«LA INÚTIL CUADRATURA DEL CÍRCULO»

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Entonces nos damos

cuenta de la presencia

del círculo. Y no sabemos cuánto

tiempo ya ha estado allí.

Alguien conduce un automóvil.

O se detiene, simplemente, a

contemplar las flores de un parque.

O a una madre amamantando a su vástago.

.

La vida fácil, la rápida, está

con nosotros. (Y con tu espíritu.)

Historias que nos llegan

como un rumor tonto a los oídos.

.

¿Quiénes seríamos y dónde estaríamos

ahora de haber llegado a tiempo a

nuestras citas, especialmente a esa que

podría habernos hecho madres o padres? 

.

Se habla también de los viejos tiempos.

Ayer logramos nombrar una legumbre

-su ubicación en coordenadas-

y a la gente que

se muere de frío en las calles.

.

En nombre del tiempo,

¡paremos esas mentiras!

¡Usted dijo haber visto correr mucha

sangre esta mañana y no era cierto

lo que brotaba de la herida más

profunda!

.

Entonces, a veces,

un día sí y otro tampoco:

los milagros.

La vida como un soplo,

como una fruta madura que

cae tambaleante del árbol del universo

o como una nota que se despega de un

periódico mural:

reseca y amarilla.

.

Él sabe que lo que describe está

en estas calles, tu mundo.

Pero también en lo que deja de

decirle a la gente porque

sospechan de su alma deshonesta.

.

Si alguna vez te lo encuentras

y te describe

el círculo,

háblale de las tangentes y las

lluvias del atardecer, de las

noches que llamó a tu

ventana para

rogarte simple

compañía y tú la abriste, miraste

al cielo y no viste a nadie.

.

Háblale de su inútil

cuadratura, de la concentricidad

de las cosas.

De lo que te costó

decirle no a tu

propio

destino.

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HjorgeV 24-04-2014

EL MACONDO DE LOS VIVOS

LEBE WOHL, MARQUEZ!

Adiós, Márquez.

Acá en Alemania, además de muy admirado, es simplemente Marquez, sin la tilde muchas veces.

Así como otro García es, simplemente, Lorca.

Puede deberse a que los alemanes parten de que si una persona tiene tres nombres, el último tiene que ser el apellido.

(En este país solo se usa uno. No existe -se pierde- el materno.)

O tal vez la influencia viene de la misma España, donde, por haber tantos González, por ejemplo, uno de sus presidentes fue y sigue siendo más conocido por su apellido materno: Zapatero.

(¿Y si su segundo apellido hubiera sido Fernández?)

Leí Cien años de soledad cuando Adán todavía no había probado la manzana de Eva. En los albores de la humanidad, por así decir.

Para mí fue el libro desalmado de la selva, de la jungla. Lleno de situaciones fantásticas, lluvias eternas y personajes capaces de reemplazar a todos los de la Biblia juntos.

Un libro contado con un lenguaje tan desmesurado como la flora y la fauna selváticas con las que yo acababa de convivir ese año: en una estadía de casi tres meses en un bosquejo o rastro de ciudad de la selva peruana llamado Pucallpa.

(Tal vez me perseguía la influencia febril de la vegetación pululante.) (La selva es un universo aparte, como una novela de García.) 

Voy a ser irreverente.

Con El coronel no tiene quien le escriba tuve problemas desde el primer párrafo:

«y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.»

Ese «hasta cuando» me sigue desconcertando. Mi oído me exige un simple «hasta que».

(Hay también un «desde cuando terminó la última guerra civil» en el siguiente párrafo.)

El otoño del patriarca me apabulló luego.

La desmesura narrativa se había vuelto poética y más bíblica aún:

Épica como un Libro de la Creación, pero a partir del caos de un mundo arrasado; un corazón ardiente relatando la atmósfera de la batalla recién concluida; el testimonio del que baja a la Tierra después del apocalipsis ordenado por los dioses como castigo.

Este es el genial comienzo:

«Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza.»

(Me sigue asombrando el «vimos el galpón en penumbra donde estuvieron las oficinas civiles» de ese mismo primer párrafo. Mi oído plumífero -por respeto a los diferentes planos temporales- me exige: «donde habían estado».)

Personalmente, además de Cien años, es solo con sus memorias y anécdotas de su vida contadas por otros (incluido el puñetazo -documentado- que le zampó Vargas por meterse con su esposa: un innoble gesto de Nobel a Nobel) con lo que me quedo en el momento de su muerte.

El retrato de un joven Gabo -feliz e indocumentado- en París, por ejemplo, revolviéndose de frío e impaciencia en su cuartucho del Hotel de Flandre mientras espera el giro que le permitirá comer.

Se lo contó a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba:

«El punto de partida de «El coronel no tiene quien le escriba» es la imagen de un hombreesperando una lancha en el mercado de Barranquilla. La esperaba con una especie de silenciosa zozobra. Años después yo me encontré en París esperando una carta, quizás un giro, con la misma angustia, me identifiqué con el recuerdo de aquel hombre.»

O los largos meses en México, mientras prepara -al borde de la capitulación- la novela que marcó y definió el boom -por antonomasia-, con su esposa al otro lado de La Cueva de la Mafia impidiendo que se rinda.

En mi memoria, los textos de García son vegetación selvática pululante, palabras que no se pueden estar quietas y tienen que estar reproduciéndose para soportar el encierro de papel.

Grandes duendes contadores de historias que caminan entre sus páginas, exacerbando aún más los relatos y poniéndolos a hervir, de ser necesario, para arrancarles aún más simbolismo.

Y una gran voz por encima de todo, dominando las tramas menores y mayores, las alquimias, las guerras, los personajes y las cosas imposibles, de fábula.

Una voz por encima, incluso, de sus mariposas amarillas.

La que le presta al conjunto desmesurado el orden que necesita un mundo para poder reconocerse como tal y llamarse así, y dejar de ser un simple infierno hediondo. 

Esa voz acaba de despedirse del Macondo de los vivos.

Tal vez se ha ido a conocer el hielo de los dioses.

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HjorgeV 18-04-2004

«LA PROMESA»

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Era joven.

Frente al

espejo

me hice la

promesa de

encontrarme.

.

No podía

entender

que mi primer

deber era

buscarme.

.

Después tuve que

aprender a correr por los

espejos que

cubrían las

paredes

sin pisar los reflejos

de

los demás.

.

Como todos,

comencé ignorando que

cualquier intento de huida

siempre

termina en

lo más hondo de

uno

mismo.

.

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HjorgeV 16-04-2014

¿Y SI HITLER VIVIERA HOY?

Acabo de escuchar uno de los discursos de Hitler (de casi una hora).

He llegado a ello tras leer una entretenida reseña de:

Hitler, 1889-1936, la primera parte de la biografía de uno de los mayores asesinos en serie de la historia, obra del historiador británico y hitlerólogo Ian Kershaw. 

(Formado originalmente como medievalista y profesor de Historia Medieval de Mánchester, Kershaw empezó a interesarse por el campesinado alemán durante la Edad Media y, en consecuencia, a aprender alemán para profundizar sus estudios.

Se dice que en una visita que hizo a Baviera en los años setenta, un anciano le reprochó amigablemente que su país no se hubiera aliado con los nazis:

«¡Hoy dominaríamos juntos el mundo!»

A raíz de esa experiencia, Kershaw habría cambiado entonces el rumbo de sus estudios.)

Mi personal interés por Hitler (además de vivir en este país que es el de mi esposa y de mis hijos, y mi segunda patria, aunque no fue el de Adolfo) radica en una serie de preguntas que conforman una cuestión principal:

¿Sería posible Hitler hoy?

¿Qué hay en la naturaleza humana y qué fuerzas o influencias en una sociedad podrían hacer posible la existencia de un fenómeno como Hitler?

De ser posible un Hitler hoy, y ya que conocemos su terrible efecto devastador, ¿a qué llegaría con toda la tecnología moderna, tanto bélica como de comunicaciones, a su disposición?

Lo que más me ha impresionado del discurso:

La serie de estupideces, mentiras e imposibles, simples inventos, pamplinas, lugares comunes, verdades infladas, contradicciones y hueca retórica que Hitler va sumando -a la vez que se inflama- con cada nueva frase.

Es, sencillamente, apabullante, increíble. Un discurso chiflado.

(No es casual que su figura siga siendo una de las más parodiadas de la historia.

Se haría lo mismo con los discursos de los religiosos de existir mayor libertad de expresión, me imagino.)

Inmediatamente me asalta una convicción:

La de que si Hitler se presentara en cualquier plaza o salón de Europa con más o menos el mismo atrevido -pero adaptado/actualizado- discurso, encandilaría a las masas hoy como lo consiguió entonces.

¿Por qué?

Porque son más o menos las mismas sandeces (solo que él lo hacía a pecho descubierto y sin pelos en la lengua) que propagan políticos, partidos políticos, diversos personajes y una ristra de energúmenos con acceso -y sin él- a los medios de comunicación.

Por lo demás, ¿las masas -el ser humano mismo- acaso han cambiado?

Hitler sería como todos esos demagogos, tergiversadores, simples mentirosos y populistas que pululan en las páginas de los diarios y de la Red, y que se presentan como salvadores del caos actual.

La diferencia radicaría en el carácter masivo y totalmente inescrupuloso de Hitler. 

Si la gitanofobia actual, por ejemplo, se encubre bajo el argumento «de que ni siquiera hay para nosotros», además de cierta «natural» antipatía, Hitler propondría simplemente un referendo para dirimir en las urnas quiénes están a favor o en contra de los gitanos. 

Así de vago (¿qué es «estar en contra de los gitanos»?) pero contundente sería su planteamiento.

Y luego, de ganar la consulta popular, plantearía una «solución».

«Tengo la suerte», dice en una parte del discurso de marras, «de que los ingleses hayan aceptado una guerra que ellos mismos decían detestar, y la fortuna de que yo sea quien la pueda dirigir». Siguen aplausos. 

Como si la guerra fuera un partido de fútbol o una pelea de boxeo sin mayores consecuencias, salvo alguna nariz rota o un hematoma.

¿Nos asombramos?

Con esa misma lógica, actúan muchos de nuestros gobernantes actuales: 

Los mismos que apoyaron las invasiones a países cuya suerte ha dejado de interesarnos.

Los mismos que mintieron y aceptaron las mentiras (aún impunes) de otros gobernantes para poder invadirlos.

Los mismos que siguen exportando armas que hace a Europa más rica, pero más peligrosas y pobres otras regiones y países enteros.

Los mismos que, luego, cuando los grandes negocios fallan o el fraude es masivo, arropan a los bancos como si hacerlo fuera lanzarles una flor y no millardos de euros de la caja nacional común.

Como si los bancos fueran patrimonio de todos.

Millardos de euros que luego faltarán para cumplir con objetivos y deberes elementales comunes como el fomento de la educación y la solidaridad con los desfavorecidos (desempleados, enfermos, nacidos con malformaciones, accidentados), para poner solo dos ejemplos.

La actitud de Europa (como Opinión Pública) respecto a la inmigración africana sería uno de los temas que Hitler aprovecharía hoy para hacer campaña. 

Solo que mientras los políticos y policías de hoy se limitan a usar pelotas de goma y vallas cortantes (como en Melilla).

Y leyes (como las italianas) que criminalizan la ayuda a moribundos en alta mar, contraviniendo el elemental deber de auxilio.

Hitler utilizaría directamente cañones y, de no servir esto, propondría sencillamente una invasión.

¿Exagero?

Me atrevería a decir que «Hitler hoy» ya no es una ficción de novela negra, negrísima. 

Está incubándose en la mente de millones de europeos pauperizados por gobernantes irresponsables, y cuya única capacidad de respuesta ante los problemas y la crisis es ceder acríticamente a la manipulación populista.

El asunto es mucho más complejo, pero sospecho que el caso de Francia no es casual. 

El partido de Marine Le Pen, por ejemplo, gran triunfador en las recientes elecciones municipales del país galo, ya ha propuesto «concentrar en campos» a los gitanos.

¿Algún gobierno o político mayor se ha quejado?

¿Por qué tendría que ser el nuevo Hitler necesariamente un hombre?.

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HjorgeV 11-04-2014

LOS HIJOS DEL TERCER REICH

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En los largos años que llevo en Alemania, siempre me ha llamado la atención cierta casi absoluta ausencia de vestigios de un pasado relativamente reciente: el del Tercer Reich, la época nazi.

Y no me refiero solo a los vestigios materiales.

(Hoy se celebran conciertos al aire libre por toda Alemania en los Thingstätte construidos entre 1933 y 1936, pero muy pocos saben que fueron obra de los nazis. Y no son los únicos ejemplos.)

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Acá en Colonia se originó a finales del siglo pasado un proyecto para recordar a las víctimas de las deportaciones nazis.

La idea del artista berlinés Gunter Demnig era poner una Stolperstein (stolpern es tropezar y Stein es piedra) frente a las viviendas que ocupaban al momento de ser detenidas.

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Es bueno recordarlo ahora que vuelve a estar de moda la gitanofobia no solo en Alemania.

Y ahora, también, que Suecia acaba de admitir -valientemente- que «la situación que viven los gitanos hoy tiene que ver con la discriminación histórica a la que han estado sometidos».

Más aún, Suecia reconoce que durante un siglo sus gobiernos marginaron y esterilizaron sistemáticamente al pueblo gitano.

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El uso populista de la gitanofobia no es nuevo.

Recurrió a ella como medio de agitación y propaganda Hitler, entre otros (muchos más).

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En 1990, a dos años del quincuagésimo aniversario de la deportación de un millar de Roma y Sinti coloneses, Demnig empezó a fraguar la idea de una conmemoración artística.

En ese entonces se discutía el permiso de permanencia en el país de los Roma que habían llegado como refugiados de la guerra de los Balcanes.

La deportación de ese primer millar de gitanos europeos tenía un significado especial: había sido el ensayo general para la posterior y masiva deportación de judíos.

¿Deportación, he escrito?

Envío o expulsión a la muerte, sería una mejor expresión.

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Vernichtung durch Arbeit era el nombre oficial de la suerte que corrían esos ‘deportados’: 

Eliminación a través del trabajo.

Lo de ‘trabajo’ era un eufemismo. Tan cruel como aquel «El trabajo libera» que adornaba la entrada de Auschwitz.

La simple eliminación (la llamada solución final) era el objetivo de fondo.

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Lo acaba de demostrar en el caso de Treblinka el trabajo de un equipo de arqueólogos británicos dirigidos por la arqueóloga forense Caroline Sturdy Colls.

El campo de concentración de Treblinka existió, no fue un invento de los sobrevivientes de los asesinos nazis.

En esa cobarde fábrica de la muerte fueron asesinados a mansalva entre 700.000 y 900.000 judíos y un número indeterminado de gitanos.

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Inicialmente Demnig se dedicó a recorrer Colonia marcando los lugares por donde habían sido conducidos los Sinti y Roma en su deportación.

El 16 de diciembre de 1992 (quincuagésimo aniversario del decreto de Himmler que ordenaba la deportación de los gitanos) Demnig plantó -por así decir- la primera piedra delante del municipio histórico de Colonia.

Stolpersteine (‘piedras con las que se puede tropezar’) se convirtió así en todo un proyecto que abarca hoy 45.000 adoquines de piedra en Alemania y 17 países más.

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Preguntarle a un alemán por el pasado nazi de su país es ponerlo en apuros.

Muchos reaccionan agresivamente.

La mayoría con cierta indiferencia, fingida o no. 

Me atrevería a decir que hay una cierta facilidad -seria y a la vez mundana- de esquivar el tema.

Tal vez porque en el instinto colectivo debe estar muy presente una gran obviedad: no podía haber tantos inocentes.

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En Colonia, por ejemplo, en las primeras elecciones legislativas realizadas con Hitler ya en el poder, el Partido Nacional-Socialista Obrero  Alemán alcanzó el 33,1 por ciento de los votos (frente al 43,9 del promedio nacional).

Los dirigentes nazis reaccionaron de inmediato y empezaron a copar los medios de comunicación y a desarrollar toda una campaña proselitista que los llevó a un 78,7 en las elecciones presidenciales solo un año después.

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Unos 22.000 judíos vivían en Colonia hacia 1933.

Apenas unos 50 de ellos consiguieron sobrevivir en la clandestinidad en su propia ciudad hasta el final de la guerra.

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Un mal tan grande solo pudo haber sido hecho con la ayuda y el consenso -explícito o no- de una gran mayoría.

De una forma masiva y, a la vez, lo más sutil posible. Como el fenómeno de la gitanofobia.

Solo así es posible cometer los más atroces crímenes y no creerse responsable o partícipe de ellos.

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HjorgeV 03-04-2014