Acababa de empezar a leer una entrevista a Don DeLillo y me había levantado para acercar el sillón de la esquina opuesta de la habitación, pues el cable de mi computadora era muy corto y la batería estaba al mínimo, cuando le di.
Fue un golpe con una de las patas del ligero mueble.
Primero escuché el mínimo ruido, como un trueno muy fino y lejano; luego vi el relámpago estirado: una línea dolorosa cruzando el cielo de la pared.
Enseguida me di cuenta de que también había despostillado una pequeña porción de su superficie.
Corrí al sótano donde, además de la máquina de lavar y una serie de chucherías (de esas que nadie sabe por qué ni para qué conservamos), guardo varias cajas de herramientas.
Había pensado en un pedazo de tiza blanca o un poco de emplaste para disimular el daño.
No los encontré, así que regresé y me senté un largo rato a contemplar el rasguño.
Me dolía especialmente porque la pared acababa de ser reparada y pintada y la herida se notaba como en carne viva.
Me pasé el dedo por la cicatriz que me había dejado ella en la cara, al intentar golpearme cruzándome una bofetada, dos meses atrás. Desde entonces no había vuelto a saber nada de ella.
Acabábamos de interrumpir una sesión de sexo (ella detestaba decir hacer el amor, prefería el término sesión, la excitaba).
-¿Qué observas? -me había dicho mirándome a través del espejo que yo había instalado en el dormitorio poco después de conocernos.
A pesar de que aún estábamos entrelazados en posturas incómodas y raras en la vida funcional (esa que se vive fuera del sexo, del placer en general), no me había mirado directamente a los ojos, sino a través del espejo.
-No sé a qué te refieres -la miré del mismo modo, como si el espejo contuviera el pedazo de realidad que ella podía ver y yo no.
-Mirabas con completa fascinación algo, como si te interesara o te gustara más que lo que estábamos haciendo. ¿Qué era?, dímelo.
Negué entre aturdido e incómodo, tal vez por la absurda postura en la que seguíamos. La deshice sacando una pierna por debajo de las suyas y pasando la otra por encima de su pecho. Me quedé echado de costado, como un soldado herido.
-No sé a qué te refieres. -Empecé a pensar en mis tareas del día siguiente. Llovería a cántaros y tendría que cruzar la ciudad varias veces, así que tenía que planear todo bien, para evitar empaparme entre trayecto y trayecto.
-Ven -me tendió una mano-, volvamos a probarlo.
No alcancé a negarme, porque ya había vuelto a colocarse a horcajadas encima de mi cadera, con una pierna flexionada y la otra extendida, empezando a mover su tren inferior como un pistón especialmente sensible.
-¿Sabes cuál es el problema de la pornografía y la nueva profusión de imágenes y todo tipo de formatos? -dijo ella volviendo a jadear-. Que nos hace despreciar la concentración en el momento exacto, como si la solución o lo mejor siempre estuviera más adelante, en lo por descubrir; cuando lo mejor en el sexo…
-No solo en él… -musité, sin ganas de hablar. Solo quería que el placer me recorriera como una descarga.
-… es capturar el instante, impedir que huya, perdurar en él.
-Lo mejor es morir en él…
Había pensado en la «pequeña muerte», la petite mort de los franceses, la modorra postrera, pero ella me lo tomó a mal.
Esta última parte de la conversación no había conseguido disminuir nuestro ritmo, la excitación, el movimiento pendular y contrapunteante de nuestras pelvis, como dos boxeadores más esforzados en recibir golpes que evitarlos.
Decidí hacer lo que me decía: capturar el instante, impedir que huya, perdurar en él; una vida pulsante y plena dentro de otra plana, trivial, diaria.
-¡Ahí está otra vez! -se detuvo ella de improviso señalando el espejo y provocando que mi cadera golpeara la suya groseramente.
-¿Qué? -miré al espejo.
-¿Qué es lo que estabas mirando?
Sin más ganas que superar ese instante y seguir con el contrapunto, dije:
-Imagino que tu cabello.
Quise añadir que también era lo primero que me había atraído de ella. Una vieja obsesión, que por fin había hecho realidad al conocerla.
-¿Y eso es lo que más te excita? ¿Mucho más que mis caderas, mis pechos y mi cara?
-No lo sé -contesté aturdido.
-En la cama no sueles mirarme a los ojos, ¿lo sabías?
Era bella, de modo que creció mi desconcierto.
-No, no lo sé.
Rodé hacia un costado, ya sin ganas de continuar, y salté de la cama.
-¿Adónde vas?
-A darme un duchazo y preparar algo para comer. ¿No tienes hambre?
-¿Te enamoraste de mí por mi pelo, no es cierto? -se me acercó desafiante.
Por un momento pensé que tomaría mi miembro entre sus manos y lo succionaría con ardor, como habíamos hecho otras veces, intentando componer alguna rencilla. Atiné a mostrarle una media sonrisa, entre desorientado y ansioso.
-Y si así fuera -dije acariciando con ternura su pelo-, ¿qué tendría de malo?
En ese preciso instante vi su mano, apareciendo como un misil por el lado menos esperado del horizonte. Alcancé a girar la mandíbula. Evité que me golpeara de lleno con la palma abierta, pero una de sus uñas me rasguñó la mejilla.
La sentí como una raya de fuego, a pesar de que solo era una mínima herida; como la de la pared.
HjorgeV 10.06.2016