. Y nadie está obligado a hacerlo.

Como en una asamblea, lanzamos nuestras iras, contentos, descontentos, opiniones, burlas, apoyos, saludos, sarcasmos, risas, frases sin sentido (como muchas de las mías: se-gu-ro) y demás; pero es la anonimidad y la distancia la que nos permite mostrarnos –paradójicamente- al desnudo: en lo bueno y en lo malo.

(Seguro que si nos pudiéramos ver las caras otro sería el cantar.)

No digo que disientan -como debe ser natural- de los comentarios. No digo que los encuentren aburridos, o no concisos (como éste), no fundamentados ni imprecisos. Digo que percibo que muchos preferirían simplemente que la mayoría de los comentaristas se callara. (Ya lo han planteado algunos.)

Bueno, pues, paso ahora a hacerles el favor, que esta noche me ha tocado cuidar de mis cuatro hijos y tengo trabajo pendiente. ¡Que tengan un buen ‘resto de semana’!

(A veces he pensado qué bonito sería que se armase otro foro como el que existe en la bitácora de Azúa, en la que lo que él escribe es además un pretexto para otras actividades igualmente sanas de la mente: intercambiar ideas, saludos, exponer proyectos, gustos, pasar ‘datos’. La verdad es que no sé cómo hacen para escribir tanto esas muchachas y muchachos. Ni de dónde sacan el tiempo para eso.)

HjorgeV

Sinthern/Pulheim/Colonia, miércoles 25-04-2007

NOCTURNO

Vuelves en las noches

Te gustan las horas que se escapan

De las muchedumbres

Navegar en el tráfago de las

Horas silenciosas

 

Vienes a instalarte por unos

Sencillos momentos

Con tus pensamientos nuevos

Y tus asombros gratuitos

De sudor

 

Luego te abro la puerta y sales

A la noche después de

Impartir

La fruta que me dejas en

La boca

 

Y yo espero así la llegada

Del hambre

De las horas que

Se esconden

Del

Hombre

De tu

Fruta

Del sol de la noche

Ese simple testigo vegetal

Sediento

Como

Mi boca

 

HjorgeV

Colonia, martes 24-04-2007

LA ESPOSA SECUESTRADA (IV)

tn-polizei2.jpg

-Sabes muy bien que sólo tienes que traducir y punto, Jorsche –me dice él. No puede evitar su ¿frustración?, ¿o es simple irritación?

-Me conoces bien. Sabes que llego hasta donde se debe llegar y punto -le espeto.

-Es que no debes llegar a ningún punto, Jorsche. La policía te paga para que sirvas de traductor e intérprete y no para que te entrometas en nuestro trabajo.

Me lo quedo mirando. La policía es la que me paga. No él.

De reojo veo cómo dos sanitarios hacen su ingreso a la casa y se dirigen hasta donde está la mujer con su hijo, seguidos de uno de los policías de la entrada. Es gente experta y fogueada, pero dan la impresión que les debe gustar hacerlo como la primera vez.

-¿Qué pasa, Andreas? –le pregunto, pasando a la posición comprensivo, en la consola de mandos de mis estados emocionales.

Nunca me ha tratado así. Nunca me ha venido con eso de la policía te paga para esto y no para que hagas lo otro.

¿Qué sucede con él? ¿O se trata de simple estrés?

¿Cuántos años lo conozco? ¿Cinco, seis? No: casi siete años. Entonces no vivía en el pueblucho que vivo ahora y allí ya llevo casi seis. Es la mejor forma de calcular que tengo. Antes me dejaba llevar por otros parámetros. Conforme avanza el tiempo éstos cambian.

Ahora es la edad de mi hija mi único y principal parámetro. Así puedo saber hace cuántos años conocí a su madre –que alguna vez deseó ser mi mujer para toda la vida- y desde cuándo he vuelto a vivir solo.

-Ya sabes lo que pasa, Jorsche –me dice él-. Los colegas se enteran y empiezan los problemas.

-¿Qué colegas? ¿Qué problemas?, Andreas –le pregunto sin llegar a entender nada.

Entonces, mi mente suma uno más uno sin habérmelo propuesto y hace clic. Ya lo tengo, me digo.

-Si por lo menos te mantuvieras en un nivel discreto, Jorsche –agrega, sabiendo que me revienta que esté repitiendo mi nombre.

-Sabes que no voy a cambiar, Andreas. El problema lo tienes tú. No yo.

-¿Yo? –me responde él, con una pregunta, señalándose el pecho, levantando la voz por primera vez y soltando un poco del vapor caliente que lleva dentro, para tratar de calmarse enseguida-. Mira, vamos a ver qué pasa con la mujer y ya está. ¿Te parece mejor? Tú haces tu trabajo, yo hago el mío y después vemos. ¿Te parece bien?

Por un momento dejo mi respuesta en el aire.

-¿Llamaste a los artificieros? –le pregunto, tratando de pensar en que podemos salir volando en cualquier momento, y nosotros aquí peleándonos por algo que no llego a entender del todo bien. Ninguno de los dos lo creemos y nos quedamos mirando.

En la estación policial del aeropuerto de Colonia-Bonn los tres policías me rodearon. No temía que me pudieran golpear, pero había decidido no hacer absolutamente nada para provocarlos más. Detesto a los cobardes que suelen ensañarse con los más débiles. Y a aquellos que si tienen temor, además lo hacen en grupo.

Pero también sabía que los golpes no iban a ser irreales y que no los necesitaba para nada. Conocía muy poco a la policía en Alemania.

-Desnúdese –me ordenó uno de los acompañantes de Andreas.

Él se lo quedó mirando. De alguna manera se estaba saliendo el otro del guión. Pero no lo iban a discutir delante mío.

Por un momento pensé en resistirme. Sabía lo que querían. Querían revisarme el trasero en busca de drogas que no iban a encontrar, que no estaban buscando y que simplemente no existían. Simplemente me querían humillar, para ponerme en mi lugar.

Quise pedir un abogado. Pensé en amenazarlos con inexistentes contactos diplomáticos. Por un segundo se me pasó por la cabeza pedirles disculpas por mi conducta.

-¡Desnúdese, le he dicho! -bufó.

-¿Que me desnude quiere? –le pregunté, mirándole a los ojos con todo el brillo posible y tratando de esbozar una sonrisa monalisiana, enigmática.

-¡Ha escuchado! –ladró otra vez el agente, pero empezando a bajar la voz.

Había conseguido que se sintiera inseguro. Sospecho que allí empezó a sospechar algo en mi actitud, que yo ya no mostraba inseguridad, ni miedo ni temor alguno. Había olido mi sarcasmo, pero todavía no se enteraba por qué.

Empecé a desnudarme. Lo más rápido que pude. Cuando solo me faltaba la última pieza pregunté:

-¿Contra esa pared?

-¡Sí! –respondió el tercer policía, que hasta el momento no había dicho nada, creyendo que iba a empezar la función.

-Con mucho gusto –dije yo, sacándome el calzoncillo, tirándolo al pequeño montón que había formado con mis vestimentas y dirigiéndome con prisa a la pared señalada.

Coloqué mis dos manos contra ella, ahora con cierta parsimonia y abrí las piernas.

-A ver –dije, mostrando un verdadero placer que en realidad no sentía, pero mi rabia me ayudaba en la actuación-. ¿Quién es el valiente?

Los tres se miraron entre sí.

-A ver –volví a repetir-. No me quiero resfriar. ¿Quién desea el mejor de mis regalos?

-¿Ya ves? –me pregunta él, airadamente-. Otra vez te estás metiendo.

-Andreas –le digo, tratando de hacer más profunda mi respiración y no caer en provocaciones absurdas-. De haber algún explosivo en esta casa, la vida de esa mujer y su hijo, tu vida y la de tus colegas, la vida de los enfermeros y mi propia vida están en peligro. Está bien. Tienes hoy algo contra mí y te importa un pepino mi vida. ¿Pero por qué ha dejado de importarte la tuya y la del resto de la gente que trabaja como tú, como yo?

-Ya he ordenado que los llamen y deben estar en camino -me responde él, entre dientes-. Y además ya escuchaste a la mujer. No hay peligro inmediato. Pero eso no cambia nada lo fundamental de mi descripción.

Me está hablando raro. ¿Fundamental? ¿Qué sucede con él?

Por un par de instantes, quiero sonreírle y hacer como si no pasara nada. Disculparme para ir al retrete y salir luego por la ventana o por donde sea. Sin darle ninguna explicación. Sin dejarle ninguna posibilidad de corregir su error.

Pero en realidad no es su error. Es el mío. Aunque tampoco es el mío. Son las circunstancias que se han dado así y tal vez sea el momento de enfrentarse a ellas.

Aquella vez en el aeropuerto ninguno de los tres policías se había atrevido a acercarse. Después de algunos momentos de incertidumbre, Andreas les hizo seguramente una señal para que los otros dos se retiraran.

-¿Qué es lo que sucede, joven? –me preguntó.

Su tono era desafiante, pero amigable y sensato a la vez. Como se debería tratar todo el mundo por todo el mundo. Hay un problema, está bien. No entiendo mucho, pero si hacemos un esfuerzo podremos entendernos. Además había usado el joven colonés conmigo; hombre joven, en realidad, que se usa hasta con los ancianos si se quiere mostrar especial cordialidad.

-¿Puedo vestirme ya? -le pregunté, todavía medio aturdido por mi actuación.

-Por supuesto –fue su respuesta.

-Ofrecí mi ayuda -empecé a explicarle, como una forma de devolverle el favor- para ubicar mi visado en el pasaporte y a su colega no le gustó mi ofrecimiento. Después no lo pudo encontrar y se molestó conmigo. ¿Puede decirse que debo acusarme de haber querido ayudar a un policía tozudo y miope?

Andreas sonrió. Se le veía bien para ser policía. Fuerte, sano, treintón y simpático. La mayoría cumple fácilmente lo primero y lo tercero, apenas lo segundo por lo del estrés y los turnos de trabajo. Y casi nunca lo cuarto.

-Usted no es ningún tonto –empezó a explicarme-. Lo he podido ver en la pantalla, después de teclear sus datos. Por lo menos ha pasado por la universidad donde yo quise estudiar. Y aquí me tiene, de policía.

No sabía adónde quería llegar. Pero me caía bien. Sabía o intuía yo que lo único que le interesaba era quitarse un problema –mi persona- de encima y continuar su trabajo. Ese tipo de gente que hace tanta falta en cualquier profesión en cualquier lugar del mundo.

-Ha sido un mal entendido y ahora solo quiero irme a casa –le dije, ya casi completamente relajado.

-Eso es lo que había querido escuchar –replicó él.

-Bueno –agregué-. Si no tiene ningún inconveniente, preferiría retirarme.

-Lo entiendo. Aquí también tenemos mucho que hacer. ¿Qué tal Mallorca?

Sonreí. Me gusta la gente inteligente y con buena onda. Aquella capaz de poner la cara a los problemas cuando es necesario, pero que también puede relajarse después y concentrarse en las cosas buenas de la vida. El buen trato, una buena conversación, sonreír. Esas cosas cada vez más difíciles de encontrar.

-Dos semanas es demasiado –fue mi sincera respuesta.

Los primeros días habían sido fenomenales, pero conforme se alargaban, y el bronceado ya se había asentado, el paisaje se repetía y la gente por las noches parecía ser la misma, la soledad rodeado de gente se me habia ido haciendo cada vez más insoportable. Encima, yo había viajado tratando de olvidar una pena de amor. Que es la mejor forma de echarse a perder unas vacaciones de verano, muchas veces.

-He visto que usted es traductor e intérprete –me dijo.

-No lo soy. Trabajo como traductor e intérprete –acentué.

-Entiendo. ¿Usted es soltero, no? En sus datos figura que estuvo casado con una alemana pero que ya están divorciados. ¿Matrimonio por conveniencia?

Le sonreí, sin responderle. Simplemente porque había sido una mezcla muy especial mi verdadero caso matrimonial. Pero eso no lo podía saber él. Decidí no responderle.

Le estreché la mano.

Eu hablo un poquiño de español –dijo él, a modo de saludo.

Su portuñol no estaba mal y se hacía entender. Pero era portuñol. Ni castellano, ni portugués.

-Ah, a usted le gusta mucho Brasil –le dije en portugués brasileño, tratando de imitarlo lo más melodiosamente posible: Parece que você gosta muito do Brasil.

-Lo adoro –me respondió, en alemán.

-Pero perdió a su mujer por eso -probé mi suerte.

Me quedó mirando. No supe si estaba a punto de llorar o reírse.

-Mire –me dijo, poniéndose serio-. De vez en cuando necesitamos traductores intérpretes, si usted tiene interés, llámeme y quedamos en algo. Tal vez podamos cerrar un ojo en su caso. Lo importante es que domine su oficio y sea muy flexible con los horarios. ¿Le parece?

Me había guiñado un ojo entonces. Un producto de los últimos tiempos, me dije. Del turismo, en realidad. De la gente que viajando aprende que no se puede hacer todo a rajatabla. De hecho, los grandes políticos son los primeros en demostrarlo, pero en la peor de las formas.

Se lo había comentado yo después, en alguna oportunidad, y lo había hecho sonrojar.

-¿Qué pensaste, que yo era un policía corrupto? -me preguntó, sabiendo ya yo que no era así.

Después me iba a contar que pasó un tiempo en Brasil, después de separarse de su primera mujer. Ese había sido el orden de las cosas, no el que yo había supuesto, tocando un nervio principal en su vida.

-Trabajo es trabajo –le respondí, entregándole una de mis tarjetas que ellos ya habían visto al revisar mis cosas, y tomando, a mi vez, su tarjeta y guardándola en mi billetera como un pequeño tesoro que acababa de descubrir. Solo quería llegar a casa.

-Me cae bien la gente con recursos -me dijo a modo de despedida.

-Soy peruano -le respondí, ya distraídamente.

-Pero honrada -añadió, para dejar las cosas bien en claro.

-Soy latinoamericano -insistí, poniéndome alerta, por si no había entendido, consiguiendo irritarme un poco-. La historia nos ha forzado a saber tener siempre recursos. Pero fueron los europeos nuestros primeros inmigrantes ilegales. Si desea hablar usted de honradez…

Y eu alemán -me respondió él, en su portuñol, con una sonrisa, cortándome, mirándome amigablemente a los ojos con los suyos azul verdosos y volviendo a chocar su mano con la mía.

(Continúa…)

HjorgeV

Sinthern/Pulheim/Colonia, lunes 23-04-2007

FERRANDO PARA TODO EL MUNDO

(Al señor Jorsche Digah, mi compatriota vecino de este pueblo de los alrededores de Colonia, le he tocado varias veces la puerta para que se digne pasarme la cuarta parte de La esposa secuestrada, pero no me la ha querido abrir.

Apenas he podido escuchar a través de la gruesa masa biológica inerte que constituye su puerta, algo como que es domingo y que no desea ser molestado. Algo he podido entender, también, de querer leer tranquilamente los diarios y los suplementos dominicales.

Son terribles esos pequeños, apartados seres, me digo, que apenas han alcanzado cierto nivel de nuestra atención y ya son capaces de jugar con ella.

Encima no me ha prometido nada.

Pero trato de comprenderlo: es un extranjero solitario, perturbado por la disolución del vínculo matrimonial con su esposa –una conocida y guapa presentadora de televisión, creo- y con una hija que apenas puede ver; un ser atacado crónicamente por angustias existenciales y que procura enfrentarlas escribiendo, actividad que él esconde y abriga como otros ciertas graves adicciones e instintos.

Prometo continuar yo mismo la historia, si la desidia -o encono- del señor Digah continuase.

Ayer tuve yo mi día solitario.

Uno de esos que a veces busco desesperadamente y no puedo encontrar. Tampoco me quejo.

Estar casado y tener cuatro hijos, no es una situación que deje mucho margen para el tipo de preocupaciones existencialistas o el ocio solitario de mi vecino Digah.

Está bien así, me digo. Mis hijos me pagan con creces. Apenas les basta regalarme el boletito que me permite verlos jugar en el jardín o corriendo detrás de una pelota, con este sol verdaderamente galante y majestuoso que tuvimos ayer y hoy.

Un sol turista, me digo. Un extraño para la Alemania de estas épocas del año.

En verdad solo fue medio día de soledad, pero eso ya es bastante pedir para una casa -¡comunidad!- de seis personas, un perro, tres conejos y pronto un gato, además de una serie de plantas y minerales.

Por la noche decidí cambiar mis costumbres y ver un programa de televisión con mis hijas. Se trataba de un concurso musical. Entonces me acordé de don Augusto Ferrando.)

AUGUSTO FERRANDO PARA TODO EL MUNDO

Algunos peruanos nos peleábamos –éticamente, por así decirlo-, allá por los años setenta, por un programa que llevaba el nombre absolutamente claro de Trampolín a la fama.

Su conductor, Augusto Ferrando Chirichigno (Lima, 1919-1999), presentador y dueño del programa, era un moreno de ojos claros, lengua suelta, dicharachero, de risa fácil y atronadora, muy querido; alto como un policía de tránsito de los de antaño, criticón, burlón, y de un corazón tan grande como su propia redonda humanidad pero, a la vez, parcialmente tan falso como el mismo nombre del programa permite adivinar.

Se había iniciado como locutor hípico a los quince años, para conducir después durante 30 años su propio y controvertido programa.

El formato original era límpido.

Un trampolín muy alto. La fama, con cuentagotas.

Agua no tenía la piscina, alberca o simple poza a la que se caía saltando del bendito trampolín. Eso sí, muchos caimanes, lagartos, pirañas y demás alimañas.

Los concursantes, salidos de las capas más bajas y sufridas de la población limeña, luchaban por entrar en el mundo de la fama (musical), teniendo que pasar antes por una serie de crueldades que se cometían con y contra ellos.

Tenían que pasar por un callejón oscuro.

(Este último es un castigo y ‘diversión’ escolar, en mi país, que consiste en dos filas apostadas una frente a otra y muy pegadas, de niños , por entre las cuales –por el callejón oscuro- debe pasar alguien a ser castigado y ‘acariciado’ por los de las dos filas.

Para diversión y contento de Ferrando, del público presente en el set y de los telespectadores.)

Personalmente recuerdo la serie de duras críticas que solía escuchar de mi padre y de algunos de nuestros mayores cuando se referían a ese programa. Lo más duro era ver lo que era capaz de hacer la gente por las galletitas que le regalaba Ferrando.

Al igual que le sucede ahora a mis hijas con el sicario y vicario alemán –Alemania busca sus estrellas– que le ha salido a Trampolín casi 30 años más tarde, yo no podía entender entonces esa crítica estética y moral de mis mayores.

¿Qué había de malo en ver cómo alguien se reía de otro?

¿Qué de malo, si además éste lo permitía y las burlas del primero estaban perfectamente fundadas y documentadas?

Recién ahora lo comprendo nítidamente; y veo la estela del tiempo perdido.

Felizmente, el programa de marras me ha servido para recordar por qué he restringido mi particular uso de la televisión a las dos horas semanales dedicadas al resumen del balompié alemán. (Una simple cuestión de prioridades, en realidad.)

Después me he enterado de que lo que yo tenía por un fenómeno alemán de estos últimos años (y que me tenía preocupado porque me parecía que este país empezaba a copiar al mío, el Perú, pero en lo peor, es decir, en las telenovelas y culebrones, en dibujos animados crueles y en humor chabacano y vulgar), parece ser un fenómeno mundial.

Por lo menos aparte del DSDS alemán (Alemania busca sus estrellas), también existe la correspondiente versión en Inglaterra. En EEUU se llama American Idol, en España la Operación Triunfo, y en Canadá o tal vez en otro país se llama Patea a la Vaca.

A al toro, mejor, porque siempre parece ser idea de hombres ese asunto del mal llamado humor con patadas, mordiscos, empujones, coscorrones, cabes -o zancadillas-, bofetadas y cabezazos, al estilo de esos héroes estúpidos de mi niñez, los llamados Tres Chiflados: Moe, Larry y Joe.

(Una especie de nueva ley de la selva que no era otra cosa que denle duro al tonto y a correr si no están seguros de quien es el más tonto, pero denle, igual. El original se llamaba The Three Stooges.)

Ferrando, me digo, el vibrante don Augusto, ya fallecido, tenía por lo menos su nota carismática bastante marcada.

Era un hombre al que realmente le emocionaba hacer bien -a su modo comercial- a alguna persona necesitada y a quien le gustaba que esa representación casi religiosa de su ser fuera transmitida en vivo y en directo con toda su liturgia a un par de millones de televidentes sábado a sábado.

No era un concurso, Trampolín.

Era su show. Un espectáculo a sus medidas XXXL.

Él representaba con la ventaja de las grandes luces del escenario, un personaje muy típico de nuestra idiosincrasia peruana, el llamado criollo: ese ser astuto, palabrero, sacaventajas, gran amigo superficial, con el chiste en la punta de la lengua, quimboso y rápido, que, en realidad, es un hijo de la colonia española.

(Esta, no por haber desaparecido físicamente hace casi 200 años, ha dejado de hacer sentir sus graves enseñanzas acumuladas y enquistadas malignamente en las estructuras de la sociedad peruana –y de toda ex colonia española, me imagino- a lo largo de los 300 años de su -seamos honestos- más desgraciada que positiva existencia.

Bueno, sí, no exageremos. Nos dejaron un idioma incomparable y una arquitectura bastante admirable, ¿pero qué sigue valiendo todo eso -junto a otros feos aspectos de nuestra idiosincrasia – por todo el oro que se llevaron, la cultura que destruyeron y el pésimo ejemplo que dejaron y que sigue campando, la lección del que el que tiene la fuerza, la astucia y la oportunidad, gana?)

La versión ferrrandiana alemana -como no podía ser de otra forma en este país que acaba de descubrir el tercer mundo en sus venas- se basa en un solo personaje.

Se trata de un tal Dieter Bohlen, un cincuentón que se viste como un veinteañero, inteligente y astuto, fanático y publicista de ser amante de varias mujeres a la vez, que tuvo su momento de gloria musical (comercial) en su momento y al que le pagan, y le gusta cobrar, por decirle maldades muy certeras a los pobres concursantes.

Entre éstos últimos, hay algunos tan malos, que es difícil imaginarse cómo es que ellos mismos no han podido darse cuenta de ello antes.

Pero no es eso lo que viene a cuento.

¿La especialidad del tal Bohlen? Emitir juicios tales como:

“No sé qué dirán tus padres de tu voz, pero no quisiera estar en su lugar”.

“Si esa es tu voz, no quiero imaginarme como serán tus excrementos”.

“He escuchado vacas cantando mejor”.

Valga decir en su defensa, que estos tres juicios puestos como ejemplo no son de su autoría, sino de la mía. Pero allí ya ven ustedes qué tan clara y copiable es su escuela.

Como pasó Ferrando, pasará Bohlen y pasarán otros.

Me consuela -débilmente- pensar en cómo nos hacía reír el moreno aliancista y su dosis de ternura Ña Pancha, doña Pancha, esa figura afroperuana, también hija de la colonia, especializada en lavar la ropa de sus dueños y cocinar rico.

El alemán no hace reír. Hace compartir su burla solamente y mezclarla con el propio enojo y vergüenza ajenos.

Ustedes, en su propio país –primera o segunda patria-, deben tener su propio tirano televisivo.

Un tipo o una tipa, que a cambio de dinero puede sacar a flote lo peor que tiene el ser humano en cuanto ser social. Todo eso cubierto del brillo del dinero y el comercio, y envasado en risas reales y de las enlatadas (por si acaso). Para contento de los bolsillos de los mercaderes.

Lo que nadie parece querer ver es que la violencia no sólo es física. Y que se enseña y aprende.

Que también existe la violencia psicológica.

Los mercaderes, no satisfechos con inundar la caja negra de violencia absurda y gratuita, ahora han vuelto a descubrir la nueva veta de oro: la violencia psicológica.

Lo que me empieza a preocupar es que, ya que salí de mi país entre otras cosas por buscar mejores horizontes culturales (en ese sentido este país me ha defraudado bastante, o mejor: fui injusto con los alemanes, creyendo que eran unos superdotados culturalmente; no es una queja, es una preocupación), me pregunto adónde estará apuntando la proa de este buque llamado Europa.

Ahora que ya llegaron las telenovelas –y así, exactamente, se llaman aquí, en castellano: telenovelas– y Ferrando ya aprendió alemán y el humor de la televisión ya empieza a parecerse al humor de los artistas callejeros de Lima, mi pregunta es, mi vital y tremenda pregunta es:

¿Voy a empezar a soñar con hacer vacaciones aquí en la misma Alemania?

Los dejo con sus sueños, rogándoles recordar que, al igual que en los toros y en la prehistórica -pero no por eso menos presente y actual- violencia de género (*), es fácil burlarse del más débil y del que no se puede defender.

Trátenlo con sus jefes. O con los más fuertes. Ya verán.

Que tengan un buen comienzo de semana.

HjorgeV

Sinthern/Pulheim, domingo 22-04-2007

P.D.: Violencia de género es el eufemismo -no intencionado, me imagino- que se usa en España para referirse a la violencia doméstica, concretamente de la cometida por uno de los cónyuges contra el otro, y que suele ser, en la abrumadora mayoría de los casos y sociedades humanas, la que comete el marido contra niños, mujeres y personas dependientes económicamente de él. Es el terrorismo doméstico que todos parecen callar y querer ocultar por programación genética, de tal manera que solo se conocen sus más nefastas consecuencias cuando es demasiado tarde. Tendré que dedicarle una página de mi bitácora a este tema.

Los dejo con un gran tema de Armando Manzanero, ese que ha sabido hacer arte y sublimar -de buena forma, me atrevo a decir- esas terribles ansias masculinas de posesión. No puedo hablar por las mujeres.

JOSÉ Y JOSÉ & MANZANERO: MÍA

60 ETIQUETAS DE LA TIERRA

 

I. Redondo

Hogar multicolor sin

Rumbo

 

II. Dos medios

Cráteres esperando la próxima

Nuclear

 

III. Esperanza

Del hambriento, basural

Del rico

 

IV. Edén

E infierno en

Uno

 

V. Escenario

De todas nuestras

Citas

 

VI. El único

Lugar que podemos

Habitar

 

VII. Nuestra madre

Nuestro alimento

Nuestro futuro

 

VIII. Lugar

Que a diario sostiene nuestros

Pasos

 

IX. Hermanos

Separados por el color y la

Codicia

 

X. Gran

Industria de petróleo y

Armas

 

XI. Testigo

Mudo de nuestras

Injusticias

 

XII. Huerta

Que alberga ya demasiadas

Guerras

 

XIII. Madre

Con mucho alimento pero sin

Voz

 

XIV. Escenario

Del desagradecido, pero también

Su tumba

 

XV. Jardín

Para esconder el

Detritus

 

XVI. El alquiler

Que no quiere pagar

El hombre

 

XVII. La mano

Que alimenta al ser que

La muerde

 

XVIII. Final

Indefectible todos nuestros

Días

 

XIX. El pan

De cada día

Pisoteado

 

XX. La felicidad

Que encontramos al

Recorrerla

 

XXI. Urna

Ósea, muda, no

Rencorosa

 

XXII. Sustento

Del pobre retrete del

Rico

 

XXIII. Futuro

Que pisoteamos cada

Día

 

XXIV. Nuestro

Teatro hasta la

Muerte

 

XXV. Madre

Atada de manos ante la

Injusticia

 

XXVI. Madre

Amordazada ante la

Violencia

 

XXVII. Sitio

Arqueológico de nuestras

Maldades

 

XXVIII. El albergue

De cada pelota

Feliz

 

XXIX. Por

Donde corren nuestros

Niños

 

XXX. El lugar

De todos nuestros

Sentimientos

 

XXXI. Juzgado

Mudo de árboles y animales

Muertos

 

XXXII. Por el

Oro hay quien puede partirte

En dos

 

XXXIII. Lugar

Donde pisamos sin

Pagar

 

XXXIV. Laboratorio

De la codicia, tumba

Invariable

 

XXXV. Osario

Natural de todos los

Hombres

 

XXXVI. Donde

Nacen y se pierden todos

Nuestros deseos

 

XXXVII. Madre

Muda lechera

Diaria

 

XXXVIII. Despensa

Saqueada por la

Codicia

 

XXXIX. Bodega

Del pirata irresponsable

Moderno

 

XL. De donde

Venimos a donde vamos

Pisándola

 

XLI. El agua

La lluvia, los ríos, el mar

Las lágrimas

 

XLII. Las nubes

Observando cómo  

Delinquimos

 

XLIII. Tampoco

Tus montañas pueden

Escapar

 

XLIV. Partícula

De polvo, burla del

Universo

 

XLV. Ser

Angustiado, cementerio

Eterno

 

XLVI. Palabra

Que se atora en los pulmones

Del minero

 

XLVII. ¿Por qué

Abriste tus puertas a tus

Verdugos?

 

XLVIII. Pecho

Materno que pisoteamos

Cada día

 

XLIX. El suelo

De los hijos de nuestros

Hijos

 

L. Por

Oro rompen tus

Entrañas

 

LI. Por

Dinero cercenan a tus

Hijos

 

LII. Paciente

Morada, teatro de la

Esperanza

 

LIII. Tesoro

Adherido a la suela de todos los

Zapatos

 

LIV. Novia

Del sol, amante de la

Luna

 

LV. Trompo

De los dioses, destino del

Hombre

 

LVI. Dado

Roído que observa Vallejo desde

Su sepultura

 

LVII. Luz

Agua, paisajes sin

Factura

 

LVIII. Dios

Verdadero que todos

Pisamos

 

LVIX. Jardín

De la infancia sobre un

Cementerio

 

LX. La bomba

Que más alimenta el

Hombre

 

HjorgeV

Pulheim/Colonia, sábado 22-04-2007

P.D.: Preocupado por no poder satisfacer el pedido de un lector -quien deseaba una poesía dedicada a la Tierra para mostrarle a su hijo-, aquí estas inútiles y diminutas reflexiones en torno al tema Tierra. Espero haber servido en algo. No son aptas para todos los públicos.

LA ESPOSA SECUESTRADA (III)

Alzo un brazo del niño y lo suelto. Cae como un pedazo de madera, o como una fruta cualquiera.

-¿Cómo puede estar segura de que está durmiendo? –le pregunto, notando que no me queda mucho tiempo para tratar de comprender qué sucede realmente con la mujer y tratar de ayudarla, si se da el caso. Y me es posible.

-Le he dado algo para dormir –me responde, casi susurrando, con voz pusilánime.

-¡Andreas! –levanto la voz, rogando que no se escape más pánico entre mis cuerdas vocales-. ¡Llama una ambulancia!

-¿Qué le ha dado, señora? –insisto, viendo cómo ella agrega, ahora sí, pánico a su congoja.

-Media pastilla para dormir –responde, dejando su boca medio abierta.

-¡Pellízquele el pipí! –le ordeno-. ¡Hágalo!

Ella lo intenta nerviosamente una, dos veces. A la tercera, el cuerpo del niño reacciona infinitesimalmente, pero reacciona.

-¡No, por favor! –solloza ella, llevando su rostro a sus manos sin fuerzas para ser levantadas.

-¿De quién es la sangre? –le pregunto, sabiendo que me quedan pocos segundos hasta que llegue Andreas, mientras veo cómo ella se echa a llorar desconsolodamente-. Si su hijo se muere no va a tener a nadie después. ¿De quién es la sangre?

-No sé –solloza, justo en el momento en el que siento la mano de mi amigo policía sobre mi hombro, ordenándome hacerme a un lado.

-Ahora es mi asunto, Jorsche –me ladra él. No llega a ser una orden, porque sabe bien que depende de mi trabajo.

No puedo entender lo que sucede. Una llamada misteriosa y aparentemente falsa. Una mujer con un niño sedado que puede morirse en cualquier momento y cubierto de sangre que no se sabe de quién es. Una casa construida en una zona en la que los que tenían una, hace mucho tiempo han vendido sus terrenos con ventaja pecuniaria. Una mujer que lleva tres años en Alemania y que hace creer a la policía que no habla alemán, a pesar de estar casada con un ciudadano de este país. Y que, además, no está. ¿O simplemente ha viajado y la mujer ha tenido un ataque de nervios? ¿Pero por qué? Y, sobre todo, ¿por qué la llamada y de dónde la sangre?

-Andreas –le imploro-. Pregúntale si hay explosivos en la casa.

Él me quiere responder que no me entrometa en su trabajo, pero sabe que no le estoy pidiendo tonterías ni imposibles.

-Díganos por favor, señora, si hay algún explosivo en esta casa –dice mi amigo policía, en alemán-. Traduce al pie de la letra, Jorsche. Te lo exijo.

Cierro los ojos y asiento con la cabeza.

-Díganos, señora, por favor, si en esta casa existe algún explosivo que podría poner la vida de su hijo en peligro –traduzco yo, añadiendo cierto matiz.

Andreas me queda mirando. Tiene parientes alemanes en Brasil y ya ha estado muchas veces en ese país visitándolos. Por esa razón afirma que sabe un poco de portugués y que puede entender un poco de castellano. Nunca se lo he creído. Ni él me lo ha demostrado sin dudas.

-No –responde ella, sin mostrar su rostro-. Mejor dicho, sí –agrega, volviendo a sollozar. Hago la traducción literal.

Nos quedamos mirando. Pienso preguntar algo, pero decido esperar instrucciones.

-¿Qué explosivos? –pregunta Andreas, en alemán.

-¿Dónde están? –pregunto yo, en castellano.

-En el sótano –responde ella. Traduzco.

Ahora ella levanta su rostro y empieza a mover la cabeza, como negando algo. O todo.

-Dile que quiero saber si corremos peligro –me dice él.

-¿Corre su hijo peligro por alguna explosión que pueda ocurrir pronto, señora?

Ella niega con la cabeza. Me parece innecesario traducir su gesto y callo.

-Alguien tiene que pedir la presencia de un artificiero de la policía –digo yo, para mí. No me importa la reacción de mi amigo.

La mujer policía se acerca y me pide que me retire. Le obedezco.

Demasiadas preguntas corren por mi cabeza, como roedores buscando las puertas exactas de sus escondites en mi cerebro.

-La sangre no es del niño –les digo, cuando veo que se les ha ocurrido levantar la manta y se asombran por la sangre ya medio reseca.

Andreas me lanza una mirada llena de desprecio. La ignoro. Ya habrá tiempo para llamadas de atención, me digo, justo en el momento en que escucho como se va acercando a lo lejos el sonido de la sirena de la ambulancia.

-Díganle al sanitario que la madre le ha dado un somnífero -añado.

Sé que algo le sucede a mi amigo, pero no sé qué. No debe importarme ahora.

A Andreas lo conocí en circunstancias bastante extrañas, hace unos siete u ocho años.

Había llegado yo al aeropuerto de Colonia-Bonn de unas vacaciones en Mallorca y había hecho la cola para los no comunitarios que me correspondía. Al presentar mi pasaporte en el mostrador, había intentado ayudar al policía de fronteras, mostrándole la página donde se hallaba -y se halla todavía- mi permiso indefinido de residencia en este país.

Se trata de un pequeño sello de agua, difícil de diferenciar de cualquier otro.

Lamentablemente, la idea no le había gustado al policía y no me había aceptado la ayuda. En cambio, se había puesto a revisar mi pasaporte página por página, sin poder ubicar el bendito sello de Migraciones.

-Sin visa no lo puedo dejar entrar al país –me dijo entonces, con una sonrisa, de clara autosuficiencia.

-Entonces me va a tener que enviar de vuelta –le respondí yo, más bien en tono de broma y porque había pasado dos buenas semanas en la playa.

-¿No me dijo que tenía un permiso? –gruñó, ahora molesto, sin saber en qué juego mental se había metido conmigo.

-Se lo quise mostrar y usted se negó -le recordé.

-¡Muéstremelo! –me ordenó.

-No es mi trabajo –le respondí, tranquilamente-, empleado estatal.

-Entiendo -dijo él-, marcialmente.

A continuación, después de haber ubicado luego de unos minutos mi visado correspondiente, hizo una seña especial a un policía de civil y éste me ordenó seguirlo a una mesa aparte.

-Ábrala -farfulló.

-No es mi trabajo –volví a insistir, tratando de no perder la calma.

Soy hombre.

Sé cómo piensan y sienten los hombres. Pero detesto a los gorilas. Sobre todo a aquellos a los que les ofreces buenamente tu ayuda y se creen tan buenos que la desprecian. Para atreverse a quejarse después. Como éstos.

-Muy bien –dijo el policía de civil, procediendo a abrir mi maleta y a voltearla de un golpe, dejando caer todo su contenido sobre la mesa.

El asunto no me dolió mucho, porque nunca suelo cargar mucho equipaje y aquella vez la mayoría de cosas era ropa playera lista para entrar a la lavadora.

Me quedé tranquilo y esperé a que terminara con su revisión. No había nada que pudiera encontrar. Para ser sinceros, disfrutaba viéndolo trabajar. Una forma sana de ver adónde van a parar nuestros impuestos.

-Ciérrala –me ordenó, cuando terminó su trabajo, pasando a tutearme.

-No –le respondí, tuteándolo también-. La cierras tú.

-Este es tu pasaporte –dijo él, con una sonrisa asquerosa en los labios, que pretendía ser amenazadora-. Si lo quieres recuperar, recoge tus cosas.

-La cierras tú –repetí, recuperando mi pasaporte de un tirón de sus manos-. Mi pasaporte es mi propiedad privada.

Como el tipo nunca había vivido una situación así, no supo qué hacer. Yo tampoco, pero aproveché la situación para dar un salto hacia atrás, guardarme el pasaporte entre la parte delantera de mi pantalón y mi cuerpo y ponerme a danzar como quién está a punto de ser atacado y es ostensible que va a defenderse.

-¡Si me ataca pienso defenderme! –empecé a decir en voz lo suficientemente alta, sin saber ya muy bien qué hacía y como para que los curiosos nos rodearan-. ¡Si me ataca, policía de fronteras, pienso defenderme!

No sé por qué lo hice. Solo sabía que necesitaba testigos.

La provocación, el cansancio del viaje, la impotencia por no poder pasar el control de pasaportes con los demás alemanes que volvían conmigo de Mallorca. Otras frustraciones, propias de un país que -en ese entonces- aún no sabía apreciar a sus inmigrantes. Qué sé yo.

La situación me parece tan absurda ahora y hasta me llega a avergonzar, que si yo mismo no la hubiera vivido no se me habría ocurrido inventarla.

Pero allí estaba yo danzando como Bruce Lee, con los curiosos rodeándonos y empezando a multiplicarse y nuestro policía sin saber bien qué hacer. Me lo imagino ahora, revisando mental y frenéticamente su manual.

Eran otros tiempos. Las dos torres pensaban sobrevivirnos a todos.

Entonces, de pronto, lo vi recuperar la calma y marcharse.

Yo traté de olvidarme de los curiosos, recapacitar rápidamente y pasé a preocuparme de guardar mis cosas y cerrar la maleta. Ya solo me interesaba llegar a casa. No lejos de allí, otros policías que no habían tenido que ver con el asunto, pero que habían sido alertados por el bullicio, seguían mis movimientos con sus miradas.

Cerré mi maleta y la cogí del asa.

Cuando quise levantarla de la mesa y dirigirme a la salida, ya tenía detrás mío a tres policías uniformados. Uno de ellos era Andreas Süssmann.

-Acompáñenos –me ordenó, precisamente, él.

-Acompáñame -me ordena ahora, tomándome de un brazo y avanzando los dos a lo que debe ser la cocina de la casa.

-Antes de soltarme tus quejas, solicita la presencia urgente de un artificiero y te recomiendo revisar el sótano -le digo, sin girar mi cabeza para mirarlo. No sé por qué está tan sensible esta vez. Me conoce, me repito.

-Mira, Jorsche -me dice él.

Estaba cansado y nervioso. Ahora, además, está molesto.

-No voy a mirar nada -le respondo, apartando su mano de mi brazo-. En el sótano debe estar el marido muriéndose -añado.

(Continúa…)

HjorgeV

Pulheim, jueves 19-04-2007